Queridos hermanos y hermanas, ¡feliz y santa Noche de Navidad!
Qué alegría reunirnos en esta noche luminosa en la que el cielo se abre y Dios mismo se acerca a nosotros. Esta es la noche en la que la historia cambia para siempre, la noche en la que la oscuridad retrocede porque una luz nueva brilla sobre la humanidad. Esa luz es un Niño, y ese Niño es Dios con nosotros. Las lecturas que hemos escuchado nos hablan de esta luz que irrumpe en medio de las tinieblas de la noche fría de la historia.
El profeta Isaías proclama: «El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande». Y añade: «Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado». Se trata de una promesa concreta. Dios se hace hombre, se hace niño, se acerca a nosotros y toma nuestra carne.
Cuánto necesitamos hoy esta luz. Vivimos tiempos marcados por conflictos, injusticias, divisiones y miedos que parecen no tener fin. Nuestro mundo, tantas veces herido por el egoísmo, la violencia o la indiferencia, necesita urgentemente un camino nuevo. Y ese camino —como nos recordaba el Papa al inicio de su pontificado— es el amor. ¡Es la hora del amor!, nos decía: un amor que no es superficial ni pasajero, sino el amor que nace de Dios y que transforma, sana, reconstruye y abre horizontes. El amor que trae paz, justicia, verdad y alegría. San Pablo, en la carta a Tito, nos recuerda que «la gracia de Dios ha aparecido». Esa gracia tiene un rostro: Jesús. Su venida nos consuela, y nos impulsa a vivir de otra manera.
La fragilidad de un recién nacido
El Evangelio de Lucas nos conduce al corazón del misterio: un pesebre, una madre joven, un padre silencioso, unos pastores sorprendidos, un coro de ángeles que canta «Gloria a Dios en el cielo y paz en la tierra». Todo es humilde, sencillo y pobre, y sin embargo todo está lleno de Dios. Así actúa el Señor: entra por la puerta de la humildad para que nadie quede excluido. Esta noche, Dios nos invita a mirar más allá, a no quedarnos en lo que se ve, a no reducir la Navidad a luces, regalos o prisas. Nos invita a correr, como los pastores, hasta Belén, a dejarnos sorprender, a adorar al Hijo de Dios que nace de María. Quien se acerca al pesebre descubre que en la fragilidad de un recién nacido está la esperanza del mundo.
A veces pensamos que podemos solos, que bastan nuestras fuerzas, nuestras tecnologías o nuestros proyectos. Pero la realidad nos recuerda que no es así. Necesitamos a Dios. El mundo necesita a Dios. No como un adorno espiritual, sino como fundamento, como brújula, como fuente de sentido. Cuando Dios entra en la vida de una persona, esa vida cambia; cuando entra en una familia, esa familia se renueva; cuando entra en una sociedad, esa sociedad se humaniza. Por eso esta noche es un grito de esperanza: Dios no se ha cansado de nosotros, no nos abandona, viene una y otra vez a buscarnos.
El pesebre nos enseña que el amor es más fuerte que cualquier oscuridad. El amor de Dios se hace pequeño para hacernos grandes, se hace pobre para enriquecernos, se hace Niño para que nadie tenga miedo de acercarse. Y ese amor, cuando lo acogemos, se convierte en misión. El mundo necesita hombres y mujeres que amen de verdad, que construyan puentes, que perdonen, que escuchen, que acompañen, que trabajen por la justicia, que siembren paz, que vivan con alegría. La Navidad no es solo contemplar el amor de Dios, sino dejar que ese amor pase a través de nosotros y se convierta en luz para quienes nos rodean.
Al que vive en soledad
Dios nos invita esta noche a detenernos, a contemplar y a adorar. Contemplar es mirar la vida con los ojos de Dios, para volver a descubrir que lo esencial no se compra ni se vende, porque la verdadera grandeza está en la humildad. Hagamos de estas fiestas un momento de contemplación y adoración desde la pobreza de nuestras propias vidas, desde nuestra fragilidad, desde nuestra necesidad de ser salvados.
Que esta Navidad renueve nuestra esperanza y nos impulse a construir un mundo más humano. Un mundo donde la luz no se oculte, donde la verdad no se negocie, donde la dignidad de cada persona sea respetada. Un mundo que refleje la bondad de Dios aun en nuestra condición pecadora.
Los ángeles anuncian una «gran alegría» destinada a todo el pueblo, una alegría que no se encierra ni se guarda, sino que se expande y se comparte. Ojalá esta noche se traduzca en gestos sencillos y concretos: una llamada a quien vive en soledad, un perdón que lleva tiempo esperando, una reconciliación que devuelve la paz, una ayuda ofrecida con generosidad, una presencia capaz de consolar. La Navidad cobra vida cuando se convierte en ternura hecha cuidado por los otros.
Hermanos y hermanas, Dios nos entrega a su Hijo, y con Él llegan la paz, la esperanza, la luz y la alegría. Acojamos este don con un corazón humilde. Acerquémonos al pesebre con la misma prontitud de los pastores y dejemos que el amor del Niño transforme nuestra existencia. María, que lo acuna, nos enseñe a guardar y meditar todo en lo profundo del alma; José, hombre justo, nos inspire a confiar incluso en medio de la incertidumbre.
Que el Niño Dios bendiga nuestras familias, y nuestro mundo.
