Queridos amigos, hoy el Señor tiene algo que decir a todos los matrimonios y a todas las familias del mundo. En el día en el que se inaugura el tan esperado Sínodo para la Familia en el Vaticano, la Palabra de Dios cobra el protagonismo y aporta la luz necesaria para enfocar rectamente la misión pastoral que la Iglesia debe ofrecer a las familias. Dios es amor, y nadie como él sabe lo que es la familia, origen y ámbito privilegiado del amor humano.

La primera lectura, tomada del libro del Génesis, es una de esas páginas esenciales de toda la Escritura. Juan Pablo II, en sus catequesis sobre la llamada “Teología del cuerpo”, la comentó ampliamente. Destacaba esa suerte de canto de amor que Adán, recién despertado del letargo, pronuncia ante Eva, sacada de su costado: “¡Ésta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne!”. La complementariedad y la llamada a la comunión entre los esposos, queda de esta manera ilustrada y definida por toda la eternidad. Hombres y mujeres se necesitan, se buscan, se entregan y se reciben en su pluralidad.

El Salmo 127 forma parte de aquellos salmos llamados “de peregrinación” que se acostumbraban a cantar cuando los judíos llegaban a Jerusalén. Su estructura es un diálogo, entre los sacerdotes del templo y los peregrinos. Se les recuerda la bendición de la que es objeto aquel que teme al Señor. La vida familiar es considerada como uno de los mayores dones recibidos del Creador: “Tu mujer, como parra fecunda, en medio de tu casa; tus hijos, como renuevos de olivo, alrededor de tu mesa”.

La segunda lectura está tomada de la carta a los Hebreos, cuya lectura nos acompañará los próximos domingos. Hoy sabemos con certeza de que se trata de una especie de homilía dirigida a cristianos provenientes del judaísmo. El fragmento de hoy viene a ser un pequeño Credo, en el que se confiesa que Jesús es verdadero hombre como nosotros. Él ha derramado su sangre por nosotros y no se avergüenza de llamarnos “hermanos”. Pero lo hizo siendo verdadero Dios, que nos santifica con su gracia.

Podemos considerar el Evangelio de hoy como el designio de Dios sobre el matrimonio humano. Jesús, en respuesta a los fariseos, explica cómo la ley del repudio promulgada por Moisés fue una solución momentánea a la dureza de corazón de los hombres. En realidad, Dios quiere un matrimonio indisoluble, donde los cónyuges están llamados a ser una sola carne. “Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”. La llamada a la fidelidad y al respeto a la indisolubilidad de la unión es clara. Quien se separa y crea una segunda unión, comete adulterio.

El Evangelio culmina con el trato que Jesús tuvo con los niños. “Dejad que los niños se acerquen a mí: no se lo impidáis; de los que son como ellos es el reino de Dios”. Pueden parecer dos temas inconexos pero no es así. Todos sabemos que una propiedad esencial del matrimonio es la fecundidad, expresada concretamente con los niños. Jesús ama el amor humano, el amor matrimonial, y ama a los niños. Jesús es profundamente familiar, pues la Trinidad es familia, comunión indisoluble entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. La familia es huella e imagen de la Trinidad. Aspiremos a que todas nuestras familias reflejen, a pesar de las muchas sombras que les acechan, la luz del amor que viene de lo alto. Y que no se nos olvide rezar por los frutos del Sínodo. ¡Feliz domingo!