La Navidad vuelve a iluminar nuestro mundo con la luz humilde y poderosa del Niño nacido en Belén. En medio de la noche, en un pesebre sencillo, Dios se hace carne y habita entre nosotros. No viene con estruendo ni con poder humano, sino con la fragilidad de un niño que, envuelto en pañales, nos revela el misterio más grande: el amor de un Dios que se humaniza para mostrarnos el camino de la verdadera humanidad, viene para salvarnos.
Al contemplar el nacimiento del Señor, no podemos olvidar el contexto en el que vivimos. Nuestro mundo está marcado por divisiones, conflictos y guerras que desgarran pueblos y familias. También por la pobreza que excluye, por la injusticia que margina y por la desigualdad que hiere la dignidad de tantos hermanos. Frente a todo ello, la Navidad se alza como un mensaje de unidad y reconciliación. El Niño de Belén nos invita a derribar muros y tender puentes, a reconocernos como hijos de un mismo Padre y miembros de una misma familia humana.
No es ajeno a nosotros
La escena del Belén nos habla con fuerza. María, la Madre, nos enseña a acoger con fe y confianza los planes de Dios, incluso cuando parecen incomprensibles. José, el hombre justo, nos muestra la obediencia silenciosa y la entrega generosa. Los pastores, sencillos y pobres, nos recuerdan que el Evangelio es primero para los humildes y que ellos son los privilegiados del Reino. Los animales, testigos mudos, nos evocan la creación entera que participa del gozo de la Encarnación. Y los Magos de Oriente, buscadores incansables de la verdad, nos invitan a ser peregrinos que no se conforman con las sombras, sino que siguen la estrella hasta encontrar al Dios vivo.
Todos ellos forman parte de un cuadro que es también nuestra propia vida. El Misterio de Belén no es ajeno a nosotros, ni a nuestra cotidianidad. Todo lo que contemplamos en el Evangelio es nuestra propia vida iluminada por una luz siempre nueva y sorprendente. Belén habla al corazón, porque es Dios quien habla en nuestro lenguaje, porque lo podemos entender, incluso lo podemos tocar. La Navidad nos recuerda que no estamos solos: Dios mismo se hace compañero de nuestro camino.
La verdadera grandeza
Queridos hermanos, en nuestra sociedad vemos cómo la polarización y la prepotencia dividen corazones y comunidades. El Niño de Belén nos ofrece otra lógica: la del amor que se entrega en humildad, una humildad que sana los corazones desgarrados. Navidad es la proclamación de que la verdadera grandeza no está en dominar, sino en servir; no en imponerse, sino en amar. Es el anuncio de que la paz comienza en cada uno de nosotros, cuando dejamos que Cristo nazca en nosotros.
Os exhorto, a mirar al que nace en Belén. Él es nuestra esperanza y nuestra salvación. Él también nos revela el camino que quiere para nosotros como Iglesia. La diócesis de Getafe está llamada a ser un Belén vivo, donde cada comunidad sea un lugar en el que Dios pueda nacer y transformar la realidad.
Pasamos momentos difíciles que nos hacen sufrir, hemos de acogerlos como posibilidad de conversión y de renovación. Navidad es el momento de mirar más allá de nosotros mismos y de nuestros problemas, y poner el corazón en lo verdaderamente importante: en Dios y en los hermanos. El Niño que nace nos recuerda que la vida, incluso en su fragilidad, es siempre un don y una oportunidad para amar.
Queridos hermanos, “Peregrinos de esperanza, vayamos a su encuentro –al de Jesús-. Abrámosle las puertas de nuestro corazón. Abrámosle las puertas de nuestro corazón, como Él nos ha abierto de par en par la puerta del suyo” (Papa Francisco, Mensaje de Navidad 2024).
Os deseo a todos una Santa y Feliz Navidad y año nuevo lleno de Gracia.