Queridos amigos. En este último domingo de mayo, la Iglesia celebra la Solemnidad de la Santísima Trinidad. Decía una popular canción infantil que un tal Mambrú se fue a la guerra, y no se sabía si iba a volver por Pascua o por la Trinidad. El tal Mambrú era en realidad el duque inglés de Marlborough, del cual los soldados franceses se burlaban cantando su futuro entierro durante la batalla de Malplaquet en 1709. Pero la canción tiene su sentido porque entre la Pascua y la Trinidad sólo hay una semana de distancia. En efecto, tras la fiesta de Pentecostés, hoy celebramos “el misterio central de la fe y de la vida cristiana”, la Santísima Trinidad.

La lectura del libro de Deuteronomio que escucharemos en primer lugar es una maravillosa síntesis de todo lo que un niño judío debía aprender en su formación religiosa. Con el pueblo de Israel, Dios tuvo a bien dar un primer paso hacia la humanidad para revelarse. De entre todos lo pueblos que habitaban en el Medio Oriente, Israel fue el primero en abandonar el politeísmo, en creer en el “único Dios” y en afirmar que “no hay otro”. Él se ha dirigido a su pueblo, nos ha dado los mandamientos. Nos cuida, nos ha dado la tierra. Nos quiere felices.

El salmo 32 está dedicado a la palabra de Dios. Es la palabra que pronunció para crear el cielo y todas las demás criaturas. Es una palabra llena de misericordia, escudo y auxilio para los fieles. Y nosotros, cristianos, sabemos que “la Palabra se hizo carne”. Nuestra fe en la Trinidad es un segundo paso. El Dios único no es un solitario. Es una comunidad, una familia.

La segunda lectura, tomada de la carta de san Pablo a los Romanos, se entiende mejor si recordamos que en el ambiente en el que nació la Iglesia, era frecuente la esclavitud. En la casa de un ciudadano romano convivían sus propios hijos con los hijos de sus esclavos. Todos debían cumplir las normas de la casa, pero los hijos lo hacían por la confianza y el amor al padre. Los esclavos obedecían por temor al castigo. Pablo nos dice que ya no somos esclavos. Hemos recibido el Espíritu Santo que nos hace partícipes de la filiación de Jesús. ¿Cómo vamos a temer a un Dios al que podemos llamar “Abba”, Padre?

El pasaje evangélico que leeremos son las últimas líneas del Evangelio según san Mateo. En Galilea, Cristo Resucitado vuelve a convocar a los suyos en una montaña, como la del Sermón del Monte, el Tabor o el Monte de los Olivos. Allí se muestra como lo que es, Dios de Dios, pleno de poder. Y da el tercer paso en la revelación: “Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. El Dios infinito da a su Iglesia una misión infinita: id a todos, hasta el fin del mundo. “Yo estoy con vosotros”.

Queridos amigos. Si ustedes visitan las catacumbas de san Calixto en Roma, verán una imagen del martirio de santa Cecilia. Antes de exhalar, postrada en el suelo, tuvo el coraje de extender tres dedos de la mano derecha y uno de la izquierda. Ella creía en un solo Dios, que es Trinidad. No es un dios raro, como un ser de tres cabezas o un loco con triple personalidad. No. Es el Dios Amor que es una misma sustancia en la pluralidad de tres personas. Hemos sido creados a su imagen y semejanza. Basta con mirar a dos personas que se quieren para vislumbrar al Dios Trinidad, al Padre, al Hijo, y el amor que les une, el Espíritu Santo. Hoy pedimos especialmente por los religiosos contemplativos, enamorados de Dios, y todos nos ponemos en manos de María, la mujer creyente, en este último día del mes de mayo. ¡Feliz domingo!