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Homilía de D. Joaquín Mª López de Andújar, Obispo de Getafe en la ceremonia de Ordenación de un presbítero y diez diáconos

Cerro de los Ángeles, Getafe, 12 de Octubre de 2009

Os daré pastores según mi corazón” (Jer 3,15). Con estas palabras del profeta Jeremías Dios promete a su pueblo no dejarlo nunca privado de pastores que lo congreguen y guíen. La Iglesia, Pueblo de Dios, contempla con gozo el cumplimiento de este anuncio profético y da continuamente gracias al Señor. Sabe que ese cumplimiento se realiza en Jesucristo. “Yo soy el Buen pastor y conozco a mis ovejas y las mías me conocen a mí (...) y doy la vida por mis ovejas” (Jn 10,11 y ss). Y sabe también que la presencia de Jesucristo, Buen pastor, sigue viva entre nosotros, por voluntad suya, en todos los lugares y en todas las épocas, por medio de los apóstoles y de sus sucesores. Sin sacerdotes la Iglesia no podría cumplir el mandato del Señor de anunciar el evangelio.“Id y haced discípulos de todas las gentes”(Mt 28,19); ni podría renovar cada día, en el Misterio Eucarístico, el Sacrificio de su Cuerpo entregado y de su Sangre derramada para la vida del mundo (cf. PDV, 1).

En un día como hoy, en el que van a ser ordenados un presbítero y diez diáconos, nuestra Iglesia diocesana de Getafe da gracias al Señor porque permanece en medio de nosotros apacentando su grey, por medio de aquellos que Él llama personalmente para continuar su misión pastoral.

El evangelio que acaba de ser proclamado nos dice que Jesús, después de mirar lleno de compasión a las gentes que estaban extenuadas y abandonadas, como ovejas que no tienen pastor, dice a sus discípulos: “La mies es abundante y los trabajadores pocos, rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies” (Mt 9,38). La oración que hacemos todos los días pidiendo vocaciones sacerdotales ha sido escuchada por el Señor y hoy, con emoción y esperanza, le damos gracias por estos nuevos pastores que Él nos regala.

Nunca podemos perder de vista que la llamada al ministerio sacerdotal es iniciativa de Dios. El Señor llama a los que quiere y como quiere. “Nadie puede venir a Mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae” (Jn 6,44). “No me habéis elegido vosotros a Mí, sino que Yo os he elegido a vosotros y os he destinado para que vayáis y deis fruto y vuestro fruto permanezca” (Jn 15,16). La historia de toda vocación sacerdotal es la historia de un inefable diálogo entre el amor de Dios que llama y la libertad del hombre que responde a Dios en el amor. Estos dos aspectos de la vocación, el don gratuito de Dios y la libertad responsable del hombre, son inseparables.

Queridos ordenandos y queridos seminaristas la vocación es un don de la gracia divina y no un derecho del hombre. La vida sacerdotal nunca puede ser considerada como una promoción simplemente humana, ni la misión del ministro nunca puede ser entendida como un simple proyecto personal Tener esto claro nos ayudará a excluir de nosotros cualquier sentimiento de vanagloria o presunción. Los que hemos tenido la gracia de ser llamados por el Señor hemos de sentir continuamente una profunda gratitud, llena de admiración y una esperanza muy firme, porque sabemos que estamos apoyados no en nuestras propias fuerzas, sino en la fidelidad incondicional de Aquél que nos ha llamado.

Dice el evangelista S. Marcos que Jesús “llamó a los que quiso y vinieron a Él” (Mc 3,13). Este “venir a Él”, que se identifica con el “seguir” a Jesús, que aparece en otros relatos de vocación, expresa la respuesta libre de los doce a la llamada del Maestro. Así sucede en la vocación de Pedro y de Andrés. Jesús les dice: “Venid conmigo y os haré pescadores de hombres”. Y ellos, al instante, “dejaron las redes y lo siguieron” (Mt 4,21-22). Y, de la misma manera, sucede también en la experiencia de Santiago y de Juan (cf. Mt 4,21-22) y sucede siempre que Dios llama a alguien para una misión. En toda vocación brillan siempre a la vez el amor gratuito de Dios y la libertad del hombre; siempre aparece la adhesión a la llamada de Dios y su entrega incondicional a Él. Es el diálogo entre la gracia y la libertad: un diálogo en el que gracia y libertad no sólo no se oponen entre si sino que por el contrario la gracia anima y sostiene la libertad humana, liberándola de la esclavitud del pecado (cf Jn 8,34-36), sanándola y elevándola en sus capacidades de apertura y acogida del don de Dios. (cf. PDV 36)

La certeza de que Dios es siempre fiel en su amor y en su llamada nos llena de confianza y nos da fuerza en las dificultades. Dios nunca abandona a aquellos a los que llama para una misión. Él siempre camina a nuestro lado y nos da a su Hijo como hermano y compañero inseparable de nuestra historia. Porque, como nos dice el evangelista S. Juan: “Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único para que todo el que cree en Él no perezca sino que tenga la vida eterna” (Jn. 3,16).

Ante este Amor que nos precede y nos acompaña, la actitud de los que hemos sido llamados por Él al ministerio sacerdotal no puede ser otra que la de dejarnos sorprender por ese amor y sentirnos felices por esa llamada. Quien es fiel al proyecto de Dios encuentra el verdadero sentido de su vida. No tengamos nunca miedo al proyecto de Dios sobre nosotros, aunque nos parezca arduo y difícil. Benedicto XVI nos dice, en el comienzo de su última encíclica Cáritas in Veritate que cada uno encuentra su propio bien asumiendo el proyecto que Dios tiene sobre él porque en ese proyecto el hombre encuentra su verdad y aceptando esta verdad se hace libre (cf. CV 1).

El ejemplo de los santos pastores, como San Juan de Ávila o el Santo Cura de Ars, nos ayuda a responder con fidelidad a la llamada de Dios. “Este buen Salvador -decía el Cura de Ars– está tan lleno de amor que nos busca por todas partes”. No tengamos ningún reparo en dejarnos sorprender por el Amor, que es Dios, más allá de nuestros planes y esquemas. Siguiendo el ejemplo de los santos abramos nuestro corazón a la sorpresa de Dios haciendo de nuestra vida un continuo “si” a Dios en las circunstancias de todos los días. Seamos, como los santos pastores, humildes, confiados y generosos para aprender a vivir en la lógica de la entrega: una entrega que nace de la experiencia de la misericordia divina. Los santos nos enseñan a entender la historia de nuestra vida desde los latidos del Corazón de Cristo, que busca a la oveja perdida como algo que pertenece a su amor esponsal y como expresión de la ternura materna de Dios. Ellos nos invitan a experimentar en nuestras propias vidas la compasión hacia todos los hermanos.

En la homilía de las canonizaciones de ayer, decía el Santo Padre refiriéndose a S. Francisco Coll: “Su pasión fue predicar con el fin de anunciar y reavivar la Palabra de Dios, ayudando así a las gentes al encuentro profundo con el Señor. Un encuentro que llevaba a la conversión del corazón, a recibir con gozo la gracia divina y a mantener un diálogo constante con el Señor mediante la oración. Por eso su actividad evangelizadora incluía una gran entrega al sacramento de la Reconciliación, un énfasis destacado en la Eucaristía y una insistencia constante en la oración. Francisco Coll llegaba al corazón de los demás porque transmitía lo que él mismo vivía, lo que ardía en su corazón: el amor de Cristo y su entrega a Él”. Y refiriéndose al Padre Damián, apóstol de los leprosos, nos decía el Papa: “Siguiendo al apóstol Pablo, S. Damián nos impulsa a seguir las buenas y duras batallas. No aquellas que llevan a la división, sino las que unen. Nos invita a abrir los ojos sobre las lepras que, aún hoy, desfiguran la humanidad de nuestros hermanos y que a apelan a nuestra generosidad y a la caridad de nuestra presencia de servicio”.

Queridos ordenandos, por el don del Espíritu Santo que vais a recibir en la ordenación diaconal y sacerdotal, estáis llamados, siguiendo el ejemplo de estos santos pastores, a participar del ser sacerdotal de Cristo. Estáis llamados a prolongar la misión de Cristo, para obrar en su nombre en sintonía con su mismo estilo de vida como signo personal, comunitario y sacramental del Buen Pastor. Durante la última cena, Jesús en su diálogo con el Padre afirma repetidamente refiriéndose a los apóstoles que son “los suyos” (Jn 13,1), “los que Tú me has dado” (Jn 17,4 ss.). Los apóstoles pertenecen a Jesús de una manera especial. Son los que el Padre le ha dado para prolongar en el mundo su misión. Son los llamados a ser la “expresión” o “la gloria “ (Jn 17,10) de Jesús. Son aquellos elegidos por el Padre para reflejar, entre los hombres, el amor de Jesús a todos y cada uno de los redimidos.

Esta identidad vocacional de los apóstoles, llamados a reflejar en el mundo el amor sacerdotal de Cristo a los hombres, esta particular pertenencia a Cristo, aparece en el evangelio desde el inicio mismo de la predicación de Jesús, cuando “llamó a los que quiso para que estuvieran con Él y para enviarles a predicar” (Mc 3,13-14). Vemos, a lo largo de todo el evangelio, cómo la vida de los apóstoles se caracteriza por el encuentro con Jesús, por el seguimiento a Jesús, por la comunión entre ellos, en Jesús, como centro de esa comunión y por la participación en la misión de Jesús, siendo transparencia e instrumento de la vida, el amor y la misión de Jesús. Nosotros, sacerdotes, hemos sido enriquecidos con la gracia del Espíritu Santo para continuar en el mundo la vocación apostólica. Somos hoy y aquí, en medio de los hombres de nuestro tiempo, los apóstoles de Cristo, llamados a estar con Él, en la oración contemplativa, en la Eucaristía y en los demás sacramentos y llamados a predicar en su nombre.

Queridos hermanos, no nos engañemos; los dones gratuitos de esta vocación apostólica y sacerdotal no llevan consigo más privilegio que el de obrar en el nombre y en la persona de Cristo Cabeza de su Iglesia, reflejando en nuestras vidas la inmolación de Cristo en la cruz, dando la vida, sirviendo a nuestros hermanos, lavándoles los pies y presentándonos ante ellos “como servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios” (I Cor 4,1).

La espiritualidad sacerdotal no consiste en otra cosa que en la vivencia de lo que los ministros ordenados somos y hacemos. Una espiritualidad que se concreta en actitudes interiores de fidelidad al amor de Cristo, de disponibilidad para servir a los hermanos y de generosidad, como la del Buen pastor, hasta dar la vida. La espiritualidad sacerdotal exige de nosotros la huida de cualquier forma de subjetivismo o individualismo. El Pueblo de Dios, Pueblo sacerdotal, tiene derecho a ver en el sacerdote la caridad de Jesucristo, Buen Pastor, que vivió obediente a los designios del Padre y se entregó a los hombres, desprendiéndose de cualquier apego humano, como esposo que lleva a todos en el corazón.

La vocación del sacerdote sólo puede ser entendida como vocación de “seguimiento” pleno y radical a Cristo, y sólo puede ser vivida como vocación de total adhesión a Cristo, tal como la resumió el apóstol Pedro: “Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido” (Mt. 19, 27). Esta totalidad de la entrega es la respuesta adecuada a la gratuidad de la llamada y a la predilección que supone haber sido elegidos por el Señor para una misión tan alta. Los sacerdotes hemos de empaparnos de los “sentimientos” de Cristo que se “anonadó” para expresar su donación incondicional al Padre y a los que el Padre le había confiado.

Esa donación de Cristo para comunicar a los hombres la vida nueva ha de continuar expresándose, con la gracia de Dios, en la vida de los suyos. Quienes creen en Cristo necesitan y tienen derecho a ver en los sucesores de los apóstoles el amor mismo del Buen Pastor. No se puede predicar el Evangelio en nombre de Cristo si no es presentando en la propia vida la vida de Cristo, pobre, casto y obediente.

Queridos sacerdotes, queridos seminaristas, no hemos de asustarnos ante las exigencias de la llamada del Señor. Si el Señor nos ha llamado, Él nos dará también la gracia necesaria para seguirle y nos hará experimentar todos los días la alegría de vivir sólo para Él. Vivamos sin ningún temor el radicalismo evangélico, según el estilo del Buen Pastor. El Espíritu Santo recibido en la ordenación sacerdotal hará posible lo que para los hombres parece imposible. El Espíritu Santo conformará nuestras vidas con Jesucristo Cabeza y Pastor de la Iglesia, nos dará la capacidad de ser instrumentos vivos de Cristo Sacerdote eterno, nos acompañará siempre para actuar personificando a Cristo mismo, allí donde el mismo Cristo nos envíe y moverá nuestros corazones para seguir haciendo presente entre nuestros hermanos la misericordia divina.

La Virgen María, como Madre y figura de la Iglesia, es Madre de misericordia por ser Madre de la misericordia personificada en Jesús. María es la que de manera singular y excepcional ha experimentado como nadie la misericordia y también, de manera excepcional, ha hecho posible con el sacrificio de su Corazón la propia participación en la misericordia divina. Nadie ha experimentado, como la Madre del Crucificado, el misterio de la Cruz. Nadie como ella ha acogido de corazón este Misterio. Que ella interceda hoy, ante su Hijo Jesucristo, para que los que van a ser ordenados y todos los que han recibido la gracia del sacramento del orden, conformen su vida con el misterio de la Cruz del Señor y manifiesten al mundo en su ministerio sacerdotal y en su propia vida las riquezas infinitas de la misericordia divina. Amen.