Carta con motivo del proyecto de evangelizacion de los jovenes de la Diócesis

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Carta de D. Joaquín María con motivo de la Misión joven en la Diócesis de Getafe Año 2007

EN EL NOMBRE DE CRISTO: ¡VIVE!

La misión está en marcha. El Señor nos ha tocado el corazón y, enviados por Él, nos hemos puesto en camino. Siempre es Cristo quien envía.

Un día escuchamos su voz que nos decía: sígueme. Le creímos, le seguimos y empezamos un trato de amistad con Él. Conversando con Él, en la oración y en la escucha de la Palabra, fuimos aprendiendo a derribar las barreras de la superficialidad y del miedo. En el sacramento de la reconciliación empezamos a gustar la alegría del perdón y la posibilidad de una vida nueva. Recibiendo, en la Eucaristía, su Cuerpo y su Sangre comenzamos a entender que no hay mayor amor que el que da la vida por sus hermanos. En los numerosos encuentros, vividos en nuestras comunidades parroquiales o con jóvenes de otros muchos lugares, fuimos descubriendo a la Iglesia como pueblo sin fronteras, que se abre paso en medio del mundo, como signo de vida y salvación para todos los hombres. Y nos fuimos sintiendo cada día más felices de pertenecer a ese Pueblo. En los momentos difíciles, en los momentos de prueba, que es cuando de verdad se descubre hasta que punto nuestras opciones son auténticamente válidas, hemos comprobado que sólo de Jesús se pueden recibir respuestas que no engañan ni defraudan.

Ahora el Señor nos envía. Vemos con claridad que Él está despertando en nosotros una nueva conciencia de su presencia. Nos llama por nuestro nombre y nos hace sentir la urgencia de llevar su amor misericordioso a esa gran multitud de jóvenes que no le conocen. También en nosotros se está cumpliendo la Palabra que escucharon los profetas: «Antes de formarte en el vientre te escogí»'.

Poco a poco, en nuestros proyectos de misión, Él nos está ayudando a descubrir el modo práctico de concretar el «yo te envío». No podemos quedamos sólo en palabras o en vagos y difusos sentimientos. Tenemos que convertir en tareas concretas y en propuestas bien definidas nuestro anuncio misionero. Yeso es
lo que ya estamos haciendo. Demos gracias a Dios. Todos los proyectos son expresión de vida y esperanza. Llevan la marca de la confianza en el Señor y darán mucho fruto. Estoy completamente seguro.

Sí; confiemos en la fuerza de su Espíritu Santo que nos va a llenar de fortaleza, sabiduría, entendimiento y valentía para llevar adelante estos proyectos. Y no sólo estos proyectos sino también todos los que vengan después. Todo, en nosotros y en la Iglesia, tiene que estar lleno de dinamismo misionero. Porque la misión empieza ahora pero no termina nunca. La misión va más allá de los proyectos. La misión es, sobre todo, una actitud interior que tiene que transformar el corazón del misionero para llenarle, día a día, de amor divino y hacerle servidor de sus hermanos hasta identificarse con Jesús, dando su vida por ellos. La misión tiene que entrar en el ser más profundo de nuestras parroquias, colegios y asociaciones para que en ellas todo se oriente hacia un
anuncio de Cristo, claro, valiente, explícito, directo e interpelante, sin respetos humanos, dando a nuestros hermanos que «viven en tinieblas y en sombras de muerte», la vida de Aquel que ha sido constituido Señor de todas las gentes y luz de las naciones. El mundo necesita a Cristo. Los jóvenes necesitan a Cristo. Tenemos que decir a cada joven: en el nombre de Cristo ¡vive! Tenemos que
descubrir a los jóvenes que una vida sin Cristo puede irse sosteniendo con entretenimientos, con evasiones, con activismo, con afán de poder y notoriedad, con pequeños sorbos de felicidad efímera; pero, al final, termina en la desesperanza y en el desprecio de la vida misma. Los jóvenes están hambrientos de vida y sólo en Cristo encontrarán la vida verdadera. Tenemos que abrirles los
ojos para que no cedan a los atractivos y a los fáciles espejismos del mundo, que a menudo se transforman en trágicas desilusiones. Tenemos que llevarles a Jesús para que en Él encuentren la felicidad y la luz.

En estos momentos, embarcados en este gran proyecto de la Misión Joven, suelen aparecer los temores y las vacilaciones. Seguro que en nuestra imaginación habrá momentos en que todo aparecerá muy difícil y poco menos que irrealizable. Y no faltarán las voces de quienes nos llamen ilusos. Pero es entonces cuando tenemos necesidad de oír la voz del Señor que nos dice: «No les tengas miedo (...) Mira; yo te convierto hoy en plaza fuerte, en columna de hierro, en muralla de bronce (...) Lucharán contra ti, pero no te podrán, porque Yo estoy contigo para librarte»3.

El trabajo de la misión no es cosa nuestra, es cosa del Señor. Él nos ha elegido, Él nos ha llamado, Él está junto a nosotros y nos acompaña. Y nosotros, Iglesia que camina en Getafe con la mirada fija en el Señor, nos fiamos de su Palabra.

Os abraza y bendice, vuestro Obispo:

+ Joaquín María

 

Funeral del policia nacional asesinado por ETA en Madrid el 10 de julio de 2001

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HOMILÍA DEL FUNERAL DEL POLICÍA NACIONAL ASESINADO POR ETA EN MADRID EL 10 DE JULIO DE 2001
SAN MARTÍN DE VALDEIGLESIAS , 11 DE JULIO DE 2001

Queridas autoridades, queridos hermanos y amigos y muy especialmente querida familia de Luis, queridos padres y hermanos, querida Maite:

Estáis viviendo en estos momentos una experiencia muy dura, una experiencia de profunda tristeza y desconcierto. Estáis verdaderamente desolados. ¿ Cómo ha podido suceder esto? ¿Cómo es posible que exista gente tan desalmada y tan irracional que nos haya podido arrebatar de esta forma cruel y bárbara a nuestro querido Luis? ¿Cómo se puede entender que de una manera calculada, preparada fríamente y pretendidamente justificada nos hayan destrozado la vida?

Sé que en unas circunstancias como estas, cualquier palabra sobra. No hay palabras.

Pero permitidme que os diga, con todo mi cariño, que vuestra tristeza y vuestro dolor es también nuestra tristeza y nuestro dolor. Quiero estar muy cerca de vosotros y conmigo toda la Iglesia y particularmente esta Iglesia y este pueblo de San Martín: pueblo de gente buena, pueblo de personas sencillas que aman la vida y que acogen con afecto a todo el que llega. Este pueblo ¡tu pueblo, Maite!, con lagrimas en los ojos y el corazón encogido, os abraza con mucho amor , para consolaros, para llorar con vosotros, para abriros las puertas de sus casas y para que os sintáis rodeados de amigos, que os quieren de verdad y os ofrecen toda la ayuda que necesitéis. No estáis solos.

Y este pueblo bueno y cordial y esta Iglesia a la que represento quiere unirse también a vosotros y a todos los hombres y mujeres con sentimientos de humanidad para condenar, una vez más, con toda firmeza este crimen y todos los crímenes y atrocidades que ETA desde hace tantos años viene cometiendo. Y para condenar no sólo a los autores materiales de este crimen, de este horrendo pecado, sino también a todos los que de una u otra forma, directa o indirectamente, por acción o por omisión, están cooperando con este pecado.

Porque en el pecado ajeno puede haber una cooperación y, por lo tanto, en grados diversos, una grave responsabilidad.

Hay cooperación y participación en el plano de la voluntad: mandando y dando órdenes a los asesinos o aconsejándoles, o consintiendo lo que hacen o elogiándolos o justificándolos.

Se puede cooperar en el plano de la acción participando directa o indirectamente en el pecado ajeno o encubriendo a los culpables o siendo cómplices de ellos.

Y, se puede cooperar - y esto frecuentemente se olvida - con la omisión o el silencio culpable o con la no oposición clara y rotunda, o con la indiferencia y la no manifestación en su contra, o , especialmente en el caso de los que tienen responsabilidades sociales o políticas, no poniendo todos los medios a su alcance, de palabra y con actuaciones, para acabar con ETA, incluso dejando a un lado aspiraciones legítimas. Porque no basta despreciar a ETA. Hay que poner todos los medios que la ley permita para acabar con ella. Y las aspiraciones legítimas, se hacen ilegítimas, se pervierten, cuando se anteponen a bienes superiores como el bien de la vida o el bien de la libertad.

Pero, hoy especialmente, querida familia de Luis quiero que, por encima de todo, mi palabra sea para vosotros una palabra de esperanza y una palabra de fe.

Nuestro hermano Luis ha muerto cumpliendo su deber y ayudando a la gente para que no sufrieran ningún daño.Y Jesucristo dice: “No hay amor más grande que el que da la vida por sus amigos” y en el evangelio que hemos escuchado dice también: “ Venid benditos de mi Padre, heredad el Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo ... porque lo que hicisteis a mis hermanos más humildes me lo hicisteis a mi”

Nosotros creemos y proclamamos que Jesucristo muerto en una cruz, por nuestros pecados, asumiendo todos los sufrimientos e injusticias de la humanidad, ha resucitado de entre los muertos; y vive y da la vida a cuantos creen en El. Y todos los que han muerto en el Señor y han muerto amando y entregándose al prójimo un día resucitarán con El.

SI. Creemos en la resurrección de los muertos. Creemos que llegará un día, como dice el libro del Apocalipsis, en que “ya no habrá ni muerte, ni luto, ni llanto ni dolor”.

Creemos que hemos nacido no para morir, sino para vivir. Ceemos que el ser humano no es fruto de la casualidad o del azar; que no es, como una estrella fugaz, que nace de la nada y se pierde en la nada y en el olvido. El ser humano, nos dice la razón, es algo tan maravilloso, que sólo puede ser fruto de una sabiduría y de un amor personal. Y eso que la razón intuye, nos lo confirma la fe. Dios ha querido revelarnos su Rostro en Jesucristo, que es su Palabra. Nosotros creemos que la sabiduría y el amor de Dios se han hecho rostro humano en Jesucristo y en El la muerte ha sido vencida y el amor ha triunfado. Eso es lo que ahora vamos a celebrar en la Eucaristía: el Misterio Pascual, el Misterio de nuestra fe: “Anunciamos tu muerte proclamamos ti resurrección ¡Ven Señor Jesús!

Creemos que somos fruto del amor divino y que nuestro destino, en Cristo muerto y resucitado, por el que podemos llegar a ser hijos de Dios, es el encuentro definitivo e inefable con la inmensidad del Amor de Dios.

Nuestro querido hermano Luis ha muerto en un acto de servicio y de amor.” En el atardecer de la vida seremos juzgados por el amor”

Creemos y esperamos encontrarnos un día con él, en el amor de Dios.

San Martín de Valdeiglesias, 11 de Julio de 2001

Homilía Ordenación Mons Rico

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HOMILÍA DE LA ORDENACIÓN EPISCOPAL DE MONS. D. JOSÉ RICO PAVÉS

Muy queridos Sres. cardenales, arzobispos y obispos.
Muy queridos hermanos sacerdotes, seminaristas y consagrados
Estimadas y dignas autoridades.
Queridos padres, hermanos y familiares de D. José Rico.
Muy queridos amigos y hermanos.
Saludo también con mucho cariño y gratitud a las comunidades contemplativas que están muy unidas a nosotros en esta celebración y nos sostienen con su oración y con su vida escondida con Cristo en Dios.

Nuestra diócesis se llena de alegría y da gracias a Dios por el regalo de un obispo auxiliar que pueda compartir conmigo la carga y el gozo del ministerio apostólico, en comunión plena con el sucesor de Pedro y con la colaboración fecunda del presbiterio diocesano, para el servicio de todo el Pueblo Santo de Dios, con el que compartimos el sagrado mandato del Señor de anunciar el evangelio a todas las gentes.

El evangelio de forma concisa nos describe la vocación del apóstol S. Mateo. “Vio Jesús a un hombre llamado Mateo (...) y le dijo: sígueme. Él se levantó y lo siguió” (Mt 9,9). Así de sencilla es la vocación: una mirada del Señor, una invitación a seguirle y una respuesta inmediata. Mirada, invitación y respuesta que se van repitiendo y actualizando a lo largo de toda la vida, según las diversas responsabilidades que el Señor nos va confiando, y que hoy en la vida del nuevo obispo auxiliar van a resonar de forma especial. 

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Misa Crismal

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Homilía de D. Joaquín María López de Andújar, Obispo de Getafe con motivo de la MISA CRISMAL el 19 de abril de 2011, en la Catedral de Santa María Magdalena, en Getafe

Querido hermano en el episcopado, D. Rafael, queridos hermanos sacerdotes, queridos seminaristas, queridos hermanos y hermanas todos en el Señor:

Esta mañana, en comunión con toda la Iglesia, celebramos la solemne Misa Crismal, que nos prepara para participar en los Sagrados Misterios de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor, de cuyo costado traspasado brotaron los sacramentos de la Iglesia. Los sacramentos brotan de la Pascua y la Pascua es novedad, es vida nueva, es un continuo renacer en Cristo por el don del Espíritu Santo. Por eso se consagran o se bendicen el crisma y los diversos óleos para las celebraciones sacramentales de toda la diócesis: para que el Espíritu del Señor nos renueve constantemente y nos haga criaturas nuevas en Cristo muerto y resucitado.

Pero esta Misa tiene, sobre todo, un profundo sentido sacerdotal ya que en ella conmemoramos - anticipadamente por razones pastorales - el día en el que el Señor Jesús confirió el sacerdocio a los apóstoles y a nosotros. Y, por esta razón, los sacerdotes renovaremos, ante el pueblo de Dios, presidido por su obispo, nuestras promesas sacerdotales. Quisiera por ello dirigirme de manera muy especial a los sacerdotes aquí reunidos y a todos los sacerdotes de nuestra diócesis de Getafe.

Hoy vuelven, sin duda, a nuestra memoria aquellas palabras pronunciadas el día de nuestra ordenación, cuando el obispo ponía en nuestras manos el pan y el vino del sacrificio eucarístico, diciéndonos: Recibe la ofrenda del pueblo santo para presentarla a Dios: considera lo que realizas e imita lo que conmemoras y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor”. El sacerdocio está íntimamente ligado al sacrificio eucarístico. Su razón de ser es, sobre todo, prolongar en el tiempo este misterio de salvación, ofrecer la única “victima pura, santa e inmaculada” y alimentar con ella al pueblo santo de Dios. Y la grandeza de esta tarea supone en cada uno de nosotros, sacerdotes de Cristo, precisamente la imitación de lo que conmemoramos y la configuración de nuestra vida con el misterio de la cruz del Señor. Nuestra vida sólo tiene sentido si está siempre orientada a reproducir con nuestras palabras, nuestras obras y nuestros sentimientos al modelo supremo de nuestro sacerdocio que es Jesucristo.

En la Misa Crismal de este año, que está ya muy cerca de la Jornada Mundial de la Juventud, me gustaría acrecentar en vosotros, queridos hermanos sacerdotes, y en mí mismo, el deseo y la responsabilidad de hacer presente en medio de los jóvenes a nuestro Señor Jesucristo, como Aquél en el que siempre encontrarán los jóvenes respuesta a sus preguntas, consuelo en su soledad, fortaleza y animo para superar todos los obstáculos y luz que ponga claridad en medio de la confusión. Juan Pablo II, que será beatificado dentro de pocos días, en su carta a los sacerdotes del Jueves Santo del año 1985, -año de la primera Jornada de la Juventud- inspirándose en el relato evangélico del encuentro de Jesús con el joven rico, exhortaba a los sacerdotes a trabajar en la pastoral de juventud

Sorprende, en el encuentro de Jesús con el joven rico, decía Juan Pablo II, la facilidad con la que este joven puede llegar hasta Jesús y la confianza con la que le manifiesta sus inquietudes y su deseo de vida eterna. Para él, el Maestro de Nazaret era alguien a quien podía dirigirse con franqueza; alguien a quien podía confiar sus interrogantes esenciales; alguien de quien podía esperar una respuesta verdadera. Todo esto es para nosotros, sacerdotes, una indicación fundamental en nuestro trabajo con los jóvenes. Cada uno de nosotros ha de esforzarse por tener una capacidad de acogida parecida a la de Cristo para que los jóvenes puedan acceder a nosotros con facilidad y sin temor. Es necesario que los jóvenes no encuentren dificultad en acercarse al sacerdote y que noten siempre en él: apertura, benevolencia y disponibilidad frente a los problemas que les agobian. Y si son de temperamento reservado, o se cierran a sí mismos, el comportamiento acogedor del sacerdote ha de ayudarles a superar todas las resistencias que puedan venir de esa forma de ser. Hemos de pedir constantemente al Señor que nos dé luz para poder iniciar con cualquier joven que se nos acerque un verdadero diálogo de salvación.

El joven que se acerca a Jesucristo pregunta directamente: “Maestro bueno, ¿qué he de hacer para alcanzar la vida eterna? (Mc.107). Es la misma pregunta, aunque quizás no de una forma tan explícita, que los jóvenes nos hacen a nosotros. Muchas veces la pregunta viene envuelta entre otras cuestiones y rodeada de una especie de indiferencia, de desconfianza, de dudas e incluso de fuerte crítica a la Iglesia. Pero el sacerdote debe saber intuir lo que hay detrás de esa apariencia. Y lo que hay es un anhelo muy profundo de verdad, de libertad, de amor y de belleza.

Hace falta que el sacerdote, que está en contacto con los jóvenes, sepa escuchar y sepa responder. Sepa escuchar lo que hay en el interior de cada joven. Y sepa responder con palabras verdaderas que pongan luz en la oscuridad de su corazón. Y para que ambas cosas se den: capacidad de escucha y capacidad de respuesta, hace falta una gran madurez sacerdotal, hace falta una clara coherencia entre la vida y la enseñanza. Y esto sólo puede ser fruto de la oración, de la unión íntima con Jesucristo y de la docilidad al Espíritu Santo.

El joven del evangelio espera de Jesús la verdad y acepta su respuesta como expresión de una verdad que le compromete. Y la verdad siempre es exigente. No hemos de tener miedo de exigir mucho a los jóvenes. Puede ser que alguno se marche “entristecido” cuando le parezca que no es capaz de hacer frente a algunas de estas exigencias. Sin embargo, a pesar de todo, hay “tristezas” que pueden ser salvíficas. A veces los jóvenes tienen que abrirse camino a través de esas “tristezas salvíficas” para llegar gradualmente a la verdad y a la alegría que la verdad lleva consigo. Además los jóvenes saben perfectamente que el verdadero bien no puede ser “fácil”, sino que debe costar esfuerzo. Ellos tienen un sano instinto en todo lo que se refiere a los valores auténticos. Y, si no han sido corrompidos por el mundo, saben reaccionar, aunque les cueste, ante el bien que se les presenta. Si, por el contrario la depravación ha entrado en ellos, habrá que reconstruir, con la ayuda de la gracia divina, esas vidas rotas, dando gradualmente respuestas verdaderas, proponiendo verdaderos valores y esperando siempre en la capacidad del hombre para acoger el bien y la verdad.

En el modo de actuar de Jesús hay algo que es esencial en el diálogo pastoral. Cuando el joven se dirige a él, llamándole “maestro bueno”, Jesús, en cierta manera, “se echa a un lado” y le responde: “nadie es bueno, sino sólo Dios”. En nuestra relación pastoral con los jóvenes esto es fundamental. Nosotros hemos de estar personalmente comprometidos con ellos, hemos de comportarnos con naturalidad, hemos de ser compañeros de camino, guías y padres. Pero nunca podemos oscurecer a Dios, o a la Iglesia, poniéndonos nosotros en primer plano. Nunca podemos empañar, con personalismos estériles, a quien es el “solo bueno”, a quien es Invisible y, a la vez está muy presente, a quien es el único Señor y Maestro interior. Todo diálogo pastoral con los jóvenes tiene un único objetivo: servir y ampliar el espacio para que Dios entre en la vida de ese joven.

Cuando el joven le dice a Jesús que cumple los mandamientos, dice el evangelio que “Jesús le miró con amor”. En nuestro trato pastoral con los jóvenes hemos de tener siempre presente que la fuente primera y más profunda de nuestra eficacia pastoral es mirar a los jóvenes con el mismo amor con que Jesús los mira. Y la mirada de Jesús es una mirada de amor desde la cruz, es una mirada de amor que da la vida. Puede decirse que todo nuestro esfuerzo de ascesis sacerdotal y de espíritu de oración y de preparación intelectual y de fraternidad sacerdotal y de unión con Cristo se muestran como auténticos y verdaderos si nos ayudan a ser capaces de mirar a los jóvenes con el mismo amor con que los mira Jesús. Sólo un amor desinteresado, gratuito y crucificado como el de Jesús puede llegar al corazón de los jóvenes. Ellos tienen una gran necesidad de este amor. Pero son también enormemente críticos y descubrirán inmediatamente si la mirada del sacerdote viene de Dios o viene de un afán de personalismo más o menos encubierto.

Queridos hermanos sacerdotes: debemos pedir insistentemente al Señor que nuestro trato con los jóvenes sirva siempre para hacer presente, entre ellos, aquella mirada con la que Jesús miró a aquel joven del evangelio y sea siempre una participación en aquel amor con el que Él lo amo.

Y amando a los jóvenes como los amó Cristo hemos de ser valientes y claros, como el Señor, a la hora de proponerles el bien. Jesús miró al joven con amor y le dijo: sígueme. Nuestra propuesta a los jóvenes no puede ser otra que seguir a Cristo. No tenemos otro bien que proponer; nadie puede proponer un bien mayor. Seguir a Cristo quiere decir: “trata de encontrarte a ti mismo, trata de encontrar el sentido de tu vida de la manera más profunda y auténtica posible, trata de encontrarte a ti mismo como hombre, siguiendo a Cristo; porque solo Cristo, como nos enseña el Concilio, “manifiesta plenamente al hombre el misterio del hombre”; sigue a Cristo porque sólo a la luz de Cristo podrás entender que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios mismo y sólo estando con Cristo darás forma concreta a tu proyecto de vida entre las muchas vocaciones y ocupaciones de la vida que aparecen ante ti y podrás ser hombre, como dice san Pablo “en la medida del don de Cristo” (Ef.4,7).

Si queremos de verdad a los jóvenes, hemos de ayudarlos en la búsqueda de la vocación a la que Dios les llama, dejándoles plena libertad en esa búsqueda y plena libertad en su elección, pero sin dejar de mostrarles el valor esencial de cada una de esas posibles opciones.

Y como el amor siempre busca proponer el bien mayor, no excluyamos la posibilidad de proponer, como hace Cristo al joven rico, la posibilidad de “dejarlo todo por Él”. Jesús le propone ser apóstol. Le hace la misma propuesta que hizo a Pedro y a Juan y a Felipe y a los demás apóstoles. Nosotros queridos hermanos sacerdotes, debemos pedir luz al Señor para saber identificar bien esas vocaciones. “La mies es mucha y los obreros son pocos”. Nuestra diócesis tiene una gran necesidad de sacerdotes. Lo sabéis muy bien. En todos los lugares que visito me piden más sacerdotes. Y no digamos en otras diócesis de España y de fuera de España. Oremos nosotros mismos y pidamos a los demás que recen por esta intención. Y, ante todo, intentemos que nuestra vida sea un ejemplo de entrega gozosa al Señor que arrastre con su ejemplo a muchos jóvenes. Hay muchos jóvenes generosos, que han experimentado en su vida el amor de Cristo y que necesitan de nosotros, sacerdotes, que les mostremos y les propongamos este modo concreto de servir al Señor para poder descubrir en sí mismos la posibilidad de seguir un camino parecido. La próxima beatificación de Juan Pablo II, la Jornada Mundial de la Juventud y la presencia cercana, entre nosotros del sucesor de Pedro, va a remover el corazón de muchos jóvenes. Nosotros, sacerdotes, tenemos una gran oportunidad y una gran responsabilidad para acoger, escuchar y acompañar a esos jóvenes y para poner en nuestra diócesis unos criterios y unas bases sólidas para la pastoral vocacional. El Señor sigue llamando a su seguimiento como llamó al joven del evangelio. Estemos muy atentos a esas llamadas del Señor.

En esta Misa Crismal, renovando nuestras promesas sacerdotales, volvamos a la fuente de nuestro sacerdocio. Pongamos nuestra mirada en el Cenáculo y contemplemos al Señor que, después de lavar los pies a sus discípulos y de entregarles su Cuerpo y su Sangre, en el pan y en el vino, les dijo, y sigue diciéndonos a nosotros: “Haced esto en memoria mía”.

No sabemos si María estuvo en el Cenáculo, en la última Cena. Pero la última Cena fue una anticipación del Calvario. Y María sí estuvo en el Calvario. María sí estuvo junto a la Cruz de su Hijo participando en su sacrificio redentor. Ese sacrificio redentor que se renueva permanentemente en el altar por el ministerio de los sacerdotes. Que Ella la Madre del Redentor, la Madre de los sacerdotes y la Madre de todos los redimidos nos bendiga y nos haga participar en ese amor inefable que llevó a su Hijo Jesús a entregar su vida por nosotros. Amen

Corpus Christi

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Homilia de D. Joaquín María Lòpez de Andújar, Obispo de Getafe en la Solemnidad del Corpus Christi,
 26 de junio de 2011.

Hoy la Iglesia quiere que nuestra mirada se centre en la Eucaristía, donde Jesucristo renueva permanentemente su entrega de amor a los hombres. La Eucaristía es el memorial de la Pasión del Señor y por eso le pedimos especialmente en este día que “nos conceda venerar de tal modo los sagrados misterios de su Cuerpo y de su Sangre que experimentemos constantemente en nosotros los frutos de su Redención”.

La primera lectura de hoy, tomada del libro del Deuteronomio, narra cómo Dios alimentó al Pueblo de Israel con un manjar sorprendente e inesperado. Pero la finalidad de aquel alimento no era sólo satisfacer el hambre de los israelitas, sino que reconocieran que “no sólo de pan vive el hombre, sino de todo cuanto sale de la boca de Dios”. Los hombres no sólo necesitamos alimentar nuestro cuerpo; también necesitamos alimentar el espíritu. Porque si no alimentamos el espíritu, la vida deja de tener sentido y caemos en el vacío y en la desesperanza. Según los entendidos, la palabra “maná es un termino que viene de la palabra hebrea “man hu” que significa “¿qué es esto?”. Es como un grito de admiración y de sorpresa, es como decir: “¿pero qué alimento es éste tan inesperado y tan fuera de nuestras previsiones que nos hemos encontrado?”. Es una exclamación que muestra el estupor del pueblo de Israel ante un manjar desconocido.

Esta misma exclamación podemos también hacerla refiriéndonos a la Eucaristía. ¿Qué es la Eucaristía?, ¿ por qué decimos que la Eucaristía es el pan de la Vida? ¿qué significa que la Eucaristía es el Cuerpo y la Sangre de Cristo?

En la actualidad encontramos muchas personas que cada día acuden a la celebración de la santa Misa, porque no pueden vivir sin la comunión. La comunión es esencial para ellos. Pero también vemos a otras muchas que reconociéndose cristianas no consideran imprescindible participar en el sacrificio eucarístico. Y nos podemos preguntar ¿por qué no todos respondemos de la misma manera a la sorpresa que supone que el Señor nos diga que nos da a comer su carne y nos da a beber su sangre? Quizá, no todos respondemos de la misma manera porque las palabras del Señor nos parecen excesivas, como también parecieron excesivas a aquellos judíos de Cafarnaún que se escandalizaron de las palabras de Jesús sobre el Pan de Vida y decidieron abandonarle.

Esta solemnidad del Corpus Christi, nos invita a afianzar nuestra fe en la Eucaristía, como fuente y culmen de la vida cristiana y a considerar las consecuencias y los frutos que brotan de este misterio admirable. Me voy a fijar en tres frutos de la redención que surgen de la Eucaristía: 1) La Eucaristía hace posible la unidad entre nosotros; 2) la Eucaristía es celebración y es fiesta; 3) La Eucaristía es manantial inagotable de caridad.

1.- La Eucaristía hace posible la unidad entre nosotros. En la segunda lectura, tomada de la primera Carta de S. Pablo a los Corintios, nos dice el apóstol: “El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no es comunión con la Sangre de Cristo? Y el pan que partimos ¿no es comunión con el Cuerpo de Cristo? El Pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo Cuerpo, porque comemos todos del mismo pan“. (2. Cor. 10, 16-17)

Esta unión entre nosotros es posible porque Jesús, que es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, con su Sangre redentora, derramada sobre cada uno de nosotros, destruye nuestro pecado y nos une en el amor. La unidad sólo es posible si nos encontramos en Cristo.

Somos todos muy diferentes, con historias distintas, con edades diversas, con forma de ser muy singulares y, todos, llevamos en nosotros la herida del pecado, que nos disgrega. Si nos proponemos la unidad, contando sólo con nuestros pobres recursos humanos, la unidad es imposible: a lo más que podemos llegar es a una convivencia razonablemente pacífica y civilizada, siempre condicionada por los intereses particulares de cada uno o del grupo al que pertenecemos. Pero la unidad en el amor, la unidad que da vida, la unidad verdadera, sólo podemos alcanzarla en Cristo: comulgando el Cuerpo de Cristo y siendo todos uno en el Señor.

Ser cristiano es ser del Señor, es vivir en el Señor; y es amar a los hermanos en el Señor, en el amor del Señor, con el mismo amor con que el Señor nos ama a nosotros. “Amaos los unos a los otros como Yo os he amado”. Este amor en el Señor, se realiza en la Eucaristía. Jesús, entregándose a nosotros en la Eucaristía, nos pide que nos amemos unos a otros con su mismo amor, con el mismo amor que Él nos tiene.

Por eso podemos decir que el Cuerpo y la Sangre de Cristo que hoy adoramos, nos unen en el único Pueblo de Dios. Por medio de la Eucaristía somos uno en el Señor, y se hace realidad en nosotros, como dice S. Pablo, la comunión de un solo pan, de un solo Cuerpo y de un solo amor. “El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo Cuerpo, porque comemos todos del mismo Pan.”

2.- En segundo lugar, como fruto de la Redención, podemos considerar que la Eucaristía es celebración y fiesta. La Eucaristía es la fiesta de los cristianos, especialmente la Eucaristía del domingo. Cada domingo, para nosotros cristianos es el día del Señor, y está iluminado por el sol que es Cristo, y por su presencia salvadora.

El domingo es el día de la fe, en el que Jesús nos dice como al apóstol Tomás: “ ... mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino creyente”. (Jn. 20, 27). Tenemos que recuperar el domingo como día del Señor, como día de la Iglesia, como día de la familia cristiana. Juan Pablo II, decía que la Eucaristía es un antídoto contra la dispersión. Cada domingo, escuchando la Palabra de Cristo y recibiendo su Cuerpo, hemos de renovar nuestra fe en Él, presente entre nosotros, como esta tarde, a quien podemos decirle , como le dijo el apóstol Tomás: “Señor mío y Dios mío”. (Jn. 20, 28)

Como los primeros mártires, que eran arrestados y llevados al martirio por reunirse en sus casas para celebrar el día del Señor, también nosotros deberíamos decir, plenamente convencidos: “sin el domingo no podemos vivir, sin la Eucaristía nuestra vida no tiene sentido”; ya que cada domingo renovamos y proclamamos la entrega de Cristo a nosotros por amor.

Por eso no basta con la oración privada, nos basta con decir: “yo creo a mi manera”, no es suficiente decir: “yo creo en Dios, pero no practico”. Es necesario que vivamos y anunciemos públicamente, como lo estamos haciendo ahora y los haremos después en la procesión por la calles de nuestra ciudad, que Jesús venció la muerte y nos hizo partícipes de su vida inmortal, expresando así la identidad de nuestra fe y la identidad de nuestra Iglesia creyente, en torno a la Eucaristía.

Y es que, ciertamente, Jesús está presente en la Iglesia de muchas maneras. Pero en la Eucaristía está presente de una manera viva, real y verdadera; está con nosotros entero e íntegro, verdadero Dios y verdadero hombre.

Por eso la celebración de la Eucaristía, cada domingo y cada día, ha de ser siempre gozosa y animada; enriquecida por la Palabra de Dios y por nuestra participación activa y fructuosa; y ha de invitarnos a cantar, alabando a Dios con todo nuestro corazón y a contemplar la santidad de Dios, adorándole, con alegría y sencillez de corazón, en su infinita grandeza.

3.- Y el tercer fruto de la redención que brota da la Eucaristía es la solidaridad fraterna con todos los que sufren. La Eucaristía es manantial de caridad que nos acerca, con el amor de Cristo, a todos los que están necesitados de ayuda material y espiritual. Por eso este día está especialmente vinculado a “Cáritas” y es llamado “día nacional de caridad”.

S. Juan Crisóstomo, ya hace siglos, nos decía: “Si deseas honrar el Cuerpo de Cristo, no lo desprecies cuando lo veas desnudo en los pobres, ni lo honres sólo aquí en el templo, si al salir, lo abandonas en el frío y la desnudez. Porque el mismo Señor que dijo: “Esto es mi Cuerpo”, afirmó también: “Tuve hambre y no me distes de comer” y “siempre que dejasteis de hacerlo a uno de estos pequeños, a mí, en persona, me lo dejasteis de hacer” (cfr. S. Juan Crisóstomo. Homilías sobre el evangelio de S. Mateo 50, 3-4;PG 58, 508, 509).

Las palabras de este Santo Padre nos hace comprender algo que nunca hemos de perder de vista: que la Eucaristía es la fuente de donde brota un amor universal y que en ella debemos comprender que los últimos son los primeros y que compartiendo nuestros bienes con los necesitados podremos experimentar, con la mirada de la fe, el milagro permanente de la multiplicación de los panes. Si tenemos poco o pasamos necesidad, aceptemos con humildad la ayuda de los hermanos. Pero si tenemos mucho ayudemos y compartamos con los demás, eso que Dios nos ha regalado. Si Dios nos ha dado más talentos y más dones, compartámoslos con nuestros hermanos, poniendo en juego nuestra creatividad y nuestros valores.

Que María Santísima, Virgen Inmaculada, arca de la nueva y eterna alianza, nos acompañe en este camino de encuentro con el Señor en la Eucaristía. La Iglesia ve en María, como la ha llamado el Beato Juan Pablo II, la “Mujer eucarística” y la contempla como modelo insustituible de vida eucarística. De ella hemos de aprender a convertirnos en personas eucarísticas y eclesiales para poder presentarnos, según la expresión de S. Pablo, “santos e inmaculados” ante el Señor, tal como Él nos ha querido desde el principio.

Y que el Espíritu Santo, por intercesión de la Virgen María, encienda en nosotros el mismo ardor que sintieron los discípulos de Emaus y nos haga descubrir en la Eucaristía a Cristo muerto y resucitado que se hace contemporáneo nuestro en el Misterio de la Iglesia, que es su Cuerpo. Amen

 

Ordenaciones

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ORDENACIONES - 2011

En el evangelio que acaba de ser proclamado Jesús se define a sí mismo como el buen Pastor que da la vida por las ovejas. El mercenario, que no siente como suyas las ovejas, ante las dificultades y los peligros, huye. El buen pastor, en cambio, que conoce a cada una de sus ovejas, establece con ellas una relación de familiaridad tan grande y tan profunda, que está dispuesto a dar su vida por ellas.

Jesús, ejemplo sublime de entrega amorosa, invita a sus discípulos, y en particular a sus sacerdotes, a seguir sus mismas huellas. Llama a cada presbítero a ser buen pastor de la grey que la Providencia le confía.

Muy queridos ordenandos, diáconos y presbíteros, hoy también vosotros vais a ser configurados, por el don del Espíritu Santo, con Jesucristo, Buen Pastor, convirtiéndoos en colaboradores de los sucesores de los apóstoles. 

Os saludo con mucho afecto a todos, queridos amigos y hermanos. Saludo a D. Rafael, Obispo electo de Cádiz y Ceuta. Saludo al rector y formadores del Seminario, que han velado por vuestra formación, a los vicarios generales, a los sacerdotes concelebrantes, a los seminaristas, a los consagrados, al coro diocesano y a todos los que habéis venido a participar con gozo en esta solemne celebración.

Quiero también saludar y expresar mi agradecimiento a las comunidades parroquiales de las que procedéis y a todos cuantos os han ayudado a reconocer y acoger la llamada del Señor y, especialmente a vuestras familias, que os han educado en la fe y hoy se sienten muy felices junto a vosotros.

Queridísimos ordenandos, este día será inolvidable para cada uno de vosotros. Hoy vais a ser “promovidos para servir a Cristo maestro, sacerdote y rey, participando en su ministerio, que construye sin cesar la Iglesia aquí en la tierra como pueblo de Dios, cuerpo de Cristo y templo del Espíritu Santo” (P.O. 1).

Jesús nos acaba de decir en el evangelio: “El Buen Pastor da su vida por las ovejas” (Jn.10,11).. Estas palabras, sin duda, se están refiriendo al Sacrificio de la Cruz, que fue el acto definitivo y culminante del sacerdocio de Cristo: el acto en el cual Jesús lleva hasta las últimas consecuencias, “hasta el extremo”, la entrega de su vida por la salvación de los hombres. Y, también, nos están indicando a todos nosotros, a quienes Cristo, mediante el sacramento del orden, ha hecho partícipes de su sacerdocio, el camino que hemos de recorrer. Estas palabras nos están diciendo que la razón de ser de nuestra vida sacerdotal es la solicitud pastoral, la caridad pastoral, hasta dar la vida, con una entrega como la de Cristo, en la cruz. Nos esta diciendo que viviendo esa caridad pastoral, en comunión con Cristo crucificado, encontraremos el pleno sentido de nuestra vida, de nuestra perfección y de nuestra santidad. Este deseo del Señor se expresa, en el rito de la ordenación sacerdotal, cuando el obispo, al entregar al nuevo presbítero las ofrendas del pan y del vino, le dice: “Recibe la ofrenda del pueblo santo para presentarla a Dios. Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor”

Realmente cuando pensamos en la cruz no podemos evitar una primera reacción de repulsa. La cruz significa dolor, desprendimiento, desasimiento, abnegación y purificación interior. Y eso instintivamente nos cuesta y procuramos evitarlo. Además vivimos en un clima cultural que nos invita a huir del esfuerzo y a evitar todo tipo de sufrimiento. Sin embargo la cruz es también fuente de vida. La cruz de Cristo es amor. Y el amor, aunque exige sufrimiento y esfuerzo, siempre va unido a la alegría. No hay mayor fuente de alegría que el amor. Abrazar la cruz de Cristo, hasta dar la vida, nos introduce en el camino del amor de Cristo, que es camino de luz y de inmensa alegría. Una alegría que supera cualquier otra alegría humana. Una alegría que llena la vida. Una alegría que ha de ser el distintivo propio de un sacerdote que ama apisonadamente a Cristo y se entrega de corazón a sus hermanos.

Parece una contradicción unir sufrimiento y alegría, unir la cruz con el gozo. Y, sin embargo la experiencia nos dice que , cuando estamos unidos al Señor en el Misterio de su cruz, nuestra vida se llena de gozo y se convierte en fuente de gozo y redención para los demás. Se convierte en don y regalo para todos.

S. Juan de Ávila, en su obra Audi Filia, dirigiéndose a Jesús crucificado le dice: “Señor,¿de que se alegra tu corazón en el día de tus trabajos? ¿De que te alegras entre los azotes y clavos y deshonras y muerte?. Te lastiman, ciertamente (...) pero porque te lastiman más nuestras lástimas, quieres sufrir de muy buena gana las tuyas, porque con aquellos dolores nos quitas los nuestros (...) Y como el esposo desea el día de su desposorio para gozarse, tu deseas el día de tu pasión para sacarnos con tus penas de nuestros trabajos (...) Pudo más tu amor que la aversión de los sayones que te atormentaban (...) Por eso, aunque los tormentos te daban tristeza y dolor muy de verdad, tu amor se alegraba del bien que de allí nos venía” (Audi Filia. Cap. 69).

San Juan de Ávila nos dice que en la cruz, se produce un desposorio gozoso: el desposorio entre Cristo y su Iglesia.

¡ Ojalá todos los sacerdotes, especialmente cuando celebramos la Eucaristía, vivamos con Cristo este desposorio santo!¡Ójala todos los sacerdotes conformemos nuestras vidas con el Misterio de la Cruz del Señor, y encontremos siempre en ella la fuente de nuestras mayores alegrías.!

Queridos ordenandos, no tengáis miedo a la cruz. Cristo os llama a ser pastores que dan la vida. Y dando la vida, por la salvación del mundo, conformando vuestra vida con la cruz del Señor, encontraréis vuestra mayor felicidad.

Esta solicitud particular por la salvación de los demás, por el servicio de la verdad, por el amor y la santidad de todo el Pueblo de Dios y por la unidad espiritual de toda la Iglesia la realiza el sacerdote de muy diversas formas y con muy diversas actividades; pero en cualquier actividad que realice, por humilde e insignificante que parezca, aunque sea barrer la Iglesia, el sacerdote siempre es portador de la gracia de Jesucristo!, Sumo y Eterno Sacerdote y del carisma del Buen Pastor; el sacerdote hace presente a Dios entre los hombres, hace presente su misericordia. La vida del sacerdote debe hablar de Dios y conducir a Dios.

El Señor ha querido elegirnos, de entre muchos y ha querido enriquecernos a los sacerdotes con la fuerza del Espíritu Santo para que, con la entrega de la vida, por nuestra predicación, la Palabra del Evangelio dé fruto en el corazón de los hombres. El Señor se ha fijado en nosotros y nos envía (como diremos en la plegaria de consagración) para que el Pueblo de Dios se renueve en el bautismo con el baño del nuevo nacimiento y se alimente con el Pan de la vida, para que los pecadores sean reconciliados, los enfermos confortados, los pobres acogidos con caridad y todas las gentes, dispersas por el pecado, sean congregadas en Cristo formando un único Pueblo, que alcance su plenitud en el Reino de Dios.

Queridos hermanos: la vida sacerdotal está construida sobre la base del sacramento del Orden, que imprime en nuestra alma el signo de un carácter indeleble. Este signo marcado en lo más profundo de nuestro ser humano, tiene una “dinámica personal” y exige una determinada forma de vida. La personalidad sacerdotal debe ser para los demás una clara señal, a la vez que una indicación, de cual es nuestra misión. Y cuando esa personalidad sacerdotal, que es fruto del Espíritu Santo, se vive con integridad, nos quedamos sorprendidos al ver cómo es acogida por multitud de personas, no sólo cercanas, sino también lejanas a la Iglesia, que , en el fondo de su corazón buscan una luz que oriente sus pasos y necesitan ver en el sacerdote a un hombre que cree en Dios profundamente, que manifiesta con valentía su fe, que reza con fervor, que enseña con íntima convicción, que sirve con generosidad, que pone en practica en su vida el programa de las bienaventuranzas, que sabe amar desinteresadamente y que está cerca de todos y especialmente de los más necesitados.

Dentro de esta dinámica personal propia del sacerdote y de esta determinada forma de vida, el carisma del celibato sacerdotal tiene un profundo significado.

Jesucristo, después de haber presentado a los discípulos la cuestión de la renuncia al matrimonio por el Reino de los Cielos, añade: “el que pueda entender que entienda”(Mt. 19,12). Se trata de un carisma, de un don, al que son llamados pocos y que el mismo Señor reconoce que no todos son capaces de entender. Y ¿ por qué la Iglesia ha querido unir este don al ministerio de los sacerdotes? y ¿ por que lo defiende con tanto ahínco?. La Iglesia lo mantiene y lo defiende porque sabe que el celibato por el Reino de los cielos además de ser un signo escatológico, es decir, un signo que anuncia y anticipa la plenitud de los tiempos, cuando Dios lo sea todo en todos, es también un medio para que el sacerdote pueda vivir plenamente dedicado al servicio de la Iglesia y una expresión de su amor incondicional apasionado e indiviso a Jesucristo y a la Iglesia.

El sacerdote con su celibato, llega a ser “el hombre para los demás”. Y lo es de una forma distinta a como lo es uno que uniéndose conyugalmente a su mujer, llega a ser también , como esposo y como padre “hombre para los demás” especialmente en su vida familiar. También el casado viviendo santamente su vocación matrimonial puede ser y debe ser un “hombre para los demás”, pero lo es, siéndolo, en primer lugar, para su esposa, y junto con ella, para los hijos a los que da la vida.

El sacerdote, en cambio, renunciando a esta paternidad que es propia de los esposos, busca otra paternidad, y casi, podríamos decir, apoyándonos en las palabras de S. Pablo, otra maternidad. S. Pablo llega a decir a los cristianos de Corinto; “Ahora que estáis en Cristo tendréis mil tutores, pero padres no tenéis muchos; por medio del evangelio soy yo quien os ha engendrado en Cristo Jesús” (I Cor. 4,15). Y a los Gálatas les dice: “Hijos míos por quienes sufro dolores de parto hasta que Cristo se forme en  vosotros” (Gal. 4,19). Hoy, nuestro mundo vive una gran orfandad espiritual, especialmente los jóvenes. El sacerdote, haciendo presente a Cristo en la vida de los hombres esta llamado a llenar este vacío. Esta llamado a ser, como Abraham, padre en la fe de una multitud.

Aquellos cristianos a los que el apóstol ha evangelizado son hijos de su espíritu, hombres encomendados por el Buen Pastor a su solicitud. Y él se siente padre y madre de ellos. Estos hombres son mucho mas numerosos que los que pueda abarcar un simple familia humana. La vocación pastoral del sacerdote es grande, llega a muchas personas, por eso su corazón debe estar siempre disponible y libre para poderles servir, dándoles su vida.

Queridos hermanos este es un día en el que vamos a sentir sobre nosotros de una manera muy intensa y viva, la misericordia de Dios. Correspondamos a esta gracia divina, tanto los que vais a ser ordenados como todos los sacerdotes que os acompañamos, con un verdadero deseo de conversión y de santidad.

Los sacerdotes debemos convertirnos cada día. Si tenemos el deber de ayudar a los demás a convertirse, lo mismo debemos hacer continuamente en nuestra vida. Convertirse significa retornar, constantemente, a la gracia misma de nuestra vocación, meditar la inmensa bondad y el amor infinito de Cristo, que se ha dirigido a cada uno de nosotros, llamándonos por nuestro nombre, y diciéndonos personalmente a cada uno : “Sígueme”. Convertirse quiere decir dar cuenta en todo momento de nuestro servicio, de nuestro celo, de nuestra fidelidad, ante el Señor que nos ha amado hasta el extremo, para que seamos ministros de Cristo y administradores fieles de los misterios de Dios. (Cf. I Cor. 4,1). Convertirse significa también dar cuenta de nuestras negligencias y pecados, de la cobardía, de la falta de fe y esperanza, de pensar únicamente de modo “humano” y no “divino”. Convertirse quiere decir para nosotros buscar de nuevo el perdón y la fuerza de Dios en el sacramento de la Reconciliación y así volver a empezar siempre, avanzar cada día, crecer en ímpetu apostólico y dar alegremente nuestra vida al Señor. Convertirse quiere decir “orar en todo tiempo y no desfallecer” (Lc. 18,1; Jn.4,35)

Jesús, sacerdote eterno, guarda a tus sacerdotes bajo la protección de tu Sagrado Corazón, donde nada pueda mancillarlos; guarda inmaculadas sus manos ungidas que tocan cada día tu Sagrado Cuerpo; guarda inmaculados sus labios, diariamente teñidos con tu preciosa Sangre; guarda puros y despojados de todo afecto terrenal sus corazones, que Tu has sellado con las sublimes marcas del sacerdocio. Que tu santo amor los rodee y los preserve siempre del contagio del mundo. Bendice sus tareas apostólicas con abundante fruto, y haz que las almas confiadas a su celo y dirección sean su alegría aquí en la tierra y formen en el cielo su hermosa e inmarcesible corona.

¡ Santa María, Madre del Sumo y Eterno Sacerdote, Virgen del Pilar, en este veinte aniversario de la Diócesis que hoy celebramos, ruega por estos nuevos diáconos y presbíteros, ruega por todos los sacerdotes, ruega por los seminaristas, ruega por las futuras vocaciones, ruego por nosotros. Amen

Catequesis en Santiago

DEJÁNDOLO TODO LE SIGUIERON

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El único superviviente de un naufragio llegó a la playa de una isla deshabitada y perdida en el océano. Durante meses rezaba fervientemente a Dios pidiendo ser rescatado. Cada día escudriñaba el horizonte suspirando por vislumbrar un barco que pasara por aquel lugar tan apartado de las rutas habituales, pero pasaba el tiempo y parecía que jamás llegaría nadie.

Cansado, finalmente optó por construir una cabaña de madera en la que protegerse de los rigores del invierno y resguardar también sus escasas y modestas pertenencias. Le costó muchas semanas de trabajo agotador. Un día, a media tarde, después de hacer una ronda por la isla en busca de alimento, encontró a su vuelta la casa envuelta en llamas, con el humo ascendiendo hasta el cielo. El rescoldo, que durante tanto tiempo había procurado conservar de modo permanente, había desprendido un chispa y su casa se había incendiado. Lo peor había ocurrido. Lo había perdido todo. Se quedó lleno de tristeza y de rabia. “¡Dios mío, como pudiste hacerme esto a mi! ¿No era suficiente con lo que tenía?” Y así lamentándose se quedo dormido, tendido en la playa. A las pocas horas le despertó el sonido de un barco que se acercaba a la isla. Habían venido a rescatarlo. “¿Cómo supieron que estaba aquí?” preguntó el hombre a sus salvadores. “Vimos su señal de humo y acudimos enseguida”, contestaron ellos.

A veces, en nuestra vida hemos puesto mucho empeño en conseguir algunos logros, probablemente bastante modestos si se miran desde la distancia, y un buen día nos encontramos con que lo hemos perdido todo o lo vamos a perder, y nos parece algo realmente duro. Si embargo, cuando perdemos todo por entregarlo a Dios, nos sucede como a aquel naufrago, que al perder todas sus modestas posesiones se encontró con algo mucho más grande.(1)


1 Cf “La llamada de Dios”. Alfonso Aguiló. Ed. Palabra. Madrid 2008. pp. 121-122



2. Santiago, Apóstol : un hombre que lo dejó todo por Cristo.
Santiago, hijo de Zebedeo y hermano de Juan, cuando escuchó la llamada del Señor, se fió de Él y lo dejó todo por Él. “Jesús siguió adelante y vio a otros dos hermanos , Santiago el de Zebedeo y su hermano Juan, que estaban en la barca con su padre Zebedeo, arreglando sus redes; Él los llamó. Y ellos al instante, dejando la barca y a su padre, le siguieron.
Es muy posible que Santiago conociese ya a Jesús o, por lo menos, hubiese oído hablar de Él. Jesús empieza su predicación en Galilea, en las ciudades que están junto al lago y su fama se fue extendiendo con rapidez por toda aquella región. Santiago conocía cosas de Jesús. E, incluso sentiría una gran curiosidad y un gran deseo de conocerle mejor. Pero lo que nunca pudo imaginar fue que el mismo Jesús, se acercara a Él y fijándose en Él le llamara de una forma tan directa y tan personal. Eso mismo debió suceder con el resto de los apóstoles y con otras muchas personas, como por ejemplo Zaqueo o el joven rico. Y eso mismo puede suceder con cada uno de nosotros. Sabemos cosas de Jesús hasta que un día el mismo Señor se pone delante de nosotros y nos dice : ven y sígueme.
Santiago, al oír la voz del maestro no lo duda. El impacto de esa llamada fue tan grande que abandona todo aquello, que en ese momento le daba mayor seguridad: su familia y su trabajo, es decir, todo lo que tenía; y se va con Jesús.
Vamos a recorrer brevemente las distintas etapas de la vida del apóstol. A través de estas etapas se va fraguando y se va fortaleciendo la amistad con Jesús. Poco a poco, en un largo proceso, Santiago se va convirtiendo en el amigo del Señor, un amigo que llega incluso a dar su vida por Él. A lo largo de este proceso estarían muy gravadas en el corazón de Santiago aquellas palabras pronunciadas por Jesús en la última Cena: “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando, No os llamo ya siervos porque el siervo no sabe lo que hace su Señor; a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No me habéis elegido vosotros a mi, sino que yo os he elegido a vosotros y os he destinado a que vayáis y deis fruto y un fruto que permanezca” (Jn.15,13 – 16)..
Santiago ira comprendiendo a lo largo de ese camino de crecimiento en la amistad con el Señor cómo se iban cumpliendo aquellas palabras pronunciadas por Jesús en la última Cena. Fue comprendiendo el gran amor que Jesús le tenía, un amor que le llevó a la cruz ((“nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”), fue comprendiendo que la amistad con Jesús supone docilidad y confianza en su Palabra (”Sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando”), fue comprendiendo, cada día con mayor admiración y sorpresa, la revelación del Misterio de Dios (“todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer”), fue comprendiendo que en el origen de esa amistad con el Señor hay una decisión del Señor, una llamada, una elección (“no me habéis elegido vosotros a mi , sino que yo os he elegido a vosotros”) y fue comprendiendo también que esa elección y esa llamada estaba destinada a dar muchos frutos; Jesús le había elegido por ser un colaborador suyo en la gran tarea de extender el evangelio por el mundo entero (“os he destinado para que deis fruto y un fruto que permanezca”)
Vamos a ver cómo se desarrollan en al vida de Santiago las distintas etapas de su crecimiento en la amistad con el Señor y vamos a ir viendo también cómo el Señor nos esta invitando a nosotros también a seguir ese camino.
Estas etapas son: la llamada, el seguimiento, el escándalo de la cruz, la resurrección del Señor, la venida del Espíritu Santo y la misión apostólica.
La llamada.
Jesús cuando llama, no llama “ a medias”. No llama para que le demos algo de nosotros: algo de nuestro tiempo, algo de nuestro afecto, alguna de nuestra cualidades, alguna etapa de nuestra vida. No. Jesús cuando llama, llama a la persona entera, llama al corazón, que es el centro de la persona, llama a la totalidad de nuestro ser. Y lo hace así, porque El quiere llenar todo nuestro ser de su luz, de su amor y de su gozo, (“Os he dicho esto para que mi gozo esté en vosotros y vuestro gozo llegue a su plenitud (Jn. 15,11) y sabe también que la felicidad de una persona y el sentido de su vida solo se encuentran si llenan a la persona entera.
Jesús llama a Santiago y le pide que se fíe totalmente de Él. Y Santiago se fía y lo deja todo y se va con Jesús. Santiago pone toda su vida en manos de Jesús. Se deja llevar por Jesús. Su corazón está con Jesús: sus afectos, sus proyectos, su futuro: todo lo pone en manos de Jesús. A Santiago le sucede lo que aquel mercader de perlas finas, que cuando encuentra la perla con la que siempre había soñado, vende todo lo que tiene para adquirirla.
Pensemos ahora en nosotros. El Señor también se ha fijado en vosotros y también os llama. Su llamada tendrá matices distintos en cada uno. El Señor puede llamar de muchas formas, porque son también muchas las tareas que Él puede encomendarnos. Pero sea cual sea la vocación a la que nos llame (y no hay que descartar ninguna), en todas nos invita a la totalidad de la entrega. Nos invita a ser de Él, a estar con Él y a caminar siempre con Él. Y esa totalidad a la que nos invita, supone desprendernos de todo aquello que no nos deja ser libre, de todo aquello que no impide caminar.
Junto a la tumba del apóstol, que lo dejo todo por Cristo, podéis preguntaros: “¿que es lo que en este momento me esta impidiendo decirle “si!” a Jesús?; ¿qué es lo que tengo que “vender? ¿que es lo que tengo que quitarme de encima, para adquirir esa “perla preciosa, que es Jesús?”.
En este peregrinación todos, o la mayor parte, habéis vivido el gozo del encuentro con Jesús en el sacramento de la Confesión y habéis experimentado el perdón de vuestros pecados. Eso es la más importante. Y eso habrá que repetirlo con frecuencia. Pero además de eso hay otras cosas. No voy a entrar en detalles, pero indico algunas. No se trata de pecados, se trata de excusas, de disculpas para no entregarse totalmente al Señor: una buena excusa es dejar pasar el tiempo y de esta manera, dejándolo todo para mañana, no comprometerme nunca a nada; otra buena excusa es decir que no estoy suficientemente preparado para ese compromiso que se me propone, otra buena excusa son las propias limitaciones y complejos (“no se”, “no puedo”, “no me atrevo”, “lo voy a hacer mal” ); otra buena excusa, la que siempre solemos poner, es el “no tengo tiempo” (esto del “tiempo” es un trampa porque sabemos perfectamente que cuando algo nos interesa, siempre sacamos tiempo para ello).Seamos sinceros con el Señor y no tengamos miedo a su llamada. “Cristo no nos va a quitar nada sino que nos lo va a dar todo” (Benedicto XVI)
El seguimiento.
Jesús no se lo explica todo a Santiago en el momento de la llamada. Simplemente le dice que le siga. A Jesús se le conoce siguiéndole. Es el trato con Jesús el que nos hace comprender lo que Él quiere de nosotros. Dice S. Marcos en su evangelio que cuando Jesús llamó a los apóstoles , les llamó “para que estuvieran con Él y para enviarlos a predicar”( Mc. 3,14). Antes de enviarles a predicar Jesús llama a sus apóstoles a “estar con Él”.Si queremos saber lo que el Señor quiere de nosotros tenemos que aprender a “estar con Él “ y a “caminar con Él”.
Esta peregrinación es como un símbolo, una imagen, de lo que significa caminar siguiendo a Jesús. Vamos a fijarnos en algunos aspectos de este seguimiento:
1.- La comunidad apostólica: A Jesús se le sigue, no en solitario, sino en comunidad. Santiago sigue a Jesús en el seno de la comunidad apostólica. Y en esa comunidad aprende a ser discípulo y a ser hermano.
En estos días de peregrinación hemos experimentado la alegría de caminar juntos. Aunque el camino se hiciese duro, caminábamos tranquilos porque sabíamos que no estábamos solos; y, lo mismo que nosotros estábamos dispuestos a prestar ayuda a quien la necesitase, también nosotros la recibiríamos siempre que fuera necesario. Y caminábamos tranquilos, sin miedo a perdernos, porque sabíamos que éramos bien guiados por nuestros jefes hacia la meta deseada por todos. Y, a pesar del cansancio y el esfuerzo estábamos tranquilos y alegres porque sabíamos que nunca nos iba a faltar el alimento necesario y el descanso en un lugar seguro.
Lo que estamos viviendo estos días es una imagen de la Iglesia. La Iglesia es un pueblo que camina en medio del mundo, guiados por Jesús, con el ejemplo y la intercesión de la Virgen María, de Santiago y de todos los santos y acompañados por aquellos que el Señor ha puesto a nuestro lado para mostrarnos el camino y para alimentar nuestra fe con la Palabra de Dios y con los sacramentos.
2.- La oración: Seguir a Jesús supone un trato personal con Él, supone “estar con Él”. Eso es la oración: mirarle y dejarse mirar por Él, amarle y dejarse amar por Él. Esta presencia amorosa de Jesús, que nos consuela y nos fortalece la habéis vivido estos días en las vigilias de oración ante en Santísimo Sacramento.
3. Los sacramentos: El seguimiento a Jesús supone también la participación en los sacramentos. Estos días hemos vivido con especial emoción y gozo la Eucaristía diaria y nos hemos encontrado con la misericordia de Dios en el sacramento de la Reconciliación. Lo que hemos vivido estos días hay que continuarlo. Estemos donde estemos, aunque no podamos encontrar un ambiente tan excepcional como el de estos días, la Eucaristía tendrá siempre el mismo valor y la Reconciliación siempre será posible. Pero habrá que buscarlo y sólo lo buscaremos si lo sentimos como algo absolutamente necesario para seguir caminando con Jesús.
4. La conversión del corazón: El seguimiento a Jesús supone también un progresivo cambio de vida, una auténtica conversión, un cambio de mentalidad, un salir de un mundo egoísta para entrar en el reino del amor, de la vida y de la verdad. Fijaos lo que decía S. Pablo a los cristianos de Roma: “No os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos, mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cual es la voluntad de Dios: lo bueno , lo agradable, lo perfecto (...) Vuestra caridad sea sin fingimiento; detestando el mal, adhiriéndoos al bien; amándoos cordialmente los unos a los otros; estimando en más cada uno a los demás; con espíritu fervoroso; sirviendo al Señor; con la alegría de la esperanza; constantes en la tribulación; perseverantes en la oración; compartiendo las necesidades de los santos; practicando la hospitalidad” (Rom. 12, 2- 12)
La mentalidad del mundo está muy metida en todos nosotros. Y el cambio de mentalidad supondrá tiempo y constancia. El Señor no nos va a pedir que cambiemos en dos días. A Santiago le costó mucho cambiar de mentalidad. Después de estar mucho tiempo con Jesús todavía seguía pensando, con la mentalidad del mundo, que lo más importante era aspirar a los primeros puestos para poder dominar mejor a los demás. Y Jesús tiene que corregirle. Los cambios de mentalidad cuestan. Pero el Señor tendrá paciencia cono nosotros como la tuvo con Santiago y con los demás apóstoles. Lo único que nos pide es que nunca nos apartemos de Él y que siempre le busquemos allí donde con toda seguridad podemos encontrarle que es en la Comunidad Cristiana, en la Iglesia.
5. La formación: En la Iglesia encontraremos, si lo buscamos de verdad, además de los sacramentos, la formación necesaria para que no sólo nuestro corazón, sino también nuestra mente sea iluminada y transformada por la luz de Cristo. Es muy importante en nuestros tiempos esta iluminación de la inteligencia. Continuamente llega a nosotros una avalancha de informaciones, muchas veces contradictorias y caóticas. Vivimos una situación en la que, con mucha frecuencia, se confunde el bien con el mal, se llama bueno y provechoso para el hombre lo que es malo y dañino para él. Corremos el riesgo de ir edificando nuestra vida sobre unos cimientos inseguros. Y nos puede ocurrir como aquel que edificó su casa sobre arena que, cuando vinieron los huracanes y las lluvias, la casa se hundió.
Es importantísimo en nuestros tiempos edificar la casa sobre roca. Y la roca es Cristo. Gracias a Dios, en nuestra diócesis hay muchos medios de formación para los jóvenes. Buscadlos y pedidlos. Y si veis que todavía son insuficientes tenéis todo el derecho a pedir e incluso exigir toda la formación que necesitéis.
El escándalo de la cruz.
Nos dice el evangelio que según se iba aproximando el momento de la Pasión y de la Cruz, Jesús iba preparando a los discípulos y les iba anunciando lo que estaba a punto de suceder. Especialmente quiso preparar a sus tres discípulos preferidos: Pedro, Santiago y Juan, los mismos que estarían junto a Él en la agonía de Getsemaní. Y esta preparación especial la hizo llevándoles a un monte alto y transfigurándose ante ellos para que, aunque sólo fuera por unos instantes, contemplaran la gloria de su divinidad: “su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos blancos como la luz” (Mt.17,2). Jesús quiso que experimentaran el gozo de la Pascua, para que el recuerdo de este momento le ayudara a superar el escándalo de la cruz.
Mirad, no podemos separar a Jesús de la Cruz. El vive ya glorioso y Resucitado, está junto al Padre y, al mismo tiempo, camina con nosotros en la Iglesia. Pero en el Cristo vivo y glorioso permanecen las huellas de su pasión, las heridas de sus manos, de sus pies y de su costado. Estar con Jesús supone abrazar la cruz.
En estos días se nos está mostrando de forma especial el rostro glorioso de Cristo. Estamos a gusto. Nos pasa lo mismo que a Pedro, a Santiago y a Juan en el monte Tabor: “Señor que bueno es estarnos aquí” (Mt.7,4). Nos gustaría que siempre, en nuestra vida reinara la alegría, la fe y la amistad. Pero sabemos que las cosas no son así. En la vida hay cosas difíciles y momentos amargos. Incluso podremos vivir situaciones de verdadero escándalo. Momentos en los que podemos llegar a decir. “Señor ¿cómo es posible esto? ¿cómo es posible este sufrimiento en mi familia? ¿cómo es posible que esta persona en la que yo he confiado tanto me defraude de esta manera? ¿ por qué tengo que sufrir así? ¿ por que no me salen las cosas como yo quiero? ¿ por que me cuestan tanto los estudios? ¿por qué no encuentro trabajo después de tanto esfuerzo? ¿ Por que esta enfermedad? ¿por qué este vacío interior y esta desesperanza que siento?
El evangelio nos dice que Jesús en el huerto de los olivos, sintió tristeza y angustia. Sintió sobre sí el peso de la ingratitud y del pecado. Pero Jesús no se hunde ante el sufrimiento, sino que se pone en las manos del Padre: “Padre; todo es posible para ti; aparta de mi este cáliz; pero no sea lo que yo quiero sino lo que quieres tu (Mc.14,36).
En esos momentos difíciles, cuando sentimos sobre nosotros el peso de la cruz, no estamos sólo. Jesús nos acompaña. Y Él hará que salgamos fortalecidos de la prueba.
El evangelio no nos dice nada en concreto sobre lo que hizo Santiago durante la Pasión. Sólo dice, hablando de todos los apóstoles en general, que “abandonándole, huyeron” (Mc14,56). Estaban sobrecogidos por lo que estaba sucediendo. Y tuvieron miedo. Seguro que Santiago lloraría, como Pedro, por su cobardía. Y seguro que, igual que Pedro, sentiría después el perdón , la misericordia y el consuelo del Señor Resucitado.
Ante las dificultades no podemos caer en el temor y en la huida. Hemos de permanecer como la Virgen María y el apóstol Juan, firmes y valientes al pie de la cruz. Y, estando con Jesús, descubriremos en el sufrimiento una sabiduría nueva: la sabiduría del amor que da la vida. Y podremos decir como el apóstol S. Pablo: “la predicación de la cruz es una necedad para los que se pierden; más para los que se salvan - para nosotros – es fuerza de Dios” (I Cor.1,18)
La resurrección de Jesús y la venida del Espíritu Santo.
La resurrección del Señor y la venida del Espíritu Santo son dos acontecimientos que van unidos. Dice el evangelio de S. Juan que los apóstoles, después de todo lo que había sucedido en el Calvario, estaban reunidos en el Cenáculo con las puertas cerradas, por miedo a los judíos y “Jesús se presentó en medio de ellos y les dijo: la paz con vosotros. Dicho esto les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor. Jesús repitió: paz a vosotros; como el Padre me envió, también yo os envío. Dicho esto sopló sobre ellos y les dijo: recibid el Espíritu Santo ... (Jn.20,19-23).
Este momento del encuentro con el resucitado y del don del Espíritu Santo va a significar el comienzo de la Iglesia y de la misión apostólica. Aquellos hombres que hasta ese momento estaban llenos de miedo, abren las puertas del Cenáculo y, ante el asombro de todos , comienzan a dar testimonio de la resurrección de Jesús con mucho valor.
Este don del Espíritu Santo lo hemos recibido todos en el Bautismo y en la confirmación. Del Bautismo no os acordáis ninguno, pero de la Confirmación si. En la Confirmación, mientras el Obispo hacía sobre vuestra frente, con el Santo Crisma, la señal de la cruz, os decía pronunciando vuestro nombre: “Recibe por esta señal, el don del Espíritu Santo” Y vosotros contestasteis : “Amen”.
Habéis recibido, como los apóstoles, el don del Espíritu Santo. Y el Espíritu Santo quiere transformar vuestras vidas, como transformó la vida de los apóstoles, para que todos seáis testigos valientes de la Resurrección del Señor. Con el don de fortaleza, quiere quitaros todos los miedos que nos os dejan caminar con libertad; con el don de sabiduría y el don ciencia quiere iluminar vuestras mentes para pensar y sentir siempre como piensa y siente el Señor; con el don de consejo quiere ayudaros a descubrir la vocación a la que le Señor os llama; y con el don de piedad quiere que sintáis el gozo inmenso de sentiros y de ser en verdad hijos de Dios. Y para que esto suceda sólo os pide una cosa: que le abráis la puerta de todo vuestro ser y le dejéis entrar. “Mirad que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Apoc. 3,20)
A partir de la venida del Espíritu, Santiago se convertirá en el gran apóstol. Santiago va a dejar que el Espíritu entre a raudales en su vida hasta el punto de convertirla en una vida totalmente entregada a la voluntad del Señor. Lleno del Espíritu del Señor, Santiago sólo quiere una cosa en su vida: que la luz del Resucitado llegue a todos los corazones.
La misión apostólica.
Nos cuenta el libro de los “Hechos de los Apóstoles” que, llenos del Espíritu Santo, los apóstoles salieron del Cenáculo y empezaron a dar testimonio de la Resurrección del Señor con mucho valor y que pronto fue surgiendo en torno a ellos una comunidad en la que “todos los creyentes vivían unidos y tenían todo en común; vendían sus posesiones y sus bienes y repartían el precio entre todos según la necesidad de cada uno. Acudían al Templo todos los días con perseverancia y con un mismo espíritu partían el pan por las casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón. Alababan a Dios y gozaban de la simpatía de todo el pueblo” (Hech. 2,42-47).
Pero los apóstoles no se quedan sólo en Jerusalén, sino que pronto se van extendiendo por otros muchos lugares. Según una venerable tradición Santiago viene a España, que, en aquella época, era como llegar al fin del mundo (= Finisterre). Cuando uno esta lleno del Espíritu de Dios siente en su corazón el deseo ardiente de anunciar Cristo y de hacer participar a todos del gozo de la fe.
Hemos de sentir en estos días la urgencia de la evangelización. Vosotros, jóvenes, escuchad la voz del Señor, como la escuchó el apóstol Santiago: “Como el Padre me envió, así os envío yo”( Jn. 20,21. Tenéis que sentiros elegidos y llamados por Cristo para llevar a todos los jóvenes el Evangelio de la vida y de la esperanza. Los jóvenes lo necesitan. Los jóvenes lo está esperando. No os dejéis engañar por las apariencias. Es verdad que el ambiente cultural que vivimos parece ignorar a Dios. Pero también es verdad que en ese ambiente cultural los jóvenes no están a gusto. En su corazón hay un vacío que sólo Cristo puede llenar.
Los jóvenes buscan amar y ser amados. Decidles que sólo en Cristo encontrarán el amor que no defrauda, el amor que da la vida por ellos, el amor capaz de acompañarles siempre. Teniendo a Cristo nunca estarán solos. Y con Cristo se acrecentará en ellos su capacidad de amor. Habladles también de la Iglesia, comunidad de vida y de amor: lugar donde habita el Señor y donde, a pesar de nuestros pecados, todos nos sentimos hijos de Dios, iguales en dignidad y hermanos y donde podemos encontrar la luz necesaria para ver , sin engaño, la realidad y para descubrir nuestra misión en el mundo
Los jóvenes buscan y desean libertad. Decidles que, siguiendo a Cristo, serán verdaderamente libres, convirtiendo su libertad en un camino hacia el bien y la verdad, superando obstáculos y rompiendo las ataduras que esclavizan al hombre. “Donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad”
Los jóvenes, en esta cultura del relativismo, del “todo vale” o del “cada uno tiene su verdad”, están desconcertados, se sienten inseguros, no se atreven a asumir compromisos y miran el futuro con temor. Decidles que Cristo es “el camino, la verdad y la vida”. Decidles que Cristo es la Roca firme sobre la que pueden edificar su vida. Decidles que caminando con Cristo su futuro es un futuro lleno de esperanza.
Los jóvenes quieren que su vida sea útil; quieren que su vida sea fecunda. No se resignan a estar en el mundo sin poder ofrecer nada a los demás. Necesitan saber que es lo que pueden aportar. Quieren conocer cual es su lugar en el mundo. Necesitan descubrir su vocación. Decidles que Cristo confía en ellos. Decidles que Cristo tiene preparada una misión para cada uno de ellos. Decidles que estando unidos a Cristo, como los sarmientos están unidos a la vid, podrá ofrecer a la humanidad, con su vida y su trabajo, frutos abundantes.
Los jóvenes, muchas veces a tientas y en medio de la oscuridad, en un mudo que pretende ignorar a Dios o incluso negarlo, no pueden vivir sin Dios. Los jóvenes buscan a Dios. Buscan un fundamento que de sentido a sus vidas. No es contentan con una vida intrascendente y efímera. Tiene ansias de vida. Tienen deseos de plenitud y de inmortalidad. Decidles que Cristo nos ha revelado el Misterio de Dios. Decidles que en la humanidad de Cristo resplandece la gloria de la divinidad. Decidles que viviendo unidos a Cristo, por el don del Espíritu Santo, podrán descubrir a Dios fuente de la vida, del amor, de la esperanza y de la verdadera alegría. Podrán descubrir a Dios como Padre.
Que esta peregrinación a la tumba del Apóstol, amigo del Señor y testigo de su resurrección gloriosa, nos una más íntimamente a Cristo, nos haga sentir el gozo de caminar en la vida, como hermanos, en el seno de la Iglesia y nos haga fuertes y valientes para llevar a todos los hombres la Buena Nueva del Evangelio.

 

 

Apertura Curso Centro de Teologia

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HOMILÍA DE D. JOAQUÍN EN LA APERTURA DEL CURSO ACADÉMICO.

Comenzamos el nuevo curso bajo la acción del Espíritu Santo, solo con El podemos decir “Jesús es el Señor” como dice S. Pablo.
Creo que es interesante poner la mirada en el nuevo beato el Cardenal Newman beatificado por el Papa en su reciente visita a Inglaterra. Un hombre apasionado por la verdad con una gran fidelidad a su conciencia.
En la vigilia de beatificación, dijo el Papa cosas muy sugerentes:
Hemos sido creados para conocer la verdad, encontrar respuestas a nuestros interrogantes más profundos. Y en esa línea pensamos ¿Por qué estoy aquí?, ¿Por qué voy a unas clases? Porque anhelo y amo la verdad, quiero conocerla.
-Pasión por la verdad
- Honestidad espiritual.
Cuando vamos descubriendo esa verdad que nos hace libres, no podemos guardarla para nosotros, hay que propagarla, difundirla, sabiendo que la fuerza está en la misma verdad, no en la eficiencia del que la expone.
Es verdad que hay que exponerla bien, y sobre todo con armonía entre razón y fe.
La fe ilumina la respuesta última, pero al mismo tiempo necesita la razón, ambos términos no son excluyentes, sino todo lo contrario.
En nuestro tiempo el precio que hay que pagar por ser fiel a la verdad que es Cristo supone:
Ser excluido, ser parodiado, ser ridiculizado. El beato Newman nos enseña que si hemos aceptado la verdad de Cristo, no puede haber separación entre lo que creemos y lo que vivimos.
Dios a cada uno de nosotros nos ha confiado una tarea concreta, que no ha encomendado a otros. Dios me ha llamado, si estoy aquí en el C.D.T es por eso.
Que el Sr. Ilumine a todos, a profesores y alumnos para que seamos levadura de verdad y amor a los hombres.

Homilia V aniversario don Francisco

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Homilía de D. Joaquín María López de Andújar, Obispo de Getafe, en la misa FUNERAL del V Aniversario del fallecimiento de D. FRANCISCO JOSÉ PÉREZ Y FERNÁNDEZ-GOLFÍN, el 24 de febrero de 2009, en la Catedral de Santa María Magdalena

Una celebración como la de hoy, que reúne, en torno al altar, para celebrar la Eucaristía, a los que hemos conocido a D. Francisco y hemos recibido de él tantas enseñanzas es, sobre todo, una acción de gracias a Dios por lo que su vida significó para nosotros; y, al mismo tiempo, un acto de fe en Jesucristo, el Señor, muerto y resucitado, que nos mantiene íntimamente unidos en Él, tanto a los que vivimos en este mundo como a los que ya traspasaron los umbrales de la muerte. Sabemos que la muerte no puede separar a los que están unidos en el Señor. En la vida y en la muerte somos del Señor (Rm 14, 8). Y, por eso, podemos rezar unos por otros. Y, en la celebración de la Eucaristía, unos y otros, estamos unidos en la pascua del Señor. Nuestra unión con Cristo, nuestra pertenencia a Él, no puede destruirla ningún obstáculo, ni siquiera el obstáculo más insalvable de todos, que es el obstáculo de la muerte. Nada ni nadie podrá apartarnos del amor de Dios revelado en Cristo, Señor nuestro (Rm 8, 39).

En su carta a los romanos el apóstol Pablo nos dice que esa unión con Cristo, muerto y resucitado, comenzó en nosotros el día en que fuimos bautizados. Fue una incorporación al Misterio de Cristo: una incorporación a su muerte, sepultura y resurrección. Y desde aquel momento nuestra vida, cuando permanece fiel al Señor, queda irrevocablemente unida a Él y destinada a la vida eterna. Los que por el bautismo nos incorporamos a Cristo fuimos incorporados a su muerte. Por el bautismo fuimos sepultados con Él en la muerte, para que así como Cristo fue despertado de entre los muertos, así nosotros andemos en una vida nueva" (Rm 6, 3-4).

A la luz de la enseñanza del apóstol podemos decir con toda seguridad y, llenos de esperanza, que para el cristiano, la muerte no es sino la culminación de un proceso comenzado en el bautismo: un proceso cuyo destino es la santidad y la unión plena y definitiva con el Señor. La inmersión en las aguas bautismales significa sumergirse con Cristo en su muerte, en la cruz, para que muera y desaparezca de nosotros todo rastro de pecado; y el resurgir desde las aguas bautismales significa renacer con Cristo a una vida de santidad, identificados con Él, participando en sus mismos sentimientos de amor a Dios y a los hombres y convirtiéndonos, de esta forma, por la gracia redentora de Cristo, en nuevas criaturas. Resurgir de las aguas bautismales significa comenzar a vivir en una nueva esfera de vida, que ya no termina: una vida llena de plenitud que ni a misma muerte podrá destruir.

El bautismo, nos dirá Juan Pablo II, es "una verdadera entrada en la santidad de Dios por medio de la inserción en Cristo y la inhabitación del Espíritu Santo (...) preguntar a un catecúmeno ¿quieres recibir el bautismo?, significa, al mismo tiempo preguntarle ¿quieres ser santo?. Significa ponerle en el camino del sermón de la montaña: sed perfectos como vuestro Padre es perfecto (NMI 31).

Esta vocación de santidad y de vida eterna, inscrita en todos nosotros desde nuestro bautismo, la vivió D. Francisco de forma constante a lo largo de toda su vida y fue también objeto de su predicación, especialmente cuando se dirigía a los sacerdotes y a los seminaristas. Así aparece en los escritos que conservamos de él. "Vengo de Dios, voy hacia Dios y descanso en Dios. Señor que siempre vaya hacia ti como a mi única esperanza y mi único amor y en Ti encuentre mi descanso. Que la santidad sea mi único anhelo y mi única ilusión" (pág. 31). El deseo de santidad será para él, la consecuencia de un encuentro apasionado con Cristo, un encuentro que cambia la vida. "Cuando se conoce a Cristo y se le ama, la carrera ya no tiene límites" (pág.32). Efectivamente el encuentro con Cristo, cuando llega a lo hondo de nuestro ser pone en movimiento todas las energías del hombre y es capaz des sacar de él unas posibilidades y una energía que a él mismo le sorprende: “la carrera ya no tiene límites”.

Pero esta vocación de santidad no la entiende D. Francisco como una forma de vida que nos saca de la vida ordinaria convirtiéndonos en seres extraños, sino que la entiende como algo que debe ser natural en nosotros. “Ser santo no es convertirse en una pieza de museo. Ser santo es la sustancia misma de la vida cotidiana. El santo es una persona que se adhiere profundamente a Dios; y hace de Dios el ideal profundo de su ser porque ha descubierto que su corazón está forjado para Dios y preparado para Dios. Por eso, cuando buscamos a Dios, buscamos y encontramos nuestra propia perfección, buscamos la realización de nuestro ser en Jesucristo. Cristo no es algo extraño a nuestra naturaleza".

Vivir la santidad, desear la santidad, no es otra cosa que desear la realización plena de nuestro ser en Cristo. ¡Qué importante es predicar este mensaje a los hombres de nuestro tiempo! Es lo que tantas veces repite Benedicto XVI: Cristo no nos quita nada. Cristo nos lo da todo (24.IV.2005). Quien tiene a Cristo lo tienen todo. En Cristo puede alcanzar lo desea todo su ser. Esta certeza de poder encontrar en Dios todo lo que el hombre más desea lo hemos expresado en el salmo 41, que hemos rezado después de la primera lectura. Como busca la cierva las corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío. Mi alma tiene sed del Dios vivo ¿cuándo entraré a ver el rostro de Dios? (vv. 2-3).

Esta sed de Dios se traduce inmediatamente en sed de almas. Cuando uno busca a Dios, inmediatamente busca lo que le agrada a Dios. Y en un sacerdote lo que mas le agrada a Dios es su pasión por conducir a los hombres al encuentro con Dios. Ese es el deseo de Cristo. Lo hemos escuchado en el evangelio: "Esta es la voluntad del que me ha enviado: que no pierda nada de lo que me dio, sino que lo resucite en el último día. Esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en Él tenga vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día" (Jn 6.37-40).

La voluntad de Dios es que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. Por eso Dios envía a su Hijo al mundo. Jesucristo es el enviado del Padre, la Palabra decisiva del Padre para la salvación de los hombres, Jesucristo es el Pan de la Vida, capaz de calmar el hambre de felicidad de una humanidad desorientada y engañada por el pecado. Y esta voluntad salvadora de Dios se prolonga en la Iglesia y adquiere en los sacerdotes una especial radicalidad: Como el Padre me envió, así os envío yo a vosotros. Recibid el Espíritu Santo (Jn 20, 21-22). Id al mundo entero y predicad el evangelio a todas las gentes (Mc 16, 15).

D. Francisco lleva muy metida en el alma esa voluntad salvadora de Cristo. Casi me atrevo a decir que el tema constante de su conversación era el apostolado, era su preocupación constante por llevar a los hombres la luz de Cristo. “Salgamos al encuentro del hombre. No esperemos que acudan a nosotros, busquémosles. No nos contentemos ni nos consolemos con los que están en el redil; suframos con los que están en la lejanía y, no sólo por sus males físicos, sino también por esta lejanía de Dios causa de tanto dallo. Con el pode de Cristo podemos mirar al mundo con amor, con el amor que transforma y perdona”.

Al recordar hoy a D. Francisco, en su quinto aniversario, pidiendo al Señor por el eterno descanso de su alma, fijémonos en su ejemplo y sigamos su rastro de gran apóstol. El mundo de hoy necesita apóstoles valientes e intrépidos que conociendo bien el terreno que pisan y siendo conscientes de las dificultades que hoy entraña la evangelización, estén muy metidos, como decía D. Francisco en la sustancia de lo cotidiano, compartiendo con los hombres sus alegrías y sus penas y llevándoles el consuelo y la fortaleza de Cristo Hacen falta apóstoles, enamorados de Cristo capaces de llegar al corazón mismo de los hombres de hoy para llenar su oscuridad con la luz de Cristo: apóstoles llenos de amor a Dios "Sólo quien se siente inundado por el amor de Dios es capaz de repartirlo a manos llenas. El que reparte ese amor, muestra que conoce a Dios. Debemos ser reflejo de ese amor de Dios al mundo” (pág. 37).

Pedimos a la Virgen María que interceda por D. Francisco y que a todos nos ayude a seguir su ejemplo de amor a la Iglesia y de afán apostólico.