Queridos amigos,

si quieren encontrar a Dios, no hace falta que se vayan muy lejos. Sólo miren en su interior, allí está. Las lecturas de este domingo así nos lo recuerdan, especialmente el Evangelio. Para entenderlo, tendrán ventaja los que han trabajado en los viñedos. Conocerán el aspecto de la planta de la vid, con su tronco y sus sarmientos. Sabrán de la importancia de la poda, cómo en primavera salen las yemas y, ya al final del verano, las uvas. Veamos qué tiene que ver la planta de la vid con el Espíritu Santo que llevamos en nuestro interior.

Es el mismo Espíritu que animaba la actividad de las primeras comunidades cristianas, según narran los Hechos de los Apóstoles. Hoy escucharemos la llegada de Pablo a Jerusalén, tras su conversión. Los discípulos no se fiaban de él, pero Bernabé se encarga de presentarlo en sociedad. Con cuánta emoción contaría Pablo su encuentro con Jesús. Ahora predicaba con valentía. La Iglesia daba fruto y se multiplicaba, como sucede hoy: entre el 2005 y el 2013, el número de católicos ha aumentado en 139 millones en el mundo.

El que se ha encontrado con Jesús desea que ese mundo lo conozca y lo ame. Escucharemos el Salmo 21 es su parte final, donde se dice: “volverán al Señor hasta de los confines del orbe; en su presencia se postrarán las familias de los pueblos”. Y con el salmista diremos: “Me hará vivir para él, mi descendencia le servirá”. El que ha encontrado a Cristo ya no vive para sí, sino para él.

La segunda lectura y el Evangelio tienen el mismo autor, y se nota. San Juan nos insiste en que permanezcamos en Dios, cuyo mandamiento se resume en que creamos en Jesucristo y en que nos amemos unos a otros, no sólo de palabra, sino con obras. Este mandamiento es la luz que ilumina la conciencia del cristiano, la verdad que le guía. Para actuar bien, no basta actuar “en conciencia” sino que nuestra conciencia debe adecuarse a la verdad, pues Dios es mayor que nuestra conciencia, dice san Juan.

El Evangelio de hoy, y el del domingo próximo, se sitúan en la Última Cena. Jesús dice que el Padre es como un labrador, que él es la vid y nosotros los sarmientos. La savia que vivifica el interior de la vid es el Espíritu Santo que luego prometerá. ¡Qué imagen tan bella para decirnos que, la vida de la Trinidad llega a nuestro interior. En el día de nuestro Bautismo, la Iglesia nos injerta en la Persona de Jesús.

Decía san Ignacio de Antioquía, uno de los primeros Padres de la Iglesia, que Jesucristo es “nuestra vida inseparable”. Ser cristiano no es copiar a Jesús externamente, como cuando los niños juegan a imitarse repitiendo todos sus movimientos. Ser cristiano es llevar a Dios dentro, en nuestra intimidad más profunda. Jesús ofreció a sus discípulos una comunión más íntima que la que pueden tener unos amigos. Porque, ¿quién de nosotros puede permanecer en el interior de otra persona? Él nos da la vida, en todos los sentidos. Él nos hace fecundos, hace que demos buenos frutos. ¿Qué más quiere Dios que compartir su vida con nosotros? ¡Feliz domingo!