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Con motivo de la campaña de promoción del laicado misionero ‘Cambia de rollo, da un paso más’, promovida por la Coordinadora de Asociaciones de Laicos Misioneros de España (CALM), ofrecemos el testimonio de un matrimonio diocesano de Alcorcón involucrado en esta apasionante tarea:

 

Soy Marisa López y pertenezco a una asociación de laicos misioneros llamada Ocasha-Cristianos con el Sur.
Mi  marido y yo tuvimos una primera experiencia misionera de dos meses en República Dominicana y después decidimos buscar una forma de compromiso misionero de larga estancia.
En la Delegación de Misiones de Madrid nos hablaron de Ocasha-Cristianos con el Sur y, después de un periodo de conocimiento de unos años y de formación de otro año más y la participación en un curso de misionología, fue el momento de ser enviados a Bolivia para colaborar en un proyecto educativo en Potosí.
Fue una etapa maravillosa de discernimiento, de profundización y de encuentro con misioneros, religiosos y laicos, que nos aportó un gran enriquecimiento personal.
El proyecto al que fuimos enviados durante tres años era la coordinación de unos internados campesinos indígenas quechuas en los alrededores de Potosí. La zona era dura por ser andina, con unas condiciones extremas de clima, unos medios de trasporte precarios, con alimentos básicos y una forma de vida de la gente sencilla campesina con la que nosotros trabajábamos.
Con estos internados se pretendía conseguir que los menores que vivían en casas aisladas de las comunidades, a más de dos horas de distancia de la escuela, tuvieran la facilidad de poder asistir a clases sin tener que desplazarse por caminos imposibles y recorrer distancias enormes.
Estos internados se llamaban Yachay-Wasi (‘Casas del saber’). Como objetivo fundamental se buscaba revalorizar todo los aspectos culturales quechuas, que marcaban una forma de vida ancestral, con valores fundamentalmente comunitarios, de respeto entre iguales, de ayuda recíproca, de respeto a la naturaleza y a los ancianos.
Para nosotros fue maravilloso vivir durante tres años en una cultura y en una forma de vida totalmente diferentes a lo que estábamos acostumbrados en España. Aprendimos a vivir en sencillez, a dar gracias cada día por la vida y por lo que tenemos, a admirarnos por la capacidad de salir adelante de la gente campesina indígena quechua.
Nos enseñaron a ser agradecidos a Dios, a la naturaleza, a nuestros antepasados y a sacar fuerzas interiores para la dureza de cada día.
Durante este tiempo, estábamos inmersos en la vida eclesial como agentes de pastoral en Potosí. Fue un grandísimo enriquecimiento compartir con religiosos y religiosas que dan su vida allí continuamente, y nuestra presencia como laicos, junto con otros compañeros de nuestra asociación, fue de una riqueza recíproca, con momentos de formación, de encuentro, de compartir…
En este tiempo de compromiso nació allí nuestro hijo mayor, Inti (su nombre, también auténticamente quechua, dios sol, es fundamental en la cultura inca).
El tener allí a nuestro hijo implicó un mayor acercamiento a la gente, por tener que vivir las mismas circunstancias que las mamás locales, condiciones a veces no muy cómodas. Esto nos insertó más con la gente con la que compartíamos cada día.
En todos los sentidos fue una experiencia enriquecedora desde el momento en el que tuvimos que dejar nuestros trabajos y nuestras familias para marchar, el compartir cada día con la gente que participaba en los internados (Yachay-Wasi), desde los educadores hasta los niños que se beneficiaban, siempre recibiendo de todos ellos el ser agradecidos con todo lo que la vida te da, y aprendiendo de todas sus habilidades para hacer frente al día a día.
El regreso a España se hizo duro. Dejas una parte de tu corazón allí donde has vivido tres años, y te enfrentas a una sociedad mucho más individualista. Lo bueno es que tu corazón es mucho más grande por todo lo que has recibido en este tiempo. Tienes otra forma de ver la vida y confías mucho más en la providencia, porque realmente entiendes lo que es el Dios vivo y encarnado.