Homilia dia Sagrado Corazon

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Homilía de D. Joaquín María López de Andújar, Obispo de Getafe con motivo de la Fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, 19 de junio de 2009, en la Basilica del Cerro de los Ángeles.

Queridos hermanos y amigos, queridos sacerdotes; y, especialmente, queridos sacerdotes que en este año celebráis vuestras bodas de oro y de plata sacerdotales. Nos unimos muy cordialmente a vosotros, en esta Eucaristía, para darle gracias a Dios por vuestro servicio generoso a la Iglesia y para pedirle que os mantenga fieles en este ministerio y os llene de gozo y esperanza.

El deseo del Papa de inaugurar el año sacerdotal, conmemorativo del 150 aniversario de la muerte del Santo Cura de Ars, en esta fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, es sin duda una invitación a los sacerdotes a tener un corazón como el de Cristo lleno de amor y misericordia y una invitación a todo el Pueblo de Dios a ver en el ministerio sacerdotal un verdadero don de Dios que quiere estar, a través de los sacerdotes, cerca del hombre iluminando su mente con la luz de la revelación, fortaleciendo su vida con la gracia de los sacramentos y haciéndole sentir el consuelo de Dios en los momentos de soledad y tribulación.

El motivo principal de este año sacerdotal, nos dice el Papa, es que los sacerdotes crezcamos cada vez más en nuestra fidelidad a Cristo, nos esforcemos con oraciones y buenas obras para obtener de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote la gracia de brillar por la fe, la esperanza y la caridad y mostremos con nuestra forma de vivir y también con nuestro aspecto exterior que estamos plenamente entregados al bien espiritual del Pueblo de Dios. "Este año ha de contribuir a promover el compromiso de renovación interior de todos los sacerdotes, para que su testimonio evangélico en el mundo de hoy sea más intenso e incisivo" (Benedicto XVI Carta a los sacerdotes con motivo del año sacerdotal).

En el Misterio del Corazón de Cristo, que hoy celebramos, la Iglesia quiere revelarnos la humanidad de Dios y quiere hacernos sentir la cercanía entrañable de un Dios, que, en Cristo, se hace "todo corazón" y todo amor. En el Corazón de Jesús podemos descubrir a un Dios que es capaz de llegar a nosotros con sentimientos humanos, para que nosotros, como respuesta, entremos en este Misterio de amor y le entreguemos a Dios, en el Corazón de Cristo, todo el amor del que somos capaces y todos nuestros sentimientos de gratitud y de confianza.

Pero además de todo esto, hoy la Iglesia nos invita a nosotros sacerdotes, en esta Jornada de oración por la santificación de los sacerdotes y en este año sacerdotal que inauguramos, a buscar y encontrar en el Corazón de Cristo el verdadero y único modelo de un auténtico corazón sacerdotal. Tenemos que ser sacerdotes, según el corazón de Cristo; sacerdotes, en el Corazón de Cristo; sacerdotes que amen a los hombres y entreguen su corazón, con el mismo amor y la misma entrega del corazón sacerdotal de Cristo.

En el evangelio de S. Mateo llama Jesús a los que sufren y se presenta a ellos como manso y humilde de corazón: "Venid a Mí los que estáis cansados y agobiados (..) y aprended de Mí, que soy manso y humilde corazón" (Mt. 11, 28). Y la carta a los Hebreos (cf. Heb. 5, 1.10) nos ayuda a comprender que estas dos cualidades del Corazón de Jesús, la mansedumbre y la humildad, se corresponden a lo que podríamos llamar las dos dimensiones de la mediación sacerdotal, que están al servicio de la alianza entre Dios y los hombres. En la carta a los Hebreos, el sumo sacerdote es descrito de forma que coincide exactamente con la presentación que Jesús hace de sí mismo en el evangelio de S. Mateo. Según el autor de la carta a los Hebreos el sumo sacerdote es comprensivo para con los hombres (Heb. 5, 2) y humilde ante Dios ' (Heb. 5, 4).

El sumo sacerdote, nos dice la carta a los Hebreos, es comprensivo y amable con los hombres y "capaz de comprender a ignorantes y extraviados porque está también él envuelto en flaqueza y debilidad" (Heb. 5, 2). Y es humilde ante Dios, porque "nadie se arroga esta dignidad si no es llamado por Dios"(Heb.5, 4). Según la carta a los Hebreos, esta descripción del sumo sacerdote encuentra su perfecta realización en Cristo, el verdadero y único sacerdote, lleno de misericordia hacia sus hermanos (Heb. 2, 17), capaz de compadecerse de sus flaquezas (Heb. 4,15); y, al mismo tiempo lleno de humildad, ya que no se glorificó a sí mismo (Heb. 5, 5) sino que tomó el camino de la extrema humildad (Heb. 5, 7-8), al término del cual ha sido proclamado sumo sacerdote por Dios. (Heb. 5,10).

En este día del Corazón de Jesús, contemplando la vida y la entrega del Señor, que nos ha llamado a ser signo y presencia de su sacerdocio entre los hombres os invito especialmente a meditar estas dos cualidades esenciales del sacerdocio de Cristo: la mansedumbre en su relación con los hombres y la humildad en su relación con el Padre.

Contemplando la mansedumbre del Corazón de Cristo tenemos que aprender cada día los sacerdotes a vivir nuestra relación con los hombres con actitudes de verdadera misericordia, con entrañas de misericordia, como las vivió el Señor. El ministerio de Jesús fue una continua revelación de admirable misericordia, para los enfermos, los lisiados, los ignorantes, los débiles, los pequeños y -lo más sorprendente de todo- para los pecadores. Para darnos una idea de esta actitud de Jesús, los evangelios nos dicen que Jesús, en muchos momentos, se siente verdaderamente conmovido en sus entrañas ante el sufrimiento humano. Viendo a un leproso Jesús "conmoviéndose de piedad en sus entrañas", le cura (Mc. 1, 41). Y al ver a la muchedumbre siente compasión de ella, porque estaban fatigados y abatidos como ovejas sin pastor (...) y se puso a enseñarles" (Mt. 9,36). Y, cuando ve a la gente extenuada y hambrienta, Él mismo dice "siento compasión por esta gente" (Mc. 8, 2) y se preocupa de alimentarles, buscado la colaboración de sus discípulos. Estas tres actividades (curar, alimentar y enseñar), inspiradas todas ellas por la misericordia han de inspirar también y orientar nuestra vida sacerdotal. El Señor nos ha llamado para curar la heridas del corazón de muchas gentes que han sido maltratadas por la vida y viven desamparadas buscando compañía y consuelo; y nos ha llamado, como llamó a los apóstoles, para alimentar y dar de comer a las multitudes hambrientas preocupándonos de su bienestar integral (espiritual y material) siendo semilla y fermento de un mundo en el que reine el amor y la justicia; y nos ha llamado para enseñar, como Cristo, la Palabra de la verdad que ilumine las mentes de los que se sienten perdidos en un ambiente cultural en el que la razón ha quedado ofuscada y confundida por corrientes ideológicas que desfiguran la dignidad del hombre y el respeto a la vida. Pero a estas tres actividades de Jesús (curar, alimentar y enseñar) que suscitan la admiración de los que le sigue, Jesús añade otra que nos sólo no produce admiración, sino lo contrario: lo que produce es repulsa y escándalo. Jesús también acoge a los publícanos y pecadores y llega incluso a comer con ellos. Y es precisamente esta relación con los pecadores -y pecadores somos todos- la que explica el significado más profundo del ministerio sacerdotal de Jesús, que culminará con el sacrificio de la cruz. Y explicará también la dimensión más profunda de nuestro ministerio sacerdotal: el perdón de los pecados.

El gran mérito de la carta a los Hebreos es haber realizado una síntesis de la misericordia con el sacerdocio y de la misericordia con el sacrificio, hasta el punto de presentar la Pasión del Señor, su Sacrificio en la Cruz, como el acto supremo de solidaridad y misericordia. El sacrificio de Cristo en la Cruz no ha tenido lugar en un contexto de separación de los hombres, como ocurría en los sacrificios y en el sacerdocio de la Antigua Alianza, sino en un contexto de íntima unión con los hombres pecadores. Lo que Cristo ha ofrecido son "ruegos y súplicas a Aquel que podía salvarle de la muerte" y los ha ofrecido con "fuerte clamor y lágrimas" (5,7). Jesús hace suya la situación dramática en la que el hombre ha caído por su pecado. Jesús ha cargado sobre sí la suerte de los hombres pecadores. Jesús ha asumido en su sacrificio en la cruz el combate del hombre contra la muerte y contra el pecado y ha llevado así hasta el extremo su solidaridad con los hombres y la plenitud de la misericordia. El sacrificio de Cristo, que actualizamos permanentemente en la Eucaristía, es un acto de fraternal misericordia llevada hasta el extremo, que hace de Cristo el Sumo Sacerdote misericordioso, de cuyo sacerdocio y de cuya misericordia participamos nosotros.

Por eso, queridos hermanos sacerdotes, cuando celebramos la Misa, en comunión íntima con Cristo, estamos haciendo presente y viva entre los hombres la infinita misericordia de Dios, manifestada y revelada en el sacrificio de Cristo. Cuando celebramos la Misa, que ha de ser el centro de nuestra vida sacerdotal, estamos celebrando el mayor acto de solidaridad y misericordia con nuestros hermanos los hombres. Todas nuestras actividades, a lo largo del día, han de ser como una prolongación y desarrollo de este momento cumbre de unión con Cristo misericordioso, vivido en la celebración eucarística.

Pero, junto a este rasgo de la mansedumbre y la misericordia, Jesús se presenta a sí mismo con el rasgo de la humildad. Es éste otro rasgo que, según la carta a los Hebreos caracteriza el sacerdocio de Cristo. Para entender la misericordia sacerdotal de Cristo no es suficiente considerar su relación con la miseria humana. Hay que mirar también cómo vive Jesús, en su humanidad, su relación y obediencia al Padre.

Si sólo nos limitáramos, en nuestro sacerdocio, a preocuparnos por los problemas y sufrimientos de los hombres podríamos correr el riesgo de quedarnos en un mero humanismo. Por eso es muy importante, siguiendo la carta a los Hebreos, tener en cuenta que la misericordia sólo es sacerdotal si se ejerce con una intención mediadora, como lo fue la misericordia de Cristo.

Como nos dice la carta a los Hebreos la solidaridad de Cristo con la miseria humana se convierte en súplica confiada, tomando sobre sí las angustias de los hombres y en obediencia fiel a la voluntad del Padre. "He bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado"(Jn. 6, 38). "Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra" (Jn. 4, 34). S. Pablo presenta la pasión de Cristo como un acto de obediencia que ha reparado las desastrosas consecuencias de la desobediencia del pecado original (cf. Rom. 5, 19) y el himno cristológico de Filipenses pone de manifiesto la obediencia llevada hasta la muerte y una muerte de Cruz. En todos los textos evangélicos vemos que la obediencia nunca le ha llevado a Cristo a separarse de los hombres, sino todo lo contrario: la obediencia le ha llevado a unirse a ellos para salvarlos. En la carta a los Hebreos vemos cómo la obediencia de Cristo al Padre siempre aparece como un aspecto de su solidaridad con los hombres. Para llegar a ser sumo sacerdote, Cristo "no se ensalzó a sí mismo" (Heb 5, 5), no trató de elevarse por encima de los demás hombres, sino que tomó un camino de humillaciones, aceptando el bajar hasta el fondo de la miseria humana. Su obediencia tiene siempre esa doble relación: con Dios y con los hombres, haciendo de ella una verdadera misión sacerdotal de mediación entre Dios y los hombres. Al acoger misericordiosamente a los pecadores, Jesús tenía siempre conciencia de estar actuando en unión con el Padre; y para responder a las críticas de los fariseos les responde con las parábolas de la oveja perdida, de la moneda perdida y de hijo pródigo. (cf. Lc. 16)

Pidamos al Señor en este día, contemplando su Corazón misericordioso y obediente al Padre, que nosotros sacerdotes no separemos nunca en nuestro ministerio sacerdotal estas dos dimensiones de mansedumbre misericordiosa y de obediencia filial a la voluntad del Padre. Y eso sólo será posible si somos hombres de oración y de profunda vida interior. Hemos de cuidar en nosotros una autentica vocación a la oración, en un sentido intensamente cristológico y sacerdotal. Estamos llamados a permanecer en Cristo, a ser sacerdotes en el corazón sacerdotal de Cristo y ésta se realiza de una manera preferente en la oración: ante todo viviendo intensamente la Eucaristía, el acto de oración más grande y más alto, el centro y la fuente de la cual se nutren las demás formas de oración. Y en íntima relación con la Eucaristía: la liturgia de la horas, la adoración eucarística, la "lectio divina", el rosario y cualquier otra forma de oración que nos acerque al corazón misericordioso y sacerdotal de Cristo. El sacerdote, que como el santo Cura de Ars, reza mucho y reza bien va quedando progresivamente despojado de sí mismo y queda cada vez más unido al Señor. Y de este modo la vida misma de Cristo, Cordero y Pastor es comunicada a toda la grey, a través de su ministerio sacerdotal (cf. Benedicto XVI. Homilía ordenaciones. 2009)

Que la Virgen María, Madre del Buen Pastor, interceda por nosotros, para que este año sacerdotal de muchos frutos de santidad en los sacerdotes, sea fuente de abundantes vocaciones y ayude a todo el Pueblo de Dios a reconocer en el ministerio de los sacerdotes el amor misericordioso de Jesucristo y un medio que Dios pone en sus manos para llevar a plenitud su vocación a la santidad. Santa María, Madre de los sacerdotes, ruega por nosotros.

Ordenaciones

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Homilía de D. Joaquín Mª López de Andújar, Obispo de Getafe en la ceremonia de Ordenación de un presbítero y diez diáconos

Cerro de los Ángeles, Getafe, 12 de Octubre de 2009

Os daré pastores según mi corazón” (Jer 3,15). Con estas palabras del profeta Jeremías Dios promete a su pueblo no dejarlo nunca privado de pastores que lo congreguen y guíen. La Iglesia, Pueblo de Dios, contempla con gozo el cumplimiento de este anuncio profético y da continuamente gracias al Señor. Sabe que ese cumplimiento se realiza en Jesucristo. “Yo soy el Buen pastor y conozco a mis ovejas y las mías me conocen a mí (...) y doy la vida por mis ovejas” (Jn 10,11 y ss). Y sabe también que la presencia de Jesucristo, Buen pastor, sigue viva entre nosotros, por voluntad suya, en todos los lugares y en todas las épocas, por medio de los apóstoles y de sus sucesores. Sin sacerdotes la Iglesia no podría cumplir el mandato del Señor de anunciar el evangelio.“Id y haced discípulos de todas las gentes”(Mt 28,19); ni podría renovar cada día, en el Misterio Eucarístico, el Sacrificio de su Cuerpo entregado y de su Sangre derramada para la vida del mundo (cf. PDV, 1).

En un día como hoy, en el que van a ser ordenados un presbítero y diez diáconos, nuestra Iglesia diocesana de Getafe da gracias al Señor porque permanece en medio de nosotros apacentando su grey, por medio de aquellos que Él llama personalmente para continuar su misión pastoral.

El evangelio que acaba de ser proclamado nos dice que Jesús, después de mirar lleno de compasión a las gentes que estaban extenuadas y abandonadas, como ovejas que no tienen pastor, dice a sus discípulos: “La mies es abundante y los trabajadores pocos, rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies” (Mt 9,38). La oración que hacemos todos los días pidiendo vocaciones sacerdotales ha sido escuchada por el Señor y hoy, con emoción y esperanza, le damos gracias por estos nuevos pastores que Él nos regala.

Nunca podemos perder de vista que la llamada al ministerio sacerdotal es iniciativa de Dios. El Señor llama a los que quiere y como quiere. “Nadie puede venir a Mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae” (Jn 6,44). “No me habéis elegido vosotros a Mí, sino que Yo os he elegido a vosotros y os he destinado para que vayáis y deis fruto y vuestro fruto permanezca” (Jn 15,16). La historia de toda vocación sacerdotal es la historia de un inefable diálogo entre el amor de Dios que llama y la libertad del hombre que responde a Dios en el amor. Estos dos aspectos de la vocación, el don gratuito de Dios y la libertad responsable del hombre, son inseparables.

Queridos ordenandos y queridos seminaristas la vocación es un don de la gracia divina y no un derecho del hombre. La vida sacerdotal nunca puede ser considerada como una promoción simplemente humana, ni la misión del ministro nunca puede ser entendida como un simple proyecto personal Tener esto claro nos ayudará a excluir de nosotros cualquier sentimiento de vanagloria o presunción. Los que hemos tenido la gracia de ser llamados por el Señor hemos de sentir continuamente una profunda gratitud, llena de admiración y una esperanza muy firme, porque sabemos que estamos apoyados no en nuestras propias fuerzas, sino en la fidelidad incondicional de Aquél que nos ha llamado.

Dice el evangelista S. Marcos que Jesús “llamó a los que quiso y vinieron a Él” (Mc 3,13). Este “venir a Él”, que se identifica con el “seguir” a Jesús, que aparece en otros relatos de vocación, expresa la respuesta libre de los doce a la llamada del Maestro. Así sucede en la vocación de Pedro y de Andrés. Jesús les dice: “Venid conmigo y os haré pescadores de hombres”. Y ellos, al instante, “dejaron las redes y lo siguieron” (Mt 4,21-22). Y, de la misma manera, sucede también en la experiencia de Santiago y de Juan (cf. Mt 4,21-22) y sucede siempre que Dios llama a alguien para una misión. En toda vocación brillan siempre a la vez el amor gratuito de Dios y la libertad del hombre; siempre aparece la adhesión a la llamada de Dios y su entrega incondicional a Él. Es el diálogo entre la gracia y la libertad: un diálogo en el que gracia y libertad no sólo no se oponen entre si sino que por el contrario la gracia anima y sostiene la libertad humana, liberándola de la esclavitud del pecado (cf Jn 8,34-36), sanándola y elevándola en sus capacidades de apertura y acogida del don de Dios. (cf. PDV 36)

La certeza de que Dios es siempre fiel en su amor y en su llamada nos llena de confianza y nos da fuerza en las dificultades. Dios nunca abandona a aquellos a los que llama para una misión. Él siempre camina a nuestro lado y nos da a su Hijo como hermano y compañero inseparable de nuestra historia. Porque, como nos dice el evangelista S. Juan: “Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único para que todo el que cree en Él no perezca sino que tenga la vida eterna” (Jn. 3,16).

Ante este Amor que nos precede y nos acompaña, la actitud de los que hemos sido llamados por Él al ministerio sacerdotal no puede ser otra que la de dejarnos sorprender por ese amor y sentirnos felices por esa llamada. Quien es fiel al proyecto de Dios encuentra el verdadero sentido de su vida. No tengamos nunca miedo al proyecto de Dios sobre nosotros, aunque nos parezca arduo y difícil. Benedicto XVI nos dice, en el comienzo de su última encíclica Cáritas in Veritate que cada uno encuentra su propio bien asumiendo el proyecto que Dios tiene sobre él porque en ese proyecto el hombre encuentra su verdad y aceptando esta verdad se hace libre (cf. CV 1).

El ejemplo de los santos pastores, como San Juan de Ávila o el Santo Cura de Ars, nos ayuda a responder con fidelidad a la llamada de Dios. “Este buen Salvador -decía el Cura de Ars– está tan lleno de amor que nos busca por todas partes”. No tengamos ningún reparo en dejarnos sorprender por el Amor, que es Dios, más allá de nuestros planes y esquemas. Siguiendo el ejemplo de los santos abramos nuestro corazón a la sorpresa de Dios haciendo de nuestra vida un continuo “si” a Dios en las circunstancias de todos los días. Seamos, como los santos pastores, humildes, confiados y generosos para aprender a vivir en la lógica de la entrega: una entrega que nace de la experiencia de la misericordia divina. Los santos nos enseñan a entender la historia de nuestra vida desde los latidos del Corazón de Cristo, que busca a la oveja perdida como algo que pertenece a su amor esponsal y como expresión de la ternura materna de Dios. Ellos nos invitan a experimentar en nuestras propias vidas la compasión hacia todos los hermanos.

En la homilía de las canonizaciones de ayer, decía el Santo Padre refiriéndose a S. Francisco Coll: “Su pasión fue predicar con el fin de anunciar y reavivar la Palabra de Dios, ayudando así a las gentes al encuentro profundo con el Señor. Un encuentro que llevaba a la conversión del corazón, a recibir con gozo la gracia divina y a mantener un diálogo constante con el Señor mediante la oración. Por eso su actividad evangelizadora incluía una gran entrega al sacramento de la Reconciliación, un énfasis destacado en la Eucaristía y una insistencia constante en la oración. Francisco Coll llegaba al corazón de los demás porque transmitía lo que él mismo vivía, lo que ardía en su corazón: el amor de Cristo y su entrega a Él”. Y refiriéndose al Padre Damián, apóstol de los leprosos, nos decía el Papa: “Siguiendo al apóstol Pablo, S. Damián nos impulsa a seguir las buenas y duras batallas. No aquellas que llevan a la división, sino las que unen. Nos invita a abrir los ojos sobre las lepras que, aún hoy, desfiguran la humanidad de nuestros hermanos y que a apelan a nuestra generosidad y a la caridad de nuestra presencia de servicio”.

Queridos ordenandos, por el don del Espíritu Santo que vais a recibir en la ordenación diaconal y sacerdotal, estáis llamados, siguiendo el ejemplo de estos santos pastores, a participar del ser sacerdotal de Cristo. Estáis llamados a prolongar la misión de Cristo, para obrar en su nombre en sintonía con su mismo estilo de vida como signo personal, comunitario y sacramental del Buen Pastor. Durante la última cena, Jesús en su diálogo con el Padre afirma repetidamente refiriéndose a los apóstoles que son “los suyos” (Jn 13,1), “los que Tú me has dado” (Jn 17,4 ss.). Los apóstoles pertenecen a Jesús de una manera especial. Son los que el Padre le ha dado para prolongar en el mundo su misión. Son los llamados a ser la “expresión” o “la gloria “ (Jn 17,10) de Jesús. Son aquellos elegidos por el Padre para reflejar, entre los hombres, el amor de Jesús a todos y cada uno de los redimidos.

Esta identidad vocacional de los apóstoles, llamados a reflejar en el mundo el amor sacerdotal de Cristo a los hombres, esta particular pertenencia a Cristo, aparece en el evangelio desde el inicio mismo de la predicación de Jesús, cuando “llamó a los que quiso para que estuvieran con Él y para enviarles a predicar” (Mc 3,13-14). Vemos, a lo largo de todo el evangelio, cómo la vida de los apóstoles se caracteriza por el encuentro con Jesús, por el seguimiento a Jesús, por la comunión entre ellos, en Jesús, como centro de esa comunión y por la participación en la misión de Jesús, siendo transparencia e instrumento de la vida, el amor y la misión de Jesús. Nosotros, sacerdotes, hemos sido enriquecidos con la gracia del Espíritu Santo para continuar en el mundo la vocación apostólica. Somos hoy y aquí, en medio de los hombres de nuestro tiempo, los apóstoles de Cristo, llamados a estar con Él, en la oración contemplativa, en la Eucaristía y en los demás sacramentos y llamados a predicar en su nombre.

Queridos hermanos, no nos engañemos; los dones gratuitos de esta vocación apostólica y sacerdotal no llevan consigo más privilegio que el de obrar en el nombre y en la persona de Cristo Cabeza de su Iglesia, reflejando en nuestras vidas la inmolación de Cristo en la cruz, dando la vida, sirviendo a nuestros hermanos, lavándoles los pies y presentándonos ante ellos “como servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios” (I Cor 4,1).

La espiritualidad sacerdotal no consiste en otra cosa que en la vivencia de lo que los ministros ordenados somos y hacemos. Una espiritualidad que se concreta en actitudes interiores de fidelidad al amor de Cristo, de disponibilidad para servir a los hermanos y de generosidad, como la del Buen pastor, hasta dar la vida. La espiritualidad sacerdotal exige de nosotros la huida de cualquier forma de subjetivismo o individualismo. El Pueblo de Dios, Pueblo sacerdotal, tiene derecho a ver en el sacerdote la caridad de Jesucristo, Buen Pastor, que vivió obediente a los designios del Padre y se entregó a los hombres, desprendiéndose de cualquier apego humano, como esposo que lleva a todos en el corazón.

La vocación del sacerdote sólo puede ser entendida como vocación de “seguimiento” pleno y radical a Cristo, y sólo puede ser vivida como vocación de total adhesión a Cristo, tal como la resumió el apóstol Pedro: “Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido” (Mt. 19, 27). Esta totalidad de la entrega es la respuesta adecuada a la gratuidad de la llamada y a la predilección que supone haber sido elegidos por el Señor para una misión tan alta. Los sacerdotes hemos de empaparnos de los “sentimientos” de Cristo que se “anonadó” para expresar su donación incondicional al Padre y a los que el Padre le había confiado.

Esa donación de Cristo para comunicar a los hombres la vida nueva ha de continuar expresándose, con la gracia de Dios, en la vida de los suyos. Quienes creen en Cristo necesitan y tienen derecho a ver en los sucesores de los apóstoles el amor mismo del Buen Pastor. No se puede predicar el Evangelio en nombre de Cristo si no es presentando en la propia vida la vida de Cristo, pobre, casto y obediente.

Queridos sacerdotes, queridos seminaristas, no hemos de asustarnos ante las exigencias de la llamada del Señor. Si el Señor nos ha llamado, Él nos dará también la gracia necesaria para seguirle y nos hará experimentar todos los días la alegría de vivir sólo para Él. Vivamos sin ningún temor el radicalismo evangélico, según el estilo del Buen Pastor. El Espíritu Santo recibido en la ordenación sacerdotal hará posible lo que para los hombres parece imposible. El Espíritu Santo conformará nuestras vidas con Jesucristo Cabeza y Pastor de la Iglesia, nos dará la capacidad de ser instrumentos vivos de Cristo Sacerdote eterno, nos acompañará siempre para actuar personificando a Cristo mismo, allí donde el mismo Cristo nos envíe y moverá nuestros corazones para seguir haciendo presente entre nuestros hermanos la misericordia divina.

La Virgen María, como Madre y figura de la Iglesia, es Madre de misericordia por ser Madre de la misericordia personificada en Jesús. María es la que de manera singular y excepcional ha experimentado como nadie la misericordia y también, de manera excepcional, ha hecho posible con el sacrificio de su Corazón la propia participación en la misericordia divina. Nadie ha experimentado, como la Madre del Crucificado, el misterio de la Cruz. Nadie como ella ha acogido de corazón este Misterio. Que ella interceda hoy, ante su Hijo Jesucristo, para que los que van a ser ordenados y todos los que han recibido la gracia del sacramento del orden, conformen su vida con el misterio de la Cruz del Señor y manifiesten al mundo en su ministerio sacerdotal y en su propia vida las riquezas infinitas de la misericordia divina. Amen.

Solemnidad de Santa Maria Madre de Dios

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Homilía de D. Joaquín María López de Andújar, Obispo de Getafe, en la Solemnidad de Santa María Madre de Dios, el día 1 de enero de 2008, en la Catedral de Santa María Magdalena, en Getafe.

La iglesia nos invita hoy, primer día del año, a celebrar a María Madre de Dios y, a la vez, nos presenta los mejores deseos para el año que comienza y nos propone la Jornada Mundial de Oración por la Paz. Todos estos diferentes aspectos de la Solemnidad de hoy están perfectamente unidos a María. Ella es la Madre de Dios, la Reina de la paz; Ella es la que nos trae los mejores deseos del Señor para el año que comenzamos; y Ella es la que infunde en nosotros serenidad, paz, alegría y, sobre todo, amor.

La primera lectura, tomada del libro de los Números (6,22-27), es una preciosa oración de bendición. La bendición es un deseo de bien. Pero un deseo de bien que se basa en la relación con Dios. Sin relación con Dios es imposible que haya bienes verdaderos para las personas. Bendecir es poner a la persona en relación con Dios para que así, unida al Señor, oriente su vida hacia el Bien Supremo, fuente de todos los bienes. Por eso el sacerdote dice al bendecir: “El Señor te bendiga y te guarde, el Señor te muestre su Rostro radiante y tenga piedad de ti; el Señor te muestre su Rostro y te conceda la paz”. Realmente si queremos que el nuevo año sea verdaderamente feliz y próspero debemos estar muy atentos a esta relación con Dios, debemos desear que el nombre del Señor se invoque verdaderamente sobre nosotros no sólo con una fórmula, sino con una adhesión plena de nuestro corazón y nuestra mente a su voluntad amorosa.

La Virgen María, Madre del Señor, es la que mejor puede acercarnos a esa relación amorosa con Dios. Ella nos dice como en Caná: “haced lo que Él os diga” (Jn 2,5). Ella que, como madre sólo quiere nuestro bien, nos enseña a ser dóciles al Señor, porque por medio de esa docilidad nos vendrán todas las bendiciones.

La segunda lectura presenta el único texto de S. Pablo que habla de María y la presenta como aquella que concibió en su seno al Hijo de Dios: “Cuando se cumplió el plazo, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer (...) para que rescatase a los que estaban sometidos a la Ley y nosotros recibiéramos el ser hijos por adopción” (Gal 4,4-5). La Redención fue posible porque María fue dócil al Espíritu: María, por su docilidad al Espíritu, hizo posible el Misterio de la Encarnación. Fue una mujer, María, llena del Espíritu de Dios, bendita entre todas las mujeres, la que nos trajo al Salvador. María fue Madre de Dios por obra del Espíritu Santo. Por eso podemos decir que María con su maternidad nos obtiene el don del Espíritu Santo para que nosotros podamos entrar en relación filial con el Padre y vivir todos los acontecimientos que nos vengan, este año y todos los años, en íntima comunión con el Padre, acogiendo el amor del Padre, sintiéndonos seguros y llenos de esperanza en el amor del Padre: “De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si eres hijo, también heredero, heredero de Dios y coheredero con Cristo” (Gal 4,7). Esto es algo admirable que nos llena de gozo: vivir como hijos de Dios, íntimamente configurados con Cristo, el hijo de María, por el don del Espíritu Santo.

El evangelio de hoy, que es el mismo que fue proclamado el día de Navidad, nos invita a contemplar a los pastores que se dirigen sin vacilaciones al Portal de Belén, donde van encontrar a María, José y el Niño, acostado en un pesebre (cf. Lc 2,16-21). Este encuentro de los pastores con María y con el Niño nos hace comprender el sentido profundo de la maternidad de María. Ella dio a luz a su Hijo que es el Hijo de Dios. Y nos lo entrega a nosotros en una situación de extrema pobreza y debilidad. Parece como si al entregárnoslo nos dijera: ¡cuidadlo! Nos lo entrega acostado en un pesebre, nos lo ofrece para que también nosotros lo disfrutemos y lo cuidemos y se lo ofrezcamos al mundo. María entrega a su Hijo a los hombres como Salvador y Señor y nos lo entrega también como Príncipe de la Paz: el único que puede traer a los hombres la plenitud de la paz.

Por eso, en este día, la Iglesia nos invita a rezar por la paz. Y el Santo Padre, Benedicto XVI, nos ofrece para nuestra reflexión, en esta Jornada Mundial de oración por la paz, un mensaje, que este año tiene por título: “Familia humana, comunidad de paz”. En este mensaje el Papa nos hace comprender algo que en estos días, especialmente en el multitudinario encuentro de las familias del pasado día treinta, en la Plaza de Colón en Madrid, estamos viviendo con gran intensidad: que para alcanzar la paz en el mundo, para que haya tranquilidad y concordia en nuestra sociedad es necesario cuidar la familia y protegerla y afianzarla, porque la familia es el fundamento más sólido para alcanzar la paz.

Y así, el Papa nos va recordado en su Mensaje aspectos esenciales de la familia que hemos de cuidar especialmente. “la familia natural, en cuanto comunión íntima de vida y de amor, fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer es el lugar primario de humanización de la persona y de la sociedad la cuna de la vida y del amor” (n. 2).

En la familia se experimentan y viven valores que son esenciales para la paz. “La justicia y el amor entre hermanos y hermanas, la función de la autoridad manifestada por los padres, el servicio afectuoso a los miembros más débiles, porque son pequeños, ancianos o están enfermos, la ayuda mutua en la necesidades de la vida, la disponibilidad para acoger al otro y, si fuera necesario, para perdonarlo” (n. 3).

Y, de esta manera, la familia se convierte en la primera e insustituible educadora de la paz, y la célula primera y vital de la sociedad, así como el fundamento mismo de la sociedad. Cuando hay una vida familiar sana y auténtica todo el lenguaje familiar es un lenguaje de paz, un lenguaje que se aprende desde niño, antes que en las palabras, en los gestos y miradas del padre y de la madre, que viven para sus hijos y se sacrifican por ellos y les ofrecen con el ejemplo de su amor matrimonial un signo vivo y eficaz del amor  de Dios a los hombres, del amor de Cristo a su Iglesia, dando su vida en la Cruz.

De todo esto se deduce, nos dice el Papa, que no hemos de permanecer impasibles ante los ataques de todo tipo, especialmente de tipo ideológico, que sufre la familia, y ante la falta de protección legal que viven las familias, así como la falta de reconocimiento del gran servicio a la sociedad que están prestando a la sociedad, especialmente las familias numerosas, o las familias que tienen a su cargo personas mayores o enfermas o discapacitadas.

Y, al llegar a este punto, el Papa es sumamente claro y enérgico. “La negación o restricción de los derechos de la familia al oscurecer la verdad sobre el hombre, amenaza los fundamentos mismos de la paz (...) Quien obstaculiza la institución familiar, aunque sea inconscientemente, hace que la paz de toda la comunidad nacional e internacional sea frágil, porque debilita lo que de hecho es la principal fuente de la paz” (nn. 4-5).

Y a continuación señala cuales son esos obstáculos. “Todo lo que contribuye a debilitar a la familia fundada en el matrimonio de un hombre y una mujer, lo que directa o indirectamente dificulta la disponibilidad para la acogida responsable de una nueva vida, lo que se opone a su derecho de ser la primera responsable de la educación de los hijos, es un impedimento objetivo para el camino de la paz” (n. 5).

Realmente, lo que la humanidad se juega en este campo de la familia es sumamente grave para la causa de la paz. Y no tenemos más que abrir los ojos para comprender que la causa de muchos desordenes sociales, de muchos conflictos, de mucho sufrimiento y de mucha violencia está en el deterioro de la familia. Y la frivolidad con la que muchos medios de comunicación están tratando los asuntos familiares está siendo en gran medida responsable de lo que está sucediendo.

Por eso en este día primero del año, pedimos al Señor que cuide y proteja a nuestras familias y a todas las familias del mundo; y que abra los ojos y mueva las conciencias de los que tienen responsabilidades públicas para que pongan los medios necesarios para ayudar y proteger a las familias.

Y, en esta Solemnidad de María, Madre de Dios, volvemos hacia ella nuestra mirada pidiendo su intercesión. Oremos para que el influjo de María se extienda por el mundo entero tan necesitado de alegría, de confianza y de paz. Oremos, en particular, por las familias que sufren y por los países donde hay guerras y violencia.

Que la Virgen María, Madre de Dios y Reina de la Paz interceda por nosotros. Amen.

 

Jornada Mundial del Emigrante y el Refugiado

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Homilía de D. Joaquín María López de Andújar, Obispo de Getafe, DOMINGO II DEL TIEMPO ORDINARIO (A) (Jornada Mundial del Emigrante y el Refugiado-20 de Enero de 2008) Retransmitida por TVE

Queridos hermanos aquí presentes en este Templo Parroquial de S. Martín de la Vega y queridos hermanos que nos estáis siguiendo a través de las antenas de TVE.

En el marco del Octavario por la Unidad de los Cristianos, en el que todos los que creemos en Jesucristo nos unimos pidiendo a Dios que nos conceda el don de la unidad, hemos comenzado nuestra Celebración con una oración, la oración propia de este Segundo Domingo del Tiempo Ordinario, que expresa uno de los deseos más hondos del corazón humano, el deseo de la paz: “Dios todopoderoso, escucha paternalmente la oración de tu pueblo y haz que los días de nuestra vida se fundamenten en tu paz” La paz es el bien más deseado. Sin paz es imposible la felicidad. Juan XXIII, en su encíclica Pacem in Terris, nos decía que la paz es “un orden basado en la verdad, establecido de acuerdo con las normas de la justicia sustentado y henchido por el amor y realizado bajo los auspicios de la libertad” (n. 167). Estos son los cuatro pilares sobre los que se sustenta la paz: la verdad, la justicia, el amor y la libertad. Una vida plenamente humana y pacífica ha de buscar sinceramente la verdad, ha de fundamentarse en la justicia, ha de crecer en el amor y ha de desarrollarse en un clima de verdadera libertad. Esto es lo que, en el fondo, todos los hombres buscamos y esto es lo que necesitamos. Y, sin duda, son muchos los que sinceramente se esfuerzan por alcanzar este ideal de vida en ellos mismos y en la sociedad.

Sin embargo, los hechos que diariamente vivimos y nuestro propio desorden interior parecen desmentir este bello ideal. Empezando por la verdad, muchos se preguntan escépticamente como Pilato : ¿qué es la verdad? ¿existe realmente la verdad? Y ¿qué decir de la justicia?, ¿dónde encontrar los fundamentos de una verdadera justicia? Y ¿qué decir del amor? Pocas palabras han sido tan manipuladas y maltratadas como la palabra “amor”. Y, en medio de esta confusión, ¿cómo podemos hablar de libertad? Si la libertad se separa de la verdad, del amor y de la justicia, ¿qué queda? No queda nada. La libertad acaba convirtiéndose en puro desenfreno que termina por destruir al hombre.

Si en la oración de hoy hemos acudido al Señor pidiéndole que los días de nuestra vida se fundamenten en la paz es porque sabemos y creemos que sólo Dios puede poner orden en nuestra vida y sólo Él puede llenar de luz nuestra oscuridad. Si acudimos al Señor es porque sabemos que nuestra vida procede de Él y sabemos que si existimos no es por casualidad. No somos fruto del azar; somos fruto del amor. Dios nos ha creado por amor. Y sabemos también, por la fe, que la existencia del hombre, que brotó un día de las manos del Creador llena de belleza y armonía, tiene como vocación y destino la felicidad de la plena comunión con Él y con la obra que Él ha puesto en sus manos. Esa vocación primera ha quedado impresa indeleblemente en nuestro corazón de tal manera que nunca podrá borrarse.

Pero sabemos también que el desorden entró en el mundo y que el ser del hombre quedó herido en lo más íntimo. Ese desorden es el pecado y la huida de Dios; y esa herida íntima es el engaño de creer, en un delirio de omnipotencia, que el hombre puede encontrar en sí mismo el fundamento de su propio ser y que apartándose de Aquél que le dio la vida, puede encontrar en su propia fragilidad, claridad y consistencia.

El mal, el desorden, el pecado no es algo que se añada a la existencia del hombre, sino que es algo que se le quita. El mal es ausencia de ser, es ausencia de vida, es ausencia de amor, es regreso al no ser y a la nada. Cuando el hombre se aparta del manantial de la vida que es Dios, ya no es capaz de encontrar su destino y por eso languidece y muere de sed en medio de la confusión y la injusticia. El ser humano y todas las criaturas son, y existen, y encuentran su lugar y viven en armonía cuando permanecen vinculadas al Ser Supremo, al Dios que es Amor. Y cuando se desvinculan de Él, mueren. Eso es el pecado: el pecado es muerte y por eso el pecado sólo puede engendrar una cultura de muerte, de violencia y de desesperanza. Ese es el drama de nuestro tiempo y de todos los tiempos. Ahí está el origen de todas nuestras desgracias y sufrimientos. Y, ante ello, el hombre, por mucho que se esfuerce, es incapaz de salir por sí mismo de esa tragedia.

Hoy el evangelio nos sitúa en las orillas del Jordán donde Juan el Bautista está bautizando. En medio de la multitud aparece Jesús. Nadie reconoce su presencia. Es un desconocido. Es uno más en medio de aquella muchedumbre. Pero el Bautista, por inspiración divina, le reconoce, sabe quién es y sabe cual es su misión: “Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Jn 1,29)”: este es el que os bautizará con el Espíritu Santo para regenerar, cuando resucite, a la humanidad entera, este es el Elegido de Dios, el Hijo de Dios.

Cuando Juan el Bautista reconoce a Jesús como el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, está señalando el destino de Jesús y su misión redentora. Jesús como el cordero pascual que sacrificaban y comían los judíos para conmemorar la salida de Egipto, su paso de la esclavitud a la libertad, también va a ser sacrificado y también va a convertirse en alimento para que el mundo tenga vida, para que el mundo recupere la vida de Dios. Jesús es Dios mismo entre los hombres, es el Hijo de Dios entregado a los hombres, entregado a la libertad de los hombres para reconstruir sus vidas, para curar sus heridas, para sacarles del abismo profundo del pecado. Jesús es el Cordero de Dios inmolado, sacrificado, entregado a los hombres, que cargó con nuestros pecados y después de destruirlos en la cruz, con su resurrección gloriosa, como el primogénito de una nueva humanidad, nos abrió las puertas de la vida.

El amor infinito del Señor de la Historia no abandonó en el pecado al hombre que había creado, sino que envió a su Hijo. Y este Hijo, ofreciéndose en la fragilidad de una existencia humana, nos ha revelado a los hombres nuestro verdadero destino. Él ha mostrado a la humanidad entera, y a cada uno de nosotros en particular, que nuestra vocación última es alcanzar la plenitud del amor, entrando en comunión con el Misterio inefable de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. El Hijo de Dios vino al mundo, como decía Santo Tomás de Aquino, para hacer público el nombre de la Trinidad. El Hijo de Dios vino al mundo para recorrer con nosotros el camino que nos conduce a la meta para la que hemos sido creados, para que los días de nuestra vida se fundamenten en la paz; y para que así, el hombre en camino, asido a la cruz de Cristo, pueda contemplar con esperanza y realizar con gozo, ya en este mundo, la meta tan deseada de la verdad, la justicia, el amor y la libertad.

Los que, por la gracia de Dios hemos conocido a Cristo y hemos creído en Él: tenemos la firme convicción y la plena confianza, y así se lo queremos comunicar a todos los hombres, que los deseos, aspiraciones y esfuerzos personales y sociales, encontrarán su verdadero sentido en el camino que el Verbo de Dios, Jesucristo, el Cordero que quita el pecado del mundo ha querido hacer con los hombres: Él es el camino, la verdad y la vida; o como comenta S. Agustín : Él es el camino que nos conduce a la verdad y a la vida.

Y desde esta perspectiva de esperanza hemos de enfocar un tema de extraordinaria envergadura que hoy la Iglesia, en este día de la Jornada Mundial del Emigrante y el Refugiado, nos propone para nuestra reflexión. El Papa en el mensaje que, con motivo de esta Jornada, nos ha dirigido pone especialmente su mirada en los jóvenes emigrantes, e invita a todos -a las instituciones públicas, a las organizaciones humanitarias, a la Iglesia Católica y a los propios emigrantes-, a afrontar esta realidad con gran responsabilidad, reconociendo siempre la dignidad de la persona humana y sus derechos fundamentales inalienables y, en el caso de los jóvenes emigrantes, buscando, entre todos, cauces para una educación adecuada que haga posible que el mismo sistema escolar ofrezca caminos específicos de integración apropiados a sus necesidades, tratando siempre de crear en las aulas un clima de respeto recíproco y de diálogo entre los alumnos, sobre la base de los principios y valores universales que son comunes a todas las culturas.

Para alcanzar todo esto, pongamos hoy, como Juan el Bautista, nuestra mirada en el Señor, Jesús. Si permanecemos unidos a la Cruz de Cristo, el Cordero inmolado que quita el pecado del mundo, seremos capaces de cambiar nuestra mentalidad y de abrirnos a la luz de la verdad y de la misericordia divina. La cruz de Cristo cambiará nuestros esquemas, dará a nuestras vidas una orientación definitiva y hará que un día, por la participación en la Resurrección gloriosa del Señor, podamos celebrar plenamente lo que el Apocalipsis llama “las Bodas del Cordero”, para cantar eternamente con los bienaventurados: “Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza” (Ap 5,12-14). “Alegrémonos y regocijémonos y démosle gloria porque han llegado las bodas del Cordero y su Esposa, la Iglesia, se ha engalanado y se le ha concedido vestirse de lino deslumbrante de blancura, el lino de las buenas obras. Dichosos los invitados a las bodas del Cordero” (Ap 19,7-9).

Esto es lo que ahora, como primicia, celebramos en la Eucaristía: El Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, nos invita, en la Eucaristía, al banquete de la Vida, nos invita a entrar en plena comunión con Él, alimentándonos con su Cuerpo y con su Sangre. Él ha destruido nuestro pecado y nos ha mostrado el camino de la verdad para que nosotros, con su gracia, en medio del mundo, construyamos la paz: “ese orden basado en la verdad, establecido de acuerdo con las normas de la justicia, sustentado y henchido por el amor y realizado bajo los auspicios de la libertad” (n. 167).

Que el Señor y su Santísima Madre, la Virgen María, nos ayuden a recorrer el único camino capaz de convencer al mundo, el camino del testimonio. Que no tengamos miedo a exponernos ante el mundo mostrando un estilo de vida que salva y dignifica al hombre. Y que seamos capaces de afrontar los riesgos de la cruz de Cristo, viviendo con Él este misterio de amor que ahora se va a realizar sacramentalmente en la Eucaristía. Amén

Profesion de Sor Maria Magdalena

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Homilía de D. Joaquín María López de Andújar, Obispo de Getafe, con motivo de la PROFESIÓN DE SOR MARÍA MAGDALENA (Valdemoro - 20 de Enero de 2008)

Demos gracias a Dios en este día por haber llamado a nuestra hermana Sor María Magdalena de Jesús Eucaristía, a vivir en íntima comunión con Él, haciendo de su vida un himno de alabanza a Dios y un “signo de la unión exclusiva de la Iglesia-Esposa con su Señor” (Vita Consecrata n. 59).

Juan Pablo II nos dice en su Exhortación Apostólica “Vita Consecrata”: “La vida de las monjas de clausura, ocupadas principalmente en la oración, la ascesis y el progreso ferviente de la vida espiritual, no es otra cosa que un viaje a la Jerusalén celestial y una anticipación de los últimos tiempos cuando la Iglesia entera viva completamente abismada y absorta en la posesión y contemplación de Dios” (n. 59). Una vida abismada y absorta en la contemplación de Dios: esa es la vocación última a lo que todos estamos llamados, ahí encontraremos la felicidad definitiva. Pero esa vocación última, con frecuencia se nos olvida. Y nuestra vida se ve dividida, dispersa y atraída por muchos intereses. Por eso podemos decir que las comunidades de vida contemplativa son un gran don para la Iglesia y para la humanidad. Podemos decir, con toda verdad, que las comunidades de clausura puestas como ciudades en el monte y como luces en el candelero prefiguran visiblemente la meta hacia la cual camina toda la Iglesia y nos recuerdan constantemente, a los que vivimos en medio de las actividades y responsabilidades de la vida ordinaria, que nuestra meta es el cielo, que somos ciudadanos del cielo, que, como decía Jesús a los apóstoles “nuestros nombres están inscritos en el cielo” (Lc 10,20) y que, por tanto, nuestro destino último es alcanzar la plenitud del amor divino, en el Misterio inefable de la Santísima Trinidad. Y todo lo demás sólo vale si nos ayuda a alcanzar esta meta definitiva.

En la oración de consagración pediremos especialmente por Sor María Magdalena para que, cumpliendo esta maravillosa misión “sea siempre fiel a Jesucristo, su único Esposo, ame a la Madre Iglesia con una caridad activa y sirva a todos los hombres con amor sobrenatural, siendo para ellos testimonio de los bienes futuros y de la esperanza bienaventurada”.

La historia de la vocación de Sor María Magdalena es, como toda vocación cristiana, una vocación de amor. Pero en ella, esta vocación de amor, por una gracia especial del Señor tiene un carácter muy especial y muy excepcional; y, por tanto, muy difícil de entender para mentalidades sumergidas en una cultura que sólo valora lo que podemos palpar con los sentidos y tocar con nuestras manos. Para entender la vocación de Sor María Magdalena hay que entrar en el camino de la fe. Y, por este camino, descubrir que si somos criaturas de Dios, si Dios está en el origen de nuestro ser y Dios es nuestro último fin, si Dios es la fuente del amor y de la vida, cuanto más directa y más prolongada y más íntima sea nuestra relación con Él, mayor será nuestra felicidad y más fecunda será nuestra vida.

El profeta Oseas, tal como hemos escuchado en la primera lectura, describe bellamente esta íntima relación con Dios, como una relación esponsal de mutua donación y de mutua entrega. El alma enamorada que busca a Dios es como la esposa que busca el amor del esposo y sólo en él, en la intimidad con él, lejos de otros intereses y afanes, encuentra su reposo y su felicidad: “Esto dice el Señor: yo la cortejaré y me la llevaré al desierto y le hablaré al corazón (...) Aquel día –oráculo del Señor – me llamará “esposo mío”, no me llamará “ídolo mío”. Me casaré contigo en matrimonio perpetuo, me casaré contigo en derecho y justicia, en misericordia y compasión, me casaré contigo en felicidad y te penetrarás del Señor” (Os 2,14-16).

Sólo una gracia especial de Dios, como la que ha recibido Sor María Magdalena, puede hacer posible este deseo íntimo de unión exclusiva con Dios, renunciando a muchos bienes terrenales y a muchos amores humanos, y entrando en un camino de renuncia y soledad en la vida escondida del claustro. Sólo un amor muy grande, un amor y un gozo que supera todos los amores y gozos de este mundo, puede explicar unas renuncias tan grandes. Es un amor que llena de dicha y que queda marcado de forma indeleble en el corazón.

“Dichoso aquel -decía Santa Clara a Inés de Praga– a quien le es dado alimentarse en el banquete sagrado y unirse en lo más íntimo del corazón a Aquel cuya belleza admiran sin cesar las multitudes celestiales: cuyo afecto produce afecto, cuya contemplación da nueva fuerza, cuya benignidad sacia, cuya suavidad llena el alma, cuyo recuerdo ilumina suavemente (...) Él es el espejo que debes mirar cada día ¡oh reina, esposa de Jesucristo! Y observar en Él reflejada tu faz (...) en ese espejo brilla la dichosa pobreza, la santa humildad y la inefable caridad”.

Ciertamente cuando uno se siente tocado por esta gracia divina no hay fuerza humana que pueda contenerle. Eso es lo que le sucedió a Santa Clara cuando, a los dieciocho años, en aquella noche memorable del domingo de Ramos del año 1212 huye de su casa, donde le esperaba un porvenir muy brillante, y se lanza sin titubeos a una aventura, para los ojos del mundo descabellada. El descubrimiento del evangelio, predicado por Francisco de Asís, como una perla preciosa, cautiva su corazón y llena su vida de una inmensa luz; y, a partir de aquel momento, toda su existencia queda sumergida en el Corazón de Cristo, pobre y crucificado, viendo cómo esa unión con el Señor la transforma: “Coloca tus ojos - escribe también a Inés de Praga – ante el espejo de la eternidad, coloca tu alma en el esplendor de la gloria, coloca tu corazón en Aquel que es figura de la sustancia divina y transfórmate totalmente, por medio de la contemplación, en la imagen de su divinidad. Entonces también tú experimentarás lo que está reservado únicamente a sus amigos y gustarás la dulzura secreta que Dios ha reservado, desde el inicio, a los que ama. Sin conceder siquiera una mirada a las seducciones que en este mundo falaz y agitado tienden lazos a los ciegos para atraer hacia ellas su corazón, con todo tu ser ama a Aquel que por tu amor se entregó” (Cartas III 12-15 FF 2888-2889).

Hoy se cumple, Sor María Magdalena, lo que hemos cantado en el salmo 44. El Señor se ha fijado en ti y te llama para estar siempre con Él y vivir sólo para Él y gozar y sufrir siempre en Él. Y te pide que respondas a su llamada con un “sí” confiado y gozoso como el “sí” de la Virgen María en la Anunciación. Hoy el Señor te dice con las palabras del salmo: “Escucha hija, mira: inclina el oído, olvida tu pueblo y la casa paterna, prendado está el rey de tu belleza, póstrate ante Él, que Él es tu Señor”.

Sí, Sor María Magdalena, no tengas ningún temor, póstrate ante Él, que Él es tu Señor y Él nunca te va a defraudar. Ofrécele a Dios tu vida, como sacrificio de alabanza y verás cómo tu vida se convertirá en faro luminoso para la Iglesia y para la humanidad entera, verás cómo el ejemplo de tu vida, con la ayuda del Señor, moverá al Pueblo de Dios a dar frutos de santidad y a crecer en fecundidad apostólica. Y así, llena de Dios, verás cómo tu capacidad de amor irá aumentando de día en día: amor de esposa, amor de hermana y amor de madre.

Con tu amor de esposa te sentirás cada día más atraída y seducida por Jesucristo, tu Esposo y, en los momentos de oscuridad, te agarrarás a su cruz, participando con Él misteriosamente en la redención del mundo.

Con tu amor de hermana vivirás con tu comunidad el gozo de la fraternidad y te sentirás feliz viviendo con tus hermanas la alegría del evangelio y compartiendo con ellas la oración y la formación y la pobreza y el trabajo ¡toda la vida!

Y, con tu amor de madre, como virgen fecunda, igual que María, entregarás tu vida para que otros tengan vida y esperanza y, junto con tus hermanas, harás de este monasterio un lugar de oración y una casa de acogida para todas aquellas personas, especialmente jóvenes, que buscan una vida sencilla y transparente, que les hable de Dios. Decía Benedicto XVI: “Cuanto más profundamente sumergida esté una época en la noche del sufrimiento, de la desesperanza y del “sin sentido”, tanto más se necesitan almas que estén íntimamente unidas a Jesucristo y que nos hagan comprender que Cristo no quita nada de lo que hay de hermoso y grande en nuestra vida, sino que lo lleva todo a su perfección” (XX Jornada Mundial de la Juventud, Colonia, 18.VIII.2005).

Esta es tu vocación Sor María Magdalena ¡ que hermosa vocación! Vocación de amor, en la intimidad con Dios y en el corazón de la Iglesia: amor de esposa, amor de hermana, amor de madre. Que el Señor te llene siempre de sus bendiciones y te haga sentir el gozo de su presencia.

Y Que la Virgen María sea el ejemplo permanente de la entrega plena a la voluntad divina. En el Evangelio que ha sido proclamado la hemos visto a los pies de su Hijo crucificado pronunciando un segundo “Fiat”, un segundo “hágase”, como el de la anunciación: “Jesús, al ver a su madre y al discípulo que tanto quería, dijo a su madre: ahí tienes a tu hijo; luego dijo a su Hijo: ahí tienes a tu madre. Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa” (Jn 19,26-27). A partir de ese momento la Madre del Redentor, empieza también a ser la Madre de los redimidos.

A ella le encomendamos, en este día de su profesión solemne, a Sor María Magdalena y a esta Comunidad de Hermanas Clarisas de Valdemoro tan querida en nuestra Diócesis:

Virgen María, tú que siempre has hecho la voluntad del Padre, tú que has vivido con docilidad la obediencia, has sido intrépida en la pobreza y acogedora en la virginidad fecunda, alcanza de tu Divino Hijo, que esta hermana nuestra que ha recibido el don de seguirlo en la vida contemplativa, sepa testimoniarlo con una vida transformada, caminando gozosamente, junto con las hermanas de su comunidad hacia la patria celestial y la luz que no tiene ocaso (cf. VC 112). Amén.

Misa Crismal

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MISA CRISMAL - 2008

El Señor nos convoca, un año más, en esta solemne liturgia de la Misa Crismal para cantar las misericordias de Aquel que, como hemos escuchado en el libro del Apocalipsis, “nos amó, nos ha librado de nuestros pecados por su sangre, nos ha convertido en un reino y nos ha hecho sacerdotes de Dios, su Padre”.(Apoc.1,5-8).

En esta celebración, el obispo y sus presbíteros, unidos por el sacramento del orden, para cumplir el mandato del Señor de anunciar a todos los hombres el Evangelio de Cristo, bendeciremos el óleo de los enfermos “para que cuantos sean ungidos por él sientan en su cuerpo y en su alma la protección divina y experimenten alivio en sus enfermedades y dolores”; y bendeciremos el óleo de los catecúmenos “ para que aumente en ellos el conocimiento de las realidades divinas y la valentía en el combate de la fe”; y consagraremos el crisma para que los consagrados por esta unción “libres del pecado en que nacieron, y convertidos en templo de la presencia divina, exhalen el perfume de una vida santa”

Por medio de estos óleos la gracia divina se derramará sobre las almas dándoles luz, apoyo y fortaleza, nuestra Iglesia Diocesana se edificará en los sacramentos; y se derramará sobre todos nosotros la misericordia divina.

La liturgia de la Misa Crismal exalta de forma especial la dignidad que por el bautismo reciben los discípulos de Cristo; y manifiesta claramente la belleza de todo el Pueblo de Dios, como pueblo consagrado y reino de sacerdotes, enriquecido por Dios con una gran diversidad de dones, carismas y ministerios.

El pasaje evangélico que se acaba de proclamar nos recuerda que Jesucristo es el primero de los consagrados y el principio y la fuente de toda consagración. En Jesús se cumple plenamente lo que había anunciado el profeta Isaías: “El Espíritu del Señor está sobre mi, porque Él me ha ungido y me ha enviado para dar la Buena Noticia a los que sufren”. (Is.61.1-3). Nuestro Dios y Padre que, por la unción del Espíritu Santo ha constituido a su Hijo Jesucristo como Mesías y Señor, ha querido también hacer a todos los bautizados partícipes de esa misma unción para convertirnos en testigos fieles de la redención. (cf. Oración Misa Crismal). Todos los cristianos somos, por tanto, ungidos y consagrados en Cristo, para hacer presente en medio del mundo la infinita misericordia de Dios. Todos somos ungidos para que resplandezca en nosotros la claridad de Cristo y el evangelio sea anunciado a todos los hombres.

Y en este contexto litúrgico, celebrando la dignidad sacerdotal, profética y real de todo el Pueblo de Dios, la Iglesia ha querido, en este día reservar y prestar una especial atención al sacerdocio ministerial. Nuestro Señor Jesucristo “no sólo ha conferido el sacerdocio real a todo su Pueblo Santo, sino también, con amor de hermano, ha elegido a hombres de este Pueblo, para que, por la imposición de las manos, participen de su sagrada misión. Ellos renuevan en nombre de Cristo el sacrificio de la redención, preparan el banquete eucarístico, presiden en el amor al Pueblo Santo, lo alimentan con la Palabra divina y lo fortalecen con los sacramentos” (Cf Prefacio de Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote).

La celebración de hoy nos invita a los que hemos recibido el sacramento del Orden, no sólo a renovar los compromisos vinculados a la ordenación, sino también a reavivar los sentimientos que inspiraron nuestra entrega al Señor profundizando y gustando sin cesar aquel inolvidable momento en el que respondiendo a la llamada de la Iglesia decidimos seguir de cerca la Señor. Es verdad que nuestra primera y radical dignidad deriva del hecho de habernos convertido, junto con todos los bautizados, en discípulos del Señor. Pero el Señor ha querido enriquecernos también con un don peculiar que implica una especial configuración con Él y una responsabilidad que marca y orienta nuestra vida de forma radical. Hemos recibido el don y la tarea de haber sido puestos al servicio del Pueblo de Dios. Y esto repercute de forma definitiva en nuestro modo de ser , de vivir y de actuar. Hemos sido llamados a prestar un servicio a favor de los demás hombres y mujeres, en nombre de Dios, para hacer cercano y visible, en medio de ellos, a Jesucristo, Buen Pastor. Quien se acerque a nosotros, tiene que encontrarse, no con nosotros, sino con Cristo. Tienen que ver en nosotros al mismo Cristo que les acoge y da su vida por ellos.

Realizar esta misión, a la vez que es un extraordinario privilegio es también una grandísima responsabilidad. El bien espiritual de muchas personas está vinculado a nuestra santidad de vida y a nuestro ardor pastoral.

El día de nuestra ordenación sacerdotal, cuando después de escuchar nuestro nombre, nos levantamos con emoción diciendo: “adsum”, “presente”, “aquí estoy”, estábamos poniendo nuestra vida a disposición del Señor. Eso es lo que hoy queremos renovar. Hoy también queremos decir: “Señor, aquí estoy, como el día de mi ordenación, para que tu puedas disponer de mi, porque toda mi vida te pertenece. Aquí estoy Señor porque quiero y deseo con la ayuda de tu gracia que todos puedan ver en mi tu Rostro misericordioso, y en mis palabras, en mi vida y en mi amor, vean en mi al Buen Pastor; y todos, en mi persona, se sientan acogidos por ti y te sigan llenos de confianza. Señor, lléname de la luz de tu Espíritu Santo. Ilumina mi mente y mi corazón, como a los discípulos de Emaus, para que las pruebas y sufrimientos que tenga que pasar, nunca me alejen de ti, sino que me ayuden a comprender que sólo siguiéndote en el camino de la cruz descubriré la fecundidad del verdadero amor que nos salva.

Hoy tenemos que escuchar como dirigidas directamente a cada uno de nosotros las palabras de Pablo a su discípulo Timoteo: “Te recomiendo que reavives el carisma de Dios que está en ti por la imposición de mis manos. Porque no nos dio el Señor a nosotros un espíritu de timidez sino de fortaleza, de caridad y de templanza” (II Tim. 1,7). Y para reavivar ese carisma es bueno que en este día recordemos algunos aspectos de nuestra vida sacerdotal, que son esenciales para vivir nuestra vocación.

Es esencial, en primer lugar, recordar que es en el ejercicio de nuestro ministerio donde encontraremos la fuente principal de nuestra espiritualidad sacerdotal. Existe una íntima relación entre la vida espiritual del presbítero y el ejercicio de su ministerio. Y esta relación nos la confirma la experiencia misma de cada día. La predicación de la Palabra de Dios nos introduce en la meditación y en la contemplación de esa Palabra, convirtiéndola en alimento de nuestra vida y en la luz que va iluminando nuestras dudas y oscuridades; y el sacramento de la reconciliación nos hace comprender con humildad nuestro propio pecado y nos hace experimentar continuamente en nosotros y en nuestros hermanos la misericordia entrañable de nuestro Dios; y cuando escuchamos y acogemos a los niños, a los jóvenes o a los adultos, en las más diversas circunstancias, con corazón de pastor, el Señor nos hace descubrir la grandeza y la dignidad de todo ser humano y su sed insaciable de vida y de plenitud y su vocación de santidad; y cuando compartimos con las familias, el gozo del amor esponsal y la gratuidad generosa y sacrificada del amor de los padres a los hijos y la confianza de los hijos en el amor de sus padres, damos gracias a Dios por el don de la vida y sentimos la responsabilidad de cuidar con la gracia del Señor, que viene de los sacramentos, a todas las familias, para que ellas mismas sean las primeras en evangelizar el mundo de la familia, tan necesitado de luz.. Pero es especialmente en la Eucaristía, donde encontraremos, la principal fuente de nuestra vida espiritual y de nuestro trabajo pastoral. Porque al celebrar cada día la Eucaristía, participamos con Cristo en el misterio de la redención; y con Cristo, en el misterio de la cruz, entregamos nuestra vida a los hombres, y nos desvivimos por ellos; y toda nuestra entrega, muchas veces oscura, difícil y hasta dolorosa, adquiere todo su sentido luminoso en la cruz del Señor y se convierte en vida abundante para nuestros hermanos y en fortaleza y consuelo para nosotros. En el ejercicio del ministerio sacerdotal, el sacerdote va comprendiendo que la relación con Cristo ha de llenar todo su ser: su mente, sus sentimientos, sus sacrificios, sus alegrías. Todo en la vida del sacerdote ha de llenarse de su relación con Aquel que dio su vida por nosotros y ahora nos elige y nos envía para que su vida divina llegue a todos los hombres.

Un segundo aspecto, esencial para vivir nuestra vocación es caer en la cuenta de que el ejercicio de nuestro ministerio no lo realizamos asilados, en solitario, de una manera individual. Nuestro ministerio lo realizamos en el seno de una fraternidad presbiteral. No somos sólo presbíteros, sino co-presbíteros. Aprendemos a ser presbíteros en el ejercicio del propio ministerio, pero también en la comunión del presbiterio. La fraternidad sacerdotal es una exigencia de la caridad pastoral. El sacerdote que se aísla no sólo se hace daño a sí mismo, sino también hace daño a toda la Iglesia y hace daño a la comunidad cristiana que se le ha confiado. El sacerdote que se aísla está privando a su comunidad cristiana de la riqueza que supone la vida diocesana. Y no basta sólo una comunión en el deseo o una comunión genérica y abstracta. La comunión ha de vivirse en lo concreto. Hemos de cuidar entre nosotros el conocimiento y la ayuda mutua, para enriquecernos espiritualmente y pastoralmente, especialmente en los arciprestazgos, escuchándonos unos a otros, secundando las iniciativas diocesanas, y viendo en la diversidad de los distintos modos de existencia sacerdotal una oportunidad para ahondar en la llamada que el Señor nos hace y para atender las realidades cada vez más complejas que aparecen en nuestro mundo.

Y finalmente, la celebración de hoy nos urge a orientar la mirada hacia la misión. Jesús se compadecía ante las multitudes hambrientas. Y nosotros no podemos permanecer insensibles ante un mundo que se aleja de Dios. La mayor pobreza del hombre es no conocer a Cristo. Y nosotros , que hemos conocido a Cristo, hemos de sentir de forma muy viva la urgencia de la misión: que toda nuestra vida, nuestro tiempo, nuestras amistades, nuestra forma de vivir, nuestras inquietudes intelectuales, que todo en nosotros esté orientado a la misión. Pero no con una actitud recelosa, a la defensiva, como en retirada, echándonos las culpas unos a otros; sino, llenos de esperanza, con la seguridad y la confianza que nos da la certeza de que aquel que se encuentra con Cristo es más feliz. Con la seguridad de que quien sigue a Cristo descubre que, caminando con Él, su modo de vivir, su familia y su trabajo es más humano y mas conforme con lo que el ser humano necesita y desea. Dios que conoce y ama al hombre, porque lo ha creado, sabe lo que le conviene. Y por eso el hombre sólo encontrará en Dios lo que su corazón desea.

Renovando hoy nuestras promesas sacerdotales y unidos a todo el pueblo de Dios, pidamos al Señor su gracia para que la luz del evangelio, entre por medio de los cristianos, en todas las realidades humanas, en la cultura, en la ciencia, en la economía, en el arte. Que la luz de Cristo, cuyo misterio pascual nos disponemos a celebrar, entre en el corazón del mundo para surja una verdadera cultura de la vida, en la que el hombre, dejando entrar en su vida la gracia redentora de Cristo, viva reconciliado consigo mismo, con la creación y con Dios.

Que la Virgen María, Madre de la Iglesia, sea siempre el faro luminoso que nos guíe hacia Cristo. Que Ella, que fue la primera redimida, antes de su concepción, interceda por nosotros, para que cada uno, en el estado de vida al que haya sido llamado, sea fiel a su misión. Que la Virgen María nos cuide con amor maternal y haga que la Iglesia sea un hogar donde todos se sientan reconocidos y queridos. Amen

 

Vigila Pascual

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VIGILIA PASCUAL - 2008

Acabamos de escuchar en el Evangelio de S. Mateo el anuncio gozoso de la resurrección de Jesucristo. “De pronto tembló fuertemente la tierra, pues un ángel del Señor, bajando del cielo y acercándose, corrió la piedra y se sentó encima. Su aspecto era como de relámpago y su vestido blanco como la nieve”.

El evangelista quiere que comprendamos que la resurrección de Cristo marca el comienzo de una nueva creación. En la resurrección de Jesucristo se produce un salto decisivo en la historia de la humanidad. Es el salto hacia un orden completamente nuevo, que afecta a toda la historia. Jesús, en cuanto hombre, en su naturaleza humana ha muerto, ha sido destruido. Pero ese Jesús, hombre, igual que nosotros, en su naturaleza humana y por tanto sometido al poder de la muerte, es al mismo tiempo el Hijo de Dios. La naturaleza humana de Cristo está unida “sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación” (Concilio de Calcedonia) a la persona divina del Verbo. El hombre Jesús es uno con el Dios vivo, esta totalmente y plenamente unido a Él, forma con Él una única persona divina. En Cristo, la humanidad está unida en un abrazo íntimo con Aquel que es la Vida misma. La vida humana de Jesús no era solamente suya. Existía entre Jesús y el Dios vivo una comunión existencial. Por eso Jesús pudo dejarse matar por amor, pudo sufrir como hombre en la cruz, horribles tormentos, pudo dejar que el pecado de los hombres se cebara en Él cruelmente; pero el ser de Jesús, la existencia de Jesús, estaba insertada en Dios y por eso la muerte no podía tener dominio sobre Él. Jesús pudo permitir que los hombres le mataran, pero en esa muerte suya, la muerte fue vencida y el poder de la muerte fue destruido, porque en Él, como Hijo de Dios que era, como Persona divina que era, estaba presente el carácter definitivo de la vida. “En Él había Vida”. Él era una sola cosa con la Vida indestructible, de modo que, como en una nueva creación, la Vida brotó en Él a través de la muerte.

La resurrección de Jesús fue como un estallido de luz, como una explosión de amor infinito, que inauguró, para la humanidad, una nueva dimensión del ser, un nuevo modo de vivir, una nueva realidad humana, en la que todo quedaba perfectamente integrado, tal como fue la voluntad primera del Dios Creador: lo espiritual y lo material, lo personal y lo comunitario, la vida y la muerte, lo divino y lo humano. Así lo hemos cantado en el Pregón Pascual: “Esta es la noche en la que Cristo asciende victorioso del sepulcro (...) Qué noche tan dichosa. Sólo ella conoció el momento en que Cristo resucitó de entre los muertos (...) Esta noche ahuyenta los pecados, lava las culpas, devuelve la inocencia a los caídos, la alegría a los tristes, expulsa el odio, trae la concordia y doblega a los poderosos”.

En la resurrección de Cristo se produce el paso de un modo de existencia a otro completamente nuevo. Los centinelas que custodiaban el sepulcro, dice el evangelio, que se quedaron aterrados ante lo que sucedía: “Los centinelas temblaron de miedo y quedaron como muertos”. Ellos, que quería impedir ese nuevo modo de existencia, se quedan espantados ante lo que ven. Sin embargo las mujeres que acuden al sepulcro, aunque al principio están asombradas, no han de tener ningún miedo, porque lo que acaba de ocurrir, es un acontecimiento de salvación. Así lo relata S. Mateo: “El ángel dice a las mujeres: vosotras, no temáis, ya se que buscáis a Jesús, el crucificado, . No está aquí, ha resucitado, como había dicho, venid a ver el sitio donde yacía”

Y el evangelista refiere, a continuación, que el mismo Jesús les sale al encuentro. El Señor Resucitado quiso reservar su primera aparición a las mujeres. Los cuatro evangelistas están de acuerdo en este punto. Cuando todos huían, Jesús había sido amado y acompañado con una fidelidad ejemplar por aquellas mujeres. Y ahora quiere recompensarlas siendo las primeras en verle resucitado. Y el Señor se dirige a ellas con un saludo que expresa el primer fruto de la resurrección: “Alegraos”. La resurrección es fuente de alegría. La resurrección de Jesús nos trae la alegría que llena nuestra vida, nos da seguridad y esperanza y nos hace capaces de superar todos los obstáculos.

Pero ¿cómo puede llegar a nosotros, ese gozo y ese nuevo modo de vivir que nos trae la resurrección de Cristo? ¿Cómo puedo yo entrar en esa nueva creación que quita todos los miedos y nos llena de paz? ¿Cómo puedo yo participar en la humanidad resucitada y gloriosa de Cristo?

La respuesta nos la da S. Pablo en su carta a los romanos. Yo puedo insertarme en la humanidad resucitada de Cristo por el bautismo. Yo puedo incorporarme a Cristo, vencedor de la muerte, por el sacramento del bautismo. Por el bautismo nos insertamos en la resurrección de Cristo y entramos en el dinamismo de vida de Jesucristo Resucitado. El bautismo, nos dice el apóstol, es una incorporación a Cristo: una incorporación a la muerte y a la resurrección de Cristo: “Los que por el bautismo nos incorporamos a Cristo, fuimos incorporados a su muerte (...) para que así como Cristo fue despertado de entre los muertos, así también nosotros andemos en una vida nueva”. Por el bautismo entramos en la vida nueva de Jesús resucitado.

Por eso esta noche en la que la Iglesia celebra la resurrección del Señor es también la noche del bautismo. Y por eso en ella un grupo de catecúmenos recibirá el bautismo y todos nosotros junto a ellos renovaremos nuestras promesas y compromisos bautismales.

Queridos catecúmenos, os habéis venido preparando para este momento con muchos deseos de conocer a Jesucristo, de amarle y de seguirle. El Espíritu del Señor os ha ido guiando para uniros en este día de una manera definitiva e irrevocable al Señor. Hoy se va a producir en vosotros una verdadera transformación.

Lo que ocurre en el bautismo es algo admirable. En el Bautismo nos abandonamos llenos de confianza en las manos de Cristo, depositamos nuestra vida en las manos del Señor. En el bautismo nos entregamos a Él, hasta el punto de poder decir con S. Pablo: “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mi”. Por el bautismo podemos decir que se me quita el propio “yo”, el “yo” herido por el pecado, el “yo” incapaz de encontrar por sí mismo el camino de la felicidad, ese “yo”, sin esperanza, que se olvida de Dios y quiere satisfacer todos sus deseos sólo con los bienes materiales. Ese “yo” pecador muere en el bautismo, para ser insertado en Aquel que da la vida. Y así podemos decir que en el bautismo nace un nuevo “yo”; el “yo” de una existencia unida a Cristo. Por eso Pablo que ha vivido esta experiencia no se cansa de decir: “Vivo yo, pero nos soy yo es Cristo quien vive en mi” “Para mi la vida es Cristo y morir una ganancia”. En el bautismo se libera nuestro “yo” del aislamiento y de la soledad, para encontrarse con la inmensidad del amor de Dios. Por el bautismo entramos en ese manantial de vida que es la resurrección de Cristo y quedamos asociados al modo de vida del Señor resucitado. Él, como primogénito de una humanidad reconstruida y restaurada, salió del sepulcro y nosotros, por el bautismo, transformados por Él , nos unimos a esa humanidad nueva y, llenos del Espíritu del Señor, somos llamados a renovar la creación entera, devolviéndole la belleza con la que esa creación salió de las manos del Creador.

Pero hay algo más. Algo que da a nuestra vida un valor de eternidad. Algo que nos llena de esperanza y nos hace capaces de afrontar con decisión nuestra vocación de santidad y de entrega total a Dios y a los hermanos. Si nos abandonamos en las manos de Cristo de este modo, con esta confianza, aceptando esa muerte de nuestro “yo”, egoísta y pecador, eso significa que entramos en un modo de vivir, en el que desaparecen hasta las mismas barreras de la muerte. Para los que viven en Cristo la muerte ya no es un muro infranqueable. Tanto antes como después de la muerte estamos con Cristo. A un lado y a otro de esa barrera estamos con el Señor. Por eso decimos en el Credo, que hoy volveremos a proclamar. “Creo en la resurrección de los muertos y en la vida eterna”. Cristo resucitado ha conquistado para nosotros la vida eterna. Nuestra herencia es la vida eterna. Nuestra patria es el cielo. Y el Cielo es vivir en el Señor. El cielo es estar con el Señor. Un cielo que comienza ya aquí. Cuando vivimos con Cristo y estamos con Él , podemos decir con S. Pablo: “Ninguno de nosotros vive para sí mismo, y ninguno muere para sí mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor, si morimos, morimos para el Señor. En la vida y en la muerte somos del Señor”

Esta es la alegría de la Vigilia Pascual. La resurrección de Cristo no ha pasado. La resurrección de Cristo, por el bautismo, nos ha alcanzado a todos nosotros y ha impregnado de vida nueva y de nueva juventud, todo nuestro ser.

En esta fuente inagotable de vida que es el Señor resucitado, se fundamenta nuestra esperanza y, dentro de la vocación universal a la santidad a la que todos somos llamados, encuentran sentido todas las vocaciones cristianas.

Que en este día los sacerdotes renovemos nuestro compromiso de fidelidad al Señor sirviendo al pueblo de Dios con el corazón de Jesucristo Buen Pastor; y los consagrados confirmen ante el Señor su vocación de ser signo, para el mundo, de los bienes definitivos; y los matrimonios, a la luz de Cristo resucitado, sientan la llamada del Señor a ser signo ante el mundo, y sobre todo ante sus hijos, del amor fiel e irrevocable de Jesucristo a su Iglesia; que los jóvenes pongan su corazón en Cristo sabiendo que sólo en Él encontrará respuesta su anhelo de felicidad y de vida. Y que todos nosotros, toda la Iglesia, sintamos, como aquellas mujeres que vieron al resucitado, la invitación de Jesús a anunciar a la humanidad entera el gozo inmenso de la resurrección de Cristo.

Unidos a María, nuestra Madre, en el gozo de la Pascua, llevemos a todos los hombres un mensaje de paz y abramos los brazos a todos nuestro hermanos para construir juntos, esa humanidad nueva en la que la violencia, que continuamente nos amenaza y nos golpea, sea vencida, Cristo sea nuestro único guía y Señor y todos los hombres, desde el momento mismo de su concepción y hasta su muerte natural, sean respetados en su dignidad inviolable , y amados con el mismo amor con el Dios nos ama a todos. Feliz Pascua de Resurrección . Cristo ha resucitado. Aleluya. Amen.

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Fiesta del Santisimo Cristo (Brunete)

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FIESTA DEL SANTÍSIMO CRISTO
Brunete - 2007

En torno a la mesa del altar, en esta fiesta del Santísimo Cristo que tantas resonancias afectivas despierta, especialmente en los que habéis nacido y vivido siempre en Brunete, el Señor nos convoca y nos llama para estar con Él, para escuchar su Palabra, para manifestarle con gozo que queremos seguirle y para caminar con Él en el camino de la vida. Y nosotros hemos respondido a su llamada con nuestra presencia aquí, en un ambiente de fraternidad y de fiesta y queremos hoy acompañarle con nuestros cantos, con nuestra plegaria y con nuestra fe. En medio de la rutina diaria necesitamos estos momentos de expansión, de fiesta y de encuentro familiar para que Cristo desde la cruz nos recuerde las cosas esenciales de la vida y nos consuele en la tribulación. Contemplando el rostro del Señor, crucificado por amor, queremos hoy renovar nuestro deseo más íntimo de quitar de nosotros todo lo que estorba para el encuentro con Cristo, de acudir a los sacramentos, particularmente al sacramento de la reconciliación para recibir el perdón de los pecados, actualizar en nosotros la gracia bautismal y orientar nuestra vida definitivamente según la luz del Evangelio.

Celebramos esta fiesta del Santísimo Cristo en el marco litúrgico de la fiesta de la exaltación de la Santa Cruz. En el oficio de lecturas leíamos esta mañana estas preciosas palabras de san Andrés de Creta: “Por la Cruz, cuya fiesta celebramos, fueron expulsadas las tinieblas y devuelta la luz. Celebramos hoy la fiesta de la cruz y, junto con el Crucificado, nos elevamos hacia lo alto, para, dejando abajo la tierra y el pecado, gozar de los bienes celestiales (...) Quien posee la cruz posee un tesoro. Y, al decir un tesoro, quiero significar con esta expresión a aquel que es, de nombre y de hecho el más excelente de todos los bienes, en el cual, por el cual, y para el cual culmina nuestra salvación y se nos restituye al estado de justicia original”

Este misterio de amor que es la cruz de Cristo quiso el Señor anticiparlo, en la Última Cena, en el Misterio Eucarístico. Os invito especialmente en este día a contemplar el rostro de Cristo en el pan y en el vino consagrados, donde el Señor ha querido permanecer con nosotros, acompañando y dando unidad a su Iglesia hasta el final de los tiempos.

Esta presencia viva del Señor la estamos experimentando continuamente en medio de nosotros. En los pocos años de vida de nuestra joven diócesis de Getafe, Dios nos está bendiciendo y estamos siendo testigos de muchos signos de su misericordia. Muchos laicos, jóvenes y adultos, hombres y mujeres, matrimonios y consagrados, en los más diversos campos del apostolado seglar están siendo semilla fecunda de una humanidad nueva nacida del amor de Cristo. Debemos dar gracias a Dios por la conciencia, cada vez más clara, que muchos van adquiriendo de su dignidad de bautizados, que les va haciendo vivir con gozo su encuentro con Cristo y les va impulsando a compartir con otros la alegría de este encuentro. Estamos viendo cómo, en el mundo de los jóvenes, Jesucristo está siendo anunciado por los mismos jóvenes; en el mundo de la cultura, en los Colegios, Institutos y Universidades, un importante número de cristianos está abriendo caminos para el dialogo entre la fe y la razón, entre el evangelio y la inteligencia para que la luz de Cristo llene de sentido la vida de muchos niños, jóvenes y adultos que viven envueltos en un mar de incertidumbres; y en el mundo de la familia, el testimonio de la belleza del plan de Dios sobre el matrimonio y la vida, manifestado, experimentado y vivido felizmente por un número creciente de familias cristianas está siendo fuente de múltiples iniciativas pastorales.

A la vez que damos gracias a Dios tenemos también que abrir los ojos para contemplar, con la compasión de Cristo, la realidad de una sociedad que, alejándose de Dios, se está también alejando de forma alarmante del hombre mismo, de su dignidad y de sus derechos más esenciales: una sociedad, muy vacía de valores, que está generando grandes tensiones sociales, la destrucción de muchas familias y la confusión y el sufrimiento de un gran número de personas, especialmente niños y jóvenes.

Tenemos que ver también cómo todo esto repercute en la vida misma de la Iglesia y en el modo de ser y de actuar de no pocos bautizados. Ciertamente este clima de secularismo generalizado que estamos viviendo afecta de forma muy negativa a muchos creyentes, deficientemente iniciados en la fe. Muchos sienten la tentación de alejarse de la Iglesia y, por desgracia, se dejan contagiar por la indiferencia religiosa del ambiente o aceptan compaginar su débil vida cristiana con los valores de la cultura dominante.

Tenemos que pedirle al Señor en este día de su fiesta una revitalización interna de nuestra fe y un fuerte impulso misionero. La misión no es algo que se añade a la vocación cristiana. La misión forma parte de la vocación. Como nos recuerda el Vaticano II, la vocación cristiana es por su misma naturaleza vocación al apostolado (Vaticano II. Apostolicum Actuositatem, 2). Y el apostolado no es otra cosa que el anuncio de Cristo. Tenemos que sentir la urgencia de anunciar a Cristo con el testimonio de vida y con la palabra. El anuncio de Cristo antes de ser un compromiso estratégico y organizado es sobre todo comunicación personal y directa de nuestra experiencia de amor a Cristo y a su Iglesia. La madurez evangélica tanto en las personas como en los grupos se manifiesta sobre todo en su celo misionero y en su capacidad de ser testigos de Cristo en todas las situaciones y en todos ambientes sociales, culturales o políticos.

Para que todos asumamos en la Iglesia el papel evangelizador que nos corresponde es de gran importancia clarificar bien lo que significa la verdadera identidad cristiana. Es necesario despertar la conciencia dormida de muchos cristianos para descubrirles los sólidos fundamentos de nuestra fe, de nuestro bautismo y de nuestra vocación de santidad; y es urgente animarles a un mayor compromiso apostólico. Hay preguntas esenciales que ningún cristiano debe evitar: ¿qué he hecho de mi bautismo y de mi confirmación? ¿Es Cristo verdaderamente el centro de mi vida? ¿ Qué sentido tiene en mi vida la oración? ¿Qué significan para mi la Eucaristía y el sacramento de la Reconciliación? ¿Vivo mi vida como una vocación y una misión?.

Queridos hermanos, que vivís vuestra fe en medio de las visicitudes mundo. ¡Escuchad la llamada de Cristo!. La Iglesia os necesita y cuenta con vosotros. Cristo os envía a ese mundo en el que estáis para llevar la luz del evangelio a muchas gentes que están perdidas, como ovejas sin pastor. ¡Ayudadles a descubrir su dignidad y su vocación! “La promoción y la defensa de la dignidad y de los derechos de la persona humana, hoy más urgente que nunca, exige la valentía de personas animadas por la fe, capaces de un amor gratuito y lleno de compasión, respetuosas de la verdad del hombre, creado a imagen de Dios y destinado a crecer hasta llegar a la plenitud de Cristo Jesús (cf. Ef. 4,13). No os desaniméis ante la complejidad de las situaciones. Buscad en la oración la fuente de toda fuerza apostólica; hallad en el evangelio la luz que guíe vuestros pasos” (Juan Pablo II. Mensaje al Congreso Internacional del Laicado, nº4. 21 de Noviembre de 2000).

Ante los muchos problemas que tenemos delante y cuya complejidad muchas veces nos desborda no hemos de tener miedo. Cristo, que nos ha enviado al mundo, camina a nuestro lado. “Lo que tengáis que hablar se os comunicará en aquel momento. Porque no seréis vosotros los que habléis, sino el Espíritu del Padre el que hablará por vosotros” (Mt.10,19-20). El evangelio y, sobre todo, la intimidad con el Señor nos hará fuertes para abrir en este mundo caminos de libertad, paz y justicia, fundamentados en la verdad sobre el hombre, en la comunión y en la solidaridad.

Afiancemos nuestra identidad cristiana: una identidad cristiana firme y clara. La forma que hoy se emplea para desanimar a los cristianos y destruir la Iglesia consiste en proponer modelos de vida que siembran en los discípulos de Cristo confusión y ambigüedades. La cultura que vivimos del llamado “pensamiento débil” genera personalidades frágiles, fragmentadas e incoherentes. Y, a pesar de sus continuas llamadas a la tolerancia, de hecho no tolera la más mínima diversidad. En la actual sociedad supuestamente pluralista toda expresión explícita de la propia identidad cristiana viene etiquetada como fundamentalismo o integrismo. Por ello la fe se convierte en un hecho rigurosamente confinado a la esfera de la vida privada”(Mons. Rilko. Congreso de Apostolado Seglar. Madrid, 2004). Y, ante este acoso, muchos sienten la tentación de refugiarse en esa esfera privada y no manifestar públicamente su fe.

La sociedad de hoy, dominada por una cultura secularista y agnóstica, sólo acepta a los cristianos “invisibles”, los cristianos que no dan la cara, los cristianos acomodaticios que fácilmente integran acriticamente en su vida los “postulados” y los “dogmas” de lo “políticamente correcto”. Hay muchos cristianos sólo de nombre que, por temor o por ignorancia corren tras los dictados de la cultura dominante, imitando los discursos de este mundo y olvidando quienes son.

Pero frente a esto, tenemos que reaccionar con claridad y valentía. Hoy, más que en otras épocas, se necesitan cristianos coherentes, con una fuerte conciencia de su vocación y de su misión. Para un cristiano ser “uno mismo” es fundamental. “El nuestro es un tiempo de continuo movimiento, que a menudo desemboca en el activismo, con el riesgo del “hacer por hacer”.Tenemos que resistir a esa tentación, buscando el ser antes que el hacer” (Juan Pablo II. Novo millenio ineunte, n. 15). Tenemos que vivir intensamente la esencia del cristianismo. Y la esencia del cristianismo es el encuentro con Cristo: un Cristo vivo en la Iglesia. Tenemos que redescubrir el cristianismo como un acontecimiento real que ocurre aquí y ahora en nuestras vidas, como ocurrió en las vidas de los primeros discípulos. El cristianismo no es una doctrina por aprender, ni tampoco un conjunto de preceptos morales. El cristianismo es una Persona, la Persona viva de Cristo que hay que encontrar y acoger en la propia vida, porque sólo este encuentro cambia radicalmente la existencia, fundamenta la moral y da el sentido último y definitivo a nuestro destino. “No será una fórmula la que nos salve, sino una Persona y la certeza que ella nos infunde” (Ibidem, n. 29). Cristo es el que nos salva. “El es el centro de la historia y del universo; él nos conoce y nos ama, compañero y amigo de nuestra vida, hombre de dolor y de esperanza; Él, ciertamente, vendrá de nuevo y será finalmente nuestro juez y también, como esperamos, nuestra plenitud de vida y nuestra felicidad” (Pablo VI. Homilia pronunciada en Manila el 29 de Noviembre de 1970).

Estamos en unos momentos en los que tenemos que reconocer y proclamar con valentía y sin complejos el valor y la belleza de la vocación cristiana. Hemos de vivir con gozo y ofrecer al mundo la radical novedad cristiana que se deriva del bautismo.

Muchas veces nos preocupa el que seamos pocos los que afirmamos con claridad nuestra fe en Cristo y en la Iglesia. Pero lo que más nos tiene que preocupar no es el ser pocos, sino el ser irrelevantes y marginales. La sal en las comidas es poca, pero da sabor; la cantidad de levadura en la masa es pequeña, pero la hace fermentar. Lo que tiene que preocuparnos es la mediocridad. “Si la sal se vuelve sosa sólo sirve para que la pise la gente”(Mt. 5,13). Lo que verdaderamente debe inquietarnos es el conformismo y la pasividad. La cultura dominante es muy seductora y uno cae muy fácilmente en sus redes. Tenemos que estar muy vigilantes para no sucumbir ante esa tentación. Tenemos que recuperar un cristianismo verdaderamente audaz e incisivo que reclame su puesto y su presencia pública en la sociedad. Es un deber de caridad: el mundo necesita esa presencia. La sociedad, dominada por una cultura que ahoga valores muy sagrados de la persona humana esta reclamando esa presencia activa y transformadora de los cristianos; y no se lo podemos negar. “La creación con expectación desea vivamente la manifestación de los hijos de Dios “ (Rom. 8,19).

Los cristianos tenemos el derecho y la obligación de hacernos oír en la sociedad. Es mucho lo que tenemos que ofrecer y no nos lo podemos guardar para nosotros por egoísmo o por miedo. Lo que hemos recibido gratis, lo hemos de dar gratis (cf. Mt. 10,8). Como cualquier ciudadano tenemos el derecho y la obligación de participar activamente en la vida pública y en los debates culturales, económicos y políticos poniendo de manifiesto la visión del hombre que brota de nuestra fe en Jesucristo. Tenemos que manifestar con todos los medios legítimos que tengamos a nuestro alcance el derecho a la vida de todo ser humano desde que es concebido hasta su muerte natural; tenemos que defender el valor de la familia tal como la ley natural y la revelación divina nos la presentan, tenemos que exigir el derecho de los padres a educar a sus hijos, según sus convicciones, sin intromisiones totalitarias de ningún gobierno; tenemos que sentirnos siempre muy cerca, poniéndonos en su lugar, de las personas más débiles y desvalidas defendiendo sus derechos y prestándoles nuestra voz; tenemos que reclamar para nosotros y para todos el derecho a la libertad religiosa y no permitir, con nuestro silencio, que nuestros símbolos religiosos más queridos sean profanados; tenemos, en fin, que trabajar por el bien común ofreciendo nuestra visión cristiana de la vida , que es patrimonio de todos, al servicio de la justicia y de la paz. Juan Pablo II nos decía: “Si sois lo que debéis ser, es decir, si vivís el cristianismo sin componendas, podréis incendiar el mundo” (Juan Pablo II. Jubileo del apostolado de los laicos, 26 de Noviemre de 2000). Y Benedicto XVI nos decía recientemente: “Llevad a este mundo turbado el testimonio de la libertad con la que Cristo nos ha liberado (cf. Gal.5,1). La extraordinaria fusión entre el amor a Dios y el amor al prójimo embellece la vida y hace que vuelva a florecer el desierto en el que a menudo vivimos”

Acudamos hoy con mucha confianza al Señor para que nos alcance la gracia de sentir el gozo y la belleza de la vida cristiana, y para que, dejándonos transformar por Él, contribuyamos con nuestro esfuerzo a la construcción de un mundo en el que, respetando las legítimas diferencias, resplandezca la dignidad del hombre, imagen de Dios.

Que la cruz salvadora de Cristo nos llene de su luz y todos los días podamos decir como el apóstol Pablo: “”vivo yo, pero no soy yo es Cristo quien vive en mi. Y, mientras vivo en esta carne, vivo en la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mi” (Gal. 2,19 sig.)

Que la santísima Virgen, Madre del Redentor y Madre nuestra, que junto a la cruz de su Hijo permaneció obediente a la voluntad del Padre interceda por nosotros y nos conduzca a la gloria de la resurrección. Amen.

Virgen del Pilar

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FIESTA DE LA VIRGEN DEL PILAR

En esta fiesta de la Virgen del Pilar que tanto arraigo popular tiene en todos los pueblos de España y de las naciones hermanas de Hispanoamérica, nos unimos gozosos en la fe y en la alabanza proclamando las maravillas que Dios ha querido realizar en la Virgen María. Ella es la Virgen que escucha la Palabra de Dios y la vive y la guarda con amor en su corazón. Ella es la gran creyente, modelo de todos los creyentes, que llena de confianza se pone en las manos de Dios entregándose a su voluntad. Ella es la humilde Madre de N.S.J., que cuando la misión de su Hijo lo exige, se aparta y se retira discretamente; pero que cuando los discípulos huyen, permanece firme a los pies de la cruz.

María, al estar íntimamente unida a Cristo, su Hijo, el Redentor, está también íntimamente unida a los redimidos por su Hijo. Es nuestra Madre. Es Madre de la Iglesia. María al estar totalmente unida a Cristo, que es la Cabeza de la Iglesia, es también Madre de la Iglesia. Es nuestra Madre. Ella que se entregó totalmente a Cristo, se entrega totalmente a nosotros, acompañándonos en la fe, siendo nuestro modelo, nuestro ejemplo y nuestra gran intercesora en los momentos de peligro para nuestra vida de fe.

Con toda razón llamamos a la Virgen en una de las letanías del Rosario: “Estrella de la mañana”. Ella es la estrella de la cual nació el sol. Verdaderamente ella es la estrella que anuncia a los hombres la llegada de un nuevo amanecer lleno de vida. Ella, acogiendo en su seno, al Hijo de Dios, ofrece a los hombres la vida eterna, el sol que no conoce el ocaso, Jesucristo Señor nuestro.

María nos pone en el camino de la verdad y continuamente nos repite aquellas mismas palabras que dijo a los sirvientes de las bodas de Caná: “haced lo que Él os diga”. Hoy volvemos a escuchar esas palabras. Y por eso, de la mano de María, en esta fiesta tan familiar y tan llena de resonancias afectivas, ponemos nuestra mirada en Jesús y renovamos nuestra fe y nuestro firme deseo de seguirle y de amarle.

A la vez que damos gracias a Dios por todos los dones que continuamente recibimos de Él, tenemos también que abrir los ojos para contemplar, con la compasión de Cristo, la realidad de una sociedad que, alejándose de Dios, se está también alejando de forma alarmante del hombre mismo, de su dignidad y de sus derechos más esenciales: una sociedad, muy vacía de valores, que está generando grandes tensiones sociales, la destrucción de muchas familias, la confusión y el sufrimiento de un gran número de personas y la falta de unidad y concordia entre los diversos pueblos de España.

Tenemos que pedirle a la Virgen en este día de su fiesta una revitalización interna de nuestra fe y un fuerte impulso misionero. La misión no es algo que se añade a la vocación cristiana. La misión forma parte de la vocación. Como nos recuerda el Vaticano II, la vocación cristiana es por su misma naturaleza vocación al apostolado (Vaticano II. Apostolicam Actuositatem, 2). Y el apostolado no es otra cosa que el anuncio de Cristo. Tenemos que sentir la urgencia de anunciar a Cristo con el testimonio de vida y con la palabra. El anuncio de Cristo antes de ser un compromiso estratégico y organizado es sobre todo comunicación personal y directa de nuestra experiencia de amor a Cristo y a su Iglesia. La madurez evangélica tanto en las personas como en los grupos se manifiesta sobre todo en su celo misionero y en su capacidad de ser testigos de Cristo en todas las situaciones y en todos ambientes sociales, culturales o políticos.

Para que todos asumamos en la Iglesia el papel evangelizador que nos corresponde, cada uno según su propia vocación, es de gran importancia clarificar bien lo que significa la verdadera identidad cristiana. Es necesario despertar la conciencia dormida de muchos cristianos para descubrirles los sólidos fundamentos de nuestra fe, de nuestro bautismo y de nuestra vocación de santidad; y es urgente animarles a un mayor compromiso apostólico. Hay preguntas esenciales que ningún cristiano debe evitar: ¿qué he hecho de mi bautismo y de mi confirmación? ¿Es Cristo verdaderamente el centro de mi vida? ¿ Qué sentido tiene en mi vida la oración? ¿Qué significan para mi la Eucaristía y el sacramento de la Reconciliación? ¿Vivo mi vida como una vocación y una misión?

Queridos hermanos, que vivís vuestra fe en medio de las visicitudes mundo. ¡Escuchad la llamada de Cristo!. La Iglesia os necesita y cuenta con vosotros. Cristo os envía a ese mundo en el que estáis para llevar la luz del evangelio a muchas gentes que están perdidas, como ovejas sin pastor. ¡Ayudadles a descubrir su dignidad y su vocación! “La promoción y la defensa de la dignidad y de los derechos de la persona humana, hoy más urgente que nunca, exige la valentía de personas animadas por la fe, capaces de un amor gratuito y lleno de compasión, respetuosas de la verdad del hombre, creado a imagen de Dios y destinado a crecer hasta llegar a la plenitud de Cristo Jesús (cf. Ef. 4,13). No os desaniméis ante la complejidad de las situaciones. Buscad en la oración la fuente de toda fuerza apostólica; hallad en el evangelio la luz que guíe vuestros pasos” (Juan Pablo II. Mensaje al Congreso Internacional del Laicado Católico, nº 4. 21 de Noviembre de 2000).

Ante los muchos problemas que tenemos delante y cuya complejidad muchas veces nos desborda no hemos de tener miedo. Cristo, que nos ha enviado al mundo, camina a nuestro lado. “Lo que tengáis que hablar se os comunicará en aquel momento. Porque no seréis vosotros los que habléis, sino el Espíritu del Padre el que hablará por vosotros” (Mt.10,19-20). El evangelio y, sobre todo, la intimidad con el Señor nos hará fuertes para abrir en este mundo caminos de libertad, paz y justicia, fundamentados en la verdad sobre el hombre, en la comunión y en la solidaridad.

Afiancemos nuestra identidad cristiana: una identidad cristiana firme y clara. La forma que hoy se emplea para desanimar a los cristianos y destruir la Iglesia consiste en proponer modelos de vida que siembran en los discípulos de Cristo confusión y ambigüedades. La cultura que vivimos del llamado “pensamiento débil” genera personalidades frágiles, fragmentadas e incoherentes. Y, a pesar de sus continuas llamadas a la tolerancia, de hecho no tolera la más mínima diversidad. En la actual sociedad supuestamente pluralista toda expresión explícita de la propia identidad cristiana viene etiquetada como fundamentalismo o integrismo. Y, ante este acoso, muchos sienten la tentación de refugiarse en la esfera privada y no manifestar públicamente su fe.

La sociedad de hoy, dominada por una cultura secularista y agnóstica, sólo acepta a los cristianos “invisibles”, los cristianos que no dan la cara, los cristianos acomodaticios que fácilmente integran acriticamente en su vida los “postulados” y los “dogmas” de lo “políticamente correcto”. Hay muchos cristianos sólo de nombre que, por temor o por ignorancia corren tras los dictados de la cultura dominante, imitando los discursos de este mundo y olvidando quienes son.

Pero frente a esto, tenemos que reaccionar con claridad y valentía. Hoy, más que en otras épocas, se necesitan cristianos coherentes, con una fuerte conciencia de su vocación y de su misión. Para un cristiano ser “uno mismo” es fundamental. Tenemos que vivir intensamente la esencia del cristianismo. Y la esencia del cristianismo es el encuentro con Cristo: un Cristo vivo en la Iglesia . Tenemos que redescubrir el cristianismo como un acontecimiento real que ocurre aquí y ahora en nuestras vidas, como ocurrió en las vidas de los primeros discípulos. El cristianismo no es una doctrina por aprender, ni tampoco un conjunto de preceptos morales. El cristianismo es una Persona, la Persona viva de Cristo que hay que encontrar y acoger en la propia vida, porque sólo este encuentro cambia radicalmente la existencia, fundamenta la moral y da el sentido último y definitivo a nuestro destino.

Los cristianos tenemos el derecho y la obligación de hacernos oír en la sociedad. Es mucho lo que tenemos que ofrecer y no nos lo podemos guardar para nosotros por egoísmo o por miedo. Lo que hemos recibido gratis, lo hemos de dar gratis (cf. Mt. 10,8). Como cualquier ciudadano tenemos el derecho y la obligación de participar activamente en la vida pública y en los debates culturales, económicos y políticos poniendo de manifiesto la visión del hombre que brota de nuestra fe en Jesucristo. Tenemos que manifestar con todos los medios legítimos que tengamos a nuestro alcance el derecho a la vida de todo ser humano desde que es concebido hasta su muerte natural; tenemos que defender el valor de la familia tal como la ley natural y la revelación divina nos la presentan, tenemos que exigir el derecho de los padres a educar a sus hijos, según sus convicciones, sin intromisiones totalitarias de ningún gobierno; tenemos que sentirnos siempre muy cerca, poniéndonos en su lugar, de las personas más débiles y desvalidas defendiendo sus derechos y prestándoles nuestra voz; tenemos que reclamar para nosotros y para todos el derecho a la libertad religiosa y no permitir, con nuestro silencio, que nuestros símbolos religiosos más queridos sean profanados; tenemos, en fin, que trabajar porç el bien común ofreciendo nuestra visión cristiana de la vida , que es patrimonio de todos, al servicio de la justicia y de la paz. Juan Pablo II nos decía: “Si sois lo que debéis ser, es decir, si vivís el cristianismo sin componendas, podréis incendiar el mundo” (Juan Pablo II. Jubileo del apostolado de los laicos., 26 de Noviembre de 2000).

En esta fiesta de la Virgen del Pilar, tan vinculada la Guardia Civil, nos unimos también en la acción de gracias a Dios por el servicio que el benemérito Instituto ha prestado ha España, desde que fue fundado. Especialmente recordamos con afecto y gratitud a tantos de sus miembros que de una manera callada y anónima e incluso con el sacrificio de su propia vida, han prestado este servicio de defensa del Orden y de la Ley.

Les invito a asumir el presente y el futuro con entusiasmo y esperanza. Y para esto la fe es un factor esencial. La celebración de hoy nos invita a fortalecer la vida cristiana y los valores que brotan de ella, como son el valor de la paz, de la justicia y de la libertad.

Por intercesión de la Virgen del Pilar, le hemos pedido al Señor, en la oración propia de este día tres cosas:

Fortaleza en la fe: la fe no es fácil: hay que fortalecer la fe y la vida cristiana con los sacramentos, con la Palabra de Dios, sintiéndonos de verdad miembros de la Iglesia.

Seguridad en la esperanza: la esperanza es la que mueve a los hombres y mueve a los pueblos. El cristiano ha ser hombre de esperanza, porque cree en Jesucristo, vencedor de la muerte. La resurrección de Cristo nos da la seguridad de que al final triunfará la verdad sobre la mentira y reinará la paz verdadera.

Constancia en el amor: constancia en el deseo de hacer el bien a todos, incluso a los que no lo saben reconocer. La constancia es la virtud de los hombres fuertes y convencidos. Es al virtud de aquellos que, en cualquier ocasión, agradable o difícil, y frente a cualquier persona, sea quien sea, su actitud siempre es de servicio y ayuda al prójimo, como el buen samaritano.

Acudamos hoy con mucha confianza a María para que ella nos alcance de su Hijo la gracia de sentir el gozo y la belleza de la vida cristiana, y para que, dejándonos transformar por Él, contribuyamos con nuestro esfuerzo en la construcción de un mundo en el que, respetando la pluralidad de razas y culturas, resplandezca la dignidad del hombre, imagen de Dios. Que ella interceda por nosotros, y, como decimos en la Salve, nos muestre a Jesús, fruto bendito de su vientre. Amen.