Queridos amigos, que nadie se confunda, hoy ya no es el desconcertante Halloween, sino la luminosa Solemnidad de Todos los Santos. Hoy la Iglesia recuerda y celebra a todos los santos, conocidos y desconocidos. La primera vez que se celebró fue en el verano del año 610, cuando el célebre templo del Panteón de Roma se convirtió en Iglesia. El que antes estaba dedicado a todas las divinidades, ahora pasaría a estarlo a todos los santos cristianos, esa muchedumbre inmensa formada por los mejores hijos de la Iglesia.

El libro del Apocalipsis, que escucharemos en la primera lectura, nos narra la visión del Apóstol Juan que describe una escena formidable y llena de ricos simbolismos. Hay dos muchedumbres de personas. Una son los “servidores de Dios”, los bautizados, que tienen que padecer la terrible persecución de Diocleciano, a finales del siglo I. La otra representa a personas venidas de las cuatro esquinas del mundo, con sus vestiduras blancas y sus palmas. El mensaje de Juan se resume en que el sufrimiento de los cristianos perseguidos dará como fruto una inmensa muchedumbre de santos.

El salmo 23, que cantaremos de manera responsorial, evoca la entrada en el Templo de Jerusalén de un grupo numeroso de peregrinos que cantan a Yahvé alternándose en dos coros. Uno pregunta: “¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro?” El otro contesta: “El hombre de manos inocentes y puro corazón, que no confía en los ídolos”. Y añade: “Éste es el grupo que busca al Señor, que viene a tu presencia, Dios de Jacob”. ¿Cómo no reconocer en esta escena al cortejo de los Santos entrando en la Gloria de Dios?

En la segunda lectura nos volvemos a encontrar con un texto de san Juan, esta vez de su primera carta. En él vamos a descubrir la importancia de la mirada para su autor. En efecto, nuestro fragmento comienza diciendo: “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!”. Esta mirada contemplativa, que reconoce el amor de Dios por nosotros, nos transforma. Tanto es así, que es anticipo de la gloria, pues allí, “seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es”. En el Cielo, ser como Dios y ver a Dios, es una misma cosa.

El Evangelio de hoy es el de las Bienaventuranzas. No encuentro mejor comentario que el que encontramos en el punto 1716 del Catecismo dice que “las bienaventuranzas están en el centro de la predicación de Jesús” y el punto 1717 dice: “Las bienaventuranzas dibujan el rostro de Jesucristo y describen su caridad; expresan la vocación de los fieles asociados a la gloria de su Pasión y de su Resurrección; iluminan las acciones y las actitudes características de la vida cristiana; son promesas paradójicas que sostienen la esperanza en las tribulaciones; anuncian a los discípulos las bendiciones y las recompensas ya incoadas; quedan inauguradas en la vida de la Virgen María y de todos los santos”.

Queridos amigos, en la Solemnidad de Todos los Santos, celebramos, sobre todo, al único Santo, Dios, nuestro Señor, y a su Hijo, Jesucristo. Él es la fuente de la santidad y nos la brinda copiosamente a través de los Sacramentos. Hoy celebramos la comunión de los santos, es decir, esa corriente de santidad que sale de Jesucristo y llega a los corazones de aquellos que lo mantienen abierto a su acción santificadora. Celebramos que estamos unidos a Cristo, nuestra Cabeza, y que nosotros recibimos de él la santidad, la vida bienaventurada y dichosa. Amigos, ser santo es ser como Jesús, es recibir de Jesús su amor y dejarse conducir por él. Ser santo no es algo extraño, es lo más natural pues hemos sido creados para serlo. Miremos hoy al Santo de los Santos, y unámonos al grupo de sus amigos. Nos esperan con los brazos abiertos. ¡Feliz domingo!