ordenacionesweb

 

El obispo de Getafe, D. Ginés García Beltrán, presidió, el pasado 28 de junio, solemnidad del Corazón de Jesús, una multitudinaria y festiva eucaristía en la Basílica del Cerro de los Ángeles, durante la que fueron ordenados como presbíteros cinco jóvenes diáconos: Rubén Herraiz, Miguel Ángel Muñoz, Pablo Nieto, Álvaro Piñero y Juan-Luis Valera.

 

El prelado estuvo acompañado por el obispo auxiliar, D. José Rico; por el obispo emérito, D. Joaquín María López de Andújar; por el vicario general, José María Avendaño; por el canciller, Francisco Armenteros; por el vicecanciller, Guillermo Fernández, además de por el rector y los formadores del Seminario Mayor Nuestra Señora de los Apóstoles y casi un centenar de sacerdotes venidos desde distintos puntos de la Diócesis.

“Hoy, queridos hijos, Dios cumple en vosotros su promesa de ser el amigo que camina con su pueblo, que lo conduce y lo lleva a la salvación. En su infinita bondad ha querido llamar a hombres de entre el pueblo para que lo hagan presente, configurándolos con Cristo, el Buen Pastor”, le dijo D. Ginés a los jóvenes diáconos antes de ser ordenados.

También les invitó a sentirse elegidos por el Señor, que les ha conducido a lo largo de su historia hasta el momento de la ordenación para convertirse en sacerdotes santos a imitación del Buen Pastor.

“A esto mira vuestra vocación y nuestro ministerio: a ser santos. La vocación a la santidad, que es de todos los cristianos, en nosotros, sacerdotes, tiene una exigencia especial de ejemplaridad y de servicio. Hoy os quiero decir, queridos hijos: no tengas miedo de apuntar más alto, de dejarte amar y liberar por Dios. No tengas miedo de dejarte guiar por el Espíritu Santo. La santidad no te hace menos humano, porque es el encuentro de tu debilidad con la fuerza de la gracia. En el fondo, como decía León Bloy, en la vida ‘existe una sola tristeza, la de no ser santos’ (GE, 34)”, les animó D. Ginés.

Como ejemplo de santidad y del Buen Pastor, también les insistió en evangelizar, en buscar y cuidar las ovejas, tanto las que “están en el redil como las que están fuera”, siempre con vocación de servicio y unidos al Corazón de Cristo.

“Llevar a nuestro pueblo sobre los hombros es llevarlo en el corazón, hacerlo nuestro. El asalariado cumple un deber y un horario; el pastor, no. El pueblo no es una carga, es nuestro. El pastor lo carga contento, y comparte la alegría con los demás. ¡Alegraos conmigo!”, subrayó D. Ginés.

“Queridos hijos, que ahora vais a recibir el don del sacerdocio ministerial, poned corazón en vuestra misión, el Corazón del Redentor, que es el signo más claro de su amor”, les insistió.

El obispo concluyó recordando el momento especial de la Consagración de España al Corazón de Jesús que se viviría el pasado 30 de junio y sus frutos.

 “De un Año jubilar destinado a renovar aquella consagración de 1919 esperamos el fruto visible de una renovación de la vida cristiana en nuestra Diócesis, y desde ella, en toda España. Para que se produzca ese fruto, será suficiente la fiel entrega de unos pocos que pongan su confianza en el Corazón de Cristo para llevar a todos la grandeza infinita de su amor”, concluyó.

 

 

LEER LA HOMILÍA COMPLETA

  “Os daré pastores según mi corazón” (Jer 3,15). Estas palabras de la profecía de Jeremías se ven cumplidas hoy entre nosotros. “Dios promete a su pueblo no dejarlo nunca privado de pastores que lo congreguen y lo guíen” (PDV, 1).

  En la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, y en el marco del Centenario de la Consagración de España, el Señor no regala cinco nuevos sacerdotes para su gloria y para el servicio del pueblo santo de Dios. Es un momento de gracia muy especial para nuestra diócesis y para toda la Iglesia. 

  Queridos hermanos en el episcopado.

  Querido hermanos sacerdotes; Sres. Vicarios.

  Querido Sr. Rector del Seminario y equipo de formadores.

  Queridos Juan Luis, Rubén, Miguel Ángel, Álvaro y Pablo que hoy recibís el orden sagrado del presbiterado.

  Queridos diáconos y seminaristas.

  Queridos consagrados y consagradas.

  Querido padres, familiares y amigos de los ordenandos.

  Hermanos y hermanas en el Señor.

1. Hoy, queridos hijos, Dios cumple en vosotros su promesa de ser el amigo que camina con su pueblo, que lo conduce y lo lleva a la salvación. En su infinita bondad ha querido llamar a hombres de entre el pueblo para que lo hagan presente, configurándolos con Cristo, el Buen Pastor.

  Para descubrir esta presencia de Dios en vuestra vida y en la vida del pueblo, os invito a mirar a vuestra propia historia para descubrir y agradecer lo que el Señor ha hecho con vosotros.

  Antes de que existierais, el Creador ya había puesto su mirada sobre vosotros, os había soñado, os había amado. Desde el vientre materno os eligió. Sólo faltaba un detalle para que se realizara la obra de Dios: vuestra libertad. Os llamó por caminos diversos, en el campo de vuestra historia particular, os cuidó llevándoos sobre la palma de sus manos, acompañó el tiempo de vuestra maduración, tuvo paciencia y espero con la espera que sólo comprende el amor. Vosotros, y no sin dificultades, escuchasteis la llamada y un día le dijisteis que sí. Después de un largo camino habéis llegado hasta aquí. Hoy no termina nada, hoy comienza una hermosa historia de salvación en vosotros y para los demás. Vuestra vocación no es casualidad, es proyecto de amor, es cumplimiento de la promesa, es instrumento de salvación. Podemos entender así las iluminadoras palabras del Papa Francisco: “cada santo es una misión; es un proyecto del Padre para reflejar y encarnar, en un momento determinado de la historia, un aspecto del Evangelio” (GE, 19). 

  A esto mira vuestra vocación y ministerio, a ser santos. La vocación a la santidad, que es de todos los cristianos, en nosotros, sacerdotes, tiene una exigencia especial de ejemplaridad y de servicio. Hoy, os quiero decir, queridos hijos: “No tengas miedo de apuntar más alto, de dejarte amar y liberar por Dios. No tengas miedo de dejarte guiar por el Espíritu Santo. La santidad no te hace menos humano, porque es el encuentro de tu debilidad con la fuerza de la gracia. En el fondo, como decía León Bloy, en la vida «existe una sola tristeza, la de no ser santos»” (GE, 34).

2. La imagen del Buen Pastor que nos ha presentado la Palabra de Dios nos indica cuál es el modelo del sacerdocio cristiano, al tiempo que nos recuerda que no tenemos un sacerdocio propio, sino que participamos del único sacerdocio de Cristo. No es un sacerdocio a nuestra medida, sino según su modelo. 

  La configuración con Cristo sacerdote no es el premio, ni el derecho de los que han pasado por la prueba de unos años de formación, humana, espiritual, intelectual o pastoral; es sencillamente un don, una gracia. Por la imposición de manos del Obispo y la oración consecratoria sois configurados con Cristo Sacerdote, Cabeza y Pastor de la comunidad. La respuesta a esta gracia consiste en amar con todas vuestras fuerzas y toda vuestra vida al Señor. La verdadera respuesta al don del sacerdocio viene de la fidelidad que sólo es posible viviendo en Él.

  Es muy sugerente la imagen evangélica del Discípulo amado recostado en el pecho del Señor que ilustra el misterio y la espiritualidad del Corazón de Jesús tan presente en este lugar. Como Juan, también nosotros hemos de recostarnos en el pecho del Señor, como discípulos, para escuchar su Palabra, una palabra que no sólo sale de los labios, sino que brota de su Corazón. La Palabra de Dios encuentra en el Corazón de Cristo su significado más profundo, la prueba de su amor. El Corazón de Cristo es lugar de donde recibimos la Palabra que es vida para los hombres. En este misterio del Corazón entendemos e interiorizamos la voluntad de Dios sobre nosotros y sobre el mundo.

  El pecho del Señor es también el lugar de la intimidad con Él. Necesitamos intimidad para tener profundidad; necesitamos intimidad parea transmitir verdad y vida. Sólo se es apóstol cuando hay una vida de intimidad con el Señor.  

  El pecho del Maestro, tabernáculo de su Corazón, es el lugar de donde brota la Iglesia y su acción evangelizadora y misionera. Nuestra fuerza es su amor. Sin Él no podemos nada, porque no somos nada. Sois, somos, instrumentos y servidores.

  Dejadme que a la luz de esta espiritualidad que nace del Corazón de Cristo os recuerde la esencialidad de la Eucaristía en la vida del sacerdote. Que la Eucaristía diaria sea vuestro gozo y vuestra fuerza; no dejéis de conmoveros nunca al repetir las palabras del Señor: “Esto es mi Cuerpo que se entrega por vosotros…”, y hacedlas vida.

  No olvidéis que sois pecadores, y sabiéndolo el Señor os ha elegido. Vivid la experiencia de recibir el perdón de Dios en el sacramento para ser buenos ministros. Nuestra conciencia de pecado y nuestro arrepentimiento nos hacen comprender mejor a los que se acercan a pedir el perdón de Dios, nos hace ministros compasivos al experimentar en nosotros el dolor del pecado y la gracia del perdón.

  No olvidéis la oración personal, el rezo de la Liturgia de las Horas, la devoción a la Virgen Santísima, especialmente en el Rosario.

3. Pero sigamos mirando el ejemplo del Buen Pastor, el que deja a la noventa y nueve para buscar a la que está perdida. El pastor no mira el número, su criterio no son las estadísticas. El buen pastor mira a cada una porque a cada una ama y lleva en su corazón. Ninguna es igual, a todas conoce, y su trato es el de persona a persona: mira, se fija, escucha, comprende, acoge, corrige. Cada una es su oveja.

  Querido hermanos, en cuidar a las que están en el redil y buscar a las que están fuera consiste nuestro ministerio. Cuidad con amor de padre y hermano a los que están en nuestras comunidades, dadles el alimento de la predicación, de la celebración de los sacramentos, de la fraternidad, de la caridad. Y no os olvidéis de los que están fuera, también son nuestros, y a ellos hemos sido enviados. Atraedlos con el lazo del amor, de la delicadeza, de la comprensión; anunciadles sin miedo la verdad y decidles que nuestro Dio es amor, que todos los sepan. Nunca cerréis las puertas porque Dios tiene un plan de salvación para cada uno. No seamos nunca los sacerdotes obstáculos para que todos encuentren a Dios; por el contrario, seamos puente. Hagamos del diálogo y de la acogida a todos nuestro estilo pastoral. Así lo escuchábamos en la profecía de Ezequiel: los buscaré, los cuidaré, los reuniré, los recogeré, los vendaré, los fortaleceré. 

  No somos dueños del rebaño, somos sus servidores. Desterremos de nuestro lenguaje y de nuestra vida las palabras y las acciones que muestran más al señor que al siervo. Los laicos no son importantes en la Iglesia por la falta de sacerdotes sino porque tienen una vocación y una misión que debo respetar, custodiar y animar. Cuidemos también, caminando a su lado, las distintas vocaciones de especial consagración en la Iglesia. Los religiosos y demás consagrados son nuestros como nosotros somos de suyos. ¿Qué sería un sacerdote sin su pueblo?

  En el corazón del pastor, como en el del padre o la madre, siempre tienen un lugar especial los pobres. El amor no se encierra solo en la justicia de los hombres, sino que es misericordioso. Da según la necesidad de cada uno. Vuestro amor y cercanía a los más necesitados será la mejor lección para toda la comunidad, y si os ven a vosotros, también ellos lo harán.

  Lo sabéis bien: hay muchos corazones heridos. La pobreza hoy tiene muchos y variados rostros. Hemos de buscarlos como buscamos a Dios, porque ellos son el rostro de Dios, la carne de Cristo. Sed acogedores con los que vienen de fuera, no juzguéis, son los pecadores los que necesitan la salvación. En una cultura virtual, también podemos convertir a los pobres en virtuales por la lejanía, la burocracia o cierta demagogia política. A los pobres no se les mira desde la pantalla o sentados en el sofá, a los pobres hay que tocarlos, hay que mirarlos a los ojos. La mayor falta de caridad está en el desprecio. El sacerdote, vosotros, tenéis que ser verdaderos “padres de los pobres”.

4. Dice el Evangelio que cuando el pastor encontró a la oveja que se había perdido, “se la cargó sobre los hombros, muy contento”. Preciosa expresión de nuestro ministerio.

  Llevar a nuestro pueblo sobre los hombros es llevarlo en el corazón, hacerlo nuestro. El asalariado cumple un deber y un horario, el pastor no. El pueblo no es una carga, es nuestro. El pastor lo carga contento, y comparte la alegría con los demás: “¡Alegraos conmigo!”.

  Estar con el pueblo es, y debe ser, el gozo del sacerdote. Que cuando la gente venga a nosotros nos encuentre. No cerréis las puertas de vuestra vida ni de vuestras iglesias para que la gente pueda venir a su hogar, que siempre encuentre la presencia, la luz y el consuelo de nuestra escucha y de nuestra palabra. Nuestro tiempo es para ellos, nuestra dedicación también, y por supuesto, nuestra vida. Las ausencias reiteradas del pastor dispersan y confunden a la comunidad, su presencia crea unidad y confianza.

  En nuestra carta pastoral con motivo de la Consagración de España al Corazón de Jesús que realizaremos el próximo domingo, D. José y un servidor, os recordábamos: “El momento presente exige, quizás más que nunca, evangelizar desde el Corazón. Jesús es el Maestro que modela el corazón de los discípulos y nos invita a aprender de su Corazón manso y humilde (cf. Mt 11, 29). Necesitamos aprender del Corazón de Cristo la “lógica del corazón”.

 

  Queridos hijos que ahora vais al recibir el don del sacerdocio ministerial, poner corazón vuestra misión, el Corazón del Redentor, que es el signo más claro de su amor. 

 

5. “De un Año jubilar destinado a renovar aquella consagración de 1919 esperamos el fruto visible de una renovación de la vida cristiana en nuestra diócesis y, desde ella, en toda España. Para que se produzca ese fruto, será suficiente la fiel entrega de unos pocos que pongan su confianza en el Corazón de Cristo para llevar a todos la grandeza infinita de su amor. 

  Esos frutos ya han empezado a surgir: al inicio del Año jubilar la diócesis de Getafe y más de mil fieles, a nivel personal y en familia, nos consagramos al Inmaculado Corazón de María. La fuerza transformadora de este acto, oculto a los ojos del mundo, pero manifiesto a los ojos de Dios, es de una fecundidad inmensa, que no tardará en manifestarse en florecimiento de vocaciones a los diferentes estados de vida eclesial, aumento de audacia y ardor en la tarea apostólica, mayor compromiso de caridad en la transformación de nuestro mundo, con especial cuidado de los preferidos del Señor.

Importa recordar que en las entrañas purísimas de María Santísima el Corazón sagrado de Cristo ha comenzado a latir. Acudimos al regazo de la Madre para recibir la pasión del amor del Hijo. Apoyados en la palabra de Cristo, somos llamados a hacer de la propia vida, de las entradas y salidas, una casa digna para recibir a María. Necesitamos escuchar a la Madre hablar del Hijo: fijarnos en sus manos para acogerlo, en su regazo para consolarlo, en su silencio para contemplarlo, en su obediencia para amarlo, en sus lágrimas para confortarlo “ (Carta Pastoral, “Mirar al que traspasaron”, 2019). 

 

 

+ Ginés García Beltrán

                                                   Obispo de Getafe