Carta con motivo del Dia del Seminario 2010

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CARTA DE SR. OBISPO CON MOTIVO DEL DÍA DEL SEMINARIO

El Sacerdote, testigo de la misericordia de Dios

Queridos hermanos y amigos:

La celebración del Día del Seminario, unida a la Solemnidad de S. José, nos invita a poner el Seminario Diocesano de Getafe en el centro de nuestro corazón.

El Día del Seminario que, por razones pastorales, celebraremos el domingo siguiente a la fiesta de S. José, nos ofrece una gran oportunidad para hacer realidad efectiva el afecto y solicitud hacia él de toda la Comunidad Diocesana, así como para conocer mejor sus ilusiones y preocupaciones, para encomendar al Señor a todos los que en él se preparan para el sacerdocio ministerial y para ofrecerle generosamente la colaboración económica, siempre necesaria, que le permita procurar y sostener los medios educativos que hoy son esenciales para la formación de los futuros sacerdotes.

En este momento contamos con 55 seminaristas residiendo en nuestro Seminario Mayor del Cerro de los Ángeles, a los que hay que añadir un grupo, que oscila entre los 10 y 15 jóvenes, que en el curso que llamamos Introductoria, o Propedéutico, residiendo en sus propias casas, hacen su discernimiento vocacional en encuentros semanales de oración, formación y convivencia.

Junto al Seminario Mayor, es para nosotros una gran esperanza el Colegio-Seminario de Rozas de Puerto Real en el que cursan sus estudios de ESO y Bachillerato 160 muchachos, con una muy cuidada formación espiritual, humana y académica, y en el que un número importante de ellos se plantean su vocación sacerdotal.

Esta mirada a nuestro Seminario ha de despertar en toda la Diócesis una gran responsabilidad en lo que se refiere al cultivo de las vocaciones sacerdotales en las familias, en las comunidades cristianas, en los centros educativos y en todos nuestros trabajos de pastoral de juventud.

El fomento de las vocaciones y la formación de los futuros presbíteros exige por parte de todos una cuidadosa atención. Ellos son los llamados a ser, en medio de los hombres, testigos de la misericordia de Dios. Ellos son los que han de sintonizar con este mundo para amarle con el amor salvador de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, y para abrir caminos nuevos de evangelización. Ellos han de ser los que hagan presente a Dios entre los hombres con un modo de vivir que sea vivo reflejo del amor misericordioso y compasivo de Cristo.

Animo a todos: sacerdotes, consagrados, padres y educadores, para que en este día y durante todo el año muestren a los jóvenes la belleza de una vida entregada al Señor en el ministerio sacerdotal y les ayuden a entender el don tan grande que el Señor hace a su Iglesia por medio de los sacerdotes. “Un buen pastor es el mayor tesoro que Dios puede otorgar a una Parroquia y uno de los más preciados dones de la misericordia divina” (Santo Cura de Ars).

También quiero dirigirme a vosotros jóvenes. No descartéis nunca la posibilidad de la llamada de Dios al sacerdocio. Vivid muy unidos al Señor, en vuestras comunidades cristianas, estando cerca de Él en la oración, en los sacramentos y en la entrega generosa a los hermanos. Y sí, en algún momento, en el silencio del corazón, sentís que Dios os llama, decidle que “sí”, con gozo y sin ningún temor. Es la más hermosa de todas las vocaciones.

Que la Virgen María y su esposo S. José custodien y guíen a nuestros seminaristas y a sus formadores para que, como en el hogar de Nazaret, lo mismo que Jesús, crezcan en sabiduría y en santidad y lleguen un día a ser los sacerdotes que la Iglesia y el mundo necesitan.

Con mi bendición y afecto:

+ Joaquín María. Obispo de Getafe
Getafe, 12 de Marzo de 2010

 

Carta a Manos Unidas

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CONTRA EL HAMBRE, DEFIENDE LA TIERRA

Manos Unidas - 2010

Queridos hermanos y amigos:

El próximo día 14 de febrero celebraremos la Jornada Nacional de Manos Unidas, que irá precedida, dos días antes, por el Día del Ayuno Voluntario. Son dos fechas que hemos de tener muy presentes en nuestros calendarios personales y en el calendario de todas las Comunidades Cristianas: dos fechas que despiertan nuestra conciencia dormida, nos recuerdan año tras año el drama del hambre en el mundo y nos invitan, no solo a la generosidad de nuestra ayuda económica para la financiación de proyectos de desarrollo, sino, sobre todo, a un cambio de mentalidad y a una verdadera conversión del corazón.

La única manera de poder conseguir ese modo nuevo de ver las cosas es promoviendo una educación por medio de la cual, todos nosotros y especialmente las nuevas generaciones, vayamos comprendiendo, como nos recuerda el Papa en Cáritas in veritate, que el ser humano está hecho para el don y para la gratuidad (cf CV, 34). Esto sólo podrá ser percibido si el hombre se abre a una visión trascendente de la vida y llega a descubrir que su propia existencia es fruto del Amor divino. La comunidad humana nunca podrá ser, con sus propias fuerzas, una comunidad plenamente fraterna ni podrá aspirar a superar las fronteras del subdesarrollo y de las irritantes diferencias que vivimos, si no pone su mirada en Aquel de quien procede todos don. Tenemos que llegar a comprender que la comunión fraterna más allá de toda división, nace de la Palabra de Dios–Amor que nos convoca para hacer de la humanidad una sola familia en la que sea posible la lógica del don y de la gratuidad. Esto lo tienen muy claro en Manos Unidas. Su visión, cuyo fundamento es el Evangelio y la Doctrina social de la Iglesia, es que cada persona, hombre y mujer, en virtud de su dignidad e igualdad fundamental, sea capaz de ser por sí misma agente responsable de su mejora material, de su progreso moral y de su desarrollo espiritual, como hijo de Dios, y goce de una vida digna.

Manos Unidas está empeñada en muy importantes tareas, pero la más importante de todas es la que se refiere a su labor educativa. Y esa labor no se reduce a dos fechas, es tarea de toda la vida. Sustentando el trabajo de Manos Unidas hay unos valores, que brotan del encuentro con Jesucristo y que tienen como eje principal y como fundamento de todo proyecto social la dignidad de la persona humana, la garantía de los derechos humanos y el bien común. En estos valores hemos de empeñarnos -padres, educadores y catequistas- promoviendo una educación completa de la persona. Una educación que no caiga en las redes del individualismo egoísta y que ayude a superar una visión de la vida puramente hedonista y consumista. Una educación que despierte las mejores energías del ser humano, a partir de su vocación fundamental que no es otra que su vocación al amor. Tenemos que enseñar a los jóvenes los auténticos caminos del amor, los caminos que favorezcan el encuentro entre personas y culturas. Tenemos que fomentar el voluntariado como expresión de una cultura del servicio, frente a una cultura de la competitividad. Tenemos que promover formas de vida más austeras, frente al despilfarro, para compartir nuestros bienes con los que carecen de lo más necesario. Tenemos que ser promotores de una cultura de la vida y de la paz construida sobre el diálogo, la reconciliación, la amistad y la defensa de la vida desde su concepción hasta su muerte natural. Tenemos que educar en una libertad que tenga como fundamento el amor y la verdad. Estos son los caminos de Manos Unidas. Esos son los caminos de la Iglesia. Por esos caminos encontraremos la felicidad más plena, sin ceder nunca al relativismo, que vacía de contenido la educación y la empobrece de tal manera que hace a las personas incapaces de lograr su plena realización humana.

A la vez que agradezco, de todo corazón, el espléndido trabajo del equipo directivo diocesano y de sus muchos colaboradores, animo a todos a participar activamente en esta próxima Jornada de Manos Unidas y os invito a colaborar durante todo el año como voluntarios y a promover en vuestros ambientes familiares, profesionales y culturales los valores que hagan posible el pleno desarrollo de las personas y de los pueblos.

Con mi bendición y afecto:

+ Joaquín López de Andujar
Obispo de Getafe

Getafe, 1 de Diciembre de 2009

 

Carta a los Sacerdotes

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Fidelidad de Cristo, fidelidad del sacerdote
El Sacerdocio es el amor del Corazón de Jesús 

CARTA A LOS SACERDOTES

Mons. Joaquín María López de Andújar y Cánovas del Castillo 
Obispo de Getafe 

Introducción

Queridos hermanos sacerdotes:

El Papa Benedicto XVI ha tenido la feliz iniciativa de convocar un Año Sacerdotal, con motivo del CL aniversario de la muerte del Santo Cura de Ars, patrono universal del clero diocesano. Acogiendo esta propuesta del Santo Padre, os dirijo esta carta con la intención de fomentar en todos nosotros una honda renovación interior.

Quisiera expresar mi deseo de que todos juntos, Obispo Diocesano, Obispo Auxiliar y todos vosotros, mis queridos sacerdotes, reavivemos el don inefable que nos fue conferido por la imposición de manos y confirmemos nuestro incondicional servicio al altar. Contamos con la oración, para nosotros tan necesaria, de toda la comunidad diocesana, especialmente de nuestra queridas comunidades contemplativas.

Este Año Sacerdotal debe ser para nosotros una llamada fuerte del Señor para vivir nuestra vocación con una entrega total a Cristo y a la Iglesia. Hemos de reconocer el inmenso don que supone el sacerdocio, no sólo para la Iglesia, sino también para la humanidad entera. Demos gracias al Señor por habernos elegido para ser en el mundo su mismo Corazón, que ama y bendice a todos los hombres.

Desearía también actualizar en nuestra memoria el extraordinario modelo de vida y de servicio sacerdotal que el Santo Cura de Ars, y otros muchos santos sacerdotes, ofrecen a toda la Iglesia y a nosotros de una manera especial. Testimonio el suyo de plena actualidad en las primicias de este Tercer Milenio. Esto nos ayudará a mejorar en el ejercicio de nuestro ministerio pastoral.


1. Todo el mundo te busca (Mc 1,37)

El evangelista san Marcos nos dice que Jesús, después de curar en Cafarnaún a la suegra de Pedro, «se levantó de madrugada, se marchó al descampado y allí se puso a orar. Pero Simón y sus compañeros fueron y, al encontrarlo le dijeron: todo el mundo te busca» (Mc 1,35-37).

Aquellas gentes, después de haber conocido al Señor y haber quedado fascinadas por su Palabra, ya no podían vivir sin Él. En Él habían encontrado la vida y la salvación. Con Él habían recuperado la esperanza. Él había llenado el vacío de su corazón. De ahora en adelante, su único deseo era estar con el Señor. Las acciones del Señor y la autoridad de su Palabra suscitó en ellos el interrogante sobre el misterio de su persona. Ya no quieren abandonarle.

Hoy también hay mucha gente que, de formas distintas y por caminos muy diversos, busca y necesita a Jesús. Es verdad que la época en que vivimos resulta en cierto modo desconcertante. Muchos hombres y mujeres parecen desorientados, inseguros, sin esperanza e incluso muchos cristianos están también sumidos en este estado de ánimo sin ser capaces de integrar el mensaje evangélico en su experiencia cotidiana (1). Sin embargo, nuestra experiencia sacerdotal nos dice que el hombre no puede vivir sin esperanza. Su vida, condenada a la falta de significado, se convierte en insoportable. Sabemos que todo hombre trata de llenar esa necesidad de esperanza de la forma que sea, con realidades muchas veces efímeras y frágiles. Trata de saciar su sed de infinito con esperanzas humanas cerradas a la trascendencia. Intenta contentarse con los paraísos prometidos por la ciencia, por la técnica o por los más diversos caminos de evasión que pretenden ofrecer las múltiples formas esotéricas de espiritualidad (2). Pero nada es capaz de saciar su sed de Dios. El hombre sin esperanza, cuando se enfrenta consigo mismo, se siente sólo y vacío. Y hasta la misma convivencia con los demás, incluso con los más íntimos, se le hace difícil. «El hombre sin Dios no sabe dónde ir ni tampoco logra entender quién es.» (3)

En cambio, cuando el hombre, libre de miedos y prejuicios, busca con sinceridad la verdad y se encuentra cara a cara con Cristo, su vida cambia radicalmente. Cuando se deja interpelar por su Palabra y se deja mirar y amar por Él, todo empieza a ser distinto. Es el descubrimiento de la perla preciosa y del tesoro escondido(4). Cuando uno descubre, no al Jesucristo manipulado por las ideologías, sino al Jesucristo real, vivo y resucitado, vigorosamente presente en su Iglesia, el Cristo que confía en el hombre, que le eleva y le dignifica, entonces, como aquellas gentes de las que habla el evangelista Marcos, ya sólo desea estar con Jesús para conocerle más, amarle más y seguirle, entregándole gozosamente la vida. ¡Qué maravillosa es la vida cristiana; y qué papel tan esencial tiene el sacerdote en el encuentro del hombre con Cristo! ¡Qué alegría tan grande sentimos los sacerdotes cuando, por nuestro ministerio sacerdotal, ponemos a los hombres en relación con Dios y les hacemos experimentar su misericordia; y qué pena, por el contrario, cuando los hombres le rechazan y se cierran a su amor! ¡Qué sufrimiento cuando, como decía san Francisco de Asís, el Amor no es amado! El Santo Cura de Ars, consciente de la grandeza y, al mismo tiempo, de la responsabilidad de su ministerio decía: “¿De qué serviría una casa llena de oro si no tuvierais a nadie para abrir la puerta? El sacerdote tiene la llave de los tesoros celestiales; es quien abre la puerta; es el ecónomo de Dios, el administrador de sus bienes”(5).

Doy gracias a Dios por todos vosotros, hermanos sacerdotes. Vosotros sois mis pies, mis manos y mi corazón en el ministerio apostólico. En esta inmensa tarea de acercar a los hombres a Cristo vosotros, queridos sacerdotes, sois los primeros e insustituibles colaboradores del orden episcopal. Doy gracias a Dios por el presbiterio de esta diócesis. Con vosotros he vivido momentos muy intensos de encuentro con el Señor. A vosotros he acudido muchas veces para pediros consejo. En vosotros he encontrado ejemplos admirables de caridad pastoral. En vosotros sigue viva la Palabra de Cristo, el perdón de los pecados y la misericordia del Padre. Por vosotros, cada vez que celebráis el Bautismo y la Eucaristía se sigue edificando la Iglesia. ¡Cuántas veces, especialmente en la visita pastoral a las parroquias, me he sentido confortado al ver vuestro amor a Cristo y vuestra entrega en cuerpo y alma a vuestras comunidades! Doy gracias a Dios por vuestra constancia y paciencia con los que buscan una Iglesia que comprenda sus sufrimientos, sus gozos y sus esperanzas, por vuestra fidelidad al magisterio de la Iglesia, por vuestra cercanía con los que quieren encontrar el alimento sólido de la Palabra de Dios y por vuestra disponibilidad con los que, a través de vuestro ministerio, son capaces de encontrarse con el amor compasivo de Jesucristo Buen Pastor, que busca sin desfallecer a la oveja perdida. Puedo decir con san Pablo: «Siempre damos gracias a Dios por todos vosotros y os tenemos presentes en nuestras oraciones. Ante Dios nuestro Padre recordamos sin cesar la actividad de vuestra fe, el esfuerzo de vuestro amor y el aguante de vuestra esperanza en Jesucristo, nuestro Señor» (1Tes 1,2-3). Apoyándome en vosotros y confiando en vosotros, espero llevar adelante la misión que me ha sido encomendada. Los presbíteros estáis llamados a prolongar, como colaboradores del ministerio episcopal, la presencia de Cristo, Único y Supremo Pastor, siguiendo su estilo de vida y siendo como una transparencia de su luz en medio del pueblo que nos ha sido confiado. Decía el Cura de Ars: «Si tuviéramos fe, veríamos a Dios escondido en el sacerdote como una luz detrás de un cristal, como un vino mezclado con agua»(6).

Tengo todavía muy viva la imagen del Papa Juan Pablo II, ya muy anciano y limitado de fuerzas, cuando en la tarde del día 3 de mayo del año 2003, en la base de Cuatro Vientos, decía a la multitud de jóvenes allí congregada con una extraordinaria energía: «Os doy mi testimonio: yo fui ordenado sacerdote cuando tenía 26 años. Desde entonces han pasado 56. Al volver la mirada atrás y recordar estos años de mi vida, os puedo asegurar que vale la pena dedicarse a la causa de Cristo y, por amor a Él, consagrarse al servicio del hombre. ¡Merece la pena dar la vida por el evangelio y por los hermanos!» En ese momento estaba junto a mí un joven que tenía clavada su mirada en el Papa. Ese joven está hoy en nuestro Seminario y, si Dios quiere, muy pronto será sacerdote. Detrás de toda vocación sacerdotal siempre esta la figura de algún sacerdote ejemplar.

Sí. ¡Merece la pena dar la vida por el evangelio y por los hermanos! Es Cristo mismo quien nos elige. Es Cristo quien nos llama. Es Cristo quien nos envía. Hemos sido llamados por una iniciativa suya. «Subió al monte y llamó a los que Él quiso»(7). Nos ha llamado, como a los Apóstoles, uno a uno, por nuestro propio nombre, para poder participar en su misión de ser Sacerdote y Víctima, Pastor, Cabeza y Siervo (8). Nuestro ser sacerdotal brota del encuentro íntimo con el Señor. Hemos sido llamados para un encuentro que se convierte en relación profunda, se concreta en seguimiento para compartir su mismo estilo de vida, se vive en fraternidad y comunión con los otros llamados y orienta toda la existencia a la misión(9)


1) Cf. JUAN PABLO II, Ecclesia in Europa 7.
2)  Ibidem. 10.
3) BENEDICTO XVI, Caritas in veritate 78.
4) Cf. Mt 13,44-46.
5) JORGE LÓPEZ TEULÓN, El Santo Cura de Ars, p. 223. Edibesa. Madrid 2009.
6) Ibidem. 221.
7) Mc 3,13.
8) Cf. CONCILIO VATICANO II, Decreto Presbyterorum ordinis 1-3 y JUAN PABLO II, Pastores dabo vobis 20-22.
9) Cf. JUAN ESQUERDA BIFET, Congreso de Espiritualidad Sacerdotal. Malta, 2004. 


2. Ungidos por el Espíritu Santo

«El Espíritu del Señor está sobre mí.»(10) El Espíritu está sobre el Mesías, le llena, le penetra, le invade en todo su ser y en su obrar. En virtud del Espíritu, Jesús pertenece total y exclusivamente a Dios Padre, participa de su infinita santidad, que lo llama, elige y envía. El Espíritu se manifiesta como fuente de santidad y llamada a la santificación(11). Jesucristo es el Ungido por excelencia. El Espíritu es artífice de su concepción virginal, cumpliéndose así las palabras del Ángel a la Virgen María: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el 7poder del Altísimo te cubrirá con su sombra» (Lc 1,35). La unción de Cristo significa que su humanidad, cuerpo y alma, fue plenamente asumida por la divinidad, de tal manera que en Cristo todo lo humano es al mismo tiempo divino, es revelación de Dios, es Palabra de Dios, es acción salvadora de Dios.

Jesucristo, como verdadero hombre, habla el lenguaje de los hombres, pero su lenguaje nos trasmite el mensaje de Dios. Jesucristo vive en las mismas circunstancias, con las mismas posibilidades y limitaciones de los hombres de su tiempo, pero sus obras son obras de Dios. Jesucristo, en su pasión y en sus tormentos, no es sólo un hombre inocente que sufre para darnos ejemplo: en Él está sufriendo el mismo Dios. Por eso el sufrimiento de la pasión de Cristo es un sufrimiento redentor, es un sufrimiento que nos salva. «Sus heridas nos han curado.» (12) Finalmente, la humanidad gloriosa de Jesucristo resucitado, «habiendo entrado una vez para siempre en el santuario del cielo, ahora intercede por nosotros como mediador que asegura la perenne efusión del Espíritu»(13)

Cristo es la fuente de toda unción. Es el manantial del que brota, para la salvación del mundo, el agua viva, el don del Espíritu Santo. El mismo Cristo nos lo dice en el Evangelio de san Juan: «Si alguno tiene sed que venga a Mí y beba (...) y de sus entrañas brotarán torrentes de agua viva» (Jn 7,37). Jesucristo, en el cumplimiento del designio salvador del Padre, para comunicar la vida divina a los hombres, ha querido «despojarse de sí mismo, tomando la condición de siervo y hacerse semejante a los hombres» (Flp 2,7) para después ser exaltado y recibir el «nombre que está sobre todo nombre» (Flp 2,9) y ser así fuente de salvación para todos los que creen en Él.

Ésta es la Unción sustancial de Nuestro Señor Jesucristo. Él es el Ungido: Sumo y Eterno sacerdote. Es el sacerdote Único de la Nueva y Eterna Alianza (14) inaugurada en la entrega de su Cuerpo y en el derramamiento de su Sangre preciosa en la cruz. De su único sacerdocio participamos todos los bautizados. Hemos sido constituidos Pueblo Sacerdotal. El Espíritu del Señor está sobre todo el Pueblo de Dios, consagrado a Él y enviado para anunciar el Evangelio que salva. Todos, bautizados y ministros ordenados, hemos nacido de su Único y Eterno sacerdocio (15).

No podemos perder de vista la riqueza del sacerdocio de Cristo: es la única fuente del sacerdocio de todos los bautizados y de todos los ministros ordenados. Ambos modos de participación en el sacerdocio de Cristo, aunque diferentes esencialmente, se ordenan el uno al otro. «El sacerdote, ministro tomado de entre los hombres, es instituido a favor de los hombres.»(16). Para lo cual, Nuestro Señor Jesucristo «no sólo ha conferido el honor del sacerdocio real a todo su Pueblo Santo, sino que también, con amor de hermano, elige a hombres de este Pueblo para que por la imposición de manos, participen de su sagrada misión» (17).

Por esta especial elección, la afirmación del Concilio de que «todos los fieles de cualquier estado o condición están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad»(18) encuentra una particular aplicación cuando se refiere al sacerdocio ministerial. Nosotros hemos sido llamados, no sólo en cuanto bautizados, sino también como sacerdotes, “con un nuevo título y con modalidades originales que derivan del sacramento del orden”(19).

El día de nuestra ordenación sacerdotal fuimos ungidos y consagrados por el Espíritu Santo para configurarnos íntimamente con Cristo y poder continuar en el mundo la misión que el mismo Jesucristo confió a los Apóstoles. Fuimos consagrados para convertirnos en instrumentos vivos de Cristo, Sacerdote Eterno y «para proseguir en el tiempo la obra admirable del que con celeste eficacia redimió al género humano»(20). Dios nos ha querido elegir a nosotros, los sacerdotes, como instrumentos y canales de su misericordia y del don del Espíritu Santo. «Como el Padre me envió así os envío Yo (...) Recibid el Espíritu Santo.»(21) Es algo verdaderamente maravilloso que, cuando lo meditamos, nos llena de asombro. Dios ha querido ungirnos con el don del Espíritu Santo el día de nuestra ordenación a nosotros, pobres hombres, llenos de debilidades, «vasijas de barro»(22), para que su vida divina llegue sacramentalmente a todos los hombres por nuestra singular relación con Cristo.

Podemos decir que las palabras del profeta Isaías, que aplicamos principalmente a Jesús, también se cumplieron en nosotros el día de nuestra ordenación: «Yo, el Señor, te he llamado con justicia, te he tomado de la mano, te he formado y te he hecho alianza de un pueblo, luz de las naciones para que abras los ojos de los ciegos, saques a los cautivos de la prisión y de las mazmorras a los que habitan en tinieblas» (Is 42,6-7).

Todo el rito de la ordenación sacerdotal es una súplica ardiente pidiendo para los nuevos sacerdotes el don del Espíritu Santo. En las letanías de los santos, en comunión con la Virgen María y con todos aquellos que se han distinguido por su fidelidad a Cristo, la Iglesia pide al Padre que bendiga, santifique y derrame sobre los nuevos presbíteros la abundancia de sus bienes. En la oración de consagración, el Obispo pide nuevamente al Padre Todopoderoso que renueve en el corazón de los ordenandos el Espíritu de santidad, para que, siendo con su conducta un verdadero ejemplo de vida, hagan posible con su predicación que la Palabra del Evangelio dé abundantes frutos en el corazón de los hombres. Pedimos que sean fieles dispensadores y administradores de los Misterios de Dios, para que el Pueblo se renueve y renazca en las aguas del Bautismo, los pecadores sean reconciliados y los enfermos confortados. Pedimos también que, con su oración y la inmolación de sus vidas, imploren la misericordia divina para aquellos que se les confía y a favor del mundo entero (23). En el momento de ungir con el santo crisma las manos del nuevo sacerdote, el Obispo invoca a Jesucristo, a quien el Padre ungió con la fuerza del Espíritu Santo, para que, con su auxilio, santifique al Pueblo cristiano y ofrezca a Dios el sacrificio
santo.

La vida del sacerdote no puede entenderse sin la gracia del Espíritu Santo. Tenemos que dejar que el Espíritu Santo llene y consagre plenamente nuestro ser sacerdotal. El convertirá nuestras vidas en un don admirable para todos los hombres. Dejémonos llevar por el Espíritu Santo y así podremos ofrecer a los hombres lo que más desean: la vida eterna(24). Nadie puede dar lo que no posee. Es verdad que Dios siempre garantiza la eficacia de los sacramentos, a pesar de la indignidad de los ministros. Pero también es verdad que nunca podremos trasmitir el Espíritu Santo adecuadamente, como Dios desea, si nosotros mismos no estamos cerca de Él. Sólo si somos tocados continuamente en nuestro interior por el Espíritu Santo podremos también nosotros trasmitirlo a los demás.

El Espíritu Santo será siempre para nosotros el guía necesario de la oración, el alma de nuestra esperanza y la fuente de nuestra alegría. El Espíritu Santo abrirá nuestra razón hacia nuevos horizontes que la superen, entendiendo que la única sabiduría reside en la grandeza de Cristo y en su cruz redentora, en la que se nos ha revelado el misterio del designio de Dios y de su amor infinito (25). El Espíritu Santo pondrá en nuestros labios las palabras justas para anunciar a Dios en todos los lugares donde estemos, en nuestras comunidades, con nuestra predicación, respaldando nuestra palabra y nuestro testimonio de vida con su fuerza siempre fecunda. El Espíritu Santo hará que, con nuestra palabra y nuestra vida, seamos capaces de acercar a los hombres al manantial del amor de Dios.

Puede ocurrir que nos sintamos abrumados ante una misión tan grande. Pero el mismo Espíritu nos hará comprender que, al final de cada jornada, Dios no nos pide una «cuenta de resultados». Dios no se fija si en el lugar donde trabajamos son cada vez más o cada vez menos los que acuden a la Iglesia. El Espíritu Santo, que es Amor, nos preguntará por el amor que hemos puesto en nuestra entrega: un amor, como nos recuerda el Papa en su última Encíclica, vivido en la verdad. Porque la verdad es la luz que da sentido y valor al amor(26). Esto es lo esencial. Al final de cada jornada, el Señor nos preguntará como a Pedro en el lago de Tiberíades: «Simón, hijo de Juan ¿meç amas más que estos?»(27)


10 Lc 4,18. Cf. Is 61,1-2.
11 Cf. JUAN PABLO II, Pastores dabo vobis 19.
12 Is 53,5.
13 Prefacio para después de la Ascensión.
14 Cf. Hb 7-10.
15 Cf. CONCILIO VATICANO II, Constitución dogmática Lumen gentium 10.
16 Hb 5,1.
17 Prefacio de la Misa de Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote
18 CONCILIO VATICANO II, Constitución dogmática Lumen gentium 40.
19 JUAN PABLO II, Pastores dabo vobis 19.
20 Ibídem. 20.
21 Jn 20,21.
22 Cf. 2 Co 4,7.
23 Cf. Ritual de Ordenación.
24 Cf. Jn 3,16.
25 Cf. BENEDICTO XVI, Vigilia con jóvenes en Notre Dame. Paris, 12 de septiembre de 2008.
26 Cf. ID, Caritas in veritate1-3.
27 Jn 21,15.


3. Llamados para estar con Cristo. «Les llamó para que estuvieran con El» (Mc 3,14)

Esta especial relación con el Señor supone un modo de vida especial. Gracias a la consagración obrada por el Espíritu Santo, la vida espiritual del sacerdote queda configurada, plasmada y definida por aquellas actitudes y comportamientos que son propios de Jesucristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia(28). Por el sacramento del orden, el Espíritu del Señor nos ha enriquecido para convertirnos en pastores al servicio del Supremo Pastor, que es Jesucristo. Sólo se puede ser pastor del rebaño de Cristo por medio de Él y en comunión íntima con Él. Sólo se puede ser apóstol viviendo en Él y estando con Él. El sacerdote, mediante el sacramento del orden, es insertado totalmente en Cristo para actuar con Él y como Él.

En el momento en que vivimos de desvalimiento espiritual y de confusión, es muy importante que los sacerdotes entendamos nuestro modo de vida y nuestra misión a la luz de la imagen de Jesucristo Buen Pastor. En la llamada «oración sacerdotal», el Señor nos describe como su «expresión», su «gloria»: «He sido glorificado en ellos»(29). San Pablo se consideraba «olor de Cristo»(30). San Juan de Ávila decía que el sacerdote debe introducir en el mundo «el sabor de Dios». Nuestro modo de vida, manifestación externa de nuestra identidad sacerdotal, consiste en ser prolongación visible y signo sacramental de Jesucristo Sacerdote y Buen Pastor. No se trata sólo de un signo meramente externo, sino de una verdadera transformación en Cristo. Nos convertimos en transparencia del Señor. El sacerdote, en sus pensamientos, en sus palabras, en sus obras, en todo su modo de ser y de estar con los hombres, ha de transparentar a Jesucristo, Buen Pastor. El mundo de hoy pide testigos de la experiencia de Dios(31). Todo apóstol y, de modo especial el sacerdote, debe poder decir como San Juan: «Lo que hemos visto y oído os lo anunciamos»(32).


28 Cf. JUAN PABLO II, Pastores dabo vobis 21.
29 Jn 17,10.
30 2 Cor 2,15.
31 Cf. JUAN PABLO II, Evangelli nuntiandi 76 y Redemptoris missio 91.
32 Jn 1,3.


4. Cualidades del verdadero pastor.

Siguiendo el evangelio de San Juan, el Señor nos habla de tres cualidades esenciales del verdadero pastor: el verdadero pastor da su vida por las ovejas, las conoce y ellas le conocen a él, y está al servicio de la unidad(33).

La primera cualidad del verdadero pastor es estar dispuesto a dar la vida por las ovejas. El Señor no nos pide a los pastores una parte de nuestro tiempo, de nuestras cualidades o de nuestro esfuerzo. El Señor nos lo pide todo. Nos pide entregar totalmente nuestra vida en cuerpo y alma. El celibato sacerdotal es signo de esta entrega total al Señor, en quien descansan y se nutren todos nuestros afectos; y de nuestra gozosa disponibilidad para el servicio del Reino de Dios. La virginidad esponsal, conocida también como celibato, esa entrega gozosa que como esposos hacemos a Dios de todo nuestro afecto y de la vida entera, es un don inestimable de Dios a su Iglesia que contiene un valor profético para el mundo actual. Es un signo del amor de Dios a este mundo y del amor indiviso del sacerdote a Dios y a su Pueblo (34). Es un modo de vivir la paternidad espiritual que le permite al sacerdote ser un hombre para los demás.

El verdadero pastor no vive para sí mismo sino para Aquel que es su Señor y para todos aquellos que le han sido confiados. El pastor muere cada día, como Cristo en la cruz, para que aquellos que el Señor ha puesto bajo su cuidado encuentren la vida verdadera. «Llevamos siempre en nuestro cuerpo el morir de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo.»(35). Como se nos revela en el misterio de la cruz, este «morir» para que otros «tengan vida» está en el mismo centro de la misión de Jesús como Pastor y, por tanto, será también el sentido del servicio del sacerdote a la Iglesia.

Jesús entrega su vida a los hombres por amor y la entrega libremente(36). Esta entrega del Señor se actualiza en la eucaristía cada día, por manos del sacerdote. Eucaristía y sacerdocio son inseparables. La eucaristía es el centro de la vida del sacerdote. No puede haber otro centro. Toda la vida del sacerdote es eucaristía, es conformación con la cruz del Señor en el misterio eucarístico que celebra. Ese momento, el más importante del día, da sentido a todas sus palabras, sus obras y sus pensamientos. La eucaristía alimenta su oración, le consuela en el sufrimiento y le llena de gozo en la acción de gracias. La eucaristía es el lugar donde diariamente hace la ofrenda de su vida, vive su plena comunión con el Papa, con su obispo, con sus hermanos presbíteros y con toda la Iglesia. Se siente confortado por la intercesión de la Virgen María y de todos los santos. La eucaristía le permite al sacerdote vivir todas las circunstancias de su vida en estrecha intimidad con Aquel que en la cruz reconcilió a los hombres con Dios y ha querido confiarle, en un derroche de amor, el ministerio de la reconciliación. Este ministerio nos convierte en instrumentos de su misericordia. La eucaristía es la fuente de la que brota constantemente el manantial de la gracia divina. La eucaristía configura la vida del sacerdote de tal manera que le convierte en alimento para el mundo, haciendo de él un don para la humanidad. En la vida del sacerdote no cabe mayor identificación con el Señor que la que se produce cuando, con el pan y el vino en sus manos, pronuncia las palabras de la consagración: «tomad y comed esto es mi Cuerpo que será entregado por vosotros (...) Tomad y bebed esta es mi sangre que será derramada por vosotros». En ese momento, el sacerdote, contemplando cómo el Señor se entrega en su manos, puede decir, con verdad, las palabras del apóstol: «Vivo yo, pero no soy yo. Es Cristo quien vive en mí»(37).

«El sacerdocio es el amor del Corazón de Jesús» decía en Santo Cura de Ars. Cuando el sacerdote vive la eucaristía se entrega a sus hermanos hasta tal punto que ya no tiene nada para sí. Todo su tiempo es para los demás. Sus energías, su trabajo, sus penas y alegrías. Todo está orientado hacia el Señor y hacia aquellos que el Señor ha puesto en sus manos. La eucaristía debe llegar a ser para nosotros, los sacerdotes, una escuela de amor, en la que aprendamos a entregar nuestra vida. Debemos caer en la cuenta continuamente de que no nos poseemos a nosotros mismos, sino que somos posesión del Señor.

Una segunda cualidad del pastor es conocer a las ovejas. El Señor nos dice: «Conozco a mis ovejas y las mías me conocen a Mí, igual que el Padre me conoce y Yo conozco al Padre»(38). Jesús vive unitariamente su relación con el Padre y su relación con los hombres. Son dos relaciones inseparables porque la misión de Jesús es llevar a los hombres al Padre. De la misma manera, en la relación del sacerdote con los hombres, no podemos perder de vista nuestra relación con Cristo y, por medio de Cristo, con el Padre. Hemos de conocer y querer a todos aquellos que el Señor nos confíe, especialmente a los más pobres y a los más necesitados de amor. Hemos de saber situarnos en el contexto social y cultural en el que vivimos, conociendo en profundidad las necesidades y los deseos de los hombres de nuestro tiempo. Hemos de saber reconocer sus inquietudes, sus preguntas, sus vacíos, sus soledades y sus desiertos. Hemos de estar muy cerca de ellos, escuchándoles con atención y respeto, saliendo en busca de la oveja perdida. Este conocimiento y relación con los hombres es inseparable de nuestra relación con Cristo y, por medio de Cristo, con el Padre. Porque solamente por nuestra relación con Cristo y con el Padre, y por el don del Espíritu Santo, podremos entrar en el misterio del hombre, en sus necesidades más hondas y en su pecado, causa última de sus sufrimientos. Hemos de llevarles a Cristo, para que, en el seno de la Iglesia, ilumine sus mentes, cure sus heridas, y haga renacer en ellos la esperanza, descubriéndoles el infinito amor que Dios les tiene. Hemos de conocer a los hombres y acercarnos a ellos, pero con el conocimiento de Cristo y en el Corazón de Cristo. El mundo necesita sacerdotes santos que estén íntimamente unidos a Dios y que hablen de Dios.

El Señor también nos habla del servicio a la unidad y de su estrecha relación con la misión. «Tengo además otras ovejas que no son de este redil; también a esas las tengo que atraer, y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño y un solo pastor.»(39) El gran deseo del Señor es la unidad: «que ellos sean también uno en nosotros para que el mundo crea que Tú me has enviado>>(40) Unidad y misión van estrechamente unidas. No es posible la misión en una Iglesia desunida.

Los sacerdotes hemos de ser constructores de unidad, empezando por nosotros mismos. En primer lugar, viviendo la unidad en nuestras propias personas, con un corazón indiviso totalmente entregado al Señor y a la misión, siendo siempre y en todo sacerdotes.

Hemos de vivir la unidad también entre nosotros, en nuestro presbiterio diocesano. Existe en nuestro ministerio sacerdotal una dimensión comunitaria que necesitamos cuidar. El presbítero está profundamente inserto en la unidad del presbiterio, que, como tal, está llamado a vivir en estrecha colaboración con el obispo y, a través de él, con el sucesor de Pedro. Esta dimensión comunitaria de nuestro ministerio exige una gran ascesis para no dejarse atar por las propias preferencias o por los propios puntos de vista, y para secundar las iniciativas de carácter diocesano, tomando de forma corresponsable las decisiones oportunas(41).

Hemos de ser constructores de unidad en nuestras comunidades, siendo para todos vínculo de unión, acogiendo con amor y gratitud los carismas que el Señor ha querido regalar a su Iglesia. También habremos de ayudar a cada uno a descubrir su vocación, poniendo un cuidado muy especial en el discernimiento de las vocaciones al ministerio sacerdotal y a la vida consagrada. El Señor sigue llamando a muchos jóvenes a vivir una vocación de especial intimidad con Él y de servicio a la Iglesia. Pero ha querido que esa llamada llegue, en muchos casos, a través de nuestro ministerio sacerdotal. Es muy grande la responsabilidad que tenemos en la pastoral vocacional y no podemos delegarla en otros.

Finalmente, hemos de ser constructores de unidad en la sociedad misma, hoy tan dividida y fragmentada, fomentando todo lo que sea provechoso para la convivencia pacífica y para la defensa de la dignidad humana y de la familia.

La unidad es condición para la misión. Tenemos que ser los más activos animadores de una Iglesia misionera. Ser misionero es desear que todos compartan con nosotros la alegría de conocer a Cristo, para trabajar juntos en la construcción de un mundo justo, en el que no tengamos que contemplar el escándalo de la pobreza y miseria de millones de hombres que se ven obligados a salir de sus países para no morir de hambre. Ser misionero es abrir las puertas de la Iglesia a todos los hombres para que se encuentren en ella como en su propia casa y descubran en ella a Aquel que, muriendo en una cruz y resucitando al tercer día, nos ha revelado la fuente de la sabiduría y el camino del verdadero amor.


33 Cf. BENEDICTO XVI, Homilía de la Misa de Ordenación sacerdotal (7 de marzo de 2006).
34 Cf. JUAN PABLO II, Pastores dabo vobis 29.
35 2 Cor 4,10.
36 Cf. Juan 10,18.
37 Ga 2,20.
38 Jn 10,14-15.
39 Jn 10,16.
40 Jn 17,21.
41 Cf. JUAN PABLO II, Pastores dabo vobis 28.


5. Enviados para compartir con Cristo su misma misión. «Como el Padre me ha enviado así os envío Yo» (Jn 20,21)

En un encuentro del Papa con sacerdotes en el verano de 2007 (42), uno de ellos le preguntaba: «Santo Padre, ¿hacia qué prioridades debemos hoy orientar nuestro ministerio los sacerdotes para evitar, en medio de nuestras múltiples actividades, la fragmentación y la dispersión?» El Papa, haciendo referencia al discurso de Jesús a los setenta y dos discípulos que son enviados a la misión(43), se fijó en tres importante imperativos: orad, curad y anunciad. Éstas han de ser nuestras prioridades.

Lo primero de todo: orad. El primer deber y la primera misión pastoral del sacerdote es la oración. Sin vida de oración nada puede prosperar. Todo en la vida del sacerdote tiene que hablar de Dios. Eso es lo que el mundo quiere de nosotros. El sacerdote tiene que llevar a Dios a la vida de los hombres, para que la vida de los hombres, abriéndose al Misterio divino, que es Misterio de Amor, alcance toda su belleza y plenitud. Para que esto sea posible, el sacerdote necesita un trato personal, íntimo y gozoso con el Señor. El sacerdote debe vivir una relación profunda y verdadera de amistad con Dios en Cristo Jesús, encontrando en la oración su alimento, su vida y su descanso.

La celebración eucarística es, como decíamos antes, el momento más íntimo de unión con el Señor y de identificación con Él. La Eucaristía de cada día es, por esto, el momento excelente e indispensable de este trato personal con Él.

Como prolongación durante el día de la eucaristía, también ocupa un lugar muy importante en la vida del presbítero el rezo de la Liturgia de la Horas. Con esta preciosa oración que la Iglesia nos regala, entramos en la gran plegaria de todo el Pueblo de Dios, recitando los salmos del antiguo Israel a la luz de Cristo resucitado, recorriendo el año litúrgico y todas las grandes solemnidades cristianas, alimentando nuestra fe con la Palabra divina y la doctrina de los Padres de la Iglesia.

En la búsqueda de una relación más estrecha con el Señor, el sacerdote acude todos los días a la soledad y al silencio para estar con Él, ante el Sagrario. Unas veces compartiremos con el Señor el gozo en el Espíritu Santo, contemplando cómo la luz de la revelación llega a los pequeños(44). Otras, la oración personal hará que la oscuridad de nuestra vida se ilumine con la claridad de la Palabra de Cristo. Pero siempre, nuestras penas y temores encontrarán, en la intimidad con el Señor, el consuelo y la fortaleza. “El Señor es mi Pastor y nada me falta”(45). También tendremos momentos en los que pasemos por valles de sequedad y tinieblas (46) para que así continuamente le busquemos, sabiendo que sólo Él es nuestra fuerza y le pidamos con humildad y perseverancia que nos muestre su Rostro y nos haga sentir sus delicias.

El segundo imperativo que Jesús propone a sus discípulos es: curad. «Curad a los enfermos y decidles: el reino de Dios está cerca»(47). Curar es una dimensión fundamental de la misión apostólica y de la fe cristiana en general. Cuando se entiende con la profundidad necesaria, la acción de curar expresa el contenido de la Redención (48). Cuando Jesús habla de curar se refiere a todas las necesidades humanas, desde las más materiales hasta la mayor y más profunda de todas las necesidades: la necesidad de Dios. Curar implica mostrar el amor de la Iglesia a todos los que viven abandonados. Pero para amar y curar hace falta, como veíamos antes, conocer. El Señor nos invita a estar muy cerca de los enfermos, de los abandonados y de todos los necesitados. Ellos han de ser el objeto de nuestra mayor preferencia. Hay mucha gente herida por el fracaso y la soledad, muchas personas que, incluso en medio de la opulencia, han perdido la esperanza.

En este sentido, curar es la acción propia del ministerio sacerdotal. El ministerio de la reconciliación es ese acto extraordinario de curación que el hombre más necesita. En el sacramento de la reconciliación, el hombre se encuentra con la misericordia divina que es capaz de dar vida a lo que está muerto y de transformar los males en bienes. El sacramento de la reconciliación hace posible que donde abundó el pecado sobreabunde la gracia (49).

No sólo en el sacramento de la reconciliación. También en todos los demás sacramentos se realiza esta curación. Empezando por el bautismo, que significa la renovación total de la existencia. En la unción de los enfermos, el Señor se acerca a nuestras vidas para aliviar nuestro dolor y llenarnos de esperanza.

Los sacerdotes hemos de tener siempre muy presentes en nuestro corazón las muchas enfermedades de los hombres de nuestro tiempo y sus grandes necesidades espirituales y morales. Hemos de denunciarlas y afrontarlas con fortaleza, orientando hacia Cristo la mirada de los hombres y conduciéndoles hacia Él. Sólo en Cristo, vivo en la Iglesia, encontrarán la curación de sus males y el fundamento de su inviolable dignidad.

El tercer imperativo: anunciad. «En la ciudad en que entréis, curad a los enfermos y decidles: el Reino de Dios está cerca de vosotros.»(50) Jesús, en su predicación, anuncia con gestos y palabras al mismo Dios vivo que es capaz de actuar en el mundo y en la historia de un modo concreto(51). A nosotros nos confía continuar esta predicación. El Reino de Dios es Dios mismo, presente en medio de nosotros por medio de Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre que permanece entre nosotros en su Iglesia Santa. El Reino de Dios no es una utopía lejana, un mundo idílico que no sabemos si llegará algún día. El Reino de Dios es algo muy real. Dios se ha manifestado en la historia y se ha hecho infinitamente próximo en su Hijo, Jesucristo. El sacerdote tiene que anunciar esta cercanía de Dios, hacerla viva entre los hombres mediante su predicación, la celebración de los sacramentos y el testimonio de su propia vida. La vida del sacerdote ha de estar llena de Dios para que hable de Dios. En el ministerio de los sacerdotes, los hombres deben percibir la humanidad de Dios, el Corazón de Dios. Deben percibir la cercanía de un Dios que por nosotros y por nuestra salvación no sólo ha querido encarnarse en las entrañas de la Virgen María sino que también ha querido perpetuar su encarnación, por el ministerio de los sacerdotes, en las entrañas maternales de la Iglesia. La grandeza y la bondad de Dios ha de poder ser contemplada en la vida de los sacerdotes, en sus gestos fraternales y en su vida de oración. En toda su existencia sacerdotal, los hombres han de descubrir un misterio, un misterio de Amor (52).

¡Qué grande es el don que se nos concede! Y ¡qué pequeños somos nosotros! Sólo la misericordia de Dios hará posible que, a pesar de nuestra debilidad y pobreza, los sacerdotes podamos estar siempre a la altura del ministerio que se nos confía. Si todas las virtudes son importantes en la vida de un sacerdote, la humildad lo es especialmente. Una humildad que nos haga comprender los límites de nuestras fuerzas, nos haga reconocer nuestra debilidad y nuestro pecado y nos haga poner toda nuestra fuerza y nuestra confianza únicamente en el Señor.


42 Cf. Encuentro de Benedicto XVI con los sacerdotes de las diócesis de Belluno-Feltre y Treviso (julio de
2007).
43 Cf. Lc 10,1-12.
44 Cf. Lc 10,21.
45 Salmo 22
46 Ibídem.
47 Lc 10,9.
48 Cf. BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret, La esfera de los libros, Madrid 2007, p. 214.
49 Cf. Rom 5,20.
50 Lc 10,9.
51 Cf. BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret, La esfera de los libros, Madrid 2007, p. 84.
52 Cf. HENRI DE LUBAC, Causes internes de l’atténuation el de la disparation du sens du Sacré. En Teologie dans l’histoire” vol. 2, ed. Desclée de Bruwer. Paris, 1990, p. 30.


6. Empeño sacerdotal y pastoral con los jóvenes
Por todos es sabido que nuestra diócesis de Getafe es una de las diócesis con mayor número de jóvenes de Europa. Es una gran riqueza por lo que supone de potencial humano y por lo que supone de gozosa esperanza. Sin embargo, esta circunstancia no deja de plantear un reto para el cual debemos sentirnos corresponsablemente implicados. Tenemos que dar gracias a Dios por la juventud presente en nuestra diócesis. Es toda una bendición; más aun cuando vemos gran afluencia de jóvenes en las peregrinaciones diocesanas que anualmente se vienen celebrando al Santuario de Ntra. Sra. de Guadalupe y al Castillo de Javier, y de la siempre numerosa participación en campamentos juveniles, cursos de formación, retiros espirituales y jornadas diocesanas.

Todo esto es posible, con el impulso de la Delegación Diocesana de Pastoral de Juventud; gracias a vosotros, sacerdotes jóvenes y menos jóvenes, que implicándoos en el trabajo pastoral os mostráis, imitando a Jesucristo, cercanos a cada uno de ellos. En vuestro empeño pastoral con los jóvenes, el Señor debe ser la primera y principal fuente de inspiración. Es esencial que los jóvenes encuentren siempre en el sacerdote la apertura, la benevolencia y la disponibilidad que necesitan, para hacer frente a los problemas que les agobian. La accesibilidad no es sólo una cierta facilidad de contacto personal con el joven. El sacerdote debe despertar confianza como confidente para tratar los problemas más fundamentales: el sentido de la vida, esperanzas e ilusiones más profundas, cuestiones de vida espiritual, dudas de conciencia y, sobre todo, la pregunta sobre su futuro: Señor ¿qué quieres de mí?, dejando abierta la puerta a una plena entrega en el ministerio sacerdotal o en la vida consagrada. Para esto hace falta que el sacerdote, con sano afecto cordial, sepa no sólo escuchar, sino también dar respuesta a sus inquietudes. No pocas veces la mejor ayuda consiste en crear el clima necesario para que el mismo joven verifique en su propia vida la experiencia del encuentro personal con Jesucristo y se adhiera a Él con todo su corazón. Ambas actitudes, de escucha y de respuesta, serán el fruto de la madurez del sacerdote, que sabe quedarse en un segundo plano. Nosotros debemos comprometernos en primera persona, siendo interlocutores, guías y amigos, pero nunca podemos ocupar el primer plano. No olvidemos que en cualquier diálogo de salvación, el primer plano sólo lo puede ocupar Aquel que salva y santifica. Las ovejas no son nuestras, son de Cristo, que por ellas ha dado la vida. A los jóvenes tenemos que ayudarles a que lleguen a Cristo, sin que se queden en nuestras pobres personas. El joven tiene que llegar a quedarse prendado de Cristo. El sacerdote ha de ser simplemente un camino. Debemos poner los ojos en el joven con el amor y la mirada de Cristo (53). Nosotros participamos de aquella mirada con la que Él miró y de aquel amor con que Él amó: amor desinteresado y gratuito, casto y virginal. Habremos de rezar mucho para que ese amor sacerdotal corresponda de una manera concreta a las esperanzas y necesidades de toda la juventud, así como a sus sufrimientos, desengaños, desilusiones o crisis.

Me he fijado especialmente en el amor a los jóvenes, por las características especiales de nuestra diócesis. Pero el amor del sacerdote siempre es universal. Llega a los adultos, a los ancianos, a los enfermos, a los niños, a los emigrantes. Cuida y acompaña a las familias. Ha de buscar a los que se alejaron de la Iglesia. Ha de desvivirse por los que están solos y afligidos. Ha de ser un amor, como el de Cristo, misericordioso y compasivo con todos.


53 Cf. Mc 10,21.


7. Seminario y seminaristas: corazón de la diócesis

En el ministerio y la vida de los sacerdotes la Iglesia se juega mucho de su futuro. La vida y la misión evangelizadora de la Iglesia, en buena parte, dependen de la santidad de los obispos y de los sacerdotes.

Para mí, como obispo, es siempre una gran alegría ver el Seminario y poder convivir con los futuros sacerdotes de mi diócesis. Toda la diócesis mira nuestro Seminario con una gran esperanza. La identidad profunda del Seminario es ser una continuación de la comunidad apostólica formada en torno a Jesús, en la escucha de la Palabra, en camino hacia la experiencia de la Pascua, a la espera del don del Espíritu para la misión (54).

Queridos seminaristas: el Seminario será lo que seáis cada uno de los que formáis parte de él. Cada uno de vosotros ha de colaborar al crecimiento de todos en la fe y en la caridad. La diócesis necesita y pide sacerdotes bien formados que prolonguen en la Iglesia y en el mundo la presencia redentora de Jesucristo, el Buen Pastor. Todos hemos de esforzarnos para que el Seminario sea una verdadera familia, una auténtica comunidad de discípulos, que viva la alegría del seguimiento a Cristo y en la que resplandezca el Espíritu del Señor y el amor a la Iglesia. No resulta exagerada la afirmación de que el seminario es el corazón de la diócesis. La comunidad de seminaristas debe irradiar en todo el entramado orgánico de la diócesis su fuerza y su vitalidad.


54 Cf. JUAN PABLO II, Pastores dabo vobis 60.


8. Pastoral vocacional

De la misma forma que agradecemos a Dios la pastoral juvenil que se va desarrollando en nuestra Iglesia local, debemos también darle gracias por las vocaciones al sacerdocio. Humildemente reconocemos que el Señor sigue bendiciendo nuestro Seminario en el número y en la calidad de nuestros seminaristas.

Pero esta gozosa constatación no debe adormecer nuestro celo por la pastoral vocacional. Debemos seguir proponiendo a los jóvenes la grandeza de entregar la vida totalmente en el seguimiento de Cristo. El joven de hoy sabe que la llamada a la vocación es exigente, pero esto es precisamente lo que más le atrae. No hemos de tener miedo a exigir mucho a los jóvenes: es señal de que confiamos en ellos. Ellos saben que el verdadero bien no puede ser fácil. Si alguno, por el nivel de exigencia, se marchara entristecido, no hay que olvidar que también hay tristezas salvíficas. El relajamiento en la vida del los seminarios no sólo no ha atraído nuevas vocaciones, sino que se han echado a perder las existentes. En la formación de los futuros sacerdotes todo parece poco al considerar la madurez personal y espiritual, humana y cristiana, requerida para quien es llamado a una misión tan alta en la Iglesia.

El año sacerdotal nos brinda una magnífica oportunidad para volver a encontrar el sentido profundo de la pastoral vocacional, así como sus opciones fundamentales de método: el testimonio sencillo y creíble de los sacerdotes; la comunión, ofreciendo itinerarios pedagógicos, compartidos por todos, en nuestra Iglesia diocesana; el trabajo cotidiano, en la propias parroquias, educando en el seguimiento al Señor en la vida de todos los días; la escucha, guiada por el Espíritu Santo, para orientar a los jóvenes en la búsqueda de Dios y de la verdadera felicidad; y, por último, la verdad, que es lo único que puede generar libertad interior.(55) Y, por supuesto, en todo momento, la oración perseverante y confiada, pidiendo al dueño de la mies que mande trabajadores a su mies.(56)


55 BENEDICTO XV. Discurso en el Congreso Europeo de Pastoral Vocacional. 4 de Julio de 2009
56 Lc.10,3


9. Modelos de pastores santos

Si bella resulta la doctrina acerca del sacerdocio, no menos bella es la personificación de esa doctrina en la vida de los santos pastores, imágenes de Cristo Pastor Supremo. A lo largo de la historia de la Iglesia el Señor ha suscitado pastores conforme a su Corazón.

Son innumerables los testigos que podríamos traer aquí a colación: San Vicente Paul, que entregó su vida al servicio de los pobres y a la formación del clero; San Juan de Ávila, maestro ejemplar para el pueblo por su santidad de vida y su celo apostólico que, con su predicación y sus escritos, sabía encender la almas en el amor de Dios; San Juan Bosco, padre y maestro de la juventud; San Maximiliano María Kolbe, apóstol de la Inmaculada y mártir de la caridad que, con la mansedumbre de su presencia, supo transformar el terrorífico campo de concentración de Auswitz en un lugar de alabanza a Dios y de esperanza cristiana.

Y mucho más cercanos nosotros: el Siervo de Dios don José María García Lahiguera, que era obispo auxiliar de Madrid cuando yo entré en el Seminario y más tarde arzobispo de Valencia, fundador de las Hermanas Oblatas de Cristo Sacerdote, que tuvo siempre auténtica pasión por el sacerdocio: «Sacerdos et Hostia»; «ser hostias del altar»; «hostias del comulgatorio»; «hostias del sagrario»; «Víctima, Sacerdote y Hostia»; “«sí, sacerdotes santos». Estas y otras son máximas que él realizó plenamente en su ministerio apostólico, sabiendo que era sacerdote in aeternum, sacerdote para siempre, ¡para siempre!

Quiero también hacer memoria de nuestro primer obispo diocesano, don Francisco José Pérez y Fernández-Golfín, del cual soy conocedor cercano de la trayectoria de su vida. Esperamos poder celebrar próximamente la apertura de su proceso de canonización. El testimonio de su vida ha consistido en vivir lo cotidiano desde una profundidad de fe que se expresaba en una constante e inquebrantable alegría. Sin pretender adelantarnos al juicio de la Iglesia, y salvo meliori iudicio, con toda franqueza, creemos que su vida ejemplar se puede sintetizar en una experiencia muy alta de la vida sobrenatural, de fe, esperanza y caridad. Estamos convencidos de que nuestra joven diócesis de Getafe ha sido agraciada por Dios, desde su inicio, por un don muy especial que hemos recibido todos en la persona y en el ministerio episcopal de Mons. Pérez y Fernández-Gofín. Así lo demuestran los muchos testimonios diocesanos y extradiocesanos acerca de su fama de santidad y de signos. Recibimos muchas peticiones de la apertura de su proceso de canonización. Su vida y su persona siempre serán fuente de vitalidad para la diócesis y es de desear que un día lo pueda ser también para toda la Iglesia universal.

Mención muy especial nos merece el inolvidable Papa, de feliz memoria, el Siervo de Dios Juan Pablo II, cuyo modelo y ejemplo de virtudes pastorales como presbítero, obispo y papa es magno en todas las dimensiones.

Todos estos santos pastores nos mostraron el modus viviendi del sacerdote, en el tiempo que les tocó vivir, sin caer en los erróneos ensayos de laicización de la vida sacerdotal que siempre ha habido y que tanto daño han hecho.


10. Ejemplo sin igual del Santo Cura de Ars

El Santo Padre nos invita, en este año sacerdotal, a fijarnos en el ejemplo sin igual del Cura de Ars, que supo mostrar en su vida, pobre y humilde, la grandeza del ministerio sacerdotal. Indiscutiblemente, san Juan María Vianney es ejemplo y modelo excepcional tanto para los que se preparan para el sacerdocio como para los que ya ejercen la difícil labor de la cura de almas.

Al considerar la santidad del Cura del pequeño pueblo de Ars, es obligada la referencia a la preciosa Encíclica del Beato Juan XXIII, Sacerdotii nostri primordia, publicada en el centenario de la muerte de este santo sacerdote. En ella, el Papa le propone como modelo de ascesis sacerdotal en su vivencia de los consejos evangélicos - pobreza, castidad y obediencia -, así como ejemplo de vida de oración, de identificación con Cristo en la Eucaristía y de celo pastoral. «Se decía del Cura de Ars que no vivía sino en la Iglesia y para la Iglesia, como brizna de paja perdida en ardiente brasero. Así los sacerdotes de Jesucristo estamos en el fondo del brasero animado por el fuego del Espíritu Santo; todo lo hemos recibido de la Iglesia; obramos en su nombre y en virtud de los poderes que ella nos ha conferido; gozamos de servirla mediante los vínculos de la unidad y al modo como ella desea ser servida.»(57)

El Santo Cura de Ars, destacando que el sacerdote debe unir al ofrecimiento de la Misa la donación diaria de sí mismo, señalaba: «Es bueno que el sacerdote se ofrezca a Dios en sacrificio todas las mañanas»(58). La misa siempre fue el aliento de toda su vida y la mayor alegría para él: «La causa del relajamiento del sacerdote está en que no dedica suficiente tiempo a la Misa»(59). La dedicación que dispensaba a la predicación y a la catequesis no era menor: «Nuestro Señor que es la Verdad misma, no da menos importancia a su  Palabra que a su Cuerpo» (60).

Escuchémosle aun más. Inagotable es el Cura de Ars cuando habla de las alegrías y los beneficios de la oración. «El hombre es un pobre que tiene necesidad de pedirlo todo a Dios». «Cuántas almas podríamos convertir en nuestras oraciones». Y repetía: «La oración, esa es la felicidad del hombre sobre la tierra». Felicidad que él mismo gustaba abundantemente, mientras su mirada, iluminada por la fe, contemplaba los misterios divinos. Con la adoración del Verbo encarnado, elevaba su alma sencilla y pura hacia la Santísima Trinidad, objeto de su amor. Los peregrinos que llenaban la Iglesia de Ars comprendían que el humilde sacerdote les manifestaba algo del secreto de su vida interior en aquella frecuente exclamación, que le era tan familiar: «Ser amado por Dios, estar unido a Dios, vivir en la presencia de Dios: ¡cuán hermosa vida, cuán bella muerte! »(61)

Por éstas y otras muchas razones, el modelo de vida y la ascesis sacerdotal de este humilde párroco, su ejemplo de piedad, su culto a la Eucaristía, sus muchas horas en el confesionario y su celo pastoral, es plenamente actual y sería muy deseable que fuera imitado por todos nosotros.

Es impresionante y conmovedor contemplar cómo Dios escogió como modelo de pastores a uno que podría parecer pobre, débil, sin defensa y menos apreciable a los ojos del mundo. Sin embargo, Dios, que eligió lo que no cuenta y lo que no vale a los ojos del mundo (62), lo gratificó con sus mejores dones como guía y médico de las almas. En relación con esta consoladora realidad, para los sacerdotes que hoy en día pueden sufrir un cierto desierto espiritual, la figura del Cura de Ars es un signo de gozosa esperanza. Nadie, dentro del presbiterio diocesano, debe sentirse minusvalorado por el hecho de verse menos agraciado en cualidades o dotes humanas si vive esa condición personal apoyado en la gracia de Dios. De la misma manera, nadie debe atreverse a hacer de menos a ningún otro sacerdote por esta razón. Dios ha distribuido las gracias para bien de todos y todo pertenece a la Iglesia entera.

El Santo Cura de Ars nos recuerda la importancia en nuestro ministerio sacerdotal de los tres polos del servicio pastoral del sacerdote: la enseñanza de la fe, la purificación de las conciencias  la eucaristía. El modo como el Cura de Ars vivió estas tres realidades es para todos nosotros un extraordinario estímulo para renovarnos y vivir con fervor y celo pastoral la admirable vocación a la que hemos sido llamados.


57 JUAN XXIII, Sacerdotii nostri primordia, AAS 51 (1959) 545-579.
58 “Le Sacerdoce, c’est l’amour du coeur de Jésus” (in Le curé d’Ars. Sa pensée – Son Coeur. Présentés par l’Abbé Bernard Nodet, éd. Xavier Mappus, Foi Vivante 1966, p. 107).
59 Ibídem. 108.
60 Ibídem. 126.
61 JUAN XXIII, Sacerdotú nostri primordia, AAS 51 (1959) 545-579.
62 Cf. 1 Cor 1,27-29.


11. María, Madre de los sacerdotes

En nuestro sacerdocio ministerial contamos con la espléndida y penetrante cercanía de la Madre de Dios. Los sacerdotes somos los primeros en sentir la protección maternal de María. Todos los sacerdotes debemos poner en manos de la Virgen el amor a Cristo Sacerdote y la propia debilidad personal. En todo momento, debemos acudir a ella con total amor y esperanza. María es la persona humana que mejor ha correspondido a la llamada de Dios; se hizo sierva y discípula de la Palabra hasta concebir en su corazón y en su carne al Verbo para darlo a la humanidad; Dios le confió la educación del Único y Eterno Sacerdote, dócil y sumiso a su autoridad materna. Con su ejemplo y mediante su intercesión, la Virgen Santísima sigue cuidando de los sacerdotes. Por eso estamos llamados a crecer en una sólida y tierna devoción a la Virgen María, testimoniándola con la imitación de sus virtudes y con la oración frecuente, especialmente con el rezo del Santo Rosario, tan arraigado en el Pueblo (63).


63 Cf. JUAN PABLO II, Pastores dabo vobis 82.


Conclusión

A lo largo de este Año Sacerdotal debe brillar en todos nosotros la vocación y la misión sacerdotal. Debemos crecer en la disponibilidad al servicio del Pueblo de Dios, sobre todo en aquellos aspectos que son propios y exclusivos de nuestro ministerio sacerdotal. Para ello, queridos hermanos sacerdotes, os ruego encarecidamente que reflexionéis y propongáis iniciativas sobre cómo se puede y se debe celebrar este Año Sacerdotal, en cada comunidad donde ejercéis vuestro ministerio pastoral, en unión con toda la diócesis, a fin de que toda la Comunidad Diocesana dé gracias a Dios por el don del sacerdocio y rece por la santidad de sus pastores. Os invito a prestar especial atención a la carta del Santo Padre Benedicto XVI convocando este Año Sacerdotal y a todo su rico magisterio sobre el sacerdocio.

Con el deseo de que cada uno viva su presencia y su misión como pastor en medio de los hombres, transparentando el amor de Cristo y con la conciencia de que somos más necesarios que nunca, implorando a la Madre del Cristo, de la Iglesia y de los sacerdotes, para que, por su intercesión, nuestro sacerdocio se renueve por la fuerza del Espíritu Santo en este Año Sacerdotal, os abraza y bendice:

+ Joaquín María López de Andujar y Cánovas del Castillo
Obispo de Getafe
Getafe, 12 de Octubre, Fiesta de Nuestra Señora del Pilar

Carta con motivo del Dia del Seminario 2009

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DÍA DEL SEMINARIO

Pablo Apóstol por la Gracia de Dios

Queridos hermanos y amigos:

“Al ver Jesús a la muchedumbre sintió compasión de ella porque estaban maltrechos y abatidos como ovejas que no tienen pastor. Entonces dice a sus discípulos: la mies es mucha y los obreros pocos. Rogad pues al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies (Mt 9,16).

El “Día del Seminario”, que celebraremos próximamente, hace que resuenen en nuestro corazón con mucha fuerza estas conmovedoras palabras del Señor. La muchedumbre sigue a Jesús, buscando en Él un pastor que sacie su hambre de humanidad y su sed de Dios. Están “maltrechos y abatidos”. Cuando Dios desaparece de la vida del hombre o su Divina Imagen es pervertida, el ser humano queda en el más absoluto desamparo.

Jesús entrega su vida, hasta la cruz, a esa multitud hambrienta y, como Pastor Bueno, va guiándola por el sendero justo y le da el alimento sabroso (cf Sal. 22); pero en su designio de amor, quiere asociar a esa entrega al hombre mismo. Y pide a los que le buscan que eleven su mirada al Dueño de la mies, y le rueguen que mande trabajadores a su mies.

Esa participación en la entrega de Jesús, fruto de una llamada, es lo que llamamos vocación. Todos somos llamados por el Señor. Todos, en comunión con Jesús, somos invitados a una vocación de servicio a los hombres. Y cada uno debe estar muy atento para descubrir qué es lo que Dios quiere de él. Pero hay una vocación que destaca por encima de todas. No destaca porque los llamados sean mejores que los otros. Todos somos iguales ante Dios y la vocación de todos es la santidad. Dios quiere que siguiendo a su Hijo Jesucristo y estando íntimamente unidos a Él, por el don del Espíritu Santo, en su vida, en su muerte y en su resurrección alcancemos, como hombres, en las más diversas tareas, la cima de la perfección. (cf. Mt 5,4). Sin embargo hay una vocación que destaca, entre todas, porque sostiene a todas y todas la sostienen a ella. Es la vocación al ministerio sacerdotal. Sin ministerio sacerdotal no hay Eucaristía y sin Eucaristía no hay Iglesia. El sacerdote es esencial en la Iglesia, porque desde esa vinculación especial al Misterio Eucarístico, hace presente, con su vida y su entrega alos hombres, al mismo Cristo, anunciando la Palabra de Dios, perdonando los pecados y guiando con amor al Pueblo de Dios.

El apóstol Pablo, seguidor entusiasta de Cristo, cuya figura y doctrina estamos meditando en este Año Jubilar Paulino, es un ejemplo vivo de fidelidad a la llamada de Dios. Es el ejemplo de un hombre que, aun reconociendo su fragilidad, se deja guiar y transformar por la gracia de Dios. Él mismo lo reconoce con humildad: “Por la gracia de Dios soy lo que soy, y la gracia de Dios no ha sido estéril en mi” (1 Cor 15,10). La gracia hace milagros. Lleno de esta gracia y apoyado en ella, Pablo, da testimonio en sus cartas de que, a la luz del Salvador, la vida del hombre se ilumina y todo, en ella adquiere firmeza. Pablo, con su fortaleza apostólica y su amor a la cruz salvadora de Cristo, es un ejemplo luminoso para los que sienten la llamada del Señor a seguirle, sin miedo, en el ministerio sacerdotal.

Os animo, no sólo en este “Día del Seminario”, sino de forma habitual y espontánea a sentir como algo muy vuestro y muy querido, el Seminario de Getafe. En él se están formando vuestros futuros pastores. Os pido que sintáis sus problemas, incluso económicos, como algo que debemos afrontar entre todos, cada uno según sus posibilidades.


Animo a las familias cristianas a ser pequeñas Iglesias domésticas en las que se valore la importancia del ministerio sacerdotal y se hable de los sacerdotes con amor y respeto. Los seminaristas han salido de vuestros hogares, y de vosotros recibieron la semilla de la fe y de la vocación. Si en algún hijo vuestro resuenan con insistencia las palabras del Señor: “La mies es abundante y los obreros pocos” y siente, por una llamada especial de Cristo, el deseo de seguirle como sacerdote suyo, ayudadle y animadle en sus deseos de generosidad. Un sacerdote en la familia es siempre un don de Dios.

Animo a los sacerdotes a vivir su sacerdocio con entusiasmo. Ayudad a los jóvenes a despertar en ellos la pregunta sobre el sentido de su vida y sobre la posibilidad de ser llamados por Cristo al sacerdocio. En el origen de muchas vocaciones está, casi siempre, el ejemplo de una vida sacerdotal santa.

Animo a los catequistas, que trabajáis con niños y jóvenes, a ser para ellos testigos de la fe. La misión del catequista es poner al catecúmeno en relación con Cristo y con la Iglesia. Ayudadles al encuentro con Cristo. La fe es un encuentro con Cristo. Y la vocación es uno de los frutos preciosos de ese encuentro.

A todos os pido que sostengáis con vuestra oración la vida del Seminario. De una
manera especial se lo pido a nuestras queridas comunidades contemplativas: su oración y la entrega de sus vidas al Señor son el soporte más firme de las vocaciones sacerdotales. El Seminario no es una institución más, entre otras; es el corazón mismo de la Diócesis que, junto al Corazón de Cristo, en el Cerro de los Ángeles y bajo el amparo maternal de la Virgen de los Ángeles y de su esposo San José, acompaña y cuida a los que dijeron un día “si” al Señor. Que ellos, con la ayuda de la gracia lleguen a hacer presente en nuestra Diócesis, como sacerdotes de Cristo, el amor compasivo y misericordioso de Dios a los hombres.

Con mi bendición y afecto:

+ Joaquín María López de Andujar
Obispo de Getafe

Getafe, 1 de Marzo de 2009

 

Carta con motivo de la Semana contra la Pobreza 2009

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Getafe, 12 de febrero de 2009

Queridos amigos y hermanos:

Nuestra Cáritas Diocesana ha organizado una Semana contra la Pobreza del 16 al 20 de Febrero con el fin de sensibilizar e informar a la población de la Diócesis de Getafe de las situaciones de Pobreza existentes y dar a conocer algunas de las respuestas que desde Cáritas y otras entidades e instituciones se están ofreciendo.

Así mismo nos informa de que, con esta Semana, se pretende fomentar la Cultura de la Vida, de la Gratuidad, y de la Solidaridad entre la población y, de denunciar las causas y las consecuencias que la pobreza está generando. Soy consciente del esfuerzo que están haciendo las comunidades parroquiales ante esta situación de crisis para ofrecer pequeñas esperanzas diarias a tantas personas que acuden a las Cáritas en las Parroquias. Os animo y acompaño en esta tarea.

En esta misma línea de trabajo, esta Semana contra la Pobreza no puede pasar inadvertida para nuestras Comunidades Cristianas. Lo recordábamos los Obispos en el documento “La Iglesia y los pobres” al afirmar: “La Iglesia debe escuchar con oídos de fe ese grito de los pobres, oyendo en su clamor la voz del Siervo de Yahvé, del Hijo de Dios que, siendo rico, se hizo pobre por nosotros (2Cor 8,9), llamó bienaventurados a los pobres, porque de ellos es el Reino de los Cielos (Lc 6,20), y advirtió que tomaría como hecho a su misma persona lo que hiciéramos con ellos. (Mt 25,31-46).

En al año 2000, 189 jefes de Estado y de Gobierno firmaron los Objetivos de Desarrollo del Milenio mediante los cuales los países ricos y pobres se comprometían, antes del 2015, a hacer todo lo posible para erradicar la pobreza, promover la dignidad humana y la igualdad, alcanzar la paz y la democracia y la sostenibilidad ambiental, pero no parece que se avance mucho en este sentido. Este año ya hay 50 millones más de personas con hambre. Juan Pablo II decía: “¿Cómo es posible que, en nuestro tiempo, haya todavía quien se muere de hambre; quien está condenado al analfabetismo; quien carece de la asistencia médica más elemental; quien no tiene techo donde cobijarse” (Novo Millenio Ineunte) nº 50.

Por eso, toda campaña que ayude a sensibilizar y a trabajar contra la pobreza y exclusión debe ser, animada y apoyada desde nuestras comunidades. Os invito personalmente a participar en los actos que consideréis pertinentes y difundáis la Semana en vuestras comunidades, pueblos y barrios.

Con mi afecto y mi bendición,

+ Joaquín María López de Andújar y Cánovas del Castillo
Obispo de Getafe

 

Carta a los monaguillos

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Carta del Obispo de Getafe, D. Joaquín María a los monaguillos

Lunes 2 de febrero de 2009, Presentación del Señor

Queridos monaguillos:

Cuando os veo en vuestras parroquias ayudando en el altar a los sacerdotes, me da mucha alegría y me recuerda los años en los que yo también fui monaguillo y el Señor me fue descubriendo lo que quería de mí. Los monaguillos tenéis el privilegio de estar muy cerca de Jesús, y de sentir el gran amor que Él os tiene. Podéis estar seguros de que Él os mira con mucho cariño y, como a los apóstoles, os dice: vosotros sois mis amigos.

Jesús es vuestro amigo, no lo dudéis. Esto es algo estupendo: tener un amigo que siempre va a estar a vuestro lado y que nunca os va a fallar. No os separéis jamás de Él. Cultivad esta amistad y hablad mucho con Jesús. Cuando lleguéis a la Iglesia, lo primero que tenéis que hacer es dirigiros al Sagrario para decirle a Jesús: “Aquí estoy Señor, quiero hacer siempre lo que a Ti te gusta. Ayúdame a conocer tu voluntad. Gracias, por poder estar contigo, muy cerca de Ti, en el altar. Me gusta mucho estar contigo. Quiero estar siempre contigo. No permitas, Jesús, que me separe de Ti. Ayúdame a
servirte hoy y siempre como Tú mereces”.

Esta amistad con Jesús la tienen que notar todos los que os vean actuar en el altar. La tienen que notar en vuestro recogimiento y en vuestro modo de comportaros. Tienen que darse cuenta enseguida de que ese monaguillo que está ayudando en el altar hace las cosas, con cuidado, sin distraerse, no para que le vean, sino porque le brotan del corazón; tienen que darse cuenta de que ese monaguillo trata a Jesús con una intimidad muy especial

El vínculo de amistad con Jesús tiene su fuente y su cumbre en la Eucaristía. Vosotros estáis muy cerca de Jesús en la Eucaristía y éste es el mayor signo de su amistad para cada uno de nosotros. No lo olvidéis. Y por eso os pido que, aunque ayudéis muchas veces a Misa, no caigáis en la rutina, ni hagáis las cosas de una manera automática. Que cada día descubráis, como si fuera la primera vez, que lo que sucede en el altar es algo muy grande. Pensad que el Dios vivo está ahí, junto a vosotros y que Dios os ha puesto a su lado para que otras personas viendo vuestro comportamiento sientan también el deseo de estar junto a Él.

Cuando realizáis vuestro servicio con plena conciencia os convertís en verdaderos apóstoles y los frutos de vuestro apostolado lo notarán en vuestra familia, en el colegio, y en el trato con los amigos.

El amor de Jesús que recibís en la liturgia llevadlo a todas las personas, especialmente a aquellas a quienes os dais cuenta de que les falta el amor, que no reciben bondad, que sufren y están solos. Como amigos íntimos de Jesús tenéis que ser los mensajeros de su amor en todas partes. Así el Pan, que veis partir en el altar, haréis que se multiplique más y más y comprenderéis que vosotros, lo mismo que los Apóstoles, podéis ayudar a Jesús a repartir su Pan de Vida y de Amor a mucha gente.

La amistad con Jesús es el don más maravilloso de la vida y vosotros tenéis la alegría de renovarlo cada vez que ayudáis a Misa. Permaneced siempre fieles a esta amistad, leyendo y meditando el Evangelio, alimentándoos de la Eucaristía y dedicando tiempo a la adoración de Cristo en el Sagrario. Así seréis auténticos discípulos del Señor, dispuestos siempre a responder con alegría y confianza a lo que os pida, especialmente si algún día os pide que estéis aún mas cerca de Él, llamándoos a ser “pescadores de hombres”

Queridos monaguillos, rezaré mucho a Jesús por vosotros para que crezca vuestra amistad con Él y también os pido que recéis por mi.

Os abraza y bendice, vuestro Obispo:
+ Joaquín María. Obispo de Getafe

Carta a las familias

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¡GRACIAS, FAMILIA!

Queridísimas familias,

La solemnidad de la Sagrada Familia, celebrada en el marco admirable de la Navidad, me ofrece una ocasión privilegiada para dirigirme a vosotras, entrar en vuestros hogares y saludaros personalmente, con afecto paternal. Lo hago desde mi condición de Pastor y Servidor vuestro, en la Iglesia de Getafe que camina al encuentro del Rey de la gloria, en nuestro Sur de Madrid. Nos hallamos en un momento de capital importancia para el futuro de la familia y, por lo tanto, de la sociedad y de la Iglesia. La familia es uno de los bienes más grandes y sagrados de la humanidad de todas las épocas y culturas. Sin la familia, la Iglesia y la sociedad desaparecen. Sin ella, el hombre queda huérfano en un mundo de intereses egoístas, sometido a la lógica de la manipulación. ¿No será ésta la razón última del desprecio que algunos manifiestan hacia la familia y la causa de los múltiples atentados a los que se ve sometida en nuestra sociedad? Ciertamente la familia sufre una situación muy desconcertante. Por una parte, es una institución altamente valorada de modo privado por las personas; pero, por otra, es muchas veces vilipendiada en su dimensión social(1). Es tarea ineludible de la Iglesia defenderla, fortalecerla, acompañarla y sostenerla. ¡La Iglesia no es indiferente a vuestros gozos y esperanzas, tristezas y angustias! (2). Ella os acompaña con su solicitud maternal y os alienta a seguir siendo iglesia doméstica, santuario de la vida y esperanza de la sociedad.

DOY GRACIAS A DIOS POR CADA UNA DE VUESTRAS FAMILIAS, Y POR LA PASTORAL FAMILIAR EN NUESTRA DIÓCESIS

Con esta carta quiero, en primer lugar, dar gracias a Dios por cada una de vuestras familias y por el bien insustituible que aportáis a nuestra diócesis y a toda la sociedad. También quiero mostraros mi profunda gratitud, queridas familias, por el papel tan importante que jugáis en nuestro mundo actual, tan necesitado de contemplar en vosotros el verdadero amor. Os agradezco de corazón todas las acciones que estáis promoviendo en el ámbito de la Pastoral Matrimonial y Familiar, y en el de la defensa de la dignidad de la vida humana. He tenido la dicha de compartir con vosotros momentos verdaderamente inolvidables en multitud de encuentros parroquiales o diocesanos, durante el curso y en verano, en los que he podido experimentar con vosotros la belleza del plan de Dios sobre la familia. Sois la esperanza del mundo.

¿Cómo no agradecer a Dios, y a cada uno de vosotros, el testimonio de vuestro amor mutuo, de vuestra apertura al don divino de la vida, de vuestro respeto a su valor sagrado desde su concepción hasta su fin natural? ¿Cómo no agradecer vuestro precioso servicio a la Iglesia y a la sociedad en la educación integral de vuestros hijos? Y, ¿cómo no mostrar mi agradecimiento personal, y el de toda la comunidad diocesana, por vuestra colaboración en la construcción de la Iglesia y de la sociedad en sus diversos ámbitos?

Vuestra labor se concreta en múltiples acciones, todas ellas de un valor incalculable: en la transmisión de la fe a vuestros hijos y en el esfuerzo continuo por educarlos en las virtudes cristianas; en el cultivo de la oración y de la vida de piedad en la familia; en la vivencia de la caridad en el hogar, con el ejercicio del respeto, del amor mutuo y del perdón que cada día os ofrecéis; en el testimonio de vuestra fe y de vuestra esperanza en medio de las dificultades, problemas diversos y sufrimientos que acompañan la vida de vuestras familias. ¡Gracias, familias de la diócesis de Getafe, por vuestro luminoso testimonio de amor!

Además este testimonio vuestro no se encierra en los muros de vuestra vida familiar. Muchos de vosotros estáis implicados activamente en la vida de vuestras parroquias, movimientos y asociaciones. Desarrolláis una magnífica labor en la catequesis de adultos, jóvenes y niños. Prestáis un gran servicio en los centros escolares donde estudian vuestros hijos, vigilando que su educación sea íntegra y respetuosa con vuestras convicciones espirituales y morales. Quiero agradecer especialmente vuestra labor en las múltiples iniciativas que, en el campo de la Pastoral Familiar, habéis llevado a cabo durante estos años en nuestra joven diócesis de Getafe: la Delegación de Familia y Vida, que coordina y alienta múltiples actividades diocesanas; los distintos Centros de Orientación Familiar (COF) que se han abierto en nuestra diócesis y que ofrecen ayuda a las familias con dificultades, contando con la colaboración de profesionales capacitados; los cursos de educación afectivo-sexual para jóvenes y los cursos de monitores para el aprendizaje de los métodos naturales para la regulación de la fertilidad organizados por el COF; los Equipos Itinerantes de Pastoral Familiar, que han presentado en muchas parroquias el Directorio de la Pastoral Familiar de la Iglesia en España de la Conferencia Episcopal; el curso «Matrimonio y familia», puesto en marcha por el COF en colaboración con el Centro Diocesano de Teología. También quiero agradecer la labor de los movimientos familiares, como Encuentro Matrimonial, Encuentro de Novios, Familias de Nazaret, Hogares de Santa María, Acción Católica; y la de otros grupos que acompañáis a nuestras familias. Por último, he de mencionar también la labor cotidiana y silenciosa de nuestras parroquias, con sus sacerdotes al frente. En las parroquias encontráis el rostro más familiar de la Iglesia que os acoge con los brazos abiertos y que os ofrece un lugar para desarrollar vuestra vida familiar en la fe ¡Gracias a todos por vuestro servicio impagable a la causa del Evangelio de la familia y de la vida! ¡Gracias por vuestra participación en la construcción de la Civilización del Amor y de la Vida!

DIFICULTADES Y OBSTÁCULOS PARA LA TRANSMISIÓN DEL EVANGELIO DE LA FAMILIA Y DE LA VIDA

¡Muchas veces me habéis hecho partícipe de vuestras dificultades! Las conozco muy bien y, con vosotros, quiero cargarlas sobre mis hombros. Son muchos los obstáculos que todos encontramos en el anuncio del Evangelio de la familia y de la vida.

La raíz de todos los males es el olvido de Dios y de su amor, origen de la vida y de toda familia humana. Juan Pablo II, hablaba del « eclipse del sentido de Dios y del hombre, característico del contexto social y cultural dominado por el secularismo, que con sus tentáculos penetrantes no deja de poner a prueba, a veces, a las mismas comunidades cristianas”. Y después añadía: “ Quien se deja contagiar por esta atmósfera, entra fácilmente en el torbellino de un terrible círculo vicioso: perdiendo el sentido de Dios, se tiende a perder también el sentido del hombre, de su dignidad y de su vida»(3).

Hemos llegado a una situación en donde la verdad está siendo silenciada: la verdad del cosmos como obra del Creador, con sus leyes inmutables que lo rigen y ordenan, y que el hombre debe respetar; la verdad del hombre y de su naturaleza corporal y espiritual a la vez, de su origen y destino eternos y, por lo tanto, de su vocación y de su identidad más profunda. La crisis que sufrimos en la actualidad, más allá de la crisis económica, es una crisis de verdad, una crisis moral, una crisis de conceptos y de valores, cuya consecuencia inevitable es la crisis de sentido. Los términos «amor», «libertad», «entrega sincera», e incluso «persona», ya no significan lo que su naturaleza contiene.

Todavía seguimos padeciendo, y quizás con mayor intensidad, los perniciosos efectos de la llamada «revolución sexual» que comenzó en los años sesenta del siglo pasado. El amor, la sexualidad, el matrimonio, la familia y la procreación son realidades inseparables. Sin embargo la «revolución sexual» propugnó una libertad sin barreras, entendida como un proceso de liberación que supuestamente traería más felicidad a las personas. Ya era posible vivir una sexualidad liberada de la procreación gracias a la extensión de los anticonceptivos. Después vino el ejercicio de la sexualidad fuera del matrimonio, e incluso la sexualidad sin amor. ¡Cuánto sufrimiento han originado estos postulados! Detrás de todo esto encontramos una corrupción de la idea y de la experiencia de la libertad, concebida no como la capacidad para realizar la verdad del proyecto de Dios sobre el matrimonio y la familia, sino como una fuerza autónoma de autoafirmación, no raramente contra los demás, en orden al propio bienestar egoísta(4).

La sociedad, diseñada por los poderes culturales dominantes y atenazada cada día más por el llamado «pensamiento único», corre el riesgo de anclarse en la lógica utilitarista y hedonista, que sólo busca el interés y el disfrute personal, silenciando sistemáticamente las exigencias de verdad del hombre. A este interés y disfrute hedonista se consagra toda la vida. Se extiende una ignorancia llena de prejuicios sobre el sentido verdadero de la relación entre el hombre y la mujer, del matrimonio, de la paternidad y de la maternidad. Consecuencia lógica es la banalización del amor, el uso desordenado de la sexualidad al margen del amor y de la vida, la proliferación de la pornografía con la utilización y el desprecio que conlleva hacia la mujer y su dignidad, la violencia en los hogares, la extensión de la mentalidad divorcista, la equiparación de cualquier tipo de relación humana con el matrimonio, la «normalización» de la homosexualidad como elección libre de un modo de vivir la sexualidad y la desinformación ideologizada y permanente en el ámbito de la, engañosamente denominada, «salud reproductiva» que tanto desorienta a nuestros jóvenes.

La llamada «cultura de la muerte» pone en entredicho la dignidad sagrada de la vida humana desde su concepción hasta su muerte natural. Nuestra sociedad consiente impasible el genocidio silencioso del aborto, la esterilización y la generalización de una mentalidad antinatalista. Aparecen campañas promulgando la despenalización de la eutanasia y la instrumentalización y manipulación de la vida humana.

Así son los criterios y la fuerte presión que condiciona hoy el desarrollo difícil de la persona y la familia. Ahora bien, debemos seguir proclamando, con toda fuerza, la verdad siempre valiosa y ahora, si cabe, más necesaria: ¡Dios tiene un designio de amor sobre nosotros! ¡Quiere que vivamos el amor! ¡Hemos sido creados por amor y para amar!. El amor es «la vocación fundamental e innata de todo ser humano»(5). La familia cristiana está llamada hoy a dar testimonio de la verdad del amor, de la libertad, de la familia, de la sexualidad y de la vida. ¡Nuestra sociedad tiene necesidad de este testimonio! ¡No se lo neguéis! ¡Sed sal y luz para otras familias que buscan con sinceridad la verdad! «Sabed que Cristo, el Esposo, está con vosotros (cfr. Mt 28,20). ¡No tengáis miedo! (cfr. Lc 12, 22-32) ¡Vivid en Cristo como testigos intrépidos de la buena nueva de la vida y la familia! La semilla del bien puede más que el mal. No os dejéis abatir por los ambientes adversos»(6).

OS ALIENTO EN VUESTRA PRECIOSA Y URGENTE MISIÓN DE EDUCAR

Quiero alentaros, una vez más, como en otras ocasiones lo he hecho, a vivir decididamente la preciosa misión que el Creador os ha confiado de ser el santuario de la vida y la esperanza de la sociedad. «¡Sí queridas familias, estáis llamadas a ser la sal y la luz de la Civilización del Amor! (cfr. Mt 5, 13-16)»(7)

Os animo a vosotros, esposos y padres de familia, que dais a todo el que os contempla el testimonio de vuestro amor en Cristo. No cejéis en el empeño de educar a vuestros hijos en el amor verdadero, en el sentido de la vida y de la sexualidad según el plan de Dios. Ayudadles a vivir la hermosa virtud de la castidad, entendida, no como la represión del instinto o del afecto, sino como la capacidad de ordenar, reconducir e integrar los dinamismos instintivos y afectivos en el amor a la persona(8).

La tarea de educar se nos presenta hoy, como bien sabéis, llena de problemas. El Papa viene hablando, en repetidas ocasiones, de lo que él llama la “urgencia educativa”. Existe una creciente dificultad para trasmitir a las nuevas generaciones los valores fundamentales de la existencia y de un correcto comportamiento. Hoy, más que en otras épocas, la educación y la formación de la persona sufre la influencia, transmitida por los grandes medios de comunicación social, de un clima generalizado de relativismo y de consumismo y de una falsa y destructiva exaltación, o mejor dicho de profanación, del cuerpo y de la sexualidad. Podemos decir que se trata de una emergencia inevitable. Vivimos inmersos en una sociedad y en una cultura que con demasiada frecuencia tiene el relativismo como su propio credo. Y cuando esto ocurre, termina por faltar la luz de la verdad, más aún se considera peligroso hablar de verdad, se considera un signo de autoritarismo. Y así, se acaba perdiendo el respeto debido a la dignidad y a la vida humana, especialmente en sus fases de mayor debilidad, en su comienzo y en su final, y se acaba por dudar de la bondad de la vida misma y de la validez de las relaciones y de los compromisos que constituyen el sentido de la vida(9).

Ante una situación así el mismo Papa se pregunta y nos preguntamos nosotros ¿cómo proponer a los jóvenes algo válido y cierto, cómo trasmitirles certezas que den solidez y consistencia a sus vidas, cómo proponerles unas normas morales de comportamiento universales y válidas para todos, cómo descubrirles un auténtico sentido de la vida y unos objetivos convincentes para la existencia humana, tanto para las personas como para las comunidades?(10).

En medio de tantos interrogantes y dificultades corremos el riesgo de claudicar reduciendo la educación a una mera trasmisión de determinadas habilidades o capacidades de actuar, buscando satisfacer el deseo de felicidad de las nuevas generaciones colmándolos de objetos de consumo o de gratificaciones efímeras y proponiéndoles como único ideal de su vida el bienestar material. Desgraciadamente esto sucede, y muchos padres pueden sentir fácilmente la tentación de abdicar de sus tareas educativas y de no comprender ya cual es su papel y la misión que les ha sido confiada.

Pero no es éste vuestro caso. Ante los difíciles retos planteados hoy a la educación, apoyados en la fe y en la gracia de Dios, vuestra reacción ha sido y tiene que seguir siendo no de huida, sino de oferta convencida y valiente de un modelo educativo que considera en toda su grandeza la dignidad del hombre como hijo de Dios y que tiene como luz la revelación sobre Dios y sobre el hombre que nos hace Jesucristo. Estáis llamados a ofrecer a la sociedad un modelo educativo que confía en el hombre y en su capacidad de amar y en su deseo de verdad; y que sabe que la herida del pecado, que corrompe y destruye al ser humano, y que es la causa de todas las calamidades que ha vivido y vive la humanidad, ha sido curada y sanada en su raíz por la Cruz del Señor y por su Resurrección gloriosa.

Benedicto XVI nos da una serie de criterios muy luminosos para afrontar con esperanza esta difícil situación de urgencia educativa.

Lo primero que nos dice es que tenemos que perder el miedo (11), quitarnos los complejos y no dejarnos dominar o adormecer por el ambiente cultural dominante. Quien cree en Jesucristo posee un fundamento sólido sobre el que edificar su vida y la de aquellos que le son confiados. Quienes creemos en Jesucristo sabemos que Dios no nos abandona y que su amor nos alcanza allí donde estamos y nos acepta tal como somos con nuestras miserias y debilidades ofreciéndonos constantemente la posibilidad de hacer el bien. Hemos de perder el miedo afianzando nuestra fe, creciendo en el conocimiento de Cristo y de su Palabra, viviendo íntimamente unidos al Señor en la oración y en los sacramentos y fortaleciendo nuestros lazos de comunión con la Iglesia, sintiéndola como nuestra familia, nuestro pueblo y nuestra tierra, en la que hemos nacido a la fe, hemos encontrado a unos hermanos y vivimos permanentemente la paternidad de un Dios que nos ama.

Así, llenos de la fortaleza del Señor, hemos de reaccionar y ofrecer a nuestra sociedad, que vive sumida en una profunda crisis educativa, el compromiso de educar a nuestros niños y jóvenes en la fe, en el seguimiento y en el testimonio del Señor Jesús (12), sabiendo que este es el camino seguro para alcanzar una verdadera madurez humana.

El Papa también nos recuerda que educar es dar algo de sí mismo (13). La educación supone la cercanía y la confianza que nace del amor. No se puede educar sin amar. Y no se puede amar sin confiar en la persona. Hemos de establecer con los que nos son confiados, tanto en la familia, como en la escuela, como en la comunidad cristiana, lazos muy fuertes de amor y de confianza. Y eso supone dedicar tiempo y paciencia y mucho sacrificio y olvido de uno mismo. Y hemos de apoyarnos unos a otros. Y colaborar estrechamente unidos: colegio, familia y comunidad eclesial en todas aquellas iniciativas que contribuyan al bien de nuestros niños y jóvenes. En la educación podemos decir, como decía S. Pablo que uno muere a sí mismo para que el otro tenga vida.

Un tercer criterio, que nos recuerda el Papa, es tener el convencimiento de que educar es despertar en el otro el deseo de conocer y de saber: despertar en el otro el deseo de buscar la verdad (14). En realidad este deseo de conocer lo tiene el hombre desde que nace. Ya en el niño pequeño existe un gran deseo de saber, que se manifiesta en sus muchas preguntas y peticiones de explicaciones. Pero sería muy pobre una educación que se limitara sólo a dar nociones o informaciones sin plantear la gran pregunta acerca de la verdad, esa verdad que guía nuestros pasos y da sentido a la vida. El verdadero educador debe tomar en serio la curiosidad intelectual que existe ya en los niños y que, con el paso de los años, va asumiendo formas cada vez más conscientes (15). En todos los hombres hay una necesidad de verdad. Y hemos de responder a esa necesidad haciendo la propuesta de la fe. Pero una propuesta de la fe hecha en confrontación con la razón, ayudando a los jóvenes a ensanchar el horizonte de su inteligencia abriéndoles al Misterio de Dios en el cual encuentra sentido y dirección nuestra existencia, superando los condicionamientos de una racionalidad que sólo se fía de lo que puede ser objeto de experimento o de cálculo. El Papa habla con mucha frecuencia de una pastoral de la inteligencia que ayude a alcanzar la contemplación de la verdad volando con las dos alas que Dios nos ha dado: la de la razón y la de la revelación (16).

Un cuarto criterio para la educación es el respeto a la libertad (17). La relación educativa es un encuentro de libertades. Educar es formar en la libertad. Y educar en la libertad es conducir a la persona de modo respetuoso y amoroso hacia las grandes decisiones que irán configurando su vida adulta. Una educación verdadera debe suscitar la valentía de las decisiones definitivas indispensables para crecer y para alcanzar algo grande en la vida, especialmente para madurar y dar consistencia y significado a nuestra libertad. El hombre verdaderamente libre es aquel que es capaz de orientar su vida hacia el bien y la verdad, asumiendo las decisiones y los sacrificios que el bien y la verdad exigen.

Finalmente, entre los muchos criterios que se podrían seguir indicando sobre la educación, el Papa habla de la autoridad (18). La educación implica, junto con la libertad, la autoridad. No hay educación sin autoridad. La educación necesita la autoridad. La educación no puede prescindir del prestigio que hace creible el ejercicio de la autoridad: un prestigio que es fruto de la experiencia, de la competencia, de la coherencia de la propia vida y de una implicación personal nacida del amor. Y, especialmente, cuando se trata de educar en la fe es esencial la autoridad. Una autoridad que brota del testimonio. En la educación de la fe es esencial la figura del testigo y la fuerza del testimonio. El educador de la fe es ante todo un testigo de Jesucristo y la autoridad le viene de su unión con Cristo y de una vida que sea reflejo de esa unión. El testigo de Cristo no transmite sólo información, sino que está comprometido con la verdad que propone. El auténtico educador cristiano es un testigo, cuyo modelo es Jesucristo, el testigo del Padre que no decía nada de sí mismo, sino que hablaba tal como el Padre le había enseñado (Cf. Jn 8,28). Esta relación con Cristo y con el Padre es para cada uno de nosotros la condición fundamental para ser educadores eficaces de la fe.

JÓVENES ¡ ATREVEOS A AMAR!

Os animo también a vosotros, jóvenes, que hacéis joven nuestra diócesis. Con Benedicto XVI, vuestro amigo y Pastor universal, os propongo un atractivo itinerario para preparar el próximo Encuentro Mundial de la Juventud que tendrá lugar en Madrid en el año 2011: «¡atreveos a amar!, a no desear otra cosa que un amor fuerte y hermoso, capaz de hacer de toda vuestra vida una gozosa realización del don de vosotros mismos a Dios y a los hermanos, imitando a Aquél que, por medio del amor, ha vencido para siempre el odio y la muerte (cfr. Ap 5, 13)»(19). Desconfiad de los postulados de la «revolución sexual» que han engañado a tantos de vuestros mayores. Hagamos otro tipo de revolución, la «revolución de los santos» a la que nos invitaba Benedicto XVI en Colonia en el verano del 2005. «Sólo de los santos, sólo de Dios proviene la verdadera revolución, el cambio decisivo del mundo (...) La revolución verdadera consiste únicamente en mirar a Dios, que es la medida de lo que es justo y, al mismo tiempo, es el amor eterno. Y ¿qué puede salvarnos sino el amar?»(20).

Os animo también a vosotros, novios, que os preparáis con ilusión a formar pronto una familia. También con Benedicto XVI, os digo: «Dios tiene un proyecto de amor sobre vuestro futuro matrimonio y vuestra familia, por eso es esencial que lo descubráis con la ayuda de la Iglesia, libres del prejuicio tan difundido según el cual el cristianismo, con sus mandamientos y prohibiciones, pone obstáculos a la alegría del amor, e impide, en particular, disfrutar plenamente de aquella felicidad que el hombre y la mujer buscan en su recíproco amor»(21).

Animo, por último, a todos los que participáis de una forma u otra en la Pastoral Matrimonial y Familiar y en la Pastoral de Juventud, en nuestra diócesis, a todos los sacerdotes que con vuestra disponibilidad y entrega sostenéis a las familias cristianas y a los jóvenes en su vocación, y a cada uno de los movimientos y asociaciones que acompañáis a las familias desde la variedad y riqueza de vuestros carismas particulares en la unidad de la fe y de la comunión diocesana.

HACED DE VUESTRAS FAMILIAS VERDADERAS IGLESIAS DOMÉSTICAS, A IMAGEN DE LA FAMILIA DE NAZARET

Queridas familias: haced de vuestra comunidad familiar verdaderas iglesias domésticas (22), como la familia de Nazaret, en las que en el centro esté Dios, su Palabra y su verdad, su voluntad sobre cada uno de los miembros de la familia, su amor y su perdón.

Apoyaos en la gracia del sacramento del matrimonio que recibisteis el día de vuestra boda y que os acompaña cada día. En él Cristo sale a vuestro encuentro (23), para que podáis amaros y cumplir las hermosas exigencias de vuestra vocación matrimonial. Alimentaos con la mayor frecuencia posible de la Eucaristía. Ella es la fuente misma del matrimonio cristiano, la raíz de la que brota, que os configura interiormente y que vivifica desde dentro vuestra alianza conyugal (24). Experimentad en vuestras relaciones conyugales y familiares el poder sanador y regenerador del sacramento de la reconciliación, llamado acertadamente por los padres de la Iglesia «segundo bautismo».

Cuidad como momento fundamental de vuestra vida familiar la oración en familia. “La oración hace que el Hijo de Dios habite en medio de nosotros: “Donde dos o tres estén reunidos en mi nombre, Yo estoy en medio de ellos” (Mt 18, 20); y refuerza la solidez y la cohesión espiritual de la familia, ayudando a que ella participe de la “fuerza” de Dios» (25). ¡Haced que Cristo habite en vuestra casa! ¡Encomendadle las diferentes necesidades de vuestra vida familiar, de vuestra parroquia, de nuestra Iglesia diocesana y universal, de nuestra patria y del mundo! Uníos un momento al comienzo del día para ofrecérselo y consagrárselo al Señor, y por la noche, para revisarlo, dar gracias por los favores recibidos, mostrar vuestro arrepentimiento por el mal hecho o el bien que dejasteis de hacer, y pedir la ayuda necesaria para el día siguiente, sin olvidaros de encomendar las necesidades de vuestra familia, la Iglesia y el mundo. ¡Dad a vuestros hijos el testimonio de vuestra confianza en Dios hecha adoración, acción de gracias, alabanza, súplica y petición de perdón! Esta fe testimoniada en la oración dejará en el corazón de vuestros hijos una huella que los posteriores acontecimientos de la vida no podrán borrar (26). Vuestra oración en familia, junto con la catequesis familiar, resultará uno de los mejores medios para la transmisión de la fe a vuestros hijos.

Seguid ofreciendo a nuestro joven Sur de Madrid el testimonio generoso de vuestro amor y de vuestro servicio al Evangelio. ¡La Iglesia cuenta con vosotros!

INVOCO PARA VOSOTROS LA PROTECCIÓN DE LA SAGRADA FAMILIA DE NAZARET

Invoco para todas vosotras, queridas familias, la protección de la Sagrada Familia de Nazaret. Por misterioso designio de Dios, en ella vivió escondido durante largos años el Hijo de Dios. La Sagrada Familia es el prototipo de toda familia cristiana. Su existencia transcurrió, anónima y silenciosa, en una insignificante y humilde aldea de Palestina, sufriendo las pruebas de la pobreza, la persecución y el exilio. En ella, sus miembros glorificaron a Dios del modo más sublime. Tened la seguridad de que no dejará de ayudaros para que seáis fieles a vuestros deberes cotidianos. La Sagrada Familia os sostendrá en vuestras dificultades y en los sufrimientos que depara la vida, hará que vuestro hogar esté abierto a los demás y os fortalecerá para cumplir con alegría el plan de Dios para vosotros.

Que San José, «hombre justo», trabajador incansable, custodio fiel de los tesoros a él confiados, os guarde, proteja e ilumine siempre. Que Santa María, Madre de la Iglesia, os conceda llegar a ser una «pequeña iglesia» en la que, por la fe y el amor, esté vivamente presente su Hijo. Que el amor sin medida de Cristo, el Hijo de María, cuyo trono se encuentra simbólicamente en el corazón de nuestra diócesis, y desde el monumento de su Sagrado Corazón bendice a cada una de vuestras familias, esté presente entre vosotros, como en Caná de Galilea, para comunicaros luz, alegría, serenidad y fortaleza. De este modo cada una de vuestras familias, avivadas por la caridad de Cristo, podrá ofrecer su aportación original para la venida de su Reino, «Reino de verdad y de vida, Reino de santidad y de gracia, Reino de justicia, de amor y de paz»(27), hacia el cual se encamina la historia(28).

Con mi gratitud y cariño, os abraza y bendice:

+ Joaquín María López de Andújar, Cánovas del Castillo Obispo de Getafe

28 de Diciembre de 2008. Solemnidad de la Sagrada Familia 


1) Cfr. CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Instrucción pastoral La familia, santuario de la vida y esperanza de la sociedad (27-IV-2001) 12.

2) Cfr. CONCILIO VATICANO II, Constitución pastoral Gaudium et spes (7.XII.1965) 1.

3) 
JUAN PABLO II, Carta encíclica Evangelium vitae (25-III-1995) 21. 

4) 
Cfr. ID., Exhortación apostólica Familiaris consortio (22-XI-1981)

5) Ibid. 11.

6) CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, La familia, santuario de la vida y esperanza de la sociedad 6.

7) Ibíd.

8) Cfr. Ibíd. 55

9) Cfr. BENEDICTO XVI. Discurso en la inauguración de los trabajos de la Asamblea diocesana de Roma” (11 de Junio de 2007)

10) Cfr.Ibíd.

11) Cfr. Ibíd... Mensaje a la diócesis de Roma sobre la tarea urgente de la educación (21 de Enero de 2008).

12) Cfr. BENEDICTO XVI. Discurso en la inauguración de los trabajos dela asamblea diocesana de Roma (11 de Junio de 2007)

13) Cfr. Ibíd. Mensaje a la diócesis de Roma. 21 de Enero de 2008

14) Cfr. Ibíd. Mensaje a la diócesis de Roma. 21 de Enero de 2008

15) Cfr. Ibíd. Discurso en la inauguración de los trabajos de la asamblea diocesana de Roma. 11 de junio de 2007

16) JUAN PABLO II. Fides et Ratio. 1

17) Cfr. BENEDICTO XVI . Ibíd.

18) Cfr.BENEDICTOXVI.Ibíd.

19) IBÍD “Amaos unos a otros como yo os he amado” (Jn 13, 34), Mensaje a los jóvenes del mundo con ocasión de la Jornada Mundial de la Juventud 2007. 

20) Ibíd., Discurso en la Vigilia de los Jóvenes en la Explanada de Marienfeld (19-VIII-2005).

21) Ibíd., “Amaos unos a otros como yo os he amado” (Jn 13, 34).

22) CONCILIO VATICANO II, Constitución dogmática Lumen gentium (21-XI 1964) 11.

23) 
Cfr. ID., Gaudium et spes 48.

24) Cfr. JUAN PABLO II, Familiaris consortio 57.

25) ID., Carta a las familias Gratissimam sane (2-II-1994) 4.

26) Cfr.ID.,Familiarisconsortio 60.

27) Prefacio de la Misa de la Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo. 28 Cfr. JUAN PABLO II, Familiaris consortio 86.

Carta Pastoral-Congreso de Apostolado Seglar

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CARTA PASTORAL DEL SR. OBISPO

“OS HE DESTINADO PARA QUE VAYÁIS Y DEIS FRUTO” (Jn 15,16)

A los sacerdotes y diáconos. A los religiosos y religiosas. A todos los fieles laicos.

Queridos hermanos y amigos:

En diversas ocasiones el Consejo Diocesano de Pastoral me ha sugerido la idea de celebrar un Congreso de Apostolado Seglar con el fin de conocer, fortalecer y dar mayor unidad a las diversas realidades de apostolado seglar que tenemos en nuestra Diócesis. Realmente el apostolado de los laicos, que brota de su misma vocación cristiana y de su llamada a la santidad, es un elemento esencial para que la luz de Cristo llegue a todas las realidades humanas. Y las circunstancias especiales de nuestra Diócesis, con un gran aumento de su población y con una presencia muy importante de jóvenes, está pidiendo a los laicos una fuerte conciencia de su vocación y misión en el mundo.

Por eso he acogido con mucho interés esta propuesta y animo a todos a participar activamente en ella.


1.- Alabad al Señor, porque es bueno.

El Congreso Diocesano de Apostolado Seglar, que iremos preparando a lo largo de este curso y que culminará, con la ayuda del Señor, los días 26 y 27 de abril de 2008, tiene que suponer para todos un ponerse a la escucha del Espíritu Santo. Mediante la experiencia de fe, los testimonios y la oración de muchos laicos cristianos, fieles a su vocación bautismal y comprometidos en su vida apostólica, el Señor quiere hablarnos y todos hemos de estar atentos: El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias. (Ap 2,7).

Este acontecimiento diocesano, en el que deseo que haya la mayor participación posible, tiene que servirnos para dar gracias a Dios por los muchos dones que nos está concediendo; tiene que ayudarnos a conocer mejor y asumir con mayor lucidez las ricas enseñanzas del Concilio Vaticano II y la abundante doctrina postconciliar sobre el apostolado de los laicos; y tiene que imprimir en nuestra diócesis, siguiendo el rastro de la Misión-Joven, un impulso misionero que llene todas nuestras actividades e instituciones. Este es el lema de nuestro Congreso: Os he destinado para que vayáis y deis fruto (Jn 15,16).

En los pocos años de vida de nuestra joven Diócesis de Getafe, Dios nos está bendiciendo y estamos siendo testigos de muchos signos de su misericordia. Muchos laicos, jóvenes y adultos, hombres y mujeres, matrimonios y consagrados, en los más diversos campos del apostolado seglar están siendo semilla fecunda de una humanidad nueva nacida del amor de Cristo. Debemos dar gracias a Dios por la conciencia, cada vez más clara, que muchos van adquiriendo de su dignidad de bautizados, que les va haciendo vivir con gozo su encuentro con Cristo y les va impulsando a compartir con otros la alegría de este encuentro. Estamos viendo cómo, en el mundo de los jóvenes, Jesucristo está siendo anunciado por los mismos jóvenes; en el mundo de la cultura, en los Colegios, Institutos y Universidades, un importante número de cristianos está abriendo caminos para el diálogo entre la fe y la razón, entre el evangelio y la inteligencia, para que la luz de Cristo llene de sentido la vida de muchos niños, jóvenes y adultos que viven envueltos en un mar de incertidumbres; y en el mundo de la familia, el testimonio de la belleza del plan de Dios sobre el matrimonio y la vida, manifestado, experimentado y vivido felizmente por un número creciente de familias cristianas está siendo fuente de múltiples iniciativas pastorales. Nos llena de alegría el impulso que poco a poco, pero con claridad de objetivos y gran amor a la Iglesia, va adquiriendo en nuestra diócesis la Acción Católica y el Movimiento de Cursillos de Cristiandad; vemos con mucha esperanza la renovación espiritual y apostólica de bastantes Cofradías, Hermandades y Asociaciones de Fieles; y nos sentimos muy contentos al ver cómo en nuestra diócesis, igual que en toda la Iglesia, los movimientos eclesiales y las nuevas comunidades tienen una presencia significativa y están siendo escuelas de santidad y de fuerte pertenencia eclesial.

El Congreso de Apostolado Seglar tiene que recoger toda esta riqueza y darla a conocer. Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos (Mt 5,16).


2.- Jesús, viendo a la multitud sintió compasión.

A la vez que damos gracias a Dios tenemos también que abrir los ojos para contemplar, con la compasión de Cristo, la realidad de una sociedad que, alejándose de Dios, se está alejando también de forma alarmante del hombre mismo, de su dignidad y de sus derechos más esenciales: una sociedad muy vacía de valores que está generando grandes tensiones sociales, la destrucción de muchas familias y la confusión y el sufrimiento de un gran número de personas, especialmente niños y jóvenes.

Tenemos que ver también cómo todo esto repercute en la vida misma de la Iglesia y en el modo de ser y de actuar de no pocos bautizados. Ciertamente este clima de secularismo generalizado que estamos viviendo afecta de forma muy negativa a muchos creyentes deficientemente iniciados en la fe. Muchos sienten la tentación de alejarse de la Iglesia y, por desgracia, se dejan contagiar por la indiferencia religiosa del ambiente o aceptan compaginar su débil vida cristiana con los valores de la cultura dominante.

El proceso de reflexión y oración que va a poner en marcha el Congreso tiene que producir en toda la Diócesis una revitalización interna y un fuerte impulso misionero. La misión no es algo que se añade a la vocación cristiana. La misión forma parte de la vocación. Como nos recuerda el Vaticano II, la vocación cristiana es por su misma naturaleza vocación al apostolado.(1) Y el apostolado no es otra cosa que el anuncio de Cristo. Tenemos que sentir la urgencia de anunciar a Cristo con el testimonio de vida y con la palabra. El anuncio de Cristo, antes de ser un compromiso estratégico y organizado es, sobre todo comunicación personal y directa de nuestra experiencia de amor a Cristo y a su Iglesia. La madurez evangélica tanto en las personas como en los grupos se manifiesta, de modo particular, en su celo misionero y en su capacidad de ser testigos de Cristo en todas las situaciones y en todos ambientes sociales, culturales o políticos. La vocación propia de los laicos, nos dice el Concilio Vaticano II consiste en “buscar el Reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios. Viven en el mundo en todas y cada una de las profesiones y actividades del mundo y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social que forma como el tejido de la existencia. Es ahí donde Dios llama (...) para que desde dentro, como el fermento, contribuyan a la santificación del mundo”(2).

Doy las gracias a los que habéis tenido la iniciativa de promover y organizar este Congreso e invito a toda la Diócesis a participar en él promoviendo en todas las parroquias, movimientos y comunidades, algún grupo de reflexión. Pidamos al Señor que nos ayude a vivirlo como una oportunidad para sentir con urgencia la llamada a la misión.


3.- “Reconoce, oh cristiano, tu dignidad” (S. León Magno).

Para que los laicos asuman en la Iglesia el papel evangelizador que les corresponde es de gran importancia clarificar bien lo que significa la verdadera identidad cristiana. Es necesario despertar la conciencia dormida de muchos cristianos para descubrirles los sólidos fundamentos de nuestra fe, de nuestro bautismo y de nuestra vocación de santidad; y es urgente animarles a un mayor compromiso apostólico. Hay preguntas esenciales que ningún cristiano debe evitar: ¿qué he hecho de mi bautismo y de mi confirmación? ¿Es Cristo verdaderamente el centro de mi vida? ¿Qué sentido tiene en mi vida la oración? ¿Qué significan para mi la Eucaristía y el sacramento de la Reconciliación? ¿Vivo mi vida como una vocación y una misión?

Queridos hermanos, que vivís vuestra fe en medio de las vicisitudes del mundo: ¡Escuchad la llamada de Cristo! La Iglesia os necesita y cuenta con vosotros. Cristo os envía a ese mundo en el que estáis para llevar la luz del evangelio a muchas gentes que están perdidas, como ovejas sin pastor (cf. Mt 9,36). ¡Ayudadles a descubrir su dignidad y su vocación! “La promoción y la defensa de la dignidad y de los derechos de la persona humana, hoy más urgente que nunca, exige la valentía de personas animadas por la fe, capaces de un amor gratuito y lleno de compasión, respetuosas de la verdad del hombre, creado a imagen de Dios y destinado a crecer hasta llegar a la plenitud de Cristo Jesús (cf. Ef 4,13). No os desaniméis ante la complejidad de las situaciones. Buscad en la oración la fuente de toda fuerza apostólica; hallad en el evangelio la luz que guíe vuestros pasos”(3).

Ante los muchos problemas que tenemos delante y cuya complejidad muchas veces nos desborda no hemos de tener miedo. Cristo, que nos ha enviado al mundo, camina a nuestro lado. Lo que tengáis que hablar se os comunicará en aquel momento. Porque no seréis vosotros los que habléis, sino el Espíritu del Padre el que hablará por vosotros (Mt 10,19-20). El evangelio y, sobre todo, la intimidad con el Señor nos hará fuertes para abrir en este mundo caminos de libertad, paz y justicia, fundamentados en la verdad sobre el hombre, en la comunión y en la solidaridad.

Afiancemos nuestra identidad cristiana: una identidad cristiana firme y clara. La forma que hoy se emplea para desanimar a los cristianos y destruir la Iglesia consiste en proponer modelos de vida que siembran en los discípulos de Cristo confusión y ambigüedades. La cultura que vivimos del llamado “pensamiento débil” genera personalidades frágiles, fragmentadas e incoherentes. “El dogma de lo “políticamente correcto” se convierte en un imperativo absoluto, que contradiciéndose a sí mismo, alimenta un peligroso proceso de homologación. Y, a pesar de sus continuas llamadas a la tolerancia, de hecho no tolera la más mínima diversidad. En la actual sociedad pluralista toda expresión explícita de la propia identidad cristiana viene etiquetada como fundamentalismo o integrismo. Por ello la fe se convierte en un hecho rigurosamente confinado a la esfera de la vida privada”(4).

La sociedad de hoy, dominada por una cultura secularista y agnóstica, sólo acepta a los cristianos “invisibles”, los cristianos que no dan la cara, los cristianos acomodaticios que fácilmente integran acriticamente en su vida los “postulados” y los “dogmas” de lo “políticamente correcto”. Hay muchos cristianos sólo de nombre que, por temor o por ignorancia, corren tras los dictados de la cultura dominante imitando los discursos de este mundo y olvidando quienes son.

Pero frente a esto, tenemos que reaccionar con claridad y valentía. Hoy, más que en otras épocas, se necesitan cristianos coherentes, con una fuerte conciencia de su vocación y de su misión. Para un cristiano ser “uno mismo” es fundamental. “El nuestro es un tiempo de continuo movimiento, que a menudo desemboca en el activismo, con el riesgo del “hacer por hacer”. Tenemos que resistir a esa tentación, buscando el ser antes que el hacer”(5). Tenemos que vivir intensamente la esencia del cristianismo. Y la esencia del cristianismo es el encuentro con Cristo: un Cristo vivo en la Iglesia. Tenemos que redescubrir el cristianismo como un acontecimiento real que ocurre aquí y ahora en nuestras vidas, como ocurrió en las vidas de los primeros discípulos. El cristianismo no es una doctrina por aprender, ni tampoco un conjunto de preceptos morales. El cristianismo es una Persona, la Persona viva de Cristo que hay que encontrar y acoger en la propia vida, porque sólo este encuentro cambia radicalmente la existencia, fundamenta la moral y da el sentido último y definitivo a nuestro destino. “No será una fórmula la que nos salve, sino una Persona y la certeza que ella nos infunde”(6). Cristo es el que nos salva. “Él es el centro de la historia y del universo; él nos conoce y nos ama, compañero y amigo de nuestra vida, hombre de dolor y de esperanza; Él, ciertamente, vendrá de nuevo y será finalmente nuestro juez y también, como esperamos, nuestra plenitud de vida y nuestra felicidad”(7).

Estamos en unos momentos en los que tenemos que reconocer y proclamar con valentía y sin complejos el valor y la belleza de la vocación cristiana. Hemos de vivir con gozo y ofrecer al mundo la radical novedad cristiana que se deriva del bautismo. Toda nuestra dignidad y riqueza vienen del Bautismo: ese momento decisivo de nuestra vida en el que nuestra existencia se unió de forma definitiva con la existencia misma de Cristo. “No es exagerado decir que toda la existencia del fiel laico tiene como objetivo el llevarlo a conocer la radical novedad cristiana que deriva del Bautismo, sacramento de la fe, con el fin de que pueda vivir sus compromisos bautismales según la vocación que ha recibido de Dios (...) El Bautismo nos regenera a la vida de los hijos de Dios; nos une a Jesucristo y a su Cuerpo que es la Iglesia y nos unge en el Espíritu Santo constituyéndonos en templos espirituales”(8). Tenemos que descubrir todas las riquezas espirituales que encierra el Bautismo. Y para descubrirlas es absolutamente esencial una verdadera iniciación cristiana. “Todo el patrimonio genético, por así decir, del cristiano se contiene en este sacramento. “Criatura nueva” (2 Cor 5,17), el bautizado tiene el deber de testimoniar en el mundo la novedad y la belleza de la vida recibida gratuitamente en Cristo. Las riquezas espirituales encerradas en el bautismo son asombrosas y es nuestra misión tratar de vivirlas en plenitud. Ser santo no significa otra cosa”(9).


4.- Llamados a ser levadura evangélica.

Lo que más nos tiene que preocupar no es el ser pocos, sino el ser irrelevantes y marginales. La sal en las comidas es poca, pero da sabor; la cantidad de levadura en la masa es pequeña, pero la hace fermentar. Lo que tiene que preocuparnos es la mediocridad. Si la sal se vuelve sosa sólo sirve para que la pise la gente (Mt 5,13). Lo que verdaderamente debe inquietarnos es el conformismo y la pasividad. La cultura dominante es muy seductora y uno cae muy fácilmente en sus redes. Tenemos que estar muy vigilantes para no sucumbir ante esa tentación. Tenemos que recuperar un cristianismo verdaderamente audaz e incisivo que reclame su puesto y su presencia pública en la sociedad. Es un deber de caridad: el mundo necesita esa presencia. La sociedad, dominada por una cultura que ahoga valores muy sagrados de la persona humana está reclamando esa presencia activa y transformadora de los cristianos; y no se lo podemos negar: La creación con expectación desea vivamente la manifestación de los hijos de Dios (Rom 8,19).

Los cristianos tenemos el derecho y la obligación de hacernos oír en la sociedad. Es mucho lo que tenemos que ofrecer y no nos lo podemos guardar para nosotros por egoísmo o por miedo. Lo que hemos recibido gratis, lo hemos de dar gratis (cf. Mt 10,8). Como cualquier ciudadano tenemos el derecho y la obligación de participar activamente en la vida pública y en los debates culturales, económicos y políticos poniendo de manifiesto la visión del hombre que brota de nuestra fe en Jesucristo. Tenemos que manifestar con todos los medios legítimos que tengamos a nuestro alcance el derecho a la vida de todo ser humano desde que es concebido hasta su muerte natural; tenemos que defender el valor de la familia tal como la ley natural y la revelación divina nos la presentan, tenemos que exigir el derecho de los padres a educar a sus hijos, según sus convicciones, sin intromisiones totalitarias de ningún gobierno; tenemos que sentirnos siempre muy cerca, poniéndonos en su lugar, de las personas más débiles y desvalidas defendiendo sus derechos y prestándoles nuestra voz; tenemos que reclamar para nosotros y para todos el derecho a la libertad religiosa y no permitir, con nuestro silencio, que nuestros símbolos religiosos más queridos sean profanados; tenemos, en fin, que trabajar por el bien común ofreciendo nuestra visión cristiana de la vida , que es patrimonio de todos, al servicio de la justicia y de la paz. Juan Pablo II nos decía: “Si sois lo que debéis ser, es decir, si vivís el cristianismo sin componendas, podréis incendiar el mundo”(10). Y Benedicto XVI nos decía recientemente: “Llevad a este mundo turbado el testimonio de la libertad con la que Cristo nos ha liberado (cf. Gal 5,1). La extraordinaria fusión entre el amor a Dios y el amor al prójimo embellece la vida y hace que vuelva a florecer el desierto en el que a menudo vivimos. Donde la caridad se manifiesta como pasión por la vida y por el destino de los demás, irradiándose en los afectos y en los trabajos, y convirtiéndose en fuerza de construcción de un orden social más justo, allí se construye la civilización capaz de frenar el avance de la barbarie. Sed constructores de un mundo mejor, según el ordo amoris, en el que se manifieste la belleza de la vida humana”(11).

La fe no es una cuestión privada. Los discípulos de Cristo tienen una misión precisa que cumplir en el mundo, en el que son llamados a cuidar y hacerse cargo del hombre, de su dignidad y de su verdad integral. No es tarea fácil. Se requiere una conciencia moral recta, bien formada, fiel al magisterio de la Iglesia, porque la transformación del mundo y de sus estructuras o pasa a través de las conciencias o se reduce a cambios superficiales y efímeros. Se necesita el coraje de ser como Cristo, “signo de contradicción” (Lc 2,34). El Señor nos llama para seguirle y ser, con Él, artífices del proyecto de un mundo que se corresponda verdaderamente con la dignidad de la persona humana y su vocación trascendente. Esta es la verdadera “modernidad”: la que favorece al hombre, le hace más libre, responde mejor a su anhelos y le presenta un camino de esperanza y plenitud(12). “Una “modernidad” que no esté enraizada en auténticos valores humanos está destinada a ser dominada por la tiranía de la inestabilidad y del extravío. Por eso, toda comunidad eclesial apoyada en su fe y sostenida por la gracia de Dios, está llamada a ser punto de referencia y a dialogar con la sociedad en la que está insertada”(13). Los cristianos hemos de ser los pioneros de esa “modernidad”. Esa es la verdadera “revolución”, que el mundo necesita: la revolución de los santos. “¿Acaso no ha sido la belleza que la fe ha engendrado en el rostro de los santos la que ha impulsado a tantos hombres y mujeres a seguir sus huellas?”(14).

Para realizar todo esto es muy importante conocer el gran tesoro de la doctrina social de la Iglesia. “Para la Iglesia enseñar y difundir la doctrina social pertenece a su misión evangelizadora y forma parte esencial del mensaje cristiano”(15). En este sentido es una gran ayuda para todos el “Compendio de la Doctrina social de la Iglesia”.

Nuestro Congreso de Apostolado Seglar y especialmente todo el trabajo de reflexión que le va a preceder, nos tiene que ayudar a salir del letargo, de la superficialidad y de la indiferencia. Debemos contemplar e imitar el coraje de los confesores de la fe y de los mártires. Debemos recuperar la certeza de la fe en Jesucristo. Un coraje y una certeza basadas en la promesa del Señor: He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo (Mt 28,20).


5.- Con nuestra Madre la Iglesia.

La vocación y misión de los fieles laicos sólo se puede comprender a la luz de una renovada conciencia de la Iglesia como “sacramento o signo de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano”(16) y del deber personal de adherirse más firmemente a ella. La Iglesia es un Misterio de Comunión que tiene su origen en la Santísima Trinidad es el Cuerpo Místico de Cristo, el Templo del Espíritu Santo, es el Pueblo de Dios que unido por la misma fe, esperanza y caridad, camina en la historia hacia la definitiva patria celestial. Y nosotros como bautizados somos miembros vivos de este maravilloso y fascinante organismo; y alimentados por los dones sacramentales, guiados por sus pastores y enriquecidos constantemente por una gran variedad de carismas, participamos de su misma misión. Hoy es más necesario que nunca y particularmente en nuestra diócesis que los cristianos iluminados por la fe conozcan la Iglesia tal como es, con toda su belleza y santidad para sentirla y amarla como a su propia madre.

La vida moderna tiene una gran capacidad de dispersión. Crea personalidades individualistas, sin arraigo, sin historia, sin futuro, sin un terreno firme sobre el que asegurar los pasos: todo es relativo, nada hay seguro ni definitivo, como si sólo fuésemos dueños de un presente que se nos escapa de las manos antes de poderlo disfrutar. La vida moderna nos hace experimentar y, a veces, nos impone compromisos de todo tipo, marcados todos ellos por el signo de la parcialidad y de la superficialidad: compromisos, en muchos casos contradictorios. El resultado de todo esto es la fragmentación de la persona y, en bastantes casos, una dramática crisis de identidad. Al final uno se pregunta: ¿quién soy yo? ¿dónde está la verdad? ¿dónde está mi “hogar!”? Es el drama del “hijo pródigo” (cf. Lc 15,11-32) de la parábola, que después de haberlo probado todo termina por no saber quién es y siente la añoranza de un “hogar” y de un “padre”.

Este riesgo lo corremos también los cristianos. Y por eso necesitamos un punto firme de referencia; necesitamos un sentido de pertenencia fuerte y “totalizante”, capaz de unificar todas las dimensiones de la vida y de darle un sentido completo. Ese punto firme de referencia es la Iglesia. En la Iglesia, Misterio de Comunión, el Señor Jesús nos hace comprender que “esa comunión fraterna es el reflejo maravilloso y la misteriosa participación en la vida íntima de amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Por ella Jesús pide: Que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos sean también uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado (Jn 17,21)(17). “La Iglesia nos ofrece el encuentro con Cristo, con el Dios vivo, con el “Logos”, que es la Verdad, la Luz, que no hace violencia a las conciencias, no impone una doctrina parcial, sino que nos ayuda a ser nosotros mismos hombres y mujeres plenamente realizados; así nos ayuda a vivir en la responsabilidad personal y en la comunión más profunda entre nosotros, una comunión que nace de la comunión con Dios, con el Señor”(18).

. Hemos de sentirnos en la Iglesia, Misterio de Comunión, como en nuestro auténtico “hogar”, para descubrir en ella, con Cristo y por la gracia del Espíritu Santo, al único y verdadero “Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos” (Ef. 4,6).

Para poder llevar adelante un verdadero proceso de educación y formación en la fe, es esencial tener un fuerte sentido de pertenencia a la Iglesia: una pertenencia agradecida y llena de amor, reconociendo que en ella hemos recibido lo más valioso que tenemos: hemos recibido a Cristo, nuestro “tesoro escondido” y unidos a Cristo, por el Espíritu Santo, hemos recibido la gracia de estar íntimamente unidos a todos los cristianos, formando un solo Cuerpo. Pertenecer a la Iglesia significa descubrir que en ella nos encontramos permanentemente con Cristo y nos hacemos uno con Él, porque en la Iglesia, cada vez que comulgamos el Cuerpo y la Sangre del Señor, nos unimos a Él de tal manera que llegamos a convertirnos en su propio Cuerpo, con sus mismos sentimientos y su misma misión; y nos hacemos capaces de participar en su mismo Sacrificio Redentor uniendo nuestros trabajos y sufrimientos a los suyos para la salvación del mundo. “Creer es un acto eclesial. La fe de la Iglesia precede, engendra, conduce y alimenta nuestra fe”(19).

Hay muchos medios para vivir esta pertenencia a la Iglesia. El primero y más inmediato es la Parroquia. “La comunión eclesial, aún conservando siempre su dimensión universal, encuentra su expresión más visible en la Parroquia. Ella es la última localización de la Iglesia; es, en cierto sentido, la misma Iglesia entre las casas de sus hijos y de sus hijas (...) La parroquia no es principalmente una estructura, un territorio, un edificio; ella es la familia de Dios, como una fraternidad animada por el Espíritu de unidad, es una casa de familia, fraterna y acogedora, es la comunidad de los fieles. En definitiva la parroquia está fundada sobre una realidad teológica, porque ella es una comunidad eucarística. Esto significa que es una comunidad idónea para celebrar la Eucaristía, en la que se encuentra la raíz viva de su edificación y el vínculo sacramental de su existir en plena comunión con toda la Iglesia”(20).

Sois muchos los que estáis comprometidos, de forma ejemplar, en la vida de las parroquias, colaborando en múltiples actividades. Cada vez que visito las parroquias siento asombro por su vitalidad y doy gracias a Dios por todos los que en ellas estáis entregando vuestro tiempo y vuestras energías al servicio de la evangelización. Pero ahora, me atrevo a pediros algo más; os pido que pongáis el acento sobre todo en la misión. Las parroquias son “islas” o, más bien, “oasis”, en medio de un mundo pagano. Todos hemos de ponernos en actitud de misión. Todos hemos de sentir una fuerte llamada del Señor a ser misioneros que anuncien con valentía el evangelio de Cristo. No podemos esperar tranquilamente a que la gente llegue; hace falta algo más. Como el buen pastor hemos de salir a buscar a la oveja perdida, hemos de entrar en las casas, hemos de hacernos presentes en la vida de los barrios, en sus centros culturales, en su lugares de ocio, en sus colegios, en sus asociaciones, en sus medios de comunicación y en sus ayuntamientos: Caritas Christi urget nos. Nos apremia el amor de Cristo (2 Cor 5,14).

Sabéis que una de la mayores preocupaciones que tenemos en la Diócesis es la de crear parroquias en los nuevos barrios y urbanizaciones que van surgiendo. Es un problema que nos afecta a todos. Os pido unidad de esfuerzos, espirituales y materiales, para que en todos los lugares de la Diócesis exista una parroquia en la que los recién llegados a esos barrios, en muchas ocasiones perdidos y desorientados, puedan sentir la presencia cercana de una Iglesia que les acoge y puedan encontrar en ella un lugar donde experimentar unas relaciones más fraternas y una “casa” abierta a todos y al servicio de todos.(21). Y para que en esas nuevas parroquias se puede celebrar la eucaristía es necesario que haya sacerdotes. Pidamos al Señor que nos envíe sacerdotes, según su corazón; y pongamos también los medios pastorales para que esto suceda. “Jesús, al ver a la muchedumbre, sintió compasión de ella, porque estaban vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor. Entonces dijo a sus discípulos: la mies es abundante y los trabajadores pocos. Rogad, pues al dueño de la mies que envíe obreros a su mies” (Mt 9,36-38).

Y en esta búsqueda de ámbitos donde vivir la comunión eclesial ocupan un lugar muy importante las diversas asociaciones laicales, los movimientos eclesiales y las nuevas comunidades. Son una gran riqueza para la Iglesia. En mis encuentros con estas nuevas realidades eclesiales reconozco, por los frutos de santidad que veo en ellas, una verdadera presencia del Espíritu. Doy gracias a Dios por este don que Él nos regala y animo a todos a vivir atentos a lo que el Espíritu les vaya sugiriendo, abiertos a la universalidad de la Iglesia y siempre fieles a su magisterio.

Hago un llamamiento especial a la Acción Católica: está destinada a ser un elemento esencial para dar consistencia y para articular debidamente en todas la parroquias de la Diócesis un apostolado seglar asociado vivo, organizado, activo y misionero. En nuestra Iglesia diocesana necesitamos la Acción Católica. “El vínculo directo y orgánico de la Acción Católica con la Diócesis y con su Obispo; el asumir la misión de la Iglesia y sentirse dedicados a la propia Iglesia y a la totalidad de su misión; el hacer propios el camino, las opciones pastorales y la espiritualidad de la Iglesia diocesana; todo esto hace que la Acción Católica no sea una asociación eclesial cualquiera, sino un don de Dios y un recurso para el incremento de la comunión eclesial (...) Acción Católica, ¡No tengas miedo! Perteneces a la Iglesia y te ama el Señor, que guía siempre tus pasos hacia la novedad jamás superada del Evangelio”(22).


6.- María, Madre de Cristo y de la Iglesia intercede por nosotros.

Quero terminar encomendando a la Virgen María el trabajo y los frutos de Congreso y lo hago con la oración con la que concluye la Exhortación Apostólica postsinodal de Juan Pablo II sobre la vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo Christifideles laici:

“Oh Virgen Santísima, Madre de Cristo y Madre de la Iglesia, con alegría y admiración nos unimos a tu Magnificat,
a tu canto de amor agradecido.

Contigo damos gracias a Dios, cuya misericordia se extiende de generación en generación, por la espléndida vocación
y por la multiforme misión confiada a los fieles laicos,
por su nombre llamados por Dios a vivir en comunión de amor y de santidad con Él y a estar fraternalmente unidos

en la gran familia de los hijos de Dios,
enviados a irradiar la luz de Cristo y a comunicar el fuego del Espíritu
por medio de su vida evangélica en todo el mundo. Virgen del Magnificat, llena sus corazones
de reconocimiento y entusiasmo por esta vocación y esta misión.

Tú que has sido, con humildad y magnanimidad
la esclava del Señor, danos tu misma disponibilidad para el servicio de Dios y para la salvación del mundo.

Abre nuestros corazones a las inmensas perspectivas del Reino de Dios
y del anuncio del Evangelio a toda criatura.

En tu corazón de Madre están siempre los muchos peligros
y los muchos males que aplastan a los hombres y mujeres de nuestro tiempo.

Pero también están presentes tantas iniciativas de bien,
las grandes aspiraciones a los valores, los progresos realizados en el producir frutos abundantes de salvación.

Virgen valiente, inspira en nosotros la fortaleza de ánimo
y confianza en Dios,
para que sepamos superar todos los obstáculos que encontremos en el cumplimiento de nuestra misión.

Enséñanos a tratar las realidades del mundo con un vivo sentido de responsabilidad cristiana y en la gozosa esperanza
de la venida del Reino de Dios, de los nuevos cielos y de la nueva tierra.

Tú que junto a los Apóstoles has estado en oración en el Cenáculo esperando la venida del Espíritu de Pentecostés,
invoca su renovada efusión sobre todos los fieles laicos, hombres y mujeres,

para que correspondan plenamente a su vocación y misión,
como sarmientos de la verdadera vid, llamados a dar mucho fruto para la vida del mundo.

Virgen Madre, guíanos y sostennos para que vivamos siempre
como auténticos hijos e hijas de la Iglesia de tu Hijo
y podamos contribuir a establecer sobre la tierra
la civilización de la verdad y del amor, según el deseo de Dios y para su gloria. Amén(23).

Con mi bendición y afecto:

+ Joaquín María, Obispo de Getafe

15 de Agosto de 2007, Solemnidad de la Asunción de la Virgen María


1) Concilio Vaticano II. Apostolicam actuositatem, 2

2) Concilio Vaticano II. Lumen gentium, 31

3) Juan Pablo II. Mensaje al Congreso Internacional del Laicado Católico, no 4 (21 de Noviembre de 2000)

4) Mons. Rilko. Congreso de Apostolado Seglar. Madrid 2004

5) Juan Pablo II. Novo millenio ineunte, n. 15

6) Ibidem, n. 29

7) PabloVI. Homilía. Manila, 29 de Noviembre de 1970. 

8) Juan Pablo II. Christifideles laici, n. 10.

9) Mons. Rilko. Congreso de Apostolado Seglar. Madrid 2004.

10) Juan Pablo II. Jubileo del apostolado de los laicos, 26 de Noviembre de 2000

11) Benedicto XVI. Mensaje al II Congreso Mundial de los Movimientos Eclesiales y de las Nuevas Comunidades. 22 de Mayo de 2006

12) Cf. Mons. Rilko. Congreso de Apostolado Seglar. Madrid, 14 de Noviembre de 2004.

13) Benedicto XVI. Discurso a los obispos de Letonia, Lituania y Estonia. 23 de Junio de 2006.

14) Benedicto XVI. Mensaje al II Congreso Mundial de M.E. y N.C. 22 de Mayo de 2006.

15) Juan Pablo II. Centesimus annus, n. 5.

16) Concilio Vaticano II. Lumen gentium, 1.

17) Juan Pablo II. Christifideles laici, n. 18

18) Benedicto XVI. Visita a la Parroquia de Santa Felicidad. 25 de Marzo de 2007

19) Catecismo de la Iglesia Católica, n. 182. 

20) Juan Pablo II. Chritifideles laici, n. 26.

21) Juan Pablo II. Christifideles laici, n. 27.

22) Juan Pablo II. Discurso a los participantes de la IX Asamblea nacional de la A.C. italiana. 26 de Abril de 2002

23) Juan Pablo II. Christifideles laici, n 64.

Carta con motivo de la mision joven en la Diocesis de Getafe

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Carta de D. Joaquín Mª para el

PROYECTO DE EVANGELIZACIÓN DE LOS JÓVENES DE LA DIÓCESIS DE GETAFE: JÓVENES EN LA IGLESIA, CRISTIANOS EN GETAFE DELEGACION DE JUVENTUD

El mandato de Jesucristo a sus apóstoles: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación” tiene en el “mundo de los jóvenes” y de una manera muy especial en nuestra diócesis, una especial urgencia. La juventud, nos dice Juan Pablo II “es el tiempo de un descubrimiento particularmente intenso del propio ‘yo’ y del propio ‘proyecto de vida’; es el tiempo de un crecimiento que ha de realizarse “en sabiduría, en edad y en gracia ante Dios y ante los hombres” (Lc 2,52) (...) La Iglesia ha de revivir el amor de predilección que Jesús ha manifestado por el joven del evangelio: “Jesús fijando en él su mirada lo amó”(Mc 10,21). Por eso la Iglesia no se cansa de anunciar a Jesucristo, de proclamar su evangelio como la única y sobreabundante respuesta a las más radicales aspiraciones de los jóvenes, como la propuesta fuerte y enaltecedora de un seguimiento personal (“Ven y sígueme” Mc 10, 21), que supone compartir el amor filial de Jesús por el Padre y la participación en su misión de salvación de la humanidad. ¡La Iglesia tiene tantas cosas que decir a los jóvenes y los jóvenes tienen tantas cosas que decir a la Iglesia! Este recíproco diálogo – que se ha de llevar a cabo con gran cordialidad, claridad y valentía – favorecerá el encuentro e intercambio entre generaciones, y será fuente de riqueza y de juventud para la Iglesia y para la sociedad civil”.

Ofrezco con gozo y esperanza a todas las personas e instituciones que trabajamos en la pastoral de juventud este “Proyecto de evangelización de los jóvenes de la Diócesis de Getafe”, que ha preparado con mucho acierto la Delegación Diocesana de Juventud. Pretende ser un lugar de encuentro y un fundamento clarificador para todos aquellos que, enriquecidos por el Espíritu Santo con carismas y responsabilidades diversas y moviéndonos en ámbitos institucionales diferentes, queremos vivir el don de la comunión eclesial, enriqueciéndonos mutuamente y ayudándonos para que los jóvenes de nuestra diócesis conozcan, amen y sigan a Jesucristo, nuestro bien supremo y nuestro tesoro más precioso y a la Iglesia, en la cual vive y actúa el Señor resucitado, familia de Dios, instrumento y signo de salvación.

Es muy grande la tarea que hemos de realizar. Son muchos los jóvenes que, inmersos en una cultura alejada de Dios, se sienten perdidos “como ovejas sin pastor”. Pero también sois muchos los que en nuestra diócesis, tocados por el Espíritu Santo, habéis escuchado la llamada del Señor y deseáis con todo el corazón ayudar a los jóvenes a encontrarse con Cristo. La misión que se nos confía es inmensa y apasionante. Sabemos por experiencia que, como la tierra fecunda de la parábola, hay mucha gente joven esperando que algún sembrador deposite en ellos la semilla de la Palabra. No podemos defraudarles. Confiemos en la fuerza de la Palabra. Dejémonos guiar por el Espíritu Santo, que hará posible que en nuestra debilidad se manifieste el poder de Dios.

Deseo y pido a Dios que este proyecto de evangelización acreciente en todos nosotros el ardor apostólico y fortalezca nuestra comunión. “Que todos sean uno para que el mundo crea que tu me has enviado”. Encomiendo especialmente a nuestra Madre la Virgen María los frutos de este Proyecto. Que como el joven apóstol Juan, nuestros jóvenes reciban “en su casa” como madre a María, y ella les lleve con paciencia maternal a Jesús y a su Iglesia.

Con mi bendición y afecto:
+ Joaquín María López de Andújar y Cánovas del Castillo
Obispo de Getafe