BOTON DONA

 

 

Hola amigos: porque queremos tener razones para creer y motivos para la esperanza, estamos compartiendo “El Credo comentado por Benedicto XVI”, de entre su luminoso magisterio hoy nos centraremos en “El deseo de Dios”.

El camino de reflexión que estamos realizando juntos nos conduce a meditar hoy en un aspecto fascinante de la experiencia humana y cristiana: el hombre lleva en sí un misterioso deseo de Dios.

De modo muy significativo, el Catecismo de la Iglesia católica se abre precisamente con la siguiente consideración: «El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar» (n. 27).

El deseo humano tiende siempre a determinados bienes concretos, a menudo de ningún modo espirituales, y sin embargo se encuentra ante el interrogante sobre qué es de verdad «el» bien, y por lo tanto ante algo que es distinto de sí mismo, que el hombre no puede construir, pero que está llamado a reconocer. ¿Qué puede saciar verdaderamente el deseo del hombre?

El hombre, en definitiva, conoce bien lo que no le sacia, pero no puede imaginar o definir qué le haría experimentar esa felicidad cuya nostalgia lleva en el corazón. No se puede conocer a Dios sólo a partir del deseo del hombre. Desde este punto de vista el misterio permanece: el hombre es buscador del Absoluto, un buscador de pasos pequeños e inciertos.

Y en cambio ya la experiencia del deseo, del «corazón inquieto» —como lo llamaba san Agustín—, es muy significativa. Esta atestigua que el hombre es, en lo profundo, un ser religioso (cf. Catecismo de la Iglesia católica, 28), un «mendigo de Dios». Los ojos reconocen los objetos cuando la luz los ilumina. De aquí el deseo de conocer la luz misma, que hace brillar las cosas del mundo y enciende el sentido de la belleza.

Somos peregrinos hacia la patria celestial, hacia el bien pleno, eterno, que nada nos podrá ya arrancar. Cuando en el deseo se abre la ventana hacia Dios, esto ya es señal de la presencia de la fe en el alma, fe que es una gracia de Dios. San Agustín también afirmaba: «Con la espera, Dios amplía nuestro deseo; con el deseo amplía el alma, y dilatándola la hace más capaz de Dios mismo» (Comentario a la Primera carta de Juan, 4, 6: pl 35, 2009).

En esta peregrinación sintámonos hermanos de todos los hombres, compañeros de viaje también de quienes no creen, de quién está a la búsqueda, de quien se deja interrogar con sinceridad por el dinamismo del propio deseo de verdad y de bien.

Nos encontramos la semana que viene para conocer más nuestra fe, la fe de la Iglesia, la fe que nos gloriamos de profesar en Cristo Jesús. Que Él les bendiga hoy y siempre!

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