BOTON DONA

 

 

ADHESIÓN GOZOSA A CRISTO

Siguiendo las orientaciones del Santo Padre, hemos de recorrer en este Año de la Fe un camino que sea útil para comprender de manera más profunda no sólo los contenidos de la fe sino también el acto con el que decidimos entregarnos totalmente y con plena libertad al Señor.

Estas catequesis que ofrecemos, preparadas por un grupo de profesores de nuestro Centro Diocesano de Teología, son un medio más, que ponemos en manos de sacerdotes y catequistas para introducir a toda la comunidad diocesana en este tiempo especial de reflexión y redescubrimiento de la fe, que nos pide la Iglesia, para reanimarla, purificarla, confirmarla y confesarla.

Este Año, primero de la preparación para la Misión Diocesana, ha de ayudarnos a volver a encontrar, con alegría y admiración, como si fuera la primera vez, de una manera personal, el camino de la fe para iluminar de una manera cada vez más clara nuestro encuentro personal con Jesucristo.

La fe es, ante todo, adhesión a Cristo; una adhesión gozosa que cambia nuestra vida y nos mueve al testimonio y a la misión. La fe verdadera siempre es una fe confesante. No podemos dejar, por nuestra pereza o cansancio, que la sal se vuelva sosa y la luz permanezca oculta (cf. Mt. 5,13- 16).Como nos dice el Papa, en este Año de la Fe, hemos de sentir, como la samaritana, la necesidad de acercarnos al pozo para escuchar a Jesús que nos invita a creer en Él y a extraer el agua viva que mana de su fuente (cf. Jn.4,14). Debemos descubrir de nuevo el gusto de alimentarnos de la Palabra de Dios, transmitida fielmente por la Iglesia, y del Pan de la Vida, ofrecido como sustento a todos los que son sus discípulos (cf. Porta Fidei, 3). El Señor, en este Año de la Fe, nos va a decir con insistencia: “Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la
vida eterna” (Jn. 6,27).

Espero que estas catequesis, que presentan de forma pedagógica, ordenada y orante, los fundamentos de la fe de la Iglesia y remiten constantemente a la Sagrada Escritura, al Catecismo, al Concilio y al testimonio de los santos nos ayuden a encontrar ese alimento que necesitamos y fortalezcan nuestro vínculos eclesiales.

Con mi bendición y afecto:
+ Joaquín María. Obispo de Getafe.

ADHESIÓN GOZOSA A CRISTO

Siguiendo las orientaciones del Santo Padre, hemos de recorrer en este Año de la Fe un camino que sea útil para comprender de manera más profunda no sólo los contenidos de la fe sino también el acto con el que decidimos entregarnos totalmente y con plena libertad al Señor.

Estas catequesis que ofrecemos, preparadas por un grupo de profesores de nuestro Centro Diocesano de Teología, son un medio más, que ponemos en manos de sacerdotes y catequistas para introducir a toda la comunidad diocesana en este tiempo especial de reflexión y redescubrimiento de la fe, que nos pide la Iglesia, para reanimarla, purificarla, confirmarla y confesarla.

Este Año, primero de la preparación para la Misión Diocesana, ha de ayudarnos a volver a encontrar, con alegría y admiración, como si fuera la primera vez, de una manera personal, el camino de la fe para iluminar de una manera cada vez más clara nuestro encuentro personal con Jesucristo.

La fe es, ante todo, adhesión a Cristo; una adhesión gozosa que cambia nuestra vida y nos mueve al testimonio y a la misión. La fe verdadera siempre es una fe confesante. No podemos dejar, por nuestra pereza o cansancio, que la sal se vuelva sosa y la luz permanezca oculta (cf. Mt. 5,13- 16).Como nos dice el Papa, en este Año de la Fe, hemos de sentir, como la samaritana, la necesidad de acercarnos al pozo para escuchar a Jesús que nos invita a creer en Él y a extraer el agua viva que mana de su fuente (cf. Jn.4,14). Debemos descubrir de nuevo el gusto de alimentarnos de la Palabra de Dios, transmitida fielmente por la Iglesia, y del Pan de la Vida, ofrecido como sustento a todos los que son sus discípulos (cf. Porta Fidei, 3). El Señor, en este Año de la Fe, nos va a decir con insistencia: “Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la
vida eterna” (Jn. 6,27).

Espero que estas catequesis, que presentan de forma pedagógica, ordenada y orante, los fundamentos de la fe de la Iglesia y remiten constantemente a la Sagrada Escritura, al Catecismo, al Concilio y al testimonio de los santos nos ayuden a encontrar ese alimento que necesitamos y fortalezcan nuestro vínculos eclesiales.

Con mi bendición y afecto:
+ Joaquín María. Obispo de Getafe.

Presentación

Presentación

El esquema elegido para el conjunto de las catequesis trata de recordar las
cuestiones fundamentales de nuestra fe. A partir de la exposición del Credo, cada catequesis busca profundizar de manera pedagógica en estas certezas.

El recorrido comienza con el tema de Dios Padre, creador del universo, incidiendo en los conceptos de creación y providencia. El segundo tema aborda la persona de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre con la referencia necesaria al misterio de la Santísima Trinidad. El tercero y cuarto tema también versan sobre Jesucristo: el misterio de la redención, el pecado y el misterio pascual. Para concluir este acercamiento trinitario, el quinto tema estudia el Espíritu Santo y su acción en nosotros.

Las dos últimas catequesis nos descubren la concreción del misterio de la trinidad en nuestra vida: la vinculación la Iglesia y la esperanza en las realidades futuras. En ambos se busca redescubrir lo amable y esperanzador de la propuesta de Jesucristo y animar a vivir con ilusión la vinculación a la Iglesia como camino seguro hacia el encuentro definitivo con el Padre.

En cada catequesis hemos utilizado el mismo esquema. Comienzan con la introducción, dirigida al catequista, en la que se describe el contenido de la catequesis y se ofrecen algunas sugerencias metodológicas, además de referencias para ampliar la catequesis (se incluyen en algunos casos enlaces de internet: páginas web, vídeos de Youtube, etc). En la presentación se propone el estado de la cuestión, la tesis central y también se incluyen las dificultades o dudas que han surgido ante esa tesis.

El tercer momento lo hemos llamado: El hombre es capaz de Dios. En este apartado reflexionamos sobre las actitudes de los hombres ante las verdades de la fe. Constatamos las inquietudes o preguntas fundamentales que el ser humano se plantea y que se responden en la revelación de Dios.

Esas respuestas se ofrecen en la sección Dios sale al encuentro del hombre. Se desarrollan aquí los contenidos doctrinales de la catequesis. Se apoyan las afirmaciones con algunos textos de la Palabra de Dios, del Catecismo de la Iglesia Católica y de otros documentos del Magisterio de la Iglesia.

Finalmente proponemos La respuesta de la fe, en la que tratamos de cómo vivir la fe explicada en la sección anterior. Para ello ayudan también los testimonios de algunos santos que ilustran la vivencia de la fe cristiana.

Hemos procurado ofrecer unas catequesis pedagógicas y subrayando el aspecto de la vivencia de la fe desde la vida de oración. El encuentro orante con el Señor en las sesiones de catequesis es el marco ideal para el posterior estudio de las verdades de fe. También ofrecemos, en el apartado El hombre es capaz de Dios, algunas preguntas que pueden ayudar para el diálogo en grupo.

Tema 1

Tema 1: Creo en Dios Padre, creador del universo

1. Introducción
En esta primera catequesis expondremos qué podemos conocer los hombres acerca de Dios por la razón y la revelación, y describiremos algunos de sus atributos. Veremos cómo Dios crea libremente y sólo por amor el universo a partir de la nada y, en especial, al hombre; y de qué manera la noción cristiana de creación es compatible con la hipótesis evolucionista. El acto creador de Dios es absolutamente necesario para explicar los tres grandes momentos de la historia: el comienzo del universo, el surgimiento de la vida y la aparición del hombre.

Creer en Dios como creador significa también tener en cuenta que todo lo creado espera la consumación prometida por Dios por mediación de Cristo, porque el hombre está llamado a una comunión eterna con Él.

Mostraremos cómo por la razón y la experiencia de nuestra vida llegamos al conocimiento de nuestra condición de criaturas finitas (alguien nos ha dado la vida y la muerte forma parte de ella); y por la revelación de Cristo, y antes en el Antiguo Testamento, y por nuestra acogida a lo que Él nos dice (fe) llegamos al conocimiento de que el Creador es nuestro Padre, Cristo es nuestro Hermano y el Espíritu Santo nuestro Amigo; cuál es nuestro origen y cuál nuestro destino último: la unión plena con Dios; y que la libre creación, hecha por Él sólo por amor, requiere de nuestra libertad para corresponderle.

Subrayaremos cómo Cristo es el que ha dado una definición más excelsa del hombre: “Dioses sois” (Jn 10,35). Explicaremos lo que esto significa: que fuimos creados “a imagen y semejanza de Dios”. Veremos qué significa esta definición antropológica y cómo ha de plasmarse en nuestra vida en medio de una sociedad que se rige por otros modelos.

Referencias

Testimonio de SAN AGUSTÍN DE HIPONA
La búsqueda de la verdad lo llevó al encuentro con Dios

Nacido en Tagaste, en África romana, en el 354, fue hijo de padre pagano y madre cristiana, Mónica, que lo primero que enseñó a su hijo Agustín fue a orar, viendo con gran sufrimiento cómo su hijo poco a poco se fue apartando de la verdad hasta que su espíritu se infectó con los errores maniqueos y su corazón con las costumbres de la Roma pagana. Mónica “noche y día oraba y gemía con más lágrimas que las que otras madres derramarían junto al féretro de sus hijos”, escribiría después Agustín en sus admirables Confesiones.

Dotado de una gran imaginación y de una extraordinaria inteligencia, se destacó en el estudio de las letras, mostró un gran interés hacia la literatura, especialmente la griega clásica y poseía gran elocuencia. Inspirado por Cicerón, a los 19 años se convirtió en un ardiente buscador de la verdad, estudiando varias corrientes filosóficas. Durante nueve años, del año 373 al 382, se adhirió al maniqueísmo, muy extendido en aquella época por el Imperio Romano de Occidente. Con su principio fundamental de conflicto entre el bien y el mal, el maniqueísmo le pareció a Agustín una doctrina que podía corresponder a la experiencia y proporcionar las hipótesis más adecuadas sobre las que construir un sistema filosófico y ético. Además, su código moral no era muy estricto.

Pero desilusionado al no poder reconciliar ciertos principios maniqueos contradictorios, abandonó esta doctrina y dirigió su atención hacia el escepticismo. Hacia el año 383 se trasladó de Cartago a Roma y un año más tarde fue enviado a Milán como catedrático de retórica, donde se movió bajo la órbita del neoplatonismo.

Pero en Milán conoció también al obispo de la ciudad, san Ambrosio, y el encuentro con este santo pastor supuso su regreso al seno de la Iglesia. Ambrosio le recibió con bondad y lo ilustró en las ciencias divinas, y así, poco a poco, renació en Agustín un nuevo interés por el cristianismo. Su mente, prodigiosa, fue descubriendo la Verdad que hasta ahora había eludido; sin embargo, vacilaba en su compromiso a causa de debilidades de la carne, temiendo comprometerse porque sabía que tendría que reformar su vida disoluta y dejar atrás muchos gustos y placeres que tanto le atraían.

Un día oyó una voz que le decía: “Toma y lee”. Tomó la Sagrada escritura, abrió y leyó el primer pasaje que le apareció al azar: “No deis vuestros miembros, como armas de iniquidad al pecado, sino ofreceos más bien a Dios como quienes, muertos, han vuelto a la vida, y dad vuestros miembros a Dios como instrumentos de justicia" (Rom 13, 13-14). Fue entonces cuando Agustín decidió entregarse a Dios, siguiendo su ley y explicándola a otros a través de numerosos sermones, tratados teológicos y comentarios bíblicos. En sus Confesiones escribe: “¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y ves que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me
lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo mas yo no lo estaba contigo”.

Agustín, una vez bautizado, regresó al norte de África, después de una emotiva despedida de su madre, Mónica, en Ostia, a la que no volvería a ver. Cuando llegó a su Tagaste natal vendió todos sus bienes y el producto de la venta lo repartió entre los pobres. Se retiró con unos compañeros a vivir en una pequeña propiedad para hacer allí vida monacal y su fama corrió rápidamente por aquellas tierras, atrayendo a muchos que acudían a escucharle y pedirle consejo. Fue ordenado sacerdote el año 391 y consagrado obispo de Hipona (hoy Annaba, Argelia) en el 395, a los 41 años, ministerio que ejerció hasta su muerte.

Bibliografía básica:

Catecismo de la Iglesia Católica. Asociación de Editores del Catecismo, Getafe
(Madrid), 1992 (198 – 281).

Youcat (JMJ2011), Ediciones Encuentro, Madrid, 2011, (30 – 40).

Encíclicas:

JUAN PABLO II, Fides et Ratio

BENEDICTO XVI, Deus Caritas est y Caritas in Veritate.

Manuales:

(en todos estos manuales se recogen numerosas citas de las Sagradas
Escrituras, Patrística, Concilios, y de los santos):

LUDWIG OTT, Manual de Teología Dogmática, Herder, Barcelona, 1986.
Dios uno en esencia: existencia, esencia y atributos de Dios: págs. 44 – 97;
y tratado de Dios creador: págs: 140 – 204.

Manual de Teología Dogmática, bajo la dirección de Theodor Schneider,
Herder, Barcelona, 1996. Doctrina de Dios y Doctrina de la Creación: págs.
99–292.

GERHARD LUDWIG MÜLLER, Dogmática. Teoría y práctica de la teología.
Herder, Barcelona, 1998. Capítulos 2 (El hombre como destinatario de la
autocomunicación de Dios), 3 (La autorrevelación de Dios como creador
del mundo) y 4 (La autorrevelación del creador como Dios de Israel y
Padre de Jesucristo): págs. 103–253.

Otras citas no recogidas:

Sagrada Escritura:
“Sólo en Dios descansa mi alma, porque de él viene mi salvación” (Salmo 62 [61]).

“Por tanto, sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5, 48)

“Despojaos del hombre viejo (…) y revestíos de la nueva condición humana
creada a imagen de Dios: justicia y santidad verdaderas” (Ef 4, 22).

Concilio Vaticano II

“El Padre Eterno, por una disposición libérrima y arcana de su sabiduría y
bondad, creó todo el universo, decretó elevar a los hombres a participar de la vida divina” (LG, 2).

Recursos en internet:

http://www.vatican.va/phome_sp.htm

http://www.es.catholic.net/

http://encuentra.com/

http://www.aciprensa.com/anodelafe/portafidei.htm

http://www.iglesia.org/

http://www.catolicos.com/

http://www.fluvium.org/

http://www.buenasnuevas.com/

http://www.mercaba.org/

http://www.goyaproducciones.com/noticias/ano-de-la-fe

http://www.encristiano.com/documentales/el_origen_del_hombre.html

Conferencia del Dr. D. J. Mª LÓPEZ SEVILLANO sobre “La persona y sus
relaciones” (concepción mística antropología de Fernando Rielo):
http://www.youtube.com/watch?v=rWbT7n2NF1A

Manuel Carreira: http://www.ivoox.com/universo-hombre-i-audiosmp3_
rf_417369_1.html

Sobre el bosón de Higgs:

http://www.abc.es/20120704/ciencia/abci-cancion-video-boson-higgs-
201207041403.html

2. Presentación

• “Él es imagen del Dios invisible, primogénito de toda criatura; porque en Él fueron creadas todas las cosas: celestes y terrestres, visibles e invisibles. Tronos y Dominaciones, Principados y Potestades; todo fue creado por Él y para Él” (Col 1, 15-16).

• “La creación espontánea es la razón de que haya algo en lugar de nada, es la razón por la que existe el Universo, de que existamos. No es necesario invocar a Dios como el que encendió la mecha y creó el Universo, (…) sino que la multitud de universos surge naturalmente de la ley física.” (Stephen Hawking, El Gran Diseño).

El Apóstol Pablo en este himno exalta el papel central de Cristo tanto en la creación como en la historia de la redención. Todas las cosas las creó el Padre "por Él y para Él" (Col 1, 16) con una razón y una finalidad: la historia tiene una meta, una dirección, va hacia la humanidad unida en Cristo, va hacia el hombre perfecto, hacia el humanismo perfecto. (cf Benedicto XVI, Audiencia general, 4.I.2006).

La teoría del físico Stephen Hawking, que supone la existencia de incontables universos paralelos al nuestro, no ha sido muy aceptada por sus colegas porque es excesivamente teórica, requiere una demostración para la que no hay instrumentos matemáticos y no tiene ninguna prueba empírica; así que no es verificable.

Con la hipótesis de Hawking las leyes físicas sustituirían a Dios como causa de la creación, pero entonces surgen las preguntas: ¿quién ha creado tales leyes?; ¿por qué estos elementos básicos de la materia y no otros, existen de esta manera que ofrecen las condiciones adecuadas para recibir los diversos modos de vida?; ¿cuál es la clave de la vida y de las distintas formas de vida?, etc. Estas cuestiones nos llevan irremediablemente, más allá de lo que vemos, a la causa última de todo ello que tiene la clave verdadera de la creación. Pensar que Dios no existe a causa de que no es matemáticamente demostrable, cuando en esta situación se encuentra la propia matemática que parte de axiomas, resulta excesivo.

Preguntas que tienen relación con la existencia, origen, sentido, orden, finalidad del vivir biológico, sicológico y espiritual no pueden ser contestadas por ningún método experimental.

3. El hombre es capaz de Dios

Vivimos en un mundo donde se dan muchos y graves problemas: gran parte de la población mundial sufre hambre, enfermedades, soledad, injusticias, violencias, catástrofes naturales, etc. Estamos padeciendo una crisis de valores, económica y social, unida a una falta de creencia en Dios, al que, de admitirse, se le echa la culpa de todos los males. Ello empuja al hombre a una desesperanza, a un sin sentido de la vida, a un relativismo, a un pasotismo. Estamos en el imperio de la caducidad: empezamos con los envases de usar y tirar y estamos llegando a tratarnos los unos a los otros como objetos y no como personas. Antes entendíamos que el amor es eterno, ahora tiene fecha de caducidad.

Nos preguntamos: si nosotros, que somos limitados, evitaríamos un mal a nuestros seres queridos, ¿por qué Dios, siendo omnipotente, no lo hace? Queremos entender con sólo nuestra razón a Dios y no lo logramos. Y nos respondemos: Será que somos nosotros los que creamos a Dios, cada uno a
su medida. El mundo me dice que si creo en Dios, entonces no soy libre, no puedo desarrollarme como persona; que si considero que algo está bien,
¿por qué no he de hacerlo? Cada uno tenemos un concepto de las cosas… En realidad, buscamos ser felices pero nada de este mundo nos sacia esa sed de felicidad y podemos tomar caminos equivocados (alcohol, droga, sexo, poder, dinero, etc.).

A pesar de las convicciones que el mundo nos transmite, hay que reconocer que tenemos en nuestro interior una voz que nos dice lo que está bien y lo que está mal. Nos enseña cómo amar y nos reclama interiormente cuando somos egoístas, orgullosos, envidiosos, etc.; nos inclina a hacer el bien y a evitar el mal para nosotros mismos y para los demás. Tenemos una ley en nuestro interior que nos hace sentirnos bien cuando hacemos el bien y mal cuando hacemos un mal, o conscientemente no hacemos el bien. Todos sabemos que nuestra vida en este mundo está limitada por muchas cosas y que morimos; pero todos tenemos el anhelo de la inmortalidad, de no padecer dolor ni sufrimiento sino de ser felices
para siempre y sin limitaciones.

El hombre con su mente aspira a la verdad, con su voluntad aspira a la bondad y con su libertad aspira al amor, que es también hermosura; a amar y a sentirse amado incondicionalmente y para siempre.

El hombre está abierto a la relación con la naturaleza, con los demás seres
humanos y con Dios, y sólo en el desarrollo de esas relaciones se realiza como persona. El hombre es finito pero abierto al infinito.

¿Creemos que en Dios puede satisfacerse esa aspiración a ser felices?; ¿que su amor es de donde venimos, y vivirlo en plenitud, nuestro destino?; ¿que podemos apreciar su ternura de Padre: en la naturaleza, en las demás personas y en nosotros mismos?

4. Dios sale al encuentro del hombre

4.1. Quién es Dios. Los atributos de Dios: todopoderoso, bueno, providente...

Con la razón podemos llegar al conocimiento de Dios como Ser supremo, principio y fin de todo lo existente, al que atribuimos una serie de cualidades que deducimos desde sus obras y, sobre todo, desde la más excelsa de sus criaturas, que es el hombre. Sin embargo, Dios es un misterio para el hombre, nos desborda, siempre es más grande que todo lo que podamos pensar de Él con la sola luz de la razón que nos ha dado.

“A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha hado a conocer” (Jn 1, 18). El hombre no podría avanzar en el conocimiento y comunicación con Dios, si Dios mismo no se hubiera manifestado. En el Antiguo Testamento, Yahvé, dice su nombre a Moisés para que su pueblo pueda invocarlo y le prepara por los profetas en la esperanza de la salvación que llegará con Cristo. Es Él quien nos habla de Dios con toda la plenitud y lo hace desde la propia intimidad divina, del mejor modo que podamos entenderle, porque Cristo es a un tiempo Dios y hombre verdadero, es uno con el Padre y el Espíritu Santo. Es el único fundador de religión que ha dicho de sí mismo que es Dios (así lo entendieron los judíos cuando le dijeron que blasfemaba por hacerse igual a Dios y esa fue la causa de su condena).

Atributos divinos
Nosotros solamente podemos conocer “de forma fragmentaria” (1 Cor 13, 9). Por eso, cuando pretendemos profundizar en la esencia simplicísima de Dios, de su Ser infinito y pleno de perfección, comenzamos a analizar incontables perfecciones llenas de matices. Lo mejor es acudir a la Revelación y tener en cuenta la expresión donde todo se resume: “Dios es amor” (1 Jn 4, 8).

Gracias a Cristo, a través del Nuevo Testamento, conocemos que Dios es nuestro Padre (su abbá —papaíto— y nuestro abbá, así lo invocaba Cristo) y nos enseñó a nosotros a dirigirnos a Él con ese trato filial, sabiendo que lo puede y lo conoce todo, que es misericordioso, providente, omnipresente: “Dios no está lejos de nosotros, porque en Él vivimos y nos movemos y existimos” (Act 17, 27s), y que, en definitiva, es el Amor, Verdad, Bondad y Belleza infinitos que nuestro corazón ansía.

Nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica (CEC, 268) que, de todos los atributos divinos, sólo la omnipotencia es nombrada en el Credo. Pero, ¿cómo es esa omnipotencia divina? Por un lado, su poder es universal y lleno de sabiduría, se extiende a todo porque todo lo ha creado y lo rige; pero a la vez es misterioso, porque se manifiesta en la debilidad y por ello exige fe (cf Mt 6,9); y es, sobre todo, amoroso y paternal, pues es el poder del Amor Infinito de un Padre, de un Hermano y de un Amigo, que crea constantes posibilidades para nosotros: “Para los hombres esto es imposible, mas para Dios todo es posible” (Mt 19, 26), a fin de procurar, no sin nosotros, que alcancemos nuestro mejor destino. Prueba de ello es la entrega de lo que más amaba: su Hijo divino, que se encarna, muere y resucita, para liberarnos del mal y de la muerte, e introducirnos en su propio misterio de vida, verdadera y eterna. En la Resurrección y exaltación de Cristo es donde el Padre manifestó “la soberana grandeza de su poder para con nosotros, los creyentes” (Ef 1, 19-22).

Dios es providente. Ejerce su poder absoluto en el cuidado amoroso de todos hasta en los más pequeños acontecimientos. Así nos lo revela Jesucristo cuando nos pide una total confianza en la providencia del Padre: “No andéis, pues, preocupados diciendo: ¿qué vamos a comer?, ¿qué vamos a beber?… Ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso. Buscad primero su Reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura” (Mt 6, 31-33). Dios nos concede a los hombres participar libremente de su providencia cooperando activamente con su voluntad de muchas maneras; de este modo sigue actuando en las obras buenas de sus hijos.

Dios es el supremo bien. Sólo Él es “la” bondad por esencia: “Nadie es bueno, sino sólo Dios” (Lc 18, 19. Lo mismo podríamos decir de “la” verdad, “la” belleza… que Él es); los demás participamos de su bondad (cf 1Tim 4, 4) y nos beneficiamos constantemente de ella en nuestras vidas (cf Jn 3, 16). Dios tiene entrañas de misericordia, así nos lo muestra Cristo en la parábola del hijo pródigo (cf Lc 15, 11-31). Precisamente, una de las mayores muestras de la omnipotencia divina está en cómo ejerce su misericordia al perdonar los pecados (cf Rom 3, 25 s): “¿Qué es más fácil, decir: ‘Tus pecados te son perdonados’ o decir: ‘Levántate y echa a andar’? Pues, para que veáis que el Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar los pecados…” (Mt 9, 5-7).

No podemos profundizar ahora en más atributos, baste recordar que todo se resume en que Él es el Amor absoluto y que la más grande prueba de ello la da en la entrega total de su Hijo Unigénito (cf Jn 3, 16).

4.2. La creación del mundo "ex nihilo". El destino de la creación

Hoy pocos científicos, creyentes o ateos, discuten que el big-bang fue el comienzo del universo tal como lo conocemos, y más tras haber llegado al descubrimiento de lo que se denomina el primer momento tras el bang (bosón de Higgs). Pero ante ello, el hombre se plantea multitud de interrogantes: ¿Cómo es posible que se haya producido desde ese big-bang todo el proceso hasta llegar a la vida? ¿Por qué hubo algo en lugar de nada? ¿Quién puso en marcha el primer elemento? ¿Quién lo dotó de leyes? ¿Quién programó en él lo que iba a suceder para que surgiera un cosmos y no un caos? ¿Cómo es posible el salto de la materia a la aparición de la vida? Y, ¿cómo es posible el salto de la evolución de la vida a la aparición del hombre?

Todo el increíble proceso que va desde la nada, referida a las cosas, a la creación del universo y del ser humano, es posible porque Dios es eterno (alguien tuvo que iniciar el big-bang), omnipotente, sabio (el big-bang y su expansión posterior estuvo calculado con enorme precisión), crea libremente (no necesitaba hacerlo) por amor, y es providente (cuida de todo el proceso de sus criaturas que evolucionan hacia un desarrollo más perfeccionado).

Si unimos los datos que nos aporta la razón con los conocimientos científicos, y los que nos aporta la fe por la acogida de la revelación, podemos perfectamente entender que creación y evolución no se oponen sino que se complementan en mutua apertura, en cuanto que Dios puede haber otorgado a sus criaturas, que Él mantiene en su existencia y gobierna providentemente, la capacidad de ser origen de otras. En todo caso, la intervención directa de Dios es absolutamente necesaria para explicar los tres grandes momentos de la historia: el comienzo del universo, el surgimiento de la vida y la aparición del hombre.

Creer en Dios como creador significa no sólo afirmar que todo cuanto existe surge de Él, sino también que espera la consumación prometida por Dios por mediación de Cristo. Si la creación del mundo pone de manifiesto la perfección de Dios y es su primer acto salvador, la consumación de la historia nos dará a conocer la revelación definitiva de la voluntad del Dios creador. “El mundo ha sido creado para la gloria de Dios” (Cc. Vaticano I: DS 3025) y el hombre está llamado a una comunión eterna con Él.

4.3. La creación del hombre a imagen y semejanza de Dios

La forma como se ha producido el desarrollo de cuanto existe indica que no ha podido ser fruto del azar y que parece tener una finalidad: la aparición del hombre sobre la tierra. Éste muestra un poder de pensamiento y de reflexión no imaginables antes, y otras capacidades que ningún otro ser sobre la tierra posee, como son: voluntad y libertad; capacidad de trascendencia en su relación personal con Dios, la naturaleza y los demás seres espirituales; lenguaje simbólico; creatividad artística; conocimiento científico; conciencia de sí; conciencia ética y religiosa (capaz de “conocer y amar a su creador” (GS 12, 3); capacidad de aspirar a un más; de creer, esperar y amar; de captar lo bueno, lo verdadero y lo bello, y llevarlo a su vida…

La Sagrada Escritura narra la creación del hombre con dos relatos complementarios en el libro del Génesis, que emplean un género narrativo simbólico para explicar el origen real del ser humano y su condición originaria desde una perspectiva teologal, sin pretender ninguna descripción en un plano de ciencia experimental.

“Dijo Dios: `Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza’. (…) Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó” (Gén 1, 26-27). “Entonces el Señor Dios modeló al hombre del polvo del suelo e insufló en su nariz aliento de vida; y el hombre se convirtió en ser vivo” (Gén 2, 7).

La naturaleza del hombre es una unidad de tres dimensiones: biológica, psíquica y espiritual. Los caracteres físicos y psíquicos los recibe de sus progenitores, aunque desde el mismo momento de su concepción es ya un ser humano singular, con un ADN propio. El espíritu inmaterial no lo puede recibir de la materia sino que Dios lo crea personal y singularmente para cada hombre en el mismo momento de su concepción. Dios se hace presente en él conformándolo a su semejanza y así lo hace persona, como Él es persona. Por eso el hombre está ya en relación con Dios desde ese primer instante, llamado a vivir por el Espíritu Santo una relación filial que tiene en Jesucristo el modelo perfecto; y cuyo destino es que viva eternamente feliz a su lado.

Jesucristo en el Evangelio revela la máxima dignidad del hombre, cuando nos dice: “Sois dioses” (Jn 10,34), y nos muestra que somos hijos de Dios. Ello explica la sed de infinito inscrita en nuestro espíritu, que no podemos satisfacer por nosotros mismos ni en esta vida: “Nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descansemos en ti” (San Agustín, Confesiones I, 1, 1).

5. La respuesta de la fe

“Padre mío, me abandono a Ti. Haz de mí lo que quieras; lo que hagas de mí te lo agradezco. Estoy dispuesto a todo, lo acepto todo, con tal que tu voluntad se haga en mí y en todas tus criaturas. No deseo nada más, Dios mío, pongo mi vida en tus manos; te la doy, Dios mío, con todo el amor de mi corazón. Porque te amo y porque para mí amarte es darme, entregarme en tus manos sin medida, con una infinita confianza, porque Tú eres mi Padre”.

BEATO CARLOS DE FOUCAULD, Oración de abandono en Dios:

“Un corazón atento” (1 Re, 3, 9) es la respuesta de la fe. En nuestra relación con los demás, en la belleza de la naturaleza, en una aparente casualidad, en la contrariedad cotidiana, en el dolor, está escondido un mensaje de Dios para nosotros. De manera más clara aún nos habla a través de su Palabra o a través de la voz de la conciencia. Nos habla como Padre, Hermano y Amigo. Por ello debemos responderle también con una conciencia filial cargada de confianza, con el deseo de conocer su voluntad y aceptarla sin reservas, sabiendo que nuestro Padre quiere el mayor bien para nosotros, aunque muchas veces nos resulte un misterio.

A través del diálogo íntimo con Él aprendemos a ver las cosas de otro modo: que la razón y la fe son complementarias y se necesitan para llegar a la verdad; que sólo existe una verdad absoluta, Jesucristo, que afirma de sí mismo: “Yo soy el camino y la verdad y la vida” (Jn 14, 6); que la ciencia no tiene por qué oponerse a la fe si está al servicio del hombre en su plenitud y destino trascendente; que como hijos de Dios somos responsables de cuidar de todo lo creado, de nosotros mismos y de nuestros hermanos; etc.

La fe nos da la certeza de la presencia del Padre en nuestras vidas, en las de nuestros hermanos y en la marcha del mundo; nos da una visión nueva y gozosa para afrontar los acontecimientos de la vida, sabedores de que contamos con la gracia de Dios para ello.

Recibimos la fe de la Iglesia: “Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18, 20), y la vivimos en comunión compartiendo “el mutuo consuelo de la fe común” (Rom 1, 12). Como don gratuito hemos de transmitirla a aquellos que no la tienen, siendo testigos alegres de la Verdad y del Amor: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4, 10).

Se requiere un testimonio de palabra y de obra: “Si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros” (1 Jn 4, 11), y este amor nos hace trabajar incansablemente por nuestros hermanos (cf Caritas in veritate 1) y nos llevará a la santidad a la que todos hemos sido llamados.

Es el mismo Cristo quien nos enseña a dirigirnos al Padre con confianza sencilla y filial, gozosa seguridad y humilde audacia, con la certeza de ser amados y escuchados. Él nos legó esta insustituible oración cristiana, el Padre nuestro, un día en el que un discípulo, al verlo orar, le rogó: “Maestro, enséñanos a orar” (Lc 11, 1). El Padre nuestro recoge en forma de oración el contenido esencial de todo el Evangelio. La tradición litúrgica de la Iglesia siempre ha usado el texto de San Mateo (6, 9-13):

“Padre nuestro que estás en el cielo,
santificado sea tu Nombre;
venga a nosotros tu Reino;
hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo.
Danos hoy nuestro pan de cada día;
perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que
nos ofenden;
no nos dejes caer en la tentación,
y líbranos del mal. Amén.

Tema 2

Tema 2: Creo en Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre

1. Introducción
Esta catequesis se centra en el misterio de la segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Hijo. Por ello, en primer lugar, debe quedar claro que las tres personas de la Santísima Trinidad poseen una sola naturaleza, la divina. En segundo lugar, se debe resaltar que la segunda Persona de este misterio, el Hijo ―dado que posee la misma naturaleza que el Padre y el Espíritu Santo―, ha sido engendrado, no creado. Y en tercer lugar, conviene profundizar en la realidad de la unión hipostática, explicando que se da una unidad profunda de la naturaleza humana y de la naturaleza divina en la persona de Jesús, quien se ha encarnado de María por obra del Espíritu Santo.

Explicar este misterio, asimismo, llevará a constatar y exponer que, frente a esta fe verdadera de la Iglesia, se han producido herejías como el monarquianismo (negación de que el Hijo es Dios y afirmación de que es sólo un modo de manifestarse del Padre); el arrianismo (afirmación de que Jesucristo es una simple criatura humana elevada a la condición de Hijo de Dios); el macedonismo (negación de que el Espíritu Santo es una persona divina). Además de estas herejías, se han dado errores como el monofisismo, el monotelismo, el gnosticismo y el triteísmo (afirmar el misterio de la Trinidad es lo mismo que creer que hay tres dioses).

Por último, para aclarar cómo se han resuelto en la Iglesia estas herejías y errores se hará alusión a los concilios: I de Nicea (325), I de Constantinopla (381), Éfeso (431), Calcedonia (451), II de Constantinopla (553) y III de Constantinopla (680-681).

Referencias

Sagrada Escritura:

Además de los textos que ya han ido apareciendo podemos centrarnos en
la meditación de los siguientes: Is, 53; Jn 1, 1-18; y Flp 2, 1-11.

Magisterio de la Iglesia:

Concilio Vaticano II:

Constitución Lumen Gentium, 1-4.

Constitución Dei Verbum, 1-5.

Constitución Gaudium et spes, 12. 22.

Catecismo de la Iglesia Católica

nn. 238-260; 430-455; 456-486.

Youcat

Catecismo Joven de la Iglesia Católica: nn. 35-39; 72-81.

Encíclicas y documentos papales que abordan el misterio trinitario:

- LEÓN XIII, Divinum illud munus

- JUAN PABLO II: Trilogía trinitaria:

«Redemptor hominis» (dedicada al Hijo)

«Dives in misericordia» (desarrolla el misterio del Padre)

«Dominum et vivificantem» (aborda la teología del Espíritu Santo)

- BENEDICTO XVI:

Encíclica Deus caritas est, 1-2; 12-15.

Carta apostólica Porta fidei, 1-2; 7. 13b

Obras de teólogos:

Agustín de Hipona, La Trinidad, BAC (39), Madrid 41985.

O. G. de Cardedal, Cristología, BAC, Madrid 2001.

Id., La entraña del cristianismo, Secretariado Trinitario, Salamanca 1997.

F. L. Ladaria , Jesucristo, Salvación de todos, S. Pablo y UPC, Madrid 2007.

R. Guardini, El Señor: meditaciones sobre la Persona y la Vida de Jesucristo, Cristiandad, Madrid 22005.

W. Kasper, El Dios de Jesucristo, Sígueme, Salamanca 2005.

J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, Sígueme, Salamanca 112001.

J. Ratzinger - Benedicto XVI, Jesús de Nazaret: Primera parte, la Esfera de los libros, Madrid 2007.

Id., Jesús de Nazaret: Segunda parte, Encuentro, Madrid 2011.

G. Uríbarri, La singular humanidad de Jesucristo, San Pablo-U.P. Comillas, Humanes (Madrid) 2008.

Enlaces: páginas web, etc:

Concilios ecuménicos:

http://www.holytrinitymission.org/books/spanish/concilios_ecumenicos.htm

http://www.mercaba.org/Enciclopedia/F/formacion_del_dogma_cristolog.htm

Herejías:

http://eswordbibliotecahispana.blogspot.com.es/2012/04/diccionarioteologico-enciclopedico-ed.html

Otros subsidios:

Página web muy completa para acceder, desde ella, a muchas otras páginas y temas relacionados con materiales múltiples de teología y de la clase de religión:

http://www.ciberiglesia.net/red/clase-religion.htm

2. Presentación
• “En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios. Ella estaba en el principio con Dios. Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe” (Jn 1, 1-3). “Yo y el Padre somos uno” (Jn 10, 30).
• Respecto de estas palabras del Evangelio, el teólogo católico ―un tanto conflictivo― Raimon Panikkar, opina que la presencia del logos (la Palabra) no puede seguir siendo un intento de resolver el dilema de identidad y distinción entre el Padre y el Hijo. Puesto que Jesucristo no es ni totalmente Dios ni totalmente hombre; y tampoco es mitad Dios mitad hombre.

Como podemos observar, para Panikkar, decir que “Jesús es el Cristo” no es lo mismo que decir que “Cristo es Jesús”. Por ello, el Magisterio le responde a este autor que, en la historia humana de Jesús, se revela el rostro de Dios Padre, puesto que Jesús no habla de Dios y su reino en las nubes, sino que lo encarna y manifiesta en opciones concretas. De ahí que creer en Jesús exija la comprensión de que su humanidad es la del Hijo de Dios hecho hombre por nosotros y por la salvación de todo el género humano (cf 1 Tim 2, 4-6).

Asimismo, las palabras de Jesús: “Yo y el Padre somos uno” indican la distinción en la unidad (cf Jn 5, 20. 17; 7, 46; 10, 30. 38. 15; 14, 11; 15, 10; 17, 21). Los dos elementos de esta relación ―la distinción (Hijo-Padre) y la unidad (“somos uno”)― constituyen, en conjunto, la originalidad y la especificidad de la experiencia de Dios vivida por Jesús. De este modo, todo lo que vivió, hizo y dijo Jesús está determinado por esta autoconciencia, y apoyado en su propia persona. Su persona es su autoridad, que se manifiesta en el “Amén” con que comienza sus discursos (cf Mc 3, 28; 9, 1. 41; 10, 29; 11, 23; 12, 43; 13, 30; 14, 9. 18. 25. 30) y que hace eco a la automanifestación y autoidentificación de Yahvé en el Éxodo.

3. El hombre es capaz de Dios
El hombre, a lo largo de la historia, siempre ha sido reacio a reconocer aquello que supera su entendimiento. “¿Quién creyó nuestro anuncio?” (Is 53, 1), proclamaba ya el profeta Isaías al hablar del siervo de Yahveh, y lo ratificaba también Pablo, siglos más tarde, cuando afirmaba que predicaba a “Un Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los paganos” (1 Cor 1, 23). Es difícil para la mente humana asentir que el amor infinito de todo un Dios se haya abajado a su miseria y a sus problemas de cada día, para experimentar gratuitamente todas sus debilidades y sufrimientos, hasta el punto de aceptar morir en una cruz para liberarle de todo ello.

Es “incomprensible” aceptar que “la locura de Dios es más sabia que los hombres y la debilidad de Dios más potente que los hombres” (1 Cor 1, 24). Ésta ha sido la razón por la que han surgido tantos errores y herejías en la Iglesia, como las de los racionalistas o los gnósticos ―veteranos o nuevos―, que se niegan a admitir el misterio de la Santísima Trinidad y el misterio de la encarnación, muerte y resurrección de Jesucristo, refugiándose en los principios filosóficos de contradicción e identidad, y alegando con ello que “tres” no pueden hacer “uno”, porque las cosas no pueden ser y no ser a un mismo tiempo; o que las cosas idénticas a una tercera son idénticas entre sí.

El problema es que estos “ilustrados”, antiguos y modernos, no son capaces de dar un paso más en sus investigaciones, para descubrir que cuando la Iglesia defiende el misterio trinitario no está afirmando que “tres personas” son “una sola persona” o que “tres dioses” son “un sólo Dios”, lo cual sería realmente contradictorio; sino que está aseverando que tres personas, distintas como personas, tienen una sola e idéntica naturaleza.

Y lo mismo ocurre respecto del principio filosófico de identidad. Estos “eruditos” no completan sus raciocinios comprendiendo que las cosas idénticas a una tercera son idénticas entre sí, en el caso de que su identidad sea absoluta y bajo el mismo aspecto; pero no si esas realidades son idénticas bajo otro punto de vista y, por consiguiente, no se sigue que sean idénticas entre sí. Es decir, el Magisterio defiende que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo se identifican en su naturaleza, que cada una posee exhaustivamente, y por eso los tres son Dios; pero se distinguen desde el punto de vista de la personalidad. No hay, pues, contradicción ninguna en el misterio trinitario. La razón no puede oponer argumento alguno para demostrar la imposibilidad de él.

Teniendo en cuenta estos presupuestos, quizá conviene que nos replanteemos nuestra fe y estemos dispuestos a responder a preguntas como las siguientes: ¿Conozco a Jesús realmente? ¿No debo, tal vez, esforzarme por conocerlo de un modo renovado, tanto ayer como hoy? Y después de conocerlo, ¿creo realmente que Jesucristo es Dios encarnado, verdaderamente Dios y hombre, y que ha resucitado y me resucitará?; ¿o prefiero pensar que Él es tan sólo un modelo excepcional y ejemplar? Asimismo, después de tratar de responder a estas preguntas con una fe razonada, quizá conviene que, al igual que san Ignacio de Loyola, me pregunte: ¿Qué he hecho por Cristo, que hago por Cristo, que debo hacer por Cristo?

4. Dios sale al encuentro del hombre

4.1. El misterio de la Santísima Trinidad: una sola Naturaleza divina,
tres Personas divinas

“A Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, Él lo ha explicado” (Jn 1,18). Los cristianos, tal como nos narra la revelación, adoramos a un solo Dios, en tres Personas distintas, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Las tres son iguales en dignidad. Dios es, a la vez, uno en Esencia y trino en Personas; y las tres Personas, Padre, Hijo y Espíritu Santo, son igualmente perfectas, eternas e increadas (cf DS 1; CEC 238- 260).

Este misterio de la Trinidad lo encontramos a lo largo de toda la revelación bíblica. En el Antiguo Testamento, aunque no hay una alusión explícita acerca de él, sin embargo, sí hay insinuaciones sobre la trinidad de Personas en Dios (cf Gn 1, 26; Sal 2, 7; Is 7, 14). Y en el Nuevo Testamento, ciertamente, sí encontramos diversos textos que tratan sobre la Trinidad (cf Lc 1, 35; Mt 3, 16-17; 28, 19; Jn 5, 18; 15, 26; 1 Ped 1, 1).

Profundizando en esta revelación, la Iglesia manifiesta que el sentido más insondable del misterio trinitario no puede conocerse partiendo de principios naturales, sino sólo a través del amor a Dios y del asentimiento de la fe. Creer en la Trinidad, decía san Agustín, es “vivir el amor”. Por tanto, sólo desde una actitud de fe y amor se puede confesar que “el Padre no fue hecho por nadie, ni engendrado, ni creado; que el Hijo es sólo del Padre, no hecho, ni creado, sino engendrado; y que el Espíritu Santo no fue hecho, no creado ni engendrado, sino que procede del Padre y del Hijo” (cf DS 75; 3015; 3016) y, por tanto, de la misma dignidad, de la misma substancia y de la misma fuerza que Dios Padre, y que Jesucristo, a quien le está ligado en la acción y en el perdón de los pecados.

4.2. El Hijo, por quien todo fue hecho, engendrado, no creado

Una vez analizado brevemente el misterio de la Santísima Trinidad, vamos a detenernos ahora en la segunda Persona de ésta, el Hijo. Él se encarnó para redimir al género humano y, por Él ―que no fue creado, sino engendrando eternamente―, fueron hechas todas las cosas (cf CEC 430- 455).

Esta confesión de fe, a la cual Arrio se opuso ―afirmando que el Verbo no es igual o consustancial al Padre; es decir, que Cristo, el Hijo de Dios, es la primera creación de Dios, antes del inicio de los tiempos y, por consiguiente no es Dios mismo―, fue aclarada en el Concilio de Nicea (a. 325) recurriendo al término griego homoousios (misma sustancia; que corresponde a la voz latina «consubstancial»). Es decir, el Concilio de Nicea afirmó que Jesucristo es de la misma esencia o sustancia que el Padre. Así, la autocomunicación de Dios, realizada en el Hijo, radica en su voluntad de revelarse: el Padre y el Hijo coexisten desde la eternidad, por cuanto el Padre sin origen engendra ―no crea― al Hijo eterno. Así pues, frente al Dios arriano, el Dios confesado en el símbolo niceno tiene en sí vida infinita; y la historia de la revelación es una auténtica auto-comunicación de Dios.

4.3. Se encarnó de María por obra del Espíritu Santo. La unión hipostática

Después de aclarar que Jesucristo es Dios, porque es de la misma sustancia que el Padre, tratemos ahora de comprender la “unión hipostática”, es decir, cómo Jesús puede ser a un mismo tiempo Dios y hombre (cf CEC 456-486).

Aunque esta expresión, “unión hipostática”, no aparece en las fuentes neotestamentarias, el objetivo central del Nuevo Testamento es confesar que el hombre, Jesús de Nazaret, es Dios. Por eso se dice que Él es el Cristo, el Hijo de Dios (cf Mt 16,16; Mc 1,1; Hch 2,32.36; Flp 2,6-11; Rom 1,3; 10,9; Jn 1,14; 20,28; etc.). Por consiguiente, el Nuevo Testamento afirma, en primer lugar, la identidad de un sujeto, Jesús, que pertenece a dos esferas de existencia, la humana y la divina. Y en segundo lugar, que, este sujeto, ha vivido lo humano en la humillación o kénosis, y que ahora lo vive en la gloria o doxa. Es desde la comprensión de esta realidad de la revelación bíblica como la Iglesia, a partir de la época patrística, recurre al término hipóstasis (persona). Es decir, explica que se da una unidad profunda de la naturaleza humana y de la naturaleza divina en la Persona de Jesús.

Ahora bien, si para aclarar la igualdad de sustancia o naturaleza del Padre y del Hijo fue necesario el concilio de Nicea, también ahora, para aclarar la unión hipostática, serán necesarios tres concilios ecuménicos: el de Éfeso (a. 431) que, en contra de lo que afirmaba Nestorio, definió que en Jesucristo se da la unidad de lo divino y lo humano (cf DS 250); el de Calcedonia (a. 451) que, en contra de Eutiques y los monofisitas, afirmó que en el Verbo encarnado la naturaleza divina y la humana están unidas pero sin fundirse; y el II concilio Constantinopolitano (a. 553) que precisó que, desde el momento de la encarnación, se da en Jesucristo una única hipóstasis, tanto de la naturaleza divina como de la humana (cf DS 426; 428; 430).

Esta visión de la unión de la divinidad y de la humanidad en la Persona de Cristo ―“unión hipostática”― es la que se ha ido transmitiendo en la Iglesia hasta nuestros días, tanto en los documentos del Magisterio como en la Tradición teológica. La Iglesia ha querido dejar claro que Jesús de Nazaret, quien estuvo perfectamente integrado en su ambiente cultural y cercano a los pobres, los necesitados y los pecadores, es el mismo que el Jesús de la fe, que el Mesías prometido. Así podemos comprobarlo en el anuncio que de Él se hace a lo largo de varios textos del Antiguo Testamento (cf Gen 3,15; 49, 10; Núm 24, 17; I Sam 2, 30-35; Slm 2; 110, 4; Is 7,14 y 53, 12; Dan 7, 13) y, por supuesto, y sobre todo, a través de todos los del Nuevo. Pero, ciertamente, el hecho decisivo que acredita su divinidad es su Resurrección. Así lo ratifica el examen crítico de los textos del Nuevo Testamento. Este análisis obliga a afirmar que la Resurrección de Jesucristo no es el resultado de la imaginación o del entusiasmo personal de los primeros cristianos (cf Mt 27, 60; 16, 9; 28, 16; Lc 24, 1-3; 20, 26-29; 24, 4-33; 24, 50-51; Jn 20,3-20; Hch 10-41; 1 Cor 15, 14; etc).

5. La respuesta de la fe

PABLO VI, Homilía en Manila, 29.XI.1970: Predicar a Cristo hasta los confines de la tierra

“¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio! Para esto me ha enviado el mismo Cristo. Yo soy apóstol y testigo. Cuanto más lejana está la meta, cuanto más difícil es el mandato, con tanta mayor vehemencia nos apremia el amor. Debo predicar su nombre: Jesucristo es el Mesías, el Hijo de Dios vivo; él es quien nos ha revelado al Dios invisible, él es el primogénito de toda criatura, y todo se mantiene en él. Él es también el maestro y redentor de los hombres; él nació, murió y resucitó por nosotros.

Él es el centro de la historia y del universo; él nos conoce y nos ama, compañero y amigo de nuestra vida, hombre de dolor y de esperanza; él, ciertamente, vendrá de nuevo y será finalmente nuestro juez y también, como esperamos, nuestra plenitud de vida y nuestra felicidad.

Yo nunca me cansaría de hablar de él; él es la luz, la verdad, más aún, el camino, y la verdad, y la vida; él es el pan y la fuente de agua viva, que satisface nuestra hambre y nuestra sed; él es nuestro pastor, nuestro guía, nuestro ejemplo, nuestro consuelo, nuestro hermano. Él, como nosotros y más que nosotros, fue pequeño, pobre, humillado, sujeto al trabajo, oprimido, paciente. Por nosotros habló, obró milagros, instituyó el nuevo reino en el que los pobres son bienaventurados, en el que la paz es el principio de la convivencia, en el que los limpios de corazón y los que lloran son ensalzados y consolados, en el que los que tienen hambre de justicia son saciados, en el que los pecadores pueden alcanzar el perdón, en el que todos son hermanos.

Éste es Jesucristo, de quien ya habéis oído hablar, al cual muchos de vosotros ya pertenecéis, por vuestra condición de cristianos. A vosotros, pues, cristianos, os repito su nombre, a todos lo anuncio: Cristo Jesús es el principio y el fin, el alfa y la omega, el rey del nuevo mundo, la arcana y suprema razón de la historia humana y de nuestro destino; él es el mediador, a manera de puente, entre la tierra y el cielo; él es el Hijo del hombre por antonomasia, porque es el Hijo de Dios, eterno, infinito, y el Hijo de María, bendita entre todas las mujeres, su madre según la carne; nuestra madre por la comunión con el Espíritu del cuerpo místico.

¡Jesucristo! Recordadlo: él es el objeto perenne de nuestra predicación; nuestro anhelo es que su nombre resuene hasta los confines de la tierra y por los siglos de los siglos.”

Oración de san Ignacio de Loyola

Alma de Cristo, santifícame.
Cuerpo de Cristo, sálvame.
Sangre de Cristo, embriágame.
Agua del costado de Cristo, lávame.
Pasión de Cristo, confórtame.
¡Oh, buen Jesús!, óyeme.
Dentro de tus llagas, escóndeme.
No permitas que me aparte de Ti.
Del enemigo, defiéndeme.
En la hora de mi muerte, llámame.
Y mándame ir a Ti.
Para que con tus santos te alabe.
Por los siglos de los siglos. Amén.

Tema 3

Tema 3: El Misterio de la Redención

1. Introducción

El misterio de la Redención está en el centro de la vida cristiana. La obra de Dios en favor del hombre, para liberarlo del pecado, culmina en esa actuación sobrenatural que la Iglesia define como “redención”. Siendo Dios el artífice de la Redención es la humanidad entera a la que Dios, con su gracia, ofrece el fruto de la obra redentora. El centro de esta obra es Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre por nuestra salvación.

El contenido de esta catequesis busca hacer comprender en su núcleo esencial qué es la Redención, según queda ya explicado, a la vez que procurará suscitar en sus destinatarios la urgencia de su libre correspondencia existencial a la obra de Dios en cada uno, pues recordemos la célebre frase de San Agustín: “Dios que te creó sin ti no te salvará sin ti”. Se ofrece un pasaje de la Carta a los Hebreos como medio para resumir qué nos enseña la Palabra de Dios acerca de la Redención, y quiere ofrecer asimismo, en síntesis, la doctrina católica sobre la Redención y algunas referencias significativas de cómo ha vivido esta verdad la
Tradición viva de la Iglesia. También se muestran unas claves para comprender las ideas, tendencias y respuestas humanas que son adecuadas para corresponder la obra redentora de Dios y su necesidad y, por el contrario, las que no lo son. Sin embargo, tenga presente el catequista que, en la comparación entre factores que ayudan y factores que obstaculizan a la Redención, unos y otros no están de suyo al mismo nivel: Evítese toda impresión de un paralelismo equivalente entre la gracia de Dios y el pecado; por el contrario será uno de los objetivos de la catequesis hacer comprender que el pecado existe como oposición a Dios pero que Jesucristo es el único verdadero Señor de nuestras vidas.

Referencias

Sagrada Escritura:

Gen 22, 1-19

Ex 12

Is 42, 1-4; 49, 1-6; 50, 4-9a; 52, 12-54

Sal 22 (21). 31 (30)

Zac 13-14

Mt 26-28

Mc 14-15

Lc 22, 39-23. 56

Jn 13-19

Ef 1, 3-14

Flp 2, 5-11

Hb

Magisterio de la Iglesia

Concilio de Trento (a. 1547): DZ 809.

PÍO XI, Carta Encíclica Miserentissimus Redemptor (a. 1928).

JUAN PABLO II, Carta Encíclica Redemptor Hominis (a. 1979).

BENEDICTO XVI, Carta Encíclica Deus Caritas est (a. 2005), I Parte.

Catecismo de la Iglesia Católica 571-623.

Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica 118-122.

Youcat 94-102.

Obras de teólogos y santos

Santo Tomás de Aquino, SummaTheologiae, III, q. 46-49

San Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales, nn. 190-217. 289-298. 337-351.

San Juan de Ávila, Audi, filia (1574), CAPÍTULO 76.

Textos útiles del Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica

112. ¿Por qué es tan importante el Misterio pascual de Jesús?

El misterio pascual de Jesús, que comprende su Pasión, Muerte, Resurrección y Glorificación, está en el centro de la fe cristiana, porque el designio salvador de Dios se ha cumplido de una vez por todas con la muerte redentora de su Hijo, Jesucristo.

117. ¿Quién es responsable de la muerte de Jesús?

La pasión y muerte de Jesús no pueden ser imputadas indistintamente al conjunto de los judíos que vivían entonces, ni a los restantes judíos venidos después. Todo pecador, o sea todo hombre, es realmente causa e instrumento de los sufrimientos del Redentor; y aún más gravemente son culpables aquellos que más frecuentemente caen en pecado y se deleitan en los vicios, sobre todo si son cristianos.

118. ¿Por qué la muerte de Cristo forma parte del designio de Dios?

Al fin de reconciliar consigo a todos los hombres, destinados a la muerte a causa del pecado, Dios tomó la amorosa iniciativa de enviar a su Hijo para que se entregara a la muerte por los pecadores. Anunciada ya en el Antiguo Testamento, particularmente como sacrificio del Siervo doliente, la muerte de Jesús tuvo lugar según las Escrituras.

119. ¿De qué modo Cristo se ofreció a sí mismo al Padre?

Toda la vida de Cristo es una oblación libre al Padre para dar cumplimiento a su designio de salvación. Él da «su vida como rescate por muchos» (Mc 10, 45), y así reconcilia a toda la humanidad con Dios. Su sufrimiento y su muerte manifiestan cómo su humanidad fue el instrumento libre y perfecto del Amor divino, que quiere la salvación de todos los hombres.

120. ¿Cómo se manifiesta en la última Cena la oblación de Jesús?

En la última Cena con los Apóstoles, la víspera de su Pasión, Jesús anticipa, es decir, significa y realiza anticipadamente la oblación libre de sí mismo: «Esto es mi Cuerpo que será entregado por vosotros», «ésta es mi sangre que será derramada...» (Lc 22, 19-20). De este modo, Jesús instituye, al mismo tiempo, la Eucaristía como «memorial» (1 Co 11, 25) de su sacrificio, y a sus Apóstoles como sacerdotes de la nueva Alianza.

121. ¿Qué sucede en la agonía del huerto de Getsemaní?

En el huerto de Getsemaní, a pesar del horror que suponía la muerte para la humanidad absolutamente santa de Aquél que es «el autor de la vida» (Hch 3, 15), la voluntad humana del Hijo de Dios se adhiere a la voluntad del Padre; para salvarnos acepta soportar nuestros pecados en su cuerpo, «haciéndose obediente hasta la muerte» (Flp 2, 8).

122. ¿Cuáles son los efectos del sacrificio de Cristo en la Cruz?

Jesús ofreció libremente su vida en sacrificio expiatorio, es decir, ha reparado nuestras culpas con la plena obediencia de su amor hasta la muerte. Este amor hasta el extremo (cfr. Jn 13, 1) del Hijo de Dios reconcilia a la humanidad entera con el Padre. El sacrificio pascual de Cristo rescata, por tanto, a los hombres de modo único, perfecto y definitivo, y les abre a la comunión con Dios.

123. ¿Por qué llama Jesús a sus discípulos a cargar con la propia Cruz?

Al llamar a sus discípulos a tomar su cruz y seguirle (cfr. Mt 16, 24), Jesús quiere asociar a su sacrificio redentor a aquellos mismos que son sus primeros beneficiarios.

Texto del Youcat

101. ¿Por qué tuvo Jesús que redimirnos precisamente en la Cruz?

La Cruz, en la que Jesús inocente fue ajusticiado cruelmente, es el lugar de la máxima humillación y abandono. Cristo, nuestro Redentor, eligió la Cruz para cargar con la culpa del mundo y sufrir el dolor del mundo. De este modo, mediante su amor perfecto, ha conducido de nuevo el mundo a Dios. [613-617, 622-623].

Dios no nos podía mostrar su amor de un modo más penetrante que dejándose clavar en la Cruz en la persona del Hijo. La cruz era el instrumento de ejecución más vergonzoso y más cruel de la Antigüedad. Los ciudadanos romanos no podían ser crucificados por grandes que hubieran sido sus culpas. De este modo Dios penetra en lo más profundo del dolor humano. Desde entonces ya nadie puede decir: «Dios no sabe lo que yo sufro».

2. Presentación

Presentamos a continuación dos textos:

• Leamos primero una enseñanza de la Palabra de Dios acerca de la Redención, tomada de la Carta a los Hebreos, donde considera la inutilidad de la antigua ley mosaica y de las instituciones del Antiguo Testamento, en cuanto que eran sólo obras humanas, para obtenernos la salvación, en comparación con la eficacia de la Redención obrada por Cristo. Los ministros del culto y sacerdotes de los que se habla aquí son los levitas del pueblo de Israel:

“Pues la ley, que presenta solo una sombra de los bienes futuros y no la realidad misma de las cosas, no puede nunca hacer perfectos a los que se acercan, pues lo hacen año tras año y ofrecen siempre los mismos sacrificios. Si no fuera así, ¿no habrían dejado de ofrecerse, porque los ministros del culto, purificados de una vez para siempre, no tendrían ya ningún pecado sobre su conciencia? Pero, en realidad, con estos sacrificios se recuerdan, año tras año, los pecados. Porque es imposible que la sangre de los toros y de los machos cabríos quite los pecados. Por eso, al entrar él [Cristo] en el mundo dice: ‘Tú no quisiste sacrificios ni ofrendas, pero me formaste un cuerpo; no aceptaste holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije: He aquí que vengo –pues así está escrito en el comienzo del libro acerca de mí– para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad’. Primero dice: ‘Tú no quisiste sacrificios ni ofrendas, ni holocaustos, ni víctimas expiatorias’, que se ofrecen según la ley. Después añade: ‘He aquí que vengo para hacer tu voluntad’. Niega lo primero, para afirmar lo segundo. Y conforme a esa voluntad todos quedamos santificados por la oblación del cuerpo de Jesucristo, hecha de una vez para siempre. En efecto, todo sacerdote ejerce su ministerio diariamente ofreciendo muchas veces los mismos sacrificios, porque de ningún modo pueden borrar los pecados. Pero Cristo, ‘después de haber ofrecido’ por los pecados un único sacrificio, está sentado para siempre jamás a la derecha de Dios y espera el tiempo que falta hasta que sus enemigos sean puestos como estrado de sus pies. Con una sola ofrenda ha perfeccionado definitivamente a los que van siendo santificados. Esto nos lo atestigua también el Espíritu Santo. En
efecto, después de decir: ‘Así será la alianza que haré con ellos después de aquellos días’, añade el Señor: ‘Pondré mis leyes en sus corazones y las escribiré en su mente, y no me acordaré ya de sus pecados ni de sus culpas’. Ahora bien, donde hay perdón, no hay ya ofrenda por los pecados” (Hb 10, 1-18).

• Un texto en internet, de entre los muchos que se publican cada día sobre las cuestiones más variadas, escrito en el año 2009 por una persona con el pseudónimo de “Brina”, respondía lo siguiente en el portal es.answers.yahoo.com, contestando a la pregunta: “¿De qué nos salva Dios?”:

“La verdad, Dios no salva de nada... Su simple concepto confunde incluso a los más creyentes. Dice ser lleno de amor, pero te dice que te vas a ir al infierno... Dice haberte dado libre albedrío, pero no te permite que tomes ninguna decisión que no sea seguirle... Dice ser único, pero hay miles de interpretaciones de él...

Dice que un libro llamado biblia es ‘su palabra’, pero a este mismo libro le han acomodado libros, pasajes y malas traducciones. Dice que su palabra es vida... pero en ‘su palabra’ están relatados al detalle gran cantidad de genocidios, sacrificios de animales (como si ellos no fueran parte de su ‘creación’), sacrificios humanos...”.

La confrontación entre ambos textos es muy sencilla. En el primero, la Carta a los Hebreos nos expone los significados generales de la Redención, quién nos redime, cómo y por qué. El segundo texto ofrece típicas objeciones a la idea de un Dios salvador. Estas objeciones se basan, en el fondo, en las aparentes paradojas que se desprenden de ciertos misterios del cristianismo que están bien difundidos en la cultura popular, tal como resultan de la combinación de parejas de verdades tales como: “Dios es amor, pero existe el Infierno”; “Dios te hace libre, pero te condena si pecas”; etc…

3. El hombre es capaz de Dios

En el mundo que nos rodea descubrimos muchas situaciones y hechos que podemos calificar de negativas, situaciones y hechos derivados claramente del mal uso que el ser humano hace de su libertad: por ejemplo, injusticias, luchas, envidias, egoísmos, etc… Cuando una persona comete alguno de esos males, eso es lo que cristianamente llamamos pecado. Ahora bien, podemos observar a diario que el pecado es un fenómeno mundial: Basta con conocer noticias de cualquier lugar y casi en cualquier momento para percibirlo. Asimismo, también percibimos la presencia del mal moral o pecado en el ambiente más inmediato que nos rodea: En nuestros ambientes de trabajo, barrios, pueblos e incluso en nuestras familias, ya que en esos ámbitos, aunque sea en una pequeña escala, existen continuamente, como mínimo, faltas de generosidad, de sinceridad, de autenticidad...

La verdad es que todo ese océano de pecado lo descubrimos también en nosotros mismos, pues es en nuestro propio interior de donde nacen tendencias contrarias a pensar o hacer cosas que sabemos que no son buenas. La sociedad misma en que vivimos, aunque grandes sectores de ella no acepten el lenguaje cristiano sobre el pecado, sí asume completamente que en la convivencia civil existen frecuentes culpabilidades morales, que provocan o inciden en ocasiones de empobrecimiento de inocentes, de corrupción, e incluso en accidentes y catástrofes que, aun teniendo muchas de ellas un origen fortuito o natural, generalmente podrían haberse evitado o atenuado si las personas que eran responsables no hubiesen sido negligentes.

Estas situaciones y acciones de pecado, que encontramos también en cada uno de nosotros, acompañan siempre la vida de cada persona, pero todos entendemos que en esto, a su vez, hay grados que atenúan o agravan la culpa. Es decir, lo peor de ser culpable de algo ocurre cuando lo hacemos intencionadamente o la materia de la transgresión era de gran importancia; aún es peor cuando queremos enmascararlo o excusarlo; y peor que excusarlo es consentir e incluso promover que otros hagan lo mismo. Todo esto sucede con frecuencia. En resumen, tenemos que concluir que existe dentro de cada persona y a lo largo de toda su vida una misteriosa tendencia a cometer el mal, que también se ve influida por el propio carácter de cada uno, por los ejemplos y referencias y por la mejor o peor educación que cada uno haya podido recibir, por las circunstancias sociales de cada cual, etc...

 Junto a todo ello sería injusto no darse cuenta de que, si estamos atentos y
procuramos despojarnos de prejuicios insanos, cada día podemos ver y escuchar noticias, tanto en el mundo como en el ambiente más inmediato que nos rodea, que nos remiten a gente que procura, de algún modo, obrar el bien y la verdad que les corresponde, al menos hasta cierta medida. También en nosotros, igual que en cada hombre y mujer, permanece siempre una sed de felicidad que se expresa con connotaciones de verdad, bondad y belleza, de búsqueda de una plenitud que los cristianos sabemos que sólo se encuentra en Dios. Pero esa sed de felicidad, ante tanto mal existente, que se alza como obstáculo, parecería al final hacer inviable dicha felicidad, salvo en la medida en que, lógicamente, alguien o algo nos ayude a remover dicho obstáculo: eso es lo que significa la palabra “salvador”.

Las preguntas, por lo tanto, son:

• ¿Soy consciente del bien y la verdad que procuran obrar las personas que me rodean?

• Por el contrario, ¿soy ingenuo en mis ideas sobre la vida y el mundo o, en cambio, percibo el mal que acecha y se extiende?

• ¿Percibo en mí mismo la lucha entre una tendencia hacia lo bueno y una tendencia hacia lo malo?

• ¿Cómo percibo el tono general de mi vida?

4. Dios sale al encuentro del hombre

A lo largo de los siglos, la Iglesia ha buscado las mejores palabras para explicar la Redención, encontrando otros términos que le son más o menos próximos, aunque con matices distintos cada uno de ellos. Tales son: “salvación”, “propiciación”, “expiación”, “satisfacción” y “reparación”. Veamos qué significados corrientes de estas palabras nos pueden ayudar mejor qué es la Redención:

Por “salvación” se entiende evitar un inconveniente, impedimento, dificultad o riesgo. Pero “salvar” significa también recorrer la distancia que media entre dos lugares. En el lenguaje cristiano, la salvación consiste en la “divinización” del hombre por parte de Dios, es decir, la elevación del hombre para que éste pueda vivir la vida divina. A partir del pecado original de Adán y Eva queda claro que el designio salvador de Dios para el hombre implica la necesidad de una redención del pecado (cfr. Gn 3; CEC 396-412).

“Propiciación” es todo acto agradable a Dios, con que se le mueve a piedad y misericordia. La obra propiciatoria por antonomasia es la Redención de Jesucristo que Él obra por la libre entrega de su vida terrena, especialmente a través del sufrimiento de la Pasión y de la Muerte en Cruz, hacia lo cual está orientada toda la vida de Cristo (es la “hora” de Jesús, según leemos en todo el Evangelio de Juan: cf CEC 606).

La “expiación” consiste en la acción por la que se borran las culpas, propias o ajenas, purificando de ellas por medio de algún sacrificio. El sacrificio único y definitivo es lo que hace Cristo en la Cruz, haciéndose solidario del hombre pecador y ofreciendo la entrega divina de su humanidad doliente para borrar nuestros pecados (cf CEC 613-614; 616-617).

La “satisfacción” es aquella acción que constituye una obra merecedora del perdón de la pena debida. Cristo en la Cruz obra en sí mismo la acción de justicia que quedaba pendiente en nosotros por culpa del pecado. Con la obediencia de su corazón al Padre (en Getsemaní, Jesús oraba diciendo: “Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero que no se haga mi voluntad sino la tuya”: Lc 22,42; cf CEC 612), ofrece el sufrimiento de su cuerpo en lugar de nosotros los hombres: Cristo nos sustituye (cf CEC 615).

La “reparación” es el acto por el que se rehace lo que estaba previamente roto. En el hombre, según nuestra fe, lo que estaba roto es la imagen de Dios en él (cf CEC 614).

En resumen, todos estos significados tiene la Redención: La obra de la redención es la actuación de Dios por la que, a través de Cristo, consigue rescatar al hombre de la condenación eterna y, consecuentemente, elevarlo a la vida divina. Es Cristo, Hijo de Dios hecho hombre, el que nos redime por medio de su Encarnación, Natividad y Vida y, sobre todo, con el misterio pascual de su Muerte y Resurrección, llevando a efecto la voluntad del Padre (cf CEC 607). La Cruz de Cristo se alza así como el signo recapitulador de la redención divina del hombre (cf CEC 616-617).

Consiguientemente, la Pasión y Cruz de Cristo no son un accidente imprevisto en su existencia, sino un misterio salvífico querido expresamente por el Padre y aceptado previamente por Cristo con vistas a lograrnos, por este medio, la redención del pecado. Esto se percibe claramente en los anuncios que Jesús hace de su Pasión a lo largo de su ministerio público (por ejemplo, cuando dice: “Por esto me ama el Padre, porque yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla: este mandato he recibido de mi Padre”: Jn 10, 17-18), en la Última Cena (donde Cristo instituye la Eucaristía: “Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros; haced esto en memoria mía”: Lc 22, 19) y en Getsemaní (cf CEC 610-611).

No debemos olvidar que, si existe la Redención, es porque se ha dado previamente el pecado en el hombre, ya que Cristo, de lo que nos redime es
justamente del pecado y del cortejo de sus consecuencias; es decir, de las debilidades, de los males y de la muerte, sustrayéndonos así de la tiranía de
Satanás (“Dios todopoderoso y eterno, que has enviado tu Hijo al mundo, para librarnos del dominio de Satanás, espíritu del mal, y llevarnos así, arrancados de las tinieblas, al Reino de tu luz admirable...”: Ritual del Bautismo de Niños, 119). La presencia del pecado en el hombre es universal: el pecado existe en cada hombre y mujer de todos los tiempos desde el primer instante de la existencia de cada individuo (cf CEC 408), de modo que no hay persona humana que no tenga necesidad de ser redimida, para lo cual se requiere la cooperación libre de cada uno, con el auxilio de la gracia divina mediante la virtud de la caridad, sin la cual ninguna obra humana es realmente meritoria delante de Dios (cf 1Cor 13).

Por tanto, los pecados personales son aquellos que el hombre realiza a lo largo de su vida, pero todos nacemos con un pecado heredado desde Adán y Eva, que es el pecado original (cf CEC 397-398). La culpa del pecado original se borra en el Bautismo, pero permanecen las penas de dicho pecado, entre las que cabe destacar la concupiscencia y la muerte (cf CEC 1263-1264). El pecado personal puede ser venial o mortal en función de la gravedad de la materia, del grado de advertencia moral y de la plenitud del consentimiento. Es mortal el pecado que se refiere a una materia grave y que sea cometido con pleno conocimiento y consentimiento deliberado (cf CEC 1858-1859), y se llama mortal porque destruye en el hombre la fuerza divina del amor, apartándonos de Dios y privando de la felicidad eterna (cf Youcat 316) a quien muere sin arrepentimiento después de haberlo cometido (cf CEC 1033; 1035). Además, hay que tener en cuenta que “la moralidad de los actos humanos depende del objeto elegido; del fin que se busca o la intención y de las circunstancias de la acción” (CEC 1750).

La Redención de Cristo guarda un nivel objetivo: Por sí misma tiene intención universal, porque Dios quiere que todos los hombres se salven (cf 1 Tim 2,4); pero contiene también un nivel que podemos llamar subjetivo porque para, que la Redención logre un efecto en concreto en cada hombre, es cada persona quien tiene que hacerla suya, con la libre aceptación por la fe y con su cooperación libre, participando el hombre, con su propia vida, de los méritos e incluso de los sufrimientos expiatorios de la obra redentora de Cristo, ofreciéndolos por Cristo al Padre para, de ese modo, hacer suya cada hombre la Redención y colaborar, además, con el Señor en la salvación del mundo : “Completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, en favor de su cuerpo que es la Iglesia” (Col 1, 24. Cf CEC 618).

5. La respuesta de la fe

SANTA FAUSTINA KOWALSKA, Diario de la Divina Misericordia, nn. 1747- 1748: La infinita bondad de Dios en la redención del hombre.

“Oh Dios que con una sola palabra habrías podido salvar miles de mundos, un suspiro de Jesús habría satisfecho Tu justicia. Pero Tú, oh Jesús, Te entregaste por nosotros a tan asombrosa pasión únicamente por amor. La justicia de tu Padre habría sido expiada con un solo suspiro Tuyo y todos tus anonadamientos son exclusivamente actos de Tu misericordia y Tu amor inconcebible. Tú, oh Señor, partiendo de esta tierra deseaste quedarte con nosotros y Te dejaste a Ti Mismo en el Sacramento del Altar y nos abriste de par en par Tu misericordia. No hay miseria que Te pueda agotar; llamaste a todos a esta fuente de amor, a este manantial de la piedad divina. Aquí está el trono de Tu misericordia, aquí el remedio para nuestras enfermedades. Hacia Ti, oh Fuente viva de Misericordia corren todas las almas: unas como ciervos, sedientos de Tu amor, otras para lavar la herida de sus pecados; otras todavía, cansadas de la vida, para tomar fuerzas. Cuando estabas muriendo en la cruz, en aquel momento nos donaste la
vida eterna; al haber permitido abrir Tu sacratísimo costado nos abriste una inagotable Fuente de tu Misericordia; nos ofreciste lo más valioso que tenías, es decir, la Sangre y el Agua de tu Corazón. He aquí la omnipotencia de Tu misericordia, de ella toda gracia fluye hacia nosotros.

Adorado seas, oh Dios, en la obra de Tu misericordia, bendecido seas por todos los corazones fieles sobre los cuales se posa Tu mirada, en los cuales está Tu vida inmortal.

Oh mi Jesús de la misericordia, Tu santa vida sobre la tierra ha sido dolorosa, y terminarás Tu obra entre terribles tormentos, suspendido y extendido en el árbol de la cruz, y todo esto por amor a nuestras almas.


Por un amor inconcebible has permitido abrir Tu sacratísimo costado, y de Tu Corazón brotaron torrentes de Sangre y Agua. Aquí está la Fuente viva de Tu Misericordia, aquí las almas encuentran consuelo y alivio.

En el Santísimo Sacramento nos has dejado Tu misericordia. Tu amor ha proveído que caminando por la vida, los sufrimientos y las fatigas, no dude yo nunca de Tu bondad y Tu misericordia.

Aunque sobre mi alma pesen las miserias del mundo entero, no puedo dudar ni un solo instante, sino que confiar en la fuerza de la Divina Misericordia, porque Dios acoge siempre con bondad un alma arrepentida.

Oh inefable misericordia de nuestro Señor, fuente de piedad y de toda dulzura. Confía, confía oh alma, a pesar de estar manchada por el pecado, porque cuando te acerques a Dios no probarás amargura.

Porque Él es la llama viva de un gran amor, cuando nos acercamos a Él desaparecen nuestras miserias, pecados y maldades. Él salda nuestras deudas cuando nos entregamos a Él”.

Tema 4

Tema 4: ... padeció, murió, fue sepultado, ¡resucitó!

1. Introducción

Esta catequesis versa sobre el Misterio Pascual de Jesucristo, es decir, el misterio de su Pasión, Muerte y Resurrección, que deben considerarse como un solo misterio. Se trata del misterio de nuestra redención, que hemos abordado en la catequesis precedente y que alcanza su punto culminante en el sacrificio de Cristo en el Calvario.

En esta catequesis, debe explicarse el carácter “sacrificial” del amor de Cristo, que le ha llevado a ofrecerse por todos nosotros. Para ello, puede ayudar la explicación de los sacrificios de la Antigua Alianza y el vocabulario relacionado con ellos (“sacrificio”, “sacerdote”, “víctima”, “altar”, etc.).

También es importante comprender el Misterio Pascual como plenitud de la manifestación de Dios y de su Amor por nosotros.

La respuesta por parte del hombre a la revelación de este Amor redentor, es la participación en la Eucaristía, tanto en la vivencia de la celebración sacramental, como en la configuración de toda la vida como una ofrenda a Dios. Esta catequesis debe ayudar a profundizar en el sentido de la Eucaristía como actualización renovada de nuestra redención, como memorial vivo del sacrificio de Cristo.

Debe quedar claro que la Eucaristía es fuente y culmen de toda la vida cristiana (cf SC 10), así como que en ella tiene lugar verdaderamente la presencia real de Cristo glorioso en las especies eucarísticas y la ofrenda de sí mismo por nosotros, a la que podemos asociarnos por la participación en el banquete eucarístico.

Todo ello ha de ayudarnos a profundizar en la comprensión del carácter sacerdotal de toda vocación cristiana y a vivir una experiencia más rica del sacramento de la Eucaristía, que nos hace contemporáneos del sacrificio de Cristo en el Calvario, nos hace llegar los frutos de este sacrificio redentor, nos hace participar en él y realiza nuestra comunión personal con el Hijo de Dios y con la Iglesia de la que es Cabeza.

Referencias

Sagrada Escritura:

Mt 24-28

Mc 13-16

Lc 20-24

Jn 6; 11-21

1 Co 1, 18-2, 16; 11, 17-34; 15, 1-11

Flp 2, 5-11

Magisterio:

PABLO VI, Credo del Pueblo de Dios, nn. 12 y 24-26.

CONCILIO ECUMÉNICO VATICANO II, Constitución Dogmática Dei Verbum,

sobre la divina revelación, 1-6.

JUAN PABLO II, Carta Encíclica “Redemptor hominis”.

Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 571-667; 1322-1419.

Obras de teólogos:

JUSTO COLLANTES, La fe de la Iglesia Católica. Las ideas y los hombres en los documentos doctrinales del Magisterio (BAC 446; Madrid 1995) 648-694.

R. E. BROWN, La muerte del Mesías. I: Desde Getsemaní hasta el sepulcro. Comentario a los relatos de la pasión de los cuatro evangelios (Verbo Divino, Estella 2005).

ID., La muerte del Mesías. II: Desde Getsemaní hasta el sepulcro. Comentario a los relatos de la pasión de los cuatro evangelios (Verbo Divino, Estella 2006).

N. T. WRIGHT, La resurrección del Hijo de Dios. Los orígenes cristianos y la cuestión de Dios (Verbo Divino, Estella 2008).

ANGELO AMATO, Jesús el Señor (BAC 584; Madrid 2006) 495-553.

JEAN GALOT, Jesús Liberador. Cristología II (Cete; Madrid 1982) 108-447.

VITTORIO MESSORI, Dicen que ha resucitado. Una investigación sobre le sepulcro vacío (Rialp; Madrid 22003).

JUAN ANTONIO MARTÍNEZ CAMINO, Jesús de Nazaret. La verdad de su historia (Edicep; Madrid 22006).

2. Presentación

Después de saciar el hambre de la multitud multiplicando unos pocos panes y peces, Jesús pronunció unas palabras desconcertantes: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6, 54). Cuando terminó su discurso, muchos de sus discípulos lo abandonaron, desconcertados por la pretensión de Jesús de ofrecer su propio cuerpo como alimento.

• Hoy, muchos cristianos también abandonan la Eucaristía, centro de la vida cristiana, bajo pretextos como: ¿De qué sirve ir a Misa si el que va sale igual que como entró? Incluso entre los cristianos que asisten habitualmente a la Eucaristía, no son pocos los que se aburren en Misa, los que tienen la impresión de que la Misa no les dice nada, o los que pueden decir sin exagerar que la Misa a la que asisten regularmente no condiciona en absoluto el resto de su vida.

También nosotros podemos correr el peligro de sufrir esta triste experiencia ya sea por la rutina, porque dependemos demasiado del sacerdote que celebra, de los cantos o de las condiciones del templo, o simplemente por desconocimiento de lo que es la Eucaristía.

• Sin embargo, la Eucaristía no es un añadido opcional en la fe y en la vida de un cristiano: es lo más esencial. En ella recibimos el Cuerpo glorioso de Jesucristo, que está en el Cielo, sentado a la derecha del Padre. En ella, nos unimos a Él para ofrecernos por la salvación de toda la humanidad. En ella, se realiza nuestra unión con la Iglesia, con los santos, con nuestros familiares y amigos difuntos, con nuestros hermanos de todo el mundo y de todos los tiempos. En ella, Dios nos manifiesta quién es y cómo es su Amor por nosotros.

En la Eucaristía, finalmente, se nos da la prenda de la vida eterna, a la que estamos destinados. No podemos contentarnos con una vivencia a medias de este gran misterio.

3. El hombre es capaz de Dios

Todos nosotros tenemos un corazón atravesado por el deseo de la vida eterna. Deseamos muchas cosas de este mundo y a menudo nos sentimos seducidos por lo que el mundo nos ofrece de manera atractiva. Sin embargo, nuestro corazón se siente decepcionado cada vez que pone su esperanza en las cosas de este mundo, porque se terminan y nunca llegan a saciar toda nuestra sed de felicidad.

Nuestro corazón ha sido creado para la eternidad y por eso está siempre insatisfecho en esta vida. ¿Cuáles son las cosas que verdaderamente deseamos, que deseamos en el fondo, en lo profundo de nuestro ser? Más allá de lo material, del éxito, de todos nuestros caprichos…, ¿sobre qué cosas tenemos puestos nuestros deseos más fuertes, más esenciales, más propios de nuestro ser?

La eternidad (una felicidad que no termina), ser amados tales y como somos con un amor sin límites y la posibilidad de corresponder a este amor amando de igual modo son tres de los más profundos deseos que toda persona humana lleva grabados en su interior y que nunca le pueden ser arrancados, cualesquiera que sean las circunstancias en que se desarrolle su vida.

Mediante su sacrificio en la Cruz, Jesucristo ha ofrecido a todos los hombres lo que puede colmar estos tres deseos: muriendo, destruyó nuestra muerte y resucitando, nos dio vida eterna; su Cuerpo, entregado por nosotros, es el alimento que nos conduce al Cielo; su Muerte es la prueba de su amor compasivo que perdona todos nuestros pecados; mediante el sacramento de la Eucaristía, nos invita a amar como Él nos ha amado: entregándonos a nosotros mismos sin reserva para la salvación del mundo.

Preguntas para el diálogo:

• ¿Conocemos nuestros deseos más profundos? ¿Cuáles son?

• ¿Qué esperanza tenemos de verlos cumplidos? ¿Dónde solemos buscar el cumplimiento de estos deseos?

• ¿Qué significa para cada uno de nosotros la Pasión, la Muerte y la Resurrección de Cristo?

• ¿Cómo vivimos el sacramento de la Eucaristía? ¿Qué dificultades tenemos para vivirlo mejor?

• ¿Qué relación tiene la Eucaristía con el resto de nuestra vida?

• ¿Qué podemos hacer para que el Misterio Pascual tenga para nosotros un sentido más rico, más determinante, más transformante?

Tal vez nos ayude examinar también cómo influyen en nosotros las tendencias de nuestra cultura, que son contrarias al conocimiento y a la vivencia del Misterio Pascual: la pretensión de que lo visible es lo único verdadero; el afán por satisfacer de manera inmediata todos nuestros caprichos de bienestar y la renuncia a conquistar metas a largo plazo; la negación de ser amados de manera personal por Jesucristo tal y como cada uno es; el rechazo de un amor compasivo hacia nuestras debilidades y pecados; la indiferencia ante la manifestación del Amor redentor de Dios y de sus deseos, penas y sentimientos, etc.

Nuestro diálogo puede terminar con una oración, en la que, tanto a nivel comunitario como personal, le decimos a Dios todo esto que nos pasa en relación con la Eucaristía y con el sacrificio de su Hijo en la Cruz.

4. Dios sale al encuentro del hombre

El escándalo que provocaba la pretensión de Jesús, hizo que el Sanedrín lo condenase a muerte por blasfemo. Al confirmar Jesús en su juicio que sí es el Hijo de Dios, e identificarse con el hombre celestial del libro de Daniel, el Sumo Sacerdote rasgó sus vestidos y dijo: “¡Ha blasfemado! ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos?” (Mt 26, 65).

Durante su pasión y muerte, Jesús revela que el amor de Dios no tiene límites, es infinito, llega hasta el final, hasta la muerte. Tanto amor supondrá una locura para los judíos y necedad para los griegos (cf 1 Cor 1,18-28). Es más, en el misterio pascual se nos da a conocer qué es realmente el amor, pues como advierte el apóstol san Juan, “en esto hemos conocido el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero y nos entregó a su Hijo único” (1 Jn 4, 9-10). Cualquier hombre, mirando a Jesús crucificado, puede decir: He encontrado el amor de Dios clavado en una cruz, muriendo de amor, por mí.

Pero en el misterio pascual no sólo se nos revela quién es Dios, sino también quién es el hombre y cuál es su misterio. Desde la cruz Jesús invita a cada hombre a vivir con Él una intimidad y comunión que dará el sentido a toda su existencia. La verdad del hombre es participar de la verdad de Dios en su Hijo unigénito, realizarse en correspondencia con ese amor y verdad de Dios, en la obediencia y la respuesta en confianza incondicionada. El misterio de cada hombre es éste: acoger el amor de Dios en Jesús, confiando en Dios como Jesús, pues para esto hemos sido creados.

Ahora bien, nada de esto sería cierto si todo hubiese acabado con la cruz y con la muerte de Jesús. De haber sido así, hoy no sabríamos nada de él. Sin embargo, su Padre Dios resucitó gloriosamente a Jesús de entre los muertos. La resurrección nos revela que Dios es fiel a su amor. Además, es la confirmación de que Dios es el Padre de Jesús: hasta ahora lo sabíamos (siguiendo la narración evangélica de mano de los discípulos) por el testimonio del mismo Jesús, y por dos manifestaciones directas de Dios Padre durante el ministerio público de Jesús, en que se escuchó su voz diciendo: “Éste es mi Hijo”, en el Bautismo y en la Transfiguración. La resurrección, sin embargo, es la confirmación definitiva por parte de Dios mismo, de que Él es el Padre de Jesús. Resucitando a Jesús Dios responde a los que se burlaban al pie de la cruz diciendo: “Ha confiado en Dios; que él lo libre ahora si lo ama, ya que él dijo: Yo soy Hijo de Dios” (Mt 27,43).

La resurrección de Jesús es una acción trascendente de Dios en la historia, pues es una resurrección definitiva y escatológica, a diferencia de otras resurrecciones (hija de Jairo, Lázaro…) que son más bien revivificaciones, regreso a esta vida temporal. Sin embargo, Jesús al resucitar pasa a otra vida incorruptible más allá del espacio y del tiempo. Y en su plenitud resucitada se nos revela también cuál es el destino último del hombre: alcanzar esa condición resucitada de Jesús, la participación en una vida gloriosa e incorruptible, en comunión eterna con Dios.

Ahora bien, ¿qué supuso para los discípulos de Jesús encontrarse con Él resucitado? ¿Qué se les reveló en este acontecimiento?

En primer lugar les confirmó la pretensión divina de Jesús, y les hizo superar el terrible escándalo que supuso la condena a ser crucificado como blasfemo. Descubren que ésta es la mayor acción salvífica de Dios en toda la historia, hasta tal punto que, a partir de este momento, en sus discursos y predicaciones, definirán a Dios como “el que ha resucitado a Jesús de entre los muertos” (cf, p.ej., Hch 3,15 y otros). Tienen también la experiencia profunda de que Jesús es el único camino del hombre para llegar a Dios: Él es el mediador de la Nueva Alianza, que ha sido instituida al comienzo del misterio pascual en la última cena, la eucaristía, que se convierte en clave de interpretación de lo sucedido en el triduo. Los discípulos experimentan la veracidad de todo lo dicho por Jesús en esa cena de despedida. En efecto, Él es el camino hacia la casa del Padre, la verdad y la vida (cf Jn 14, 6-7).

Igualmente, obtuvieron la conciencia de que Dios se había revelado del todo y definitivamente en Jesús: “Nos ha dicho todo lo que tenía y todo lo que es, pues nos ha dado a su Hijo, la Palabra de Dios” (cf CEE 65-67). Experimentaron el carácter definitivo de la revelación de Dios, y que habían sido testigos del misterio mantenido en secreto durante siglos eternos (cf Rm 16,25), de la sabiduría misteriosa, escondida, y destinada por Dios antes de los siglos para gloria nuestra (cf 1 Cor 2,7), de un misterio que en generaciones pasadas no fue dado a conocer a los hombres, como ha sido ahora revelado (cf Ef 3,5). Han sido testigos de que Dios ha hablado como nunca lo ha hecho, por medio del Hijo (cf Heb 1, 1-3), y de que la Palabra, el Verbo de Dios, se ha hecho carne y ha puesto su morada entre nosotros, haciéndonos ver a Dios, a quien nadie había visto jamás, y que ha sido dado a conocer por el Hijo único (cf Jn 1, 14.18).

Los apóstoles experimentaron que en Jesucristo se da al hombre la salvación definitiva que buscan todas las demás religiones y búsquedas de Dios. Esta salvación recibida en el misterio pascual es tan plena que para estos discípulos merece la pena perder la vida por ella y anunciarla hasta los confines del mundo. Saben que es algo que interesa a todos, pues la felicidad y plenitud de todos depende de esta resurrección. Además, esta salvación pascual se actualiza cada vez que la comunidad se reúne para celebrar la “fracción del pan”, la nueva alianza a la que están llamados todos los hombres.

Además, la experiencia de la resurrección les hace decir cosas inimaginables de un ser humano: que es preexistente, que todo fue creado por él y para él, que todo el universo subsiste en él, que está junto a Dios desde toda la eternidad, que es de condición divina… (cf Col 1, 15-20; 1 Cor 8, 6; Fil 2, 6- 11; Jn 1). Deducen la vinculación de Cristo con la creación a partir de su experiencia de la resurrección como revelación definitiva de Dios, y salvación definitiva de los hombres: si Cristo ha juzgado definitivamente el mundo ahora, también ha debido hacerlo en la creación, al menos por dos razones. Primera, porque en los planes de Dios siempre hay correspondencia entre las acciones del principio y del final. Jesús ha tenido un papel fundamental en el final de la salvación, por tanto, tuvo que tenerlo en el inicio, al ponerse en marcha este plan salvífico. De otro modo, se habría cumplido sin él. Segunda, porque un hecho contingente-histórico
como es la muerte de un hombre y su resurrección sólo puede tener un valor universal (y los apóstoles han experimentado que lo tiene) si toda la realidad está vinculada con el protagonista de ese hecho. En efecto, el resucitado está unido a toda la realidad porque tuvo un papel determinante en la creación. Por eso puede determinar ahora a la humanidad entera y al mundo, situándolos en una nueva existencia, una nueva creación. Y por eso los apóstoles afirmaron y garantizaron la universalidad y validez definitiva de la salvación de Cristo, pues lo sucedido en Cristo es cumplimiento de un designio amoroso y primero de Dios que comienza en la creación.

5. La respuesta de la fe

SAN JUAN CRISÓSTOMO, Catequesis bautismales, 3: El valor de la Sangre de Cristo:

“¿Quieres saber el valor de la sangre de Cristo? Remontémonos a las figuras que profetizaron y recorramos las antiguas Escrituras. Inmolad - dice Moisés- un cordero de un año; tomad su sangre y rociad las dos jambas y el dintel de la casa. ‘¿Qué dices Moisés? La sangre de un cordero irracional, ¿puede salvar a los hombre dotados de razón?’ ‘Sin duda – responde Moisés-: no porque se trate de sangre, sino porque en esta sangre se contiene una profecía de la sangre del Señor’. Si hoy, pues, el enemigo, en lugar de ver las puertas rociadas con sangre simbólica, ve brillar en los labios de los fieles, puertas de los templos de Cristo, la sangre del verdadero Cordero, huirá todavía más lejos.

¿Deseas descubrir aún por otro medio el valor de esta sangre? Mira de dónde brotó y cuál sea su fuente. Empezó a brotar de la misma cruz y su fuente fue el costado del Señor. Pues muerto ya el Señor, dice el Evangelio. Uno de los soldados se acercó con la lanza y le traspasó el costado, y al punto salió agua y sangre: agua, como símbolo del bautismo; sangre, como figura de la eucaristía. El soldado le traspasó el costado, abrió una brecha en el muro del templo santo, y yo encuentro el tesoro escondido y me alegro con la riqueza hallada. Esto fue lo que ocurrió con el cordero: los judíos sacrificaron el cordero, y yo recibo el fruto del sacrificio.

Del costado salió sangre y agua. No quiero, amado oyente, que pases con indiferencia ante tan gran misterio, pues me falta explicarte aún otra interpretación mística. He dicho que esta agua y esta sangre eran símbolos del bautismo y de la eucaristía. Pues bien, con estos dos sacramentos se edifica la Iglesia: con el agua de la regeneración y con la renovación del Espíritu Santo, es decir, con el bautismo y la eucaristía, que han brotado ambos del costado. Del costado de Jesús se formó, pues, la Iglesia, como del costado de Adán fue formada Eva.

Por esta misma razón, afirma San Pablo: Somos miembros de su cuerpo, formado de sus huesos, aludiendo con ello al costado de Cristo. Pues del mismo modo que Dios hizo a la mujer del costado de Adán, de igual manera Jesucristo nos dio el agua y la sangre salida de su costado, para edificar la Iglesia. Y de la misma manera que entonces Dios tomó la costilla de Adán, mientras éste dormía, así también nos dio el agua y la sangre después que Cristo hubo muerto. Mirad de qué manera Cristo se ha unido a su esposa, considerad con qué alimento la nutre. Con un mismo alimento hemos nacido y nos alimentamos”.

Oración a Cristo Crucificado (atribuida a SAN JUAN DE ÁVILA)

“No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido,
muéveme ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.
No me tienes que dar porque te quiera,
pues aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera”.

Tema 5

Tema 5: Creo en el Espíritu Santo

1. Introducción

En su Carta apostólica Porta Fidei, Benedicto XVI nos invita a una renovación en la fe que nos ponga en condiciones de secundar al Espíritu Santo en la urgente tarea de la nueva evangelización.

En esta catequesis se trata de explicar:

1) Quién es la tercera Persona, cuestión importante si pensamos que se ha llegado a llamarle El gran desconocido; y

2) cuál es su misión

a) en la Iglesia, asunto clave para distinguir lo que hace Dios en ella, de los fallos de su elemento humano e institucional; y

b) en cada uno de nosotros, cuya plenitud comienza con el sacramento del Bautismo y se afianza con el de la Confirmación: lo cual es también fundamental para comprender que ser cristiano no es someterse a un esfuerzo estresante progresivo, sino ponerse al alcance de la gracia del Espíritu y apoyarse en ésta para seguir a Cristo. En relación al primer punto, conviene explicar que, históricamente, los errores relativos a la personalidad del Espíritu Santo se resumen en dos: el modalismo que empieza en el s. II con Sabelio y que sostiene que el Hijo y el Espíritu Santo no son Personas distintas del Padre, sino presentaciones diversas de Dios en la historia de la humanidad; y los pneumatómacos del siglo IV, que lo consideran como un ser creado intermedio, superior a los ángeles. El primer Concilio de Constantinopla (a. 381) aclararía que el Espíritu Santo, en contra del error de Macedonio, “es Señor y dador de vida, que procede del Padre y que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria y que habló por los profetas”.

También su procedencia respecto del Padre ha sido objeto de una controversia que acabó en el Cisma de Oriente (a. 1054). Los orientales se oponían a que en el Credo Niceno-constantinopolitano se añadiera que el Espíritu procede del Padre y del Hijo (la llamada cuestión del Filioque), pensando que eso atentaría a la concepción del Padre como único origen, y prefiriendo afirmar que el Espíritu procede del Padre a través del Hijo. Las aclaraciones de santo Tomás de Aquino influirían en que el Concilio unionista de Florencia (a. 1438) reconociera que ambas fórmulas son equivalentes.

Estos errores en la comprensión de la tercera Persona muestran la dificultad para conocerla si no es desde una perspectiva sobrenatural: es decir, cuando no se ha experimentado la misión del Espíritu en nuestras vidas, que es el otro aspecto de esta catequesis. Esto es crucial para la salvación, pues Jesús decía que el pecado contra el Espíritu es imperdonable (cf Lc 12, 19) porque nos cierra a su acción salvífica.

Se puede afirmar que los pecados contra el Espíritu se resumen en dos: la presunción de salvarse sin su ayuda (que es lo que vendría a sostener Pelagio en el s. IV) y la desesperación respecto de nuestra conversión (que es lo que vendría a decir Lutero, quien sostenía que Dios nos salva sin cambiarnos por dentro). En el fondo ambos pecados obedecen a una actitud voluntarista que olvida que Dios es el Actor principal de nuestra salvación y que lo nuestro es ponernos al alcance de su gracia, que se derrama inicialmente en los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación: nos hacemos discípulos, no intentando conseguir con nuestras solas fuerzas un más difícil todavía, sino —según señaló Jesús al subir a los cielos— dejándonos sumergir con el Bautismo en la Vida trinitaria; dejando hacer a Dios, según respondió María en la Anunciación: “Sea hecho en mí según tu palabra” (Lc 1,38).

Referencias

Sagrada Escritura:

Veterotestamentarias:
Jeremías: “Ya llegan días —oráculo del Señor— en que haré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva. No será una alianza como la que hice con sus padres, cuando los tomé de la mano para sacarlos de Egipto, pues quebrantaron mi alianza aunque yo era su Señor —oráculo del Señor—. Ésta será la alianza que haré con ellos después de aquellos días— oráculo del Señor—: Pondré mi ley en su interior y la escribiré en sus corazones; Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Ya no tendrán que enseñarse unos a otros diciendo: ‘Conoced al Señor’ pues todos me conocerán, desde el más pequeño hasta el mayor —oráculo del Señor—, cuando perdone su culpa y no recuerde ya sus pecados” (31, 31-34).

Joel 3, 1-5: “Yo derramaré mi Espíritu sobre toda carne: tus hijos y tus hijas profetizarán, los ancianos tendrán sueños, vuestros jóvenes verán visiones. Hasta sobre los siervos y las sirvientas derramaré mi Espíritu en aquellos días”.

Neotestamentarias:

Evangelio de Juan, 16: “Yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito, que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad. El mundo no puede recibirlo, porque no lo ve, ni lo conoce; vosotros, en cambio, lo conocéis, porque mora con vosotros y está en vosotros” (14, 16-17). “El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que Yo os he dicho” (14, 26). “Cuando venga el Paráclito, que Yo os enviaré de junto al Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de Mí” (15, 26). “Os conviene que Yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré: y cuando Él venga, convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio” (16, 7-8).

Magisterio:

JUAN PABLO II, Enc. Dominum et vivificantem, 18.V.86.

CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, nn. 50-79; 109-119; 243-248; 355-421; 484-486; 683-747; 797-801; 1091-1109; 1213-1321; 1830-1832; 1965-1974; 1996-2005; 2559-2679.

JUAN PABLO II, Catequesis, 2-9-1998, El Espíritu Santo, fuente de verdadera libertad, nn. 3-5:

3. "Donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad" (2 Co 3, 17), nos dice el apóstol Pablo. Con la efusión de su Espíritu, Jesús resucitado crea el espacio vital en el que la libertad humana puede realizarse plenamente.

En efecto, por la fuerza del Espíritu Santo, el don de sí mismo al Padre, realizado por Jesús en su muerte y resurrección, se convierte en manantial y modelo de toda relación auténtica del hombre con Dios y con sus hermanos. "El amor de Dios -escribe san Pablo- ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado" (Rm 5, 5).

También el cristiano, viviendo en Cristo por la fe y los sacramentos, se entrega "de modo total y libre" a Dios Padre (cf. Dei Verbum, 5). El acto de fe con que él opta responsablemente por Dios cree en su amor manifestado en Cristo crucificado y resucitado, y se abandona responsablemente al influjo del Espíritu Santo (cf. 1 Jn 4, 6-10), es expresión suprema de libertad.

Y el cristiano, cumpliendo la voluntad del Padre con alegría, en todas las circunstancias de la vida, a ejemplo de Cristo y con la fuerza del Espíritu, avanza por el camino de la auténtica libertad y se proyecta en la esperanza hacia el momento del paso a la "vida plena" de la patria celestial. "Por el trabajo de la gracia -enseña el Catecismo de la Iglesia católica-, el Espíritu Santo nos educa en la libertad espiritual para hacer de nosotros colaboradores libres de su obra en la Iglesia y en el mundo" (n. 1742).

4. Este horizonte nuevo de libertad creado por el Espíritu orienta también nuestras relaciones con los hermanos y hermanas que encontramos en nuestro camino.

Precisamente porque Cristo me ha liberado con su amor, dándome el don de su Espíritu, puedo y debo entregarme libremente por amor al prójimo. Esta profunda verdad se halla expresada en la primera carta del apóstol san Juan: "En esto hemos conocido lo que es amor: en que él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos" (1 Jn 3, 16). El mandamiento "nuevo" de Jesús resume la ley de la gracia; el hombre que lo cumple realiza su libertad de manera más plena: "Éste es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado. Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos" (Jn 15, 12-13).

A esta cima de amor, alcanzada por Cristo crucificado, nadie puede llegar sin la ayuda del Paráclito. Más aún, santo Tomás de Aquino escribió que la "ley nueva" es la misma gracia del Espíritu Santo, que nos ha sido dada mediante la fe en Cristo (cf. Summa Theol., I-II, q. 106, a. 1).

5. Esta "ley nueva" de libertad y amor está personificada en Jesucristo, pero, al mismo tiempo, con total dependencia de él y de su redención, se expresa en la Madre de Dios. La plenitud de la libertad, que es don del Espíritu, se ha manifestado, de modo sublime, precisamente mediante la fe de María, mediante "la obediencia a la fe" (cf. Rm 1, 5). Sí, feliz la que ha creído!”

Devocionales:

Secuencia de Pentecostés

(El himno más antiguo al Espíritu Santo)
Ven, Espíritu Divino
manda tu luz desde el cielo.
Padre amoroso del pobre;
don, en tus dones espléndido;
luz que penetra las almas;
fuente del mayor consuelo.
Ven, dulce huésped del alma,
descanso de nuestro esfuerzo,
tregua en el duro trabajo,
brisa en las horas de fuego,
gozo que enjuga las lágrimas
y reconforta en los duelos.
Entra hasta el fondo del alma,
divina luz y enriquécenos.
Mira el vacío del hombre,
si tú le faltas por dentro;
mira el poder del pecado,
cuando no envías tu aliento.
Riega la tierra en sequía,
sana el corazón enfermo,
lava las manchas,
infunde calor de vida en el hielo,
doma el espíritu indómito,
guía al que tuerce el sendero.
Reparte tus siete dones,
según la fe de tus siervos;
por tu bondad y tu gracia,
dale al esfuerzo su mérito;
salva al que busca salvarse
y danos tu gozo eterno. Amén.

Oración al Espíritu Santo (Cardenal Verdier)

Oh Espíritu Santo, Amor del Padre, y del Hijo, inspírame siempre, lo que debo pensar, lo que debo decir, cómo debo decirlo, lo que debo callar, cómo debo actuar, lo que debo hacer, para gloria de Dios, bien de las almas y mi propia Santificación.

Espíritu Santo, dame agudeza para entender, capacidad para retener, método y facultad para aprender, sutileza para interpretar, gracia y eficacia para hablar.

Dame acierto al empezar, dirección al progresar y perfección al acabar. Amén

Decenario al Espíritu Santo

http://ccbcmoilzona02.blogia.com/2010/122202-decenario-al-espiritusanto.
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Libro de Francisca Javiera Del Valle, Decenario al Espíritu Santo:

http://www.dudasytextos.com/clasicos/decenario.htm

Subsidios pedagógicos:

4 power point sobre Pentecostés, Secuencia de Pentecostés, frutos y dones del Espíritu Santo:

http://www.benedictinescat.com/montserrat/liturgiacas.html

9 power point sobre el Espíritu Santo, y sus 7 dones:

http://www.evangelizaciondigital.org/documentaci%C3%B3n/catequesis/

2. Presentación

• Tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo, se había prometido que, gracias al sacrificio del Hijo de Dios, el Padre nos enviaría su Espíritu para que nos liberara del pecado y nos saliera de dentro corresponder a su Amor “en la gloriosa libertad de los hijos de Dios” (Rom. 8, 21). Pueden leerse como ejemplo de esto los textos de Jeremías 31, 31-34, que Hebreos 8, 8-12 cita para afirmar que esa promesa se ha cumplido en Pentecostés (cf también Hch 2, 16-21), y de los capítulos 14-16 del Evangelio de san Juan, que se citan en el apartado 6 de esta catequesis.

• En cambio, sin esa presencia del Espíritu en nosotros —sin su gracia— ni se entienden las cosas de Dios, ni se las percibe como algo gozoso, porque “el hombre animalizado no capta lo que es propio del Espíritu de Dios, le parece una necedad; no es capaz de percibirlo, porque sólo se puede juzgar con el criterio del Espíritu” (1 Cor 2, 14). Sin la gracia, la respuesta al querer de Dios se percibe como una carga insoportable, como les pasó a tantos del Pueblo de Israel, o como ha sucedido en el s. XX en Occidente, que cansado de la fe ha desertado masivamente de Dios. Es la mentalidad que vive represivamente la moral y que se expresa en el siguiente refrán: Todo lo bueno o engorda o es pecado.

3. El hombre es capaz de Dios

El ser humano fue creado en y para la comunión con Dios (cf Gén 2, 15-17). El Espíritu de Dios concedía a Adán y Eva esa intimidad divina, así como mantenía toda la creación en armonía con el Creador (cf Gén 1,2), del forma que el universo fuera reflejo del Verbo por quien fue creado (cf Jn 1,3).

El Pecado Original rompió esa cercanía con Dios (cf Gén 3, 8). Pero, como ésta constituye la aspiración más honda del corazón humano, Dios no abandonó al hombre en ese estado deplorable sino que, compadecido, le tendió la mano (cf PE IV), prometiéndole que su Hijo le devolvería esa presencia plena del Espíritu, quien le restituiría su dignidad filial originaria (cf Gén 3, 15).

El Espíritu, que es la Unidad o Alianza personal del Padre y el Hijo, fue preparando la humanidad, con sucesivas alianzas, hasta la alianza nueva y eterna de lo humano y lo divino, que se operó, primero, en la Encarnación del Cristo (=Ungido del Espíritu) y, después, en la Pentecostés, en que el Espíritu Santo se derrama en plenitud en los cristianos (=ungidos del Espíritu), recuperándose esa comunión con el Padre y con los hermanos, que se había perdido en el Paraíso. Eso es la Iglesia.

Es lógico, por tanto, lo que se advierte nada más ojear los Hechos de los Apóstoles (ver los textos citados en el apartado 5 de esta catequesis): que el
Espíritu ya no era para los primeros cristianos ningún desconocido, sino el protagonista de su santificación y de su apostolado. Y es razonable que lo sintieran así, si tenemos en cuenta que el Padre es la Persona divina a la que
nos encaminamos; el Hijo es el Emmanuel, el Dios cercano, el Dios con nosotros;
y el Espíritu Santo, el Dios íntimo, el Dios en nosotros.

Pero luego, desde esa mayor institucionalización de la Iglesia que se ocasionó al convertirse en religión oficial del Imperio Romano, en los tiempos del Emperador Teodosio y del Papa san Dámaso (a. 380), se fueron produciendo diversas “adherencias mundanas” que ofuscaron en parte ese protagonismo del Espíritu en la vida eclesial; que han dado lugar a diversas incongruencias con el Evangelio en la historia de la Iglesia, por las que Juan Pablo II quiso que se pidiera perdón al comenzar el III milenio; y que han llevado al distanciamiento respecto de la Iglesia por parte de los países de tradición cristiana: pues, al no vivir en el Espíritu, han creído lo que aseguró la Ilustración en el s. XVIII: que la fe se opone a la razón, y la gracia, a la naturaleza; o lo que en el s. XIX propugnaron los maestros de la sospecha (Marx, Freud y Nietzsche), reeditando la tentación de Satanás a Adán y Eva (cf Gén 3, 4-5): que Dios es enemigo de nuestra felicidad.

Es cierto que la difusión del monacato y de otras nuevas formas de vida consagrada ha constituido desde entonces un eficaz contrapeso ante esa mundanización de ciertos ambientes eclesiales. Pero no ha sido suficiente pues, según ha recordado el último Concilio (cf LG, V) y vienen insistiendo los dos últimos papas, para cumplir su misión la Iglesia necesita convertirse al Espíritu, purificándose de esas adherencias mundanas.

4. Dios sale al encuentro del hombre

4.1. Quién es el Espíritu Santo

En sus catequesis sobre el lenguaje del cuerpo humano, el beato Juan Pablo II explicaba que, de modo semejante a como en la familia humana cada hijo es la personificación del amor de los esposos, de su donación y aceptación recíprocas y de su unidad; así, en la Vida trinitaria, el Espíritu Santo ─sin ser engendrado por el Padre y el Hijo, sino co-espirado por ellos─ es la personificación de la plena donación del Padre al Hijo, que se ve correspondida por la plena aceptación de Éste a Aquél, y del amor y la unidad de ambos (cf Dominum et vivificantem, 10).

En efecto, el Espíritu Santo no es la actitud donativo-receptiva que existe entre el Padre y el Hijo, sino la personalización de ésta, su expresión personalizada, el Don personal de ambos. Como dice Santo Tomás, «dar es hacer ajeno lo propio». Pues bien, que la Persona que es el Espíritu del Padre (cf Rom 8, 9) sea también el Espíritu del Hijo (Rom 8, 11), manifiesta la donación-aceptación que existe entre ambos, pues hay Alguien que, siendo propio del Padre, es propio también del Hijo, y viceversa (cf Dominum et…, 10).

Asimismo, se dice que el Espíritu Santo es el Amor personal del Padre y del Hijo no porque sea el acto amoroso con que éstos se aman, sino porque es la Persona cuya existencia revela el amor que se tienen. Igualmente, el Espíritu Santo es la Unidad personal de las otras dos Personas divinas, pues las une en lo que se distinguen, ya que, al ser Alguien co-espirado por ambos, respecto de Él el Engendrante y el Engendrado adoptan una idéntica actitud, la de ser sus co-espiradores.

Estos nombres de la tercera Persona divina se resumen en el de "Espíritu Santo" (cf CEC, 691). En efecto, el espíritu, por su condición inmortal y -por ende- desinteresada (está libre del instinto de conservación que induce a los seres corruptibles a mirar por sí mismos), es lo que impulsa al amor desinteresado, a la donación gratuita y a la unión de los distintos en tanto que distintos. Y se añade el calificativo de santo porque el espíritu puede desvirtuarse materialistamente y llevar al odio, al egoísmo y a la desunión (lo cual explica, por otra parte, que la personalidad del Espíritu Santo resulte opaca al hombre carnal, como advierte San Pablo en 1 Cor 2, 14: pues, mientras que en el orden corpóreo existen la paternidad y la filiación, no cabe experiencia de la donación y amor gratuitos, ni de la unión y coespiración de los distintos, mientras no se haya superado el raquitismo espiritual que el materialismo del pecado produce: cf Jn 14, 17).

4.2. La acción del Espíritu en nosotros

Esta personalidad explica que en las relaciones de la Trinidad con los hombres el Espíritu Santo sea el Paráclito, el Consolador y el Santificador. En efecto, el Amor personal del Padre y del Hijo es para nosotros el otro Paráclito o Abogado defensor (cf Jn 14, 16): Cristo nos defiende ante el Padre recordándole su entrega por nosotros (cf 1 Jn 2, 1); el Espíritu nos defiende infundiéndonos el amor, que nos permite vencer al pecado y que hace posible que el Padre nos mire con buenos ojos al contemplar en nosotros la imagen de su Hijo.

Por otra parte, el Don del Padre y del Hijo es para nosotros el otro Consolador: nos consuela contemplar la Humanidad del Hijo glorificada, sabiendo que eso nos sucederá a nosotros si seguimos sus pasos; pero, además, contamos con el consuelo del Espíritu, quien -como profecía viva de la Iglesia- nos permite gozar ─ya en este valle de lágrimas, mientras aún esperamos la Parusía del Señor─ de los bienes futuros de la bienaventuranza celestial, anticipando aquí la dicha del Cielo (cf CEC, 1107).

Asimismo, la Unidad personal del Padre y del Hijo es para nosotros el Santificador que, como “memoria viva de la Iglesia” (CEC 1099; cf Jn 14, 26), “no sólo recuerda los acontecimientos que nos salvaron, sino que los actualiza, los hace presentes” (CEC 1104) en nuestras vidas y, al incorporarnos a Cristo, nos reconcilia con el Padre y con los demás hombres (cf Jn 16, 7-15).

Esto explica que la tercera Persona se haya revelado en la Historia de la salvación con distintos símbolos que se corresponden con esa misión: el viento, la unción con óleo, el fuego, la nube y la luz, el sello, la imposición de las manos, el dedo de Dios, la paloma (cf CEC 694-700).

4.3. La acción del Espíritu en la Iglesia

La misión del Hijo y del Espíritu son inseparables. Desde el Pecado Original, el Espíritu comenzó a preparar la plena reconciliación de los hombres con Dios en Cristo y en quienes en su Iglesia quisieran insertarse en la Pascua del Hijo encarnado, de Cristo —el Ungido y portador del Espíritu reconciliador (cf Act 10, 37; CEC, 739). Primero, propició la alianza de Dios con Noé después del diluvio, que permanecerá en vigor mientras dure el tiempo de las naciones, esto es, hasta la proclamación universal del Evangelio (cf CEC, 58). Después, selló el pacto de Dios con Abraham, así como la alianza con Israel en el Sinaí. Y, hablando mediante los profetas, sostuvo al Pueblo elegido en la esperanza de una Alianza nueva y eterna, que se iniciaría con la Encarnación y se consumaría con la Pascua del Señor (cf CEC, 59-64).

Antes de completar con la Ascensión su misión en la Humanidad del Hijo (cf 1 Pet 3, 18.22), el Espíritu fue dado por el Resucitado a los Apóstoles para que ejercieran el ministerio de la reconciliación (cf Jn 20, 22-23). Y cuando esta Humanidad fue elevada por el Espíritu a la diestra del Padre, la tercera Persona fue enviada en plenitud a la Iglesia (cf Act 2, 1-4) para introducir a los hombres en la comunión sobrenatural con el Padre, que el Ungido del Espíritu les mereció con su muerte y resurrección, y que es anticipo de la comunión celestial.

De esta forma, por hacer presente a Cristo en los cristianos, el Espíritu Santo es el alma de la Iglesia: derrama en los fieles cristianos sus dones y carismas y los sostiene y guía en la oración; y sustenta a los Pastores en su misión de guiar al Pueblo de Dios en las cosas del espíritu, los ilumina en la interpretación de la Escritura que Él mismo —“Espíritu de la Verdad” (Jn 16,13)— ha inspirado, y les da el poder de santificar mediante los sacramentos.

4.4. Los sacramentos del Bautismo y la Confirmación

Especial misericordia del Padre supone que, por el sacrificio de su Hijo, se haya comprometido a entregarnos en plenitud a su Espíritu cada vez que se realiza válidamente alguno de los siete sacramentos: esas señales sensibles de la acción de Dios, que realizan y evidencian lo que significan.

El Bautismo nos resucita para la vida divina, lavándonos del pecado, devolviéndonos nuestra condición de hijos del Padre, hermanos de Cristo, templos del Espíritu y miembros de la Iglesia. Y en la tarde del mismo día de su resurrección Jesús, sabiendo de nuestra fragilidad, instituyó el sacramento de la Reconciliación para que pudiéramos renovar nuestro Bautismo con un lavado ya no de agua sino de lágrimas.

Por el Bautismo somos concebidos en el seno de nuestra Madre la Iglesia. Pero para superar ese estado embrionario y sobrevivir a las asechanzas del maligno, necesitamos esa maduración de nuestro sistema inmune espiritual, que realiza el sacramento de la Confirmación. Éste nos da el carácter de testigos de la fe ante las dificultades personales y ambientales: tendremos que seguir alimentando nuestra alma con la Eucaristía y sanándola con la Penitencia y la Unción de enfermos. Pero la Confirmación ya nos constituye en soldados del Reino sin miedo ante el Maligno.

4.5. María: llena, esposa, sagrario, templo y vaso del Espíritu

El Espíritu Santo ha querido servirse de Santa María para realizar la Encarnación del Verbo, para consolar al Salvador en el momento supremo de su entrega redentora, y para reunir y sostener al Colegio apostólico en la espera pentecostal de la efusión pública del Espíritu sobre la Iglesia. La que es “Esposa” (S. Francisco de Asís, Officium Passionis) y “sagrario del Espíritu Santo” (LG 53), la “mujer del silencio y de la escucha” (Juan Pablo II, Oración para el segundo año de preparación al gran jubileo del año 2000, dedicado al Espíritu Santo), puede enseñarnos a secundar dócilmente sus inspiraciones y ayudarnos a aprovechar sus gracias para santificarnos y para hacer fructificar apostólicamente nuestra unción bautismal-confirmal.

5. La respuesta de la fe

Algunos ejemplos de la familiaridad con el Espíritu Santo en los Hechos de los Apóstoles:

4, 8: “Entonces Pedro, lleno del Espíritu Santo, les dijo”.

4, 31: “Acabada su oración, retembló el lugar donde estaban reunidos, y todos quedaron llenos del Espíritu Santo y predicaban la Palabra de Dios con valentía”.

5, 3: “Pedro le dijo: «Ananías, ¿cómo es que Satanás llenó tu corazón para mentir al Espíritu Santo, y quedarte con parte del precio del campo?»”

5, 32: “Nosotros somos testigos de estas cosas, y también el Espíritu Santo que ha dado Dios a los que le obedecen”.

7, 55: “Pero Esteban, lleno del Espíritu Santo, miró fijamente al cielo y vio la gloria de Dios y a Jesús que estaba en pie a la diestra de Dios”.

8, 29: “El Espíritu dijo a Felipe: «Acércate y ponte junto a ese carro»”.

8, 39: “Y en saliendo del agua, el Espíritu del Señor arrebató a Felipe y ya no le vio más el eunuco, que siguió gozoso su camino”.

9, 17: “Fue Ananías, entró en la casa, le impuso las manos y le dijo: «Saulo hermano, me ha enviado a ti el Señor Jesús, el que se te apareció en el camino por donde venías, para que recobres la vista y seas lleno del Espíritu Santo»”.

9, 31: “Las Iglesias por entonces gozaban de paz en toda Judea, Galilea y Samaria; se edificaban y progresaban en el temor del Señor y estaban llenas de la consolación del Espíritu Santo”.

11,12: “El Espíritu me dijo que fuera con ellos sin dudar. Fueron también conmigo estos seis hermanos, y entramos en la casa de aquel hombre”.

13, 2: “Mientras estaban celebrando el culto del Señor y ayunando, dijo el Espíritu Santo: «Separadme ya a Bernabé y a Saulo para la obra a la que los he llamado»”.

15, 28: “Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros no imponeros más cargas que éstas indispensables”.

16, 6: “Atravesaron Frigia y la región de Galacia, pues el Espíritu Santo les había impedido predicar la Palabra en Asia”.

19, 2: “Pablo les preguntó: «¿Recibisteis el Espíritu Santo cuando abrazasteis la fe?» Ellos contestaron: «Pero si nosotros no hemos oído decir siquiera que exista el Espíritu Santo»”.

20, 22-23: “Mirad que ahora yo, encadenado en el espíritu, me dirijo a Jerusalén, sin saber lo que allí me sucederá; solamente sé que en cada ciudad el Espíritu Santo me testifica que me aguardan prisiones y tribulaciones”.

20, 28: “Tened cuidado de vosotros y de toda la grey, en medio de la cual os ha puesto el Espíritu Santo como vigilantes para pastorear la Iglesia de Dios”.

21,4: “Ellos, iluminados por el Espíritu, decían a Pablo que no subiese a Jerusalén”.

Testimonio: Antonio Gaudí:

“Para hacer las cosas bien es necesario: primero, el amor, segundo, la técnica”

En 1878, al concluir Antonio Gaudí sus estudios superiores, el director de la Escuela de Arquitectura de Barcelona comentó: “Hoy hemos dado el título de arquitecto a un loco o a un genio”. Gaudí fue consciente desde muy joven de su papel de genio del arte, de que sus ideas no eran una repetición o una mera continuidad de lo que habían hecho los arquitectos hasta entonces. Pero al mismo tiempo fue un hombre humilde, sentía que su papel era el de continuar la obra de la creación, en total sometimiento a Dios, esto es, pretendía realizar su arte no copiando a la Creación, sino prosiguiendo su curso, cooperar con el Creador.

Desde los 31 años hasta su muerte se dedicó, junto a otros proyectos, al templo expiatorio de la Sagrada Familia en Barcelona, obra en la que quiso mostrar su arte y su amor a Dios. De hecho, ya de joven leyó esta frase de Fray Angélico: “Quien quiera pintar a Cristo, debe vivir con Cristo”. Y decidió vivir austeramente, y a frecuentar la Misa y la comunión. Además comenzó a tener una vida ascética seria: “Tengo mal carácter, pero trabajo para cambiarlo”.

Gaudí fue un contemplativo de la naturaleza. Son conocidas sus raíces franciscanas y que dan un toque de hermandad universal y de amor fraterno a todas las criaturas de Dios en la obra de nuestro arquitecto, que sentía una gran admiración por la figura de San Francisco de Asís. Fue también un enamorado de la sagrada Escritura y de liturgia, fuentes de su inspiración como recordó en Barcelona Benedicto XVI: “Gaudí buscaba este trinomio: libro de la naturaleza, libro de la Escritura, libro de la liturgia.”

Fue además el arquitecto de Dios y comprendió su profesión como una misión. Sintió la urgencia de llevar el Evangelio y la presencia de Dios por medio de su obra al pueblo. Por eso tenía la costumbre de coronar sus proyectos con el signo de la cruz. Y deseaba que todas sus obras arquitectónicas acercaran a Dios a las personas que las contemplaban. Explicando las inscripciones de las torres de la Sagrada Familia, decía: “Estas inscripciones serán como una cinta helicoidal que se elevará por las torres. Todo aquel que las lea, incluso los incrédulos, entonará un himno a la Santísima Trinidad a medida que vaya descubriendo su contenido: el Sanctus, Sanctus, Sanctusque, al leerlo, le conducirá la mirada hacia el
cielo”.

Con el paso de los años, su vida de piedad se fue intensificando progresivamente. Así, en la cuaresma de 1894, a los cuarenta y dos años, el ayuno estuvo a punto de causarle la muerte. En 1906, a los cincuenta y cuatro años, se trasladó a vivir al Park Güell. Cada mañana bajaba andando desde su casa a la parroquia de Sant Joan de Gràcia para participar en la Misa y luego continuaba hasta la Sagrada Familia. Cada tarde, al acabar el trabajo, Gaudí acudía al Oratorio de Sant Felip Neri para realizar sus devociones personales y hablar con su director espiritual, el padre Agustí Mas. Con la convicción de que sin sacrificio es imposible sacar adelante una obra, se entregó a una vida de penitencia y pobreza voluntaria.

Gaudí había manifestado su deseo de morir en el hospital de beneficencia cristiana, como un pobre más. Dios le concedió este deseo. El lunes 7 de junio de 1926 le atropelló un tranvía y al no ser reconocido e ir vestido sencillamente, lo llevaron como pobre al hospital de la Santa Cruz. Tres días después, rodeado de sus amigos, dijo sus últimas palabras: “Amén.¡Dios mío! ¡Dios mío!”. Su entierro fue una gran manifestación, que acompañó el cadáver hasta la cripta de la Sagrada Familia, donde está enterrado. Años después, en 1910, el Papa Benedicto XVI, en ese mismo templo, describió a Antonio Gaudí como “arquitecto genial y cristiano consecuente, con la antorcha de su fe ardiendo hasta el término de su vida, vivida en dignidad y austeridad absoluta”.

Tema 6

Tema 6: creo en la Iglesia, Madre y Maestra

1. Introducción

“Nadie puede tener a Dios por Padre si no tiene a la Iglesia por madre” (San Cipriano, Padre de la Iglesia, aa. 200-258).

“En la fe que Pedro confesó, y los Apóstoles predicaron, se construye la Iglesia” (La Santa Juana, monja predicadora, aa. 1481-1534).

La Iglesia existe por voluntad de Dios. Es obra de la Santísima Trinidad: El Padre envía a su Hijo- su Palabra- para “convocarnos” en la Iglesia, dándonos su Espíritu Santo.

La Iglesia no tiene otra luz que la de Cristo. Ella es, según una imagen muy querida de los Padres de la Iglesia, comparable a la luna que no tiene luz propia sino que es un reflejo de la luz del sol.

El Espíritu Santo es quien conforma a la Iglesia: es la fuente y el dador de toda santidad.

Creer que la Iglesia es “una, santa, católica y apostólica” es inseparable de la fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.

En el Símbolo de los Apóstoles, después de afirmar nuestra fe en la Trinidad, decimos que creemos en la Iglesia. No creemos en la Iglesia como creemos en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, - hemos de distinguir entre Dios y sus obras - sino como el ámbito donde Dios nos da todos sus dones para nuestra salvación: la comunión de los Santos, el perdón de los pecados, la resurrección de los muertos y la vida eterna.

Creemos que hay, por obra de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, una Iglesia en la que Dios nos ha reunido. “Santa” por la acción del Espíritu Santo; “católica”, es decir universal; “una”, en la que Dios nos ha unido por la fe y el amor; “apostólica”, que se construye “sobre la fe que Pedro confesó y los Apóstoles predicaron”. Esa misma fe que anuncian, a lo largo de la historia, sus sucesores: el Papa y los obispos.

Referencias

Litúrgicas:

Prefacios de las Misas de Apóstoles y de Dedicación de una Iglesia

La Iglesia da gracias a Dios:

“Porque has cimentado tu Iglesia sobre la roca de los Apóstoles, para que permanezca en el mundo como signo de santidad y señale a todos los hombres el camino que nos lleva hacia Ti”

“Porque en esta casa visible que hemos construido, donde reúnes y proteges sin cesar a esta familia que hacia ti peregrina, manifiestas y realizas de manera admirable el misterio de tu comunión con nosotros.

En este lugar, Señor, tú vas edificando aquel templo que somos nosotros, y así, la Iglesia, extendida por toda la tierra crece unida, como cuerpo de Cristo, hasta llegar a ser la nueva Jerusalén, verdadera visión de paz”.

Tú quieres “hacer de nosotros, con la ayuda constante de tu gracia, templos del Espíritu Santo,… resplandecientes por la santidad de su vida. Con tu acción constante, Señor, santificas a tu Iglesia, esposa de Cristo, simbolizada en edificios visibles para que así, como madre gozosa por la multitud de sus hijos, pueda ser presentada a la gloria de tu reino”

Magisterio:

CONCILIO VATICANO II, Constitución dogmática Lumen Gentium:

“Determinó reunir a cuantos creen en Cristo en la Santa Iglesia, la cual fue ya prefigurada desde el origen del mundo y preparada admirablemente en la historia del pueblo de Israel y en el Antiguo Testamento, fue constituida en los últimos tiempos y manifestada por la efusión del Espíritu y se perfeccionará gloriosamente al fin de los tiempos” (n. 2)

“Consumada la obra que el Padre encomendó realizar al Hijo sobre la tierra (cf Jn 17, 4), fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés a fin de santificar indefinidamente la Iglesia y para que de este modo los fieles tengan acceso al Padre por medio de Cristo en un mismo Espíritu (cf Ef 2, 18). Él es el Espíritu de vida o la fuente de agua que salta hasta la vida eterna (cf Jn 4, 14; 7, 38-39), por quien el Padre vivifica a los hombres, muertos por el pecado, hasta que resucite sus cuerpos mortales en Cristo (cf Rm 8, 10-11). El Espíritu habita en la Iglesia y en el corazón de los fieles como en un templo (cf 1 Co 3, 16; 6, 19), y en ellos ora y da testimonio de su adopción como hijos (cf Ga 4, 6; Rm 8, 15-16. 26). Guía la Iglesia a toda la verdad (cf Jn 16, 13), la unifica en comunión y
ministerio, la provee y gobierna con diversos dones jerárquicos y carismáticos y la embellece con sus frutos (cf Ef 4, 11-12; 1 Co 12, 4; Ga 5, 22). Con la fuerza del Evangelio rejuvenece la Iglesia, la renueva incesantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo. En efecto, el Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús: ¡Ven! (cf Ap 22, 17). Y así toda la Iglesia aparece como ‘un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo’ [San Cipriano]” (n. 4).

“Entre los principales oficios de los Obispos se destaca la predicación del Evangelio. Porque los Obispos son los pregoneros de la fe que ganan nuevos discípulos para Cristo y son los maestros auténticos, o sea los que están dotados de la autoridad de Cristo, que predican al pueblo que les ha sido encomendado la fe que ha de ser creída y ha de ser aplicada a la vida, y la ilustran bajo la luz del Espíritu Santo, extrayendo del tesoro de la Revelación cosas nuevas y viejas (cf Mt 13, 52), la hacen fructificar y con vigilancia apartan de su grey los errores que la amenazan (cf 2 Tm 4, 1-4). Los Obispos, cuando enseñan en comunión con el Romano Pontífice, deben ser respetados por todos como testigos de la verdad divina y católica; los fieles, por su parte, en materia de fe y costumbres, deben
aceptar el juicio de su Obispo, dado en nombre de Cristo, y deben adherirse a él con religioso respeto. Este obsequio religioso de la voluntad y del entendimiento de modo particular ha de ser prestado al magisterio auténtico del Romano Pontífice aun cuando no hable ex cathedra; de tal manera que se reconozca con reverencia su magisterio supremo y con sinceridad se preste adhesión al parecer expresado por él, según su manifiesta mente y voluntad, que se colige principalmente ya sea por la índole de los documentos, ya sea por la frecuente proposición de la misma doctrina, ya sea por la forma de decirlo” (n. 25).

2. Presentación

• Los Hechos de los Apóstoles son el evangelio del Espíritu Santo, y la Iglesia que nos presenta aparece caracterizada como el tiempo de la acción eficaz del Espíritu Santo. Es la obra de Dios en la historia, entre la resurrección de Jesús y su segunda venida, en la Parusía. En ese espacio histórico el Espíritu Santo actúa a través de los Apóstoles y va suscitando comunidades cristianas: la Iglesia.

Hechos 2, 36-41: “Así pues, que todos los israelitas tengan la certeza de que Dios ha constituido Señor y Mesías a este Jesús, a quien vosotros crucificasteis (…) ¿Qué tenemos que hacer, hermanos? (...) Arrepentíos y bautizaos cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo, para que queden perdonados vuestros pecados. Entonces recibiréis el Espíritu Santo (...) Los que acogieron su palabra se bautizaron, y se les agregaron aquel día unas tres mil personas”.

Hechos 2, 42-45: “Eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles y en la comunidad de vida, en el partir el pan y en las oraciones. Todo el mundo estaba impresionado por los muchos prodigios y señales que los apóstoles realizaban, Los creyentes vivían todos unidos y lo tenían todo en común; vendían posesiones y bienes y lo repartían entre todos según las necesidades de cada uno”.

I Pedro 2, 9-11: “Vosotros sois una raza elegida, un sacerdocio real, una nación consagrada, un pueblo adquirido por Dios para proclamar las hazañas del que os llamó a salir de la tiniebla y a entrar en su luz maravillosa”.

• Esta catequesis no es para aprender cosas de la Iglesia, sino para hacer una experiencia de Iglesia; partiendo de donde estamos, somos llamados a vivir más profundamente nuestro ser Iglesia.

Para ello debemos:

Adquirir los contenidos teológicos fundamentales acerca de la Iglesia: lo que creemos sobre ella.

Despertar la conciencia de que todos somos la Iglesia.

Es también necesario enfrentarse con decisión a todas las objeciones que se plantean a la Iglesia, dentro y fuera de la misma:

Yo creo en Dios pero no creo en la Iglesia.

Cristo sí, Iglesia no.

La Iglesia institucional está en contradicción con el Evangelio.

Puedo ser cristiano al margen de la Iglesia.

3. El hombre es capaz de Dios

La Iglesia existe por voluntad de Dios, afirma la fe; pero, también desde la razón, podemos comprender su necesidad para el hombre.

La razón nos hace ver que el individuo necesita la comunidad

La comunidad es necesaria. El individuo no puede desarrollarse, ser persona, si no es en comunidad. El hombre está destinado a la vida social por su propia naturaleza (cf Youcat 321).

Para desarrollarse en conformidad con su naturaleza, la persona humana necesita la vida social. Ciertas sociedades como la familia y la ciudad, corresponden más inmediatamente a la naturaleza del hombre (cf CEC 1891)

Esto no constituye por ello algo sobreañadido, sino que es una exigencia de su propia naturaleza. Por el intercambio con otros, la reciprocidad de servicios y el diálogo con sus hermanos, el hombre desarrolla sus capacidades: así responde a su vocación humana (cf CEC 1879).

Una sociedad es un conjunto de personas ligadas de manera orgánica por unos principios de unidad que supera a cada una de ellas. Asamblea a la vez visible y espiritual, una sociedad perdura en el tiempo: recoge el pasado y prepara el porvenir. Mediante ella, cada hombre es constituido “heredero”, recibe “talentos” que enriquecen su identidad y a los que debe hacer fructificar. En verdad, se debe afirmar que cada uno tiene deberes para con las comunidades de que forma parte y está obligado a respetar a las autoridades encargadas del bien común de las mismas. (cf CEC 1880)

Unas preguntas para el diálogo:

¿Qué es más importante, la sociedad o el individuo?

La razón y la fe nos dicen que el individuo, la persona es lo primero; pero que no se realiza como tal más que en sociedad. Por eso, hemos de rechazar toda forma de individualismo, y también debemos rechazar esas sociedades que no respetan a la persona en su dignidad y libertad (cf Youcat 322).

¿Por qué es necesaria la Iglesia?

Es necesaria para la construcción de la persona y de la sociedad, rotas por el pecado, según el proyecto de Dios. Si la razón nos hace ver la necesidad de la comunidad; la fe nos permite ver el gran regalo de Dios que es la Iglesia para el hombre. La Iglesia nos hace hijos de Dios, nos hace hermanos de todos los hombres. Por la acción del Espíritu Santo en la Iglesia, se hace posible para nosotros el ser para Dios y ser para los demás. Así, la Iglesia hace posible la plena realización del hombre como ser social y abierto a Dios, haciendo posible la comunión entre las personas, la superación del individualismo, y la realización del hombre como ser llamado a la comunión.

4. Dios sale al encuentro del hombre: La Iglesia es un regalo de Dios.

1. La Iglesia existe por voluntad de Dios

Dios sale al encuentro del hombre en la Iglesia

Preparada por Dios en la Antigua Alianza (Youcat 122)

Instituida por Cristo, la Iglesia es más que una institución (Youcat 124)

Visible y espiritual, la Iglesia en un sacramento de salvación para todos los hombres; convocada, reunida, vivificada por el Espíritu Santo.

2. Nombres de la Iglesia en el Nuevo Testamento:

Pueblo de Dios

En la Iglesia se cumple le promesa de Dios: “Seré su Dios y ellos serán mi pueblo” (2 Cor 6, 16). Jesús muere “no sólo por su nación, sino para congregar a los hijos de Dios dispersos” (Jn 11, 52). “Él (Cristo Jesús) ha hecho de los dos pueblos, judíos y gentiles, una sola cosa, derribando con su cuerpo el muro que los separaba: el odio. Él ha abolido la Ley con sus mandamientos y reglas, haciendo las paces, para crear en él, un solo hombre nuevo. Reconcilió con Dios a los dos pueblos, uniéndolos en un solo cuerpo mediante la cruz” (Ef 2, 13-18). El pueblo santo está ya constituido por hombres “de todas las tribus, pueblos, naciones y lenguas” (Ap 5, 9; 7, 9; 11, 9; 14, 6). Es el nuevo pueblo en marcha hacia su consumación en el cielo (Heb 11, 16)

Cuerpo de Cristo

Una imagen fundamental que las cartas paulinas –Efesios, Colosenses, Corintios y Romanos- aplican a la Iglesia es la de cuerpo de Cristo:

“Cristo es también la cabeza del cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1, 18)

Siendo muchos, formamos un solo cuerpo: cf 1 Cor 12, 12-14.

Esposa de Cristo

cf. Ef 5, 21-31.

Templo del Espíritu Santo

Cristo es la “piedra angular”, los miembros de la Iglesia, “piedras vivas” (Ef 2, 19-21).

3. La Iglesia en el Credo: Una, santa, católica y apostólica

Una

Unificada por y a imagen de la Trinidad

Fruto del Espíritu, la unidad ha de ser constantemente buscada y pedida en la oración: cf Jn 17, 21-23; Ef 4, 2-6.

Los que estamos en la Iglesia podemos diferenciarnos en muchas cosas (ideología, partido político, cultura, clase social…) pero estamos unidos porque tenemos una misma fe, la celebramos en unos mismos sacramentos, seguimos a unos mismos pastores y vivimos el amor hacia los demás.

Más allá, se produce lo que tradicionalmente se ha llamado herejía (la ruptura de la unidad de la fe, o sea, el creer cosas equivocadas) y el cisma (la ruptura de la obediencia a los pastores).

¿Por qué sólo puede haber una Iglesia? ¿También los cristianos no católicos son nuestros hermanos? ¿Qué debemos hacer por la unidad efectiva de los cristianos? (cf Youcat, 129-131)

Santa

¿Por qué es santa la Iglesia?

Cristo se ha entregado por ella en la cruz “para prepararse una Iglesia radiante,
sin mancha ni arruga ni nada semejante, una Iglesia santa e inmaculada” (Ef 5, 27).

Es santa porque el Padre y el Hijo le han dado su Espíritu Santo. La santidad de la Iglesia significa su pertenencia a Dios: es el Pueblo de Dios. Esta santidad objetiva, exige de los cristianos tender hacia la santidad subjetiva. No basta con haber sido hechos santos el día de nuestro bautismo y con pertenecer a un Pueblo santo. Dios nos pide: “Sed santos, porque yo soy santo” (Lv 11, 44; cf. 1 Pe 1, 16; 1 Jn 3, 3)

La llamada a la santidad es común a todos los cristianos (cf LG 41).

La Iglesia es, sin contradicción, la Iglesia de los santos y los pecadores. Está tan lejos del rigorismo (sólo caben en ella los puros) como del laxismo (no hay ninguna exigencia moral) o el relativismo (todo es igual).

La Iglesia, por ser pecadora, necesita purificarse constantemente, reformarse (ecclesia semper reformanda) y pedir perdón.

Católica

Católica significa universal, es decir, que comprende la totalidad de la fe, de los sacramentos, abierta a todos los pueblos (cf LG, 13).

Se oponen a la catolicidad de la Iglesia, las sectas o las iglesias nacionales que quieren identificarse con una raza o pueblo.

Católica se llama a la Iglesia que permanece en unidad e integridad de fe y obediencia al Papa y los Obispos, frente a otras confesiones: Ortodoxa, Protestantes, etc.

Tres cuestiones (cf Youcat 134-136):

¿Quién pertenece a la Iglesia Católica?

¿Qué relación tiene la Iglesia con los judíos?

¿Cómo ve la Iglesia a las demás religiones?

Apostólica

La Iglesia se llama Apostólica porque fue fundada sobre los apóstoles, mantiene su tradición y el depósito de la fe que ellos nos dejaron, y es guiada por sus sucesores.

La sucesión apostólica: El papa, sucesor de Pedro; los obispos, sucesores de los Apóstoles. “Los obispos han sucedido, por institución divina, a los Apóstoles, como pastores de la Iglesia, de modo que quien los escucha, escucha a Cristo, y quien los desprecia, desprecia a Cristo y a quien le envió” (LG 20)

4. ¿Cuál es la misión de la Iglesia? (cf Youcat 123)

Al servicio del reinado de Dios en el mundo.

Continúa la misión del Hijo: hacer partícipes de la salvación a todos, por medio de la Palabra de Dios, de los Sacramentos y del Servicio-Caridad.

La Iglesia, toda la Iglesia ha recibido de Jesucristo una triple misión:

Misión de enseñar: Iglesia Maestra (cf CEC 888, 892)

Misión de santificar: Los Sacramentos (cf CEC 893)

Misión de gobernar: Servicio y Caridad (cf CEC 894 -896)

5. La Iglesia, un pueblo estructurado

Laicos y clérigos: Vocación y misión. Los religiosos.

Constitución Jerárquica de la Iglesia. ¿Y por qué la Iglesia no es una organización democrática?

El Colegio Episcopal y su Cabeza: el Papa.

¿Cuál es la misión del Papa?

¿Pueden los obispos actuar y enseñar en contradicción con el Papa? ¿O el Papa contra los Obispos?

¿Es realmente infalible el Papa?

¿Cuál es la misión del Papa y los Obispos?

A estas y otras preguntas dan respuesta: Youcat 138-145 y CEC 871-945.

5. La respuesta de la fe

Vivimos nuestra pertenencia a la Iglesia:

Escuchando a la que es Madre y Maestra y viviendo en comunión con ella

El Magisterio (cf CEC, 85 -87) enseña:

Los obispos, en unión con el Papa, son los intérpretes autorizados de la Palabra de Dios.

Tienen la asistencia del Espíritu Santo y nos proponen lo que debemos creer.

Los fieles, recordando la Palabra de Cristo a los Apóstoles: “El que a vosotros escucha a mí me escucha” (Lc 10,16), reciben con docilidad las enseñanzas y directrices que sus pastores les dan de diferentes formas.

Conviene tener en cuenta el principio de san Agustín: “In necesariis, únitas; in dubiis, libertas; in ómnibus, cháritas”.

Participando en los Sacramentos

En ellos la Iglesia Madre nos da la salvación de Dios: nos hace hijos de Dios por el Bautismo; nos da la plenitud del Espíritu por la Confirmación; nos alimenta con la Eucaristía; nos perdona los pecados en la Penitencia; confiere el Orden Sacerdotal para el servicio de la comunidad; bendice el Matrimonio de los esposos para que sean “iglesia doméstica”; y acompaña la enfermedad y muerte con la Unción, para el paso a la vida eterna.

Participando en la vida y actividad evangelizadora de la Iglesia

(cf CEC 908–912)

Vivir la libertad de los hijos de Dios, venciendo en nosotros el pecado (San Ambrosio).

Juntando nuestras fuerzas, trabajar por sanear las estructuras y condiciones del mundo, para que todas ellas sean conformes con la justicia y favorezcan la práctica de las virtudes.

Cooperar con los Pastores en el servicio de la comunidad eclesial, según la gracia y carisma que el Señor conceda a cada uno.

Como miembros de la Iglesia y de la sociedad civil, tenemos nuestros derechos y deberes, que hemos de integrar en buena armonía. En todo caso, debemos guiarnos por la conciencia cristiana bien formada. Ninguna actividad humana (economía, política, etc.) pueden substraerse a la soberanía de Dios. Decía san Benito: “No anteponer nada al amor de Jesucristo”.

Cristo nos da el sentido de la fe (sensus fidei) y la gracia de la palabra para ser testigos con nuestra vida (ejemplo) y nuestra palabra.

Los que están especialmente formados pueden prestar su colaboración en la Catequesis, Enseñanza religiosa, Medios de Comunicación Social, etc.

“Tienen el derecho, y a veces incluso el deber en razón de su propio conocimiento, competencia y prestigio, de manifestar a los pastores sagrados su opinión sobre aquello que pertenece al bien de la Iglesia y de manifestarla a los demás fieles, salvando siempre la integridad de la fe y de las costumbres y la reverencia hacia los pastores, habida cuenta de la utilidad común y de la dignidad de las personas” (CIC, canon 212, §3: cit. en CEC 907).

Tema 7

Tema 7: la vida futura

1. Introducción

El tema del más allá ha preocupado siempre al hombre. Desde los comienzos de la humanidad la gran pregunta no es sólo quién soy yo, sino qué será de mí cuando me llegue la muerte. Por ello todas las culturas y religiones han tratado de resolver esta cuestión fundamental. San Agustín decía que el hombre comienza a existir en la muerte el mismo día que comienza a existir en el cuerpo. Por eso nos preguntamos: ¿Puedo saber algo sobre el más allá? Y ¿qué garantías tengo de no equivocarme?

En la presente catequesis buscamos los datos que nos aportan las fuentes de la Revelación para distinguir qué sentido tiene hablar de vida eterna, de cielo, infierno, purgatorio… Parecen éstos términos que han caído en un cierto desuso, poco frecuentes incluso en la catequesis o la predicación, sumidos en una cierta penumbra teológica. Sin embargo, de la respuesta que demos a estas cuestiones, depende en gran medida nuestra forma de vivir.

Desde hace años se ha extendido la idea oriental de la posibilidad de la reencarnación. Esta postura subraya el deseo del hombre de no morir del todo, pero pasa por alto que la libertad humana es real y que, por ello, el hombre ha de asumir su responsabilidad en el encuentro con un Dios personal que juzga las obras de la vida. Si uno no cree en la vida del más allá, seguramente toda su esperanza se ubicará solamente en el aquí y ahora, en una esperanza puramente terrenal. Esto conlleva un riesgo grande, por el peligro de instalarse en el desánimo, la desazón, la impotencia ante un mundo que no llega a ser todo lo bueno, lo justo, lo amable que desearíamos.

Incluso dentro del mundo de los bautizados, se da un gran desconocimiento de cuestiones tan esenciales como la pervivencia del alma o la resurrección de los muertos. En algunos daría la impresión de que todas las respuestas a estos grandes interrogantes se mueven en el terreno de la especulación, de la fantasía, de la imaginación…, porque según ellos no tendríamos ninguna certeza. “Nadie ha vuelto de allá para contárnoslo” —sugieren los escépticos—, olvidándose de que Jesucristo sí estuvo del otro lado y nos contó lo esencial para sostener nuestra esperanza.

Unido al tema de las postrimerías se encuentra el gran problema del dolor, de la muerte, del sufrimiento del justo…: Si Dios es bueno, ¿por qué permite el mal, por qué permite la muerte de un inocente? Es la gran cuestión que interroga continuamente a creyentes o no. Y la respuesta a esta cuestión pasa necesariamente por la experiencia de todo un Dios que ha asumido por amor el pecado, el dolor y la muerte en cruz.

Referencias

Magisterio

Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 988-1060

Youcat, nn. 152-165

Juan Pablo II, Catequesis del 21.VI.1999: El Cielo como plenitud de intimidad con Dios

Juan Pablo II, Catequesis del 28.VII.1999: El infierno como rechazo definitivo de Dios

Juan Pablo II, Catequesis del 4.VIII.1999: El purgatorio como purificación necesaria para el encuentro con Dios.

Comisión Teológica Internacional, Algunas cuestiones actuales de Escatología, 1990

Monografía

Joseph Ratzinger, Escatología. Ed. Herder, 2007

2. Presentación

2.1. Después de esta vida: Dios

“Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto,
vivirá” (Jn 11, 25).

"Lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman" (1 Co 2, 9).

La resurrección de todos los muertos, "de los justos y de los pecadores" (Hch 24, 15), precederá al Juicio final. Esta será "la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán su voz [...] y los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación" (Jn 5, 28-29). Entonces, Cristo vendrá "en su gloria acompañado de todos sus ángeles [...] Serán congregadas delante de él todas las naciones, y él separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de las cabras. Pondrá las ovejas a su derecha, y las cabras a su izquierda [...] E irán éstos a un castigo eterno, y los justos a una vida eterna" (Mt 25, 31. 32. 46).

2.2. Nadie ha vuelto de allá para contárnoslo

Estas realidades de ultratumba exigen la prueba de la fe. Muchas personas dudan ante estas posibilidades y prefieren pensar que algo habrá después de la muerte pero que nadie ha venido de allá a contárnoslo con absoluta certeza.

En muchas ocasiones se dice que al final habrá algo, pero no se escucha decir que al final habrá alguien. Se elude la posibilidad de un Dios amor dispuesto a recibirnos en la otra vida.

2.3. Dios se compromete con nosotros en esta vida y después

En la Sagrada Escritura continuamente aparece la referencia a la vida futura. La certeza de la vida más allá de la tumba pertenece al antiguo y al nuevo testamento. Jesucristo afirma en numerosas ocasiones que después de la muerte el ser humano se encuentra ante el juicio de Dios y que, dependiendo del resultado, el individuo pasa al Cielo directamente, al purgatorio si tiene faltas que purificar o al infierno eterno.

Dentro de nuestras creencias cristianas, la vida del más allá ocupa un lugar esencial. No se entendería en absoluto el mensaje de Cristo y de la Iglesia si dejáramos de lado estas realidades.

3. El hombre es capaz de Dios

Las realidades del más allá desbordan nuestra razón. Es natural la pregunta sobre qué será de mí cuando mi vida terrena concluya. Y el hombre necesita dar respuesta a esta inquietud universal. Hasta que no queda resuelta esta cuestión, el individuo busca caminos de solución, a veces de forma poco racional. En otros casos, renuncia pasivamente a encontrar salidas y se abandona al agnosticismo.

Desde que el hombre habita la tierra, sabe que la muerte no puede tener la última palabra. Las culturas primitivas, en gran medida, creen en un modo de vida más allá de la terrena. No basta con perpetuarse en la descendencia o en las obras, el hombre necesita no morir del todo, pervivir, prolongarse de alguna manera.

Las preguntas más comunes sobre la vida futura suelen ser:

¿Cómo sabemos que la resurrección de Cristo fue real y no una simple alucinación colectiva?

La resurrección de Cristo fue posible porque acababa de morir pero, ¿cómo vamos a resucitar nosotros si nuestro cadáver se aniquila?

Lo del cielo y el infierno, ¿no pueden ser realidades inventadas para someternos moralmente?

¿Dónde está el cielo y el infierno? Si hay gente en ellos, ¿ocuparán un espacio?

Si Dios es bueno, ¿es posible que castigue con un infierno eterno a alguno de sus hijos?

Éstas y otras preguntas semejantes suelen estar en la reflexión de personas que buscan repuestas sinceramente. Especialmente en los momentos de dolor, ante la muerte de un ser querido, en una catástrofe…, miramos al cielo para buscar soluciones. Preguntamos a Dios por qué ha ocurrido eso, por qué a mí, por qué en este momento, etc. Y Dios parece que no responde. Como si Dios, cuando más le necesitamos es cuando menos se manifiesta. Un Dios así a algunos se les antoja inútil. Si no ayuda a solucionar problemas, ¿para qué sirve? Incluso algunas personas dicen que se enfadaron con Dios cuando ocurrió en su vida una desgracia que Dios podría haber evitado pero no lo hizo.

Ante el dolor la gran pregunta no debería ser: ¿por qué?, sino: ¿para qué Dios ha permitido esto en mi vida? En Cristo, que muere en la más horrible de las muertes, encontramos el camino de solución al gran misterio del dolor. Dios mismo ha elegido el dolor para salvarnos del pecado y mostrarnos su amor.

Nos encontramos ante realidades de la muerte y la vida futura que requieren un esfuerzo de fe, un asentimiento que no es irracional pero que supera la razón. Algunos, por evitar ese obsequio de la fe, prefieren pensar en un cielo anónimo, en la pervivencia de los difuntos en la mente y el corazón de sus seres queridos… Incluso algunos buscan comunicarse con ellos a través de médiums. Este tipo de creencias melifluas finalmente exigen más fe natural en el individuo que la certeza, perfectamente razonable, ofrecida por Jesucristo.

4. Dios sale al encuentro del hombre

La Vida se nos ha dado para buscar a Dios; la muerte, para encontrarlo; la eternidad, para poseerlo. El cristiano que une su propia muerte a la de Jesús ve la muerte como una ida hacia Él y la entrada en la vida eterna. “Alma cristiana [...] te entrego a Dios, y, como criatura suya, te pongo en sus manos, pues es tu Hacedor, que te formó del polvo de la tierra. Y al dejar esta vida, salgan a tu encuentro la Virgen María y todos los ángeles y santos [...] Que puedas contemplar cara a cara a tu Redentor” (Rito de la Unción de Enfermos y de su cuidado pastoral, Orden de recomendación de moribundos, 146-147).

El juicio particular

El Nuevo Testamento habla del juicio final y también del particular después de la muerte de cada uno. La parábola del pobre Lázaro (cf Lc 16, 22) y la palabra de Cristo en la Cruz al buen ladrón (cf Lc 23, 43), así como otros textos del Nuevo Testamento (cf 2 Co 5, 8; Flp 1, 23; Hb 9, 27; 12, 23) hablan de un último destino del alma (cf Mt 16, 26) que puede ser diferente para unos y para otros. La pregunta que Dios nos dirigirá en el juicio ya la sabemos. El Señor valorará nuestro amor, la caridad que hemos ejercitado con Él y con los hermanos: “A la tarde te examinarán en el amor” (San Juan de la Cruz, Avisos y sentencias, 57).

El cielo

Los que mueren en la gracia y la amistad de Dios y están perfectamente purificados, viven para siempre con Cristo. Son para siempre semejantes a Dios, porque lo ven "tal cual es" (1 Jn 3, 2), cara a cara (cf 1 Co 13, 12; Ap 22, 4). La vida perfecta con la Santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor con Dios, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se llama "el cielo". El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha.

Y ¿cómo será el cielo? Este misterio sobrepasa toda comprensión y toda representación. La Escritura nos habla del cielo en imágenes: vida, luz, paz, banquete de bodas, vino del reino, casa del Padre, Jerusalén celeste, paraíso: "Lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman" (1 Co 2, 9). En el cielo veremos a Dios cara a cara, se nos revelará en plenitud en la visión beatífica.

El purgatorio

Los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo. La Iglesia llama purgatorio a esta purificación final de los elegidos que es completamente distinta del castigo de los condenados. En el purgatorio hay esperanza, en el infierno no. En el purgatorio se acepta esa purificación desde una plena fe en Dios; en el infierno no se entiende ni se acepta nada. En el purgatorio se sufre porque el amor infundido hace que duelan los pecados; en el infierno se sufre por odio y amargura. Y cuanto más se purifica el alma en el purgatorio, tanta mayor alegría recibe, a diferencia del tormento eterno del desesperado en el infierno.

Los cristianos rezamos por las almas de los difuntos que no sabemos si ya están en el cielo: "Por eso mandó [Judas Macabeo] hacer este sacrificio expiatorio en favor de los muertos, para que quedaran liberados del pecado" (2 M 12, 46). Desde los primeros tiempos, la Iglesia ha honrado la memoria de los difuntos y ha ofrecido sufragios en su favor, en particular el sacrificio eucarístico (cf DS 856), para que, una vez purificados, puedan llegar a la visión beatífica de Dios.

El infierno

Esta realidad nos desborda totalmente y nos introduce en el gran misterio del pecado y de la libertad del hombre. Algunos cristianos niegan la posibilidad de un infierno eterno por considerarlo contrario a la misericordia de Dios, sin tener en cuenta que “morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección” (CEC 1033).

Otros opinan que el infierno está en este mundo: en el mal que el hombre y el mundo provocan. Pero no podemos amar a Dios si pecamos gravemente contra Él, contra nuestro prójimo o contra nosotros mismos: "Quien no ama permanece en la muerte. Todo el que aborrece a su hermano es un asesino; y sabéis que ningún asesino tiene vida eterna permanente en él" (1 Jn 3, 14-15).

Jesús habla con frecuencia de la eternidad de las penas del infierno, con expresiones como: "Fuego que nunca se apaga" (cf Mt 5, 22.29; 13, 42.50; Mc 9, 43-48), reservado a los que, hasta el fin de su vida rehúsan creer y convertirse, y donde se puede perder a la vez el alma y el cuerpo (cf Mt 10, 28). Pues no es Dios quien niega la salvación, sino el condenado quien la rechaza, autoexcluyéndose definitivamente de la felicidad (cf CEC 1033).

Las afirmaciones de la Escritura y las enseñanzas de la Iglesia a propósito del infierno constituyen un llamamiento apremiante a la conversión: "Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella; mas ¡qué estrecha la puerta y qué angosto el camino que lleva a la Vida!; y pocos son los que la encuentran" (Mt 7, 13-14).

El Juicio final

La resurrección de todos los muertos, "de los justos y de los pecadores" (Hch 24, 15), precederá al Juicio final. Ésta será "la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán su voz [...] y los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación" (Jn 5, 28-29). Entonces será la parusía, la venida gloriosa de Jesucristo acompañado de todos sus ángeles (cf Mt 25, 31).

Frente a Cristo, que es la Verdad, será puesta al desnudo definitivamente la verdad de la relación de cada hombre con Dios (cf. Jn 12, 49). El Juicio final revelará hasta sus últimas consecuencias lo que cada uno haya hecho de bien o haya dejado de hacer durante su vida terrena: el Juicio final revelará que la justicia de Dios triunfa de todas las injusticias cometidas por sus criaturas y que su amor es más fuerte que la muerte (cf Ct 8, 6).

Con el fin de los tiempos el Reino de Dios llegará a su plenitud. La Sagrada Escritura llama “cielos nuevos y tierra nueva” (2 Ped 3, 13) a esa renovación misteriosa que transformará la humanidad y el mundo, y de la que desconocemos el momento de su cumplimiento (cf CEC 1042-1043; 1048).

5. La respuesta de la fe

San Agustín:

"La Muerte es la compañera del amor, la que abre la puerta y nos permite llegar a Aquel que amamos".

Juan Pablo II, Cruzando el Umbral de la Esperanza, Capítulo XXVIII:
Dios desea que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad

PREGUNTA:

En la Iglesia de estos años se han multiplicado las palabras; parece que, en los últimos veinte años, se han producido más ‘documentos’ a cualquier nivel eclesial que en los casi veinte siglos precedentes.

Y, sin embargo, algunos consideran que esta Iglesia tan locuaz se calla sobre lo esencial: la vida eterna.

No obstante hay que reconocer, sinceramente, que no se puede decir otro tanto de Su Santidad, que se ha referido por extenso a este vértice de la panorámica cristiana en su respuesta sobre la ‘salvación’, y ha hecho claras referencias a ella en otros puntos de la entrevista. Pero, por lo que parece según cierta pastoral, según cierta teología, vuelvo a ese tema para preguntarle: ¿El paraíso, el purgatorio y el infierno todavía ‘existen’? ¿Por qué tantos hombres de iglesia nos comentan continuamente la actualidad y ya casi no nos hablan de la eternidad, de esa unión definitiva con Dios que, ateniéndonos a la fe, es la vocación, el destino, el fin último del hombre?

RESPUESTA DE JUAN PABLO II:

“Por favor, abra la Lumen gentium en el capítulo VII, donde se trata la índole escatológica de la Iglesia peregrinante sobre la tierra, como también la unión de la Iglesia terrena con la celeste. Su pregunta no se refiere a la unión de la Iglesia peregrinante con la Iglesia celeste, sino al nexo entre la escatología y la Iglesia sobre la tierra. A este respecto, usted muestra que en la práctica pastoral este planteamiento en cierta manera se ha perdido, y tengo que reconocer que, en eso, tiene usted algo de razón.

Recordemos que, en tiempos aún no muy lejanos, en las prédicas de los retiros o de las misiones, los Novísimos (muerte, juicio, infierno, gloria y purgatorio) constituían siempre un tema fijo del programa de meditación, y los predicadores sabían hablar de eso de una manera eficaz y sugestiva. ¡Cuántas personas fueron llevadas a la conversión y a la confesión por estas prédicas y reflexiones sobre las cosas últimas!

Además, hay que reconocerlo, ese estilo pastoral era profundamente personal: ‘Acuérdate de que al fin te presentarás ante Dios con toda tu vida, que ante Su tribunal te harás responsable de todos tus actos, que serás juzgado no sólo por tus actos y palabras, sino también por tus pensamientos, incluso los más secretos’. Se puede decir que tales prédicas, perfectamente adecuadas al contenido de la Revelación del Antiguo y del Nuevo Testamento, penetraban profundamente en el mundo íntimo del hombre. Sacudían su conciencia, le hacían caer de rodillas, le llevaban al confesonario, producían en él una profunda acción salvífica.

El hombre es libre y, por eso, responsable. La suya es una responsabilidad personal y social, es una responsabilidad ante Dios. Responsabilidad en la que está su grandeza. Comprendo qué es lo que teme quien llama la atención sobre la importancia de eso de lo que usted se hace portavoz, teme que la pérdida de estos contenidos catequéticos, homiléticos, constituya un peligro para esa fundamental grandeza del hombre. Cabe efectivamente que nos preguntemos si, sin ese mensaje, la Iglesia sería aún capaz de despertar heroísmos, de generar santos. No hablo tanto de esos ‘grandes’ santos que son elevados al honor de los altares, sino de los santos ‘cotidianos’, según la acepción del término en la primera literatura cristiana”.

Juan Pablo II, Audiencia del miércoles, 4.VIII.1999, n. 5

El purgatorio: purificación necesaria para el encuentro con Dios

“Durante nuestra vida terrena, siguiendo la exhortación evangélica a ser perfectos como el Padre celestial (cf Mt 5, 48), estamos llamados a crecer en el amor, para hallarnos firmes e irreprensibles en presencia de Dios Padre, en el momento de ‘la venida de nuestro Señor Jesucristo, con todos sus santos’ (1 Ts 3, 12 s). Por otra parte, estamos invitados a ‘purificarnos de toda mancha de la carne y del espíritu’ (2 Co 7, 1; cf 1 Jn 3, 3), porque el encuentro con Dios requiere una pureza absoluta.

Hay que eliminar todo vestigio de apego al mal y corregir toda imperfección del alma. La purificación debe ser completa, y precisamente esto es lo que enseña la doctrina de la Iglesia sobre el purgatorio. Este término no indica un lugar, sino una condición de vida. Quienes después de la muerte viven en un estado de purificación ya están en el amor de Cristo, que los libera de los residuos de la imperfección (cf Concilio Ecuménico de Florencia, Decretum pro Graecis: DS 1304; Concilio Ecuménico de Trento, Decretum de iustificatione y Decretum de
purgatorio: DS 1580 y 1820).

Hay que precisar que el estado de purificación no es una prolongación de la situación terrena, como si después de la muerte se diera una ulterior posibilidad de cambiar el propio destino. La enseñanza de la Iglesia a este propósito es inequívoca, y ha sido reafirmada por el concilio Vaticano II, que enseña: ‘Como no sabemos ni el día ni la hora, es necesario, según el consejo del Señor, estar continuamente en vela. Así, terminada la única carrera que es nuestra vida en la tierra (cf Hb 9, 27), mereceremos entrar con Él en la boda y ser contados entre los santos y no nos mandarán ir, como siervos malos y perezosos al fuego eterno, a las tinieblas exteriores, donde habrá llanto y rechinar de dientes (Mt 22, 13 y 25, 30)’ ” (LG 48).

Testimonio: Alejandrina da Costa

Hoy soy inmensamente feliz porque voy al cielo.

En Oporto en la tarde del 15 de octubre de 1978 las florerías se vieron privadas de rosas blancas: todas fueron vendidas; se trataba de un homenaje popular espontaneo a Alejandrina da Costa, que dos días antes había fallecido tras largos años de parálisis. Educada cristianamente por su madre, junto con su hermana Deolinda, Alejandrina comenzó a trabajar en el campo desde muy joven, su adolescencia fue muy vivaz: dotada de un temperamento feliz y comunicativo, era muy amada por las compañeras.

Cuando tenía 14 años sucedió un hecho decisivo para su vida, era el sábado santo del 1918. Ese día ella, su hermana y una muchacha aprendiz realizaban su trabajo de costura, cuando se dieron cuenta que tres hombres trataban de entrar en su habitación. A pesar que las puertas estaban cerradas, lograron forzarlas y entraron. Alejandrina, para salvar su pureza amenazada, no dudó en tirarse por la ventana desde una altura de cuatro metros. Las consecuencias fueron terribles, aunque no inmediatas. En efecto diversas visitas médicas a las que se sometió sucesivamente diagnosticaron siempre con mayor claridad un hecho irreversible.

Hasta los 19 años pudo aún arrastrarse hasta la iglesia, pero la parálisis fue progresando cada vez más, hasta que los dolores se volvieron horribles, sus articulaciones perdieron el movimiento y quedó completamente paralítica.
Era 1925 cuando Alejandrina se tumbó en cama para no levantarse más
por los restantes treinta años de su vida.

Hasta el año 1928 no dejó de pedirle al Señor, por intercesión de la Virgen, la gracia de la curación, prometiendo que, si se curaba, se haría misionera. Pero, en cuanto comprendió que el sufrimiento era su vocación, aceptó la enfermedad y su corazón encontró la paz. Decía: “Nuestra Señora me ha concedido una gracia aún mayor. Primero la resignación, después la conformidad completa a la voluntad de Dios, y en fin el deseo de sufrir”.

Fue entonces cuando Alejandrina inició una vida de gran unión con Jesús por medio de María Santísima. Un día que estaba sola, le vino este pensamiento: “Jesús, tú estás prisionero en el sagrario y yo en mi lecho por tu voluntad. Nos haremos compañía”. Desde entonces comenzó su primera misión: ser como la lámpara del sagrario. A la vez, crecía en ella siempre más el amor al sufrimiento: “Amar, sufrir, reparar” fue el programa que le indicó el Señor.

En 1936, por inspiración divina, ella le pidió al Papa, por medios de su director espiritual el Jesuita padre Pinho, la consagración del mundo al Corazón Inmaculado de María. Esta súplica fue varias veces renovada hasta 1941, por lo que la Santa Sede interrogó tres veces al Arzobispo de Braga sobre Alejandrina. El 31 de octubre de 1942 Pío XII consagró el mundo al Corazón Inmaculado de María con un mensaje transmitido a Fátima en lengua portuguesa.

A pesar de sus sufrimientos, ella seguía además interesándose e ingeniándose en favor de los pobres, del bien espiritual de los feligreses de su parroquia y de otras muchas personas que recurrían a ella. Especialmente en los últimos años de vida, muchas personas acudían a ella aún de lejos, atraídas por su fama; y bastantes atribuían a sus consejos su conversión.

En 1950 Alejandrina festeja el 25 aniversario de su inmovilidad. En enero de 1955, poco antes de morir, Alejandrina pidió se le enterrara mirando hacia el tabernáculo de la Iglesia, diciendo: "En la vida siempre deseé estar unida a Jesús en el Santísimo Sacramento y mirar hacia el tabernáculo cuantas veces me fuera posible, después de mi muerte quiero seguir contemplándole, teniendo por siempre mi mirada fija en Nuestro Señor Eucarístico". El 13 de octubre, aniversario de la última aparición de la Virgen de Fátima, se la oyó exclamar: “Hoy soy inmensamente feliz, porque voy al cielo”, y a las 19,30 expiró.

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