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Homilía de D. Joaquín María López de Andújar, Obispo de Getafe, en la misa FUNERAL del V Aniversario del fallecimiento de D. FRANCISCO JOSÉ PÉREZ Y FERNÁNDEZ-GOLFÍN, el 24 de febrero de 2009, en la Catedral de Santa María Magdalena

Una celebración como la de hoy, que reúne, en torno al altar, para celebrar la Eucaristía, a los que hemos conocido a D. Francisco y hemos recibido de él tantas enseñanzas es, sobre todo, una acción de gracias a Dios por lo que su vida significó para nosotros; y, al mismo tiempo, un acto de fe en Jesucristo, el Señor, muerto y resucitado, que nos mantiene íntimamente unidos en Él, tanto a los que vivimos en este mundo como a los que ya traspasaron los umbrales de la muerte. Sabemos que la muerte no puede separar a los que están unidos en el Señor. En la vida y en la muerte somos del Señor (Rm 14, 8). Y, por eso, podemos rezar unos por otros. Y, en la celebración de la Eucaristía, unos y otros, estamos unidos en la pascua del Señor. Nuestra unión con Cristo, nuestra pertenencia a Él, no puede destruirla ningún obstáculo, ni siquiera el obstáculo más insalvable de todos, que es el obstáculo de la muerte. Nada ni nadie podrá apartarnos del amor de Dios revelado en Cristo, Señor nuestro (Rm 8, 39).

En su carta a los romanos el apóstol Pablo nos dice que esa unión con Cristo, muerto y resucitado, comenzó en nosotros el día en que fuimos bautizados. Fue una incorporación al Misterio de Cristo: una incorporación a su muerte, sepultura y resurrección. Y desde aquel momento nuestra vida, cuando permanece fiel al Señor, queda irrevocablemente unida a Él y destinada a la vida eterna. Los que por el bautismo nos incorporamos a Cristo fuimos incorporados a su muerte. Por el bautismo fuimos sepultados con Él en la muerte, para que así como Cristo fue despertado de entre los muertos, así nosotros andemos en una vida nueva" (Rm 6, 3-4).

A la luz de la enseñanza del apóstol podemos decir con toda seguridad y, llenos de esperanza, que para el cristiano, la muerte no es sino la culminación de un proceso comenzado en el bautismo: un proceso cuyo destino es la santidad y la unión plena y definitiva con el Señor. La inmersión en las aguas bautismales significa sumergirse con Cristo en su muerte, en la cruz, para que muera y desaparezca de nosotros todo rastro de pecado; y el resurgir desde las aguas bautismales significa renacer con Cristo a una vida de santidad, identificados con Él, participando en sus mismos sentimientos de amor a Dios y a los hombres y convirtiéndonos, de esta forma, por la gracia redentora de Cristo, en nuevas criaturas. Resurgir de las aguas bautismales significa comenzar a vivir en una nueva esfera de vida, que ya no termina: una vida llena de plenitud que ni a misma muerte podrá destruir.

El bautismo, nos dirá Juan Pablo II, es "una verdadera entrada en la santidad de Dios por medio de la inserción en Cristo y la inhabitación del Espíritu Santo (...) preguntar a un catecúmeno ¿quieres recibir el bautismo?, significa, al mismo tiempo preguntarle ¿quieres ser santo?. Significa ponerle en el camino del sermón de la montaña: sed perfectos como vuestro Padre es perfecto (NMI 31).

Esta vocación de santidad y de vida eterna, inscrita en todos nosotros desde nuestro bautismo, la vivió D. Francisco de forma constante a lo largo de toda su vida y fue también objeto de su predicación, especialmente cuando se dirigía a los sacerdotes y a los seminaristas. Así aparece en los escritos que conservamos de él. "Vengo de Dios, voy hacia Dios y descanso en Dios. Señor que siempre vaya hacia ti como a mi única esperanza y mi único amor y en Ti encuentre mi descanso. Que la santidad sea mi único anhelo y mi única ilusión" (pág. 31). El deseo de santidad será para él, la consecuencia de un encuentro apasionado con Cristo, un encuentro que cambia la vida. "Cuando se conoce a Cristo y se le ama, la carrera ya no tiene límites" (pág.32). Efectivamente el encuentro con Cristo, cuando llega a lo hondo de nuestro ser pone en movimiento todas las energías del hombre y es capaz des sacar de él unas posibilidades y una energía que a él mismo le sorprende: “la carrera ya no tiene límites”.

Pero esta vocación de santidad no la entiende D. Francisco como una forma de vida que nos saca de la vida ordinaria convirtiéndonos en seres extraños, sino que la entiende como algo que debe ser natural en nosotros. “Ser santo no es convertirse en una pieza de museo. Ser santo es la sustancia misma de la vida cotidiana. El santo es una persona que se adhiere profundamente a Dios; y hace de Dios el ideal profundo de su ser porque ha descubierto que su corazón está forjado para Dios y preparado para Dios. Por eso, cuando buscamos a Dios, buscamos y encontramos nuestra propia perfección, buscamos la realización de nuestro ser en Jesucristo. Cristo no es algo extraño a nuestra naturaleza".

Vivir la santidad, desear la santidad, no es otra cosa que desear la realización plena de nuestro ser en Cristo. ¡Qué importante es predicar este mensaje a los hombres de nuestro tiempo! Es lo que tantas veces repite Benedicto XVI: Cristo no nos quita nada. Cristo nos lo da todo (24.IV.2005). Quien tiene a Cristo lo tienen todo. En Cristo puede alcanzar lo desea todo su ser. Esta certeza de poder encontrar en Dios todo lo que el hombre más desea lo hemos expresado en el salmo 41, que hemos rezado después de la primera lectura. Como busca la cierva las corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío. Mi alma tiene sed del Dios vivo ¿cuándo entraré a ver el rostro de Dios? (vv. 2-3).

Esta sed de Dios se traduce inmediatamente en sed de almas. Cuando uno busca a Dios, inmediatamente busca lo que le agrada a Dios. Y en un sacerdote lo que mas le agrada a Dios es su pasión por conducir a los hombres al encuentro con Dios. Ese es el deseo de Cristo. Lo hemos escuchado en el evangelio: "Esta es la voluntad del que me ha enviado: que no pierda nada de lo que me dio, sino que lo resucite en el último día. Esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en Él tenga vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día" (Jn 6.37-40).

La voluntad de Dios es que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. Por eso Dios envía a su Hijo al mundo. Jesucristo es el enviado del Padre, la Palabra decisiva del Padre para la salvación de los hombres, Jesucristo es el Pan de la Vida, capaz de calmar el hambre de felicidad de una humanidad desorientada y engañada por el pecado. Y esta voluntad salvadora de Dios se prolonga en la Iglesia y adquiere en los sacerdotes una especial radicalidad: Como el Padre me envió, así os envío yo a vosotros. Recibid el Espíritu Santo (Jn 20, 21-22). Id al mundo entero y predicad el evangelio a todas las gentes (Mc 16, 15).

D. Francisco lleva muy metida en el alma esa voluntad salvadora de Cristo. Casi me atrevo a decir que el tema constante de su conversación era el apostolado, era su preocupación constante por llevar a los hombres la luz de Cristo. “Salgamos al encuentro del hombre. No esperemos que acudan a nosotros, busquémosles. No nos contentemos ni nos consolemos con los que están en el redil; suframos con los que están en la lejanía y, no sólo por sus males físicos, sino también por esta lejanía de Dios causa de tanto dallo. Con el pode de Cristo podemos mirar al mundo con amor, con el amor que transforma y perdona”.

Al recordar hoy a D. Francisco, en su quinto aniversario, pidiendo al Señor por el eterno descanso de su alma, fijémonos en su ejemplo y sigamos su rastro de gran apóstol. El mundo de hoy necesita apóstoles valientes e intrépidos que conociendo bien el terreno que pisan y siendo conscientes de las dificultades que hoy entraña la evangelización, estén muy metidos, como decía D. Francisco en la sustancia de lo cotidiano, compartiendo con los hombres sus alegrías y sus penas y llevándoles el consuelo y la fortaleza de Cristo Hacen falta apóstoles, enamorados de Cristo capaces de llegar al corazón mismo de los hombres de hoy para llenar su oscuridad con la luz de Cristo: apóstoles llenos de amor a Dios "Sólo quien se siente inundado por el amor de Dios es capaz de repartirlo a manos llenas. El que reparte ese amor, muestra que conoce a Dios. Debemos ser reflejo de ese amor de Dios al mundo” (pág. 37).

Pedimos a la Virgen María que interceda por D. Francisco y que a todos nos ayude a seguir su ejemplo de amor a la Iglesia y de afán apostólico.