Santa Maria Madre de Dios

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SANTA MARÍA MADRE DE DIOS

(1 de Enero - Jornada mundial de Paz)

Celebramos la solemnidad de Santa María Madre de Dios. Desde el concilio de Éfeso (año 431) la Iglesia llama a María, la Madre de Dios. Es un título que incluye a los demás. Es la fiesta más importante de María. Reconocemos a María como Virgen y Madre. La maternidad, lo mismo que la virginidad, pertenecen a la identidad más profunda de María. Hay en María un itinerario de maternidad creciente que se va haciendo cada vez más universal. Comienza en el momento en que, por obra del Espíritu Santo, María concibe en su seno al Hijo de Dios y culmina en la cruz cuando su Hijo, en la persona de discípulo amado, la convierte en la madre de todos los redimidos. Ella, la Madre de Dios, es nuestra Madre, nuestra intercesora, nuestro modelo de fe, nuestro auxilio en la dificultad. Ella es la Madre de la Iglesia. Y, por eso, en el primer día del año, acudimos a ella para que nos bendiga y encamine nuestros pasos hacia Jesús.

Y así, bajo el amparo de María, la Iglesia nos invita en este primer día del año a pedir por la paz. Hoy celebramos la Jornada Mundial de la Paz, en la que el Santo Padre dirige a todos los cristianos y a todos los hombres de buena voluntad un Mensaje de Paz que, este año, lleva como lema y título: “La persona humana, corazón de la paz”. Sin respeto a la dignidad de la persona nunca habrá paz. El Papa nos invita a ser defensores de la dignidad de la persona, para ser constructores de la paz. “Estoy convencido de que respetando a la persona se promueve la paz y construyendo la paz se ponen las bases para una auténtico humanismo cristiano”. Hasta aquí, muchos pueden estar de acuerdo. Pero ¿qué concepto tenemos de persona?

El problema que se nos plantea es ¿qué significa ser persona?. ¿Sobre qué fundamentos se sustenta la dignidad de la persona? ¿cuál es el origen, la vocación y el destino de la persona? ¿cómo nos planteamos las relaciones personales, la comunicación entre las personas, el respeto a la dignidad de la persona, la educación de la persona?. Si se tiene un concepto “débil” de la persona, nos dirá el Papa, un concepto que esté a merced de las modas o de las ideologías que estén en boga, se cae en una contradicción patente: por un lado se proponen como absolutos los derechos de la persona (la vida, la familia, la libertad religiosa, el trabajo, la vivienda ...), pero por otro, el fundamento que se aduce para defender estos derechos es relativo, es cambiante, no tiene carácter absoluto, no es universal. Es un fundamento sin fundamento. Por esta contradicción evidente, no debe extrañarnos que muchos que dicen defender a la persona y sus derechos fundamentales, no tienen inconveniente en rechazarlos,
buscando mil justificaciones e incluso presentando esa justificación como un signo de progreso, cuando la defensa de estos derechos no entra dentro de sus intereses.

Por eso nos dice el Papa: “sólo si están arraigados esos derechos en las bases objetivas de la naturaleza (en el orden natural, en la Ley natural,) podrán ser afirmados sin ser desmentidos”. Y cuando hablamos de derechos hemos de hablar también de deberes. Tanto los derechos como los deberes se fundamentan en el respeto a la naturaleza misma de las cosas, que no es otra cosa que el respeto a las bases objetivas del orden establecido por Dios en la creación y que está inscrito en el corazón de todo hombre. Cuando el ser humano quebranta este orden ya no sabe donde apoyarse para defender la paz y la dignidad del ser humano.

Si los deberes y derechos que hacen posible la paz no se fundamentan en unas bases objetivas y universales, todo lo que se refiere a la dignidad del ser humano y a la paz se convierte en algo negociable tanto en su contenido como en su aplicación en el tiempo y en el espacio. Todo se revisable, todo es provisional. Nada hay cierto ni seguro.Se cae en la más absoluta permisividad y queda viciado el concepto mismo de libertad, convirtiéndolo en la capacidad de hacer lo que cada uno quiere, independientemente de que eso que se quiera pueda llegar a ser destructivo para uno mismo, para la vida de los demás y para la misma convivencia en paz. Cuando no se respeta el orden natural establecido por Dios, la misma “Declaración Universal de los Derechos humanos” (1948) queda sometida a una interpretación de conveniencia, oportunista, vaciando de contenido esos mismos derechos. Y el llamado derecho internacional humanitario
corre el riesgo de no aplicarse coherentemente como está sucediendo en el conflicto del sur del Líbano o en la creciente amenaza terrorista que de una manera tan directa y dolorosa nos está afectando.

El Papa hace, en su mensaje, un llamamiento apremiante a todo el Pueblo de Dios. “Que todo cristiano se sienta comprometido a ser un trabajador incansable a favor de la paz y un valiente defensor de la persona humana y de sus derechos inalienables (...) La Iglesia ha de ser signo y salvaguardia de la trascendencia de la persona humana (...) En Cristo podemos encontrar las razones supremas para hacernos firmes defensores de la dignidad humana y audaces constructores de la paz, promoviendo un verdadero humanismo integral”

Que la Virgen María, madre de Dios y madre nuestra, Reina de la Paz nos bendiga en el año que comenzamos, y nos alcance de su Hijo la gracia de una paz estable para todos, fundada en la justicia y en el respeto a la dignidad del hombre; y haga de la Iglesia y de cada uno de nosotros, instrumentos de paz y salvación para todo el género humano.

 

Fiesta de la Epifanía

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SOLEMNIDAD DE LA EPIFANÍA DEL SEÑOR

(6 de Enero de 2007)

“Los pueblos caminarán a tu luz... todos ellos se han reunido y vienen hacia ti; tus hijos llegan de lejos ... y vendrán trayendo oro e incienso para proclamar las alabanzas del Señor” (Is. 60,1-6). Con estas palabras Isaías anticipa proféticamente la salvación de Jesucristo: una salvación universal. Una salvación que el profeta describe como una luz de amanecer que disipa las tinieblas de muerte que dominan el mundo. Dios mismo es la aurora. Él ilumina la ciudad: su resplandor guía a los pueblos. Y estos acuden con sus dones (con su historia, con su lengua, con su riqueza cultural). Jesucristo es la luz de Dios que ilumina, da sentido, purifica y atrae a todos los hombres de todos los confines dela tierra.

El pensamiento de Isaías choca violentamente contra el nacionalismo judío y es la base sobre la que el evangelista S. Mateo y los demás evangelistas van a presentar y desarrollar el carácter universal de la salvación de Cristo. La vida que nace del encuentro con Cristo se caracteriza por su libertad y su capacidad de llegar a todos los hombres de cualquier raza, cultura y nación.

El evangelista S. Mateo nos narra la historia de unos magos, llegados del paganismo, que acuden a adorar a Jesús. Cuando S. Mateo escribe su evangelio (hacia el año 80), la Iglesia acaba de superar una crisis importante. Se había planteado, en los primeros momentos de su historia, si el cristianismo debía seguir atado a Jerusalén y al judaísmo o si debía encontrar un nuevo camino para los paganos. Algunos pretendían, incluso, exigir, antes del bautismo, el rito judío de la circuncisión. Nadie, según esta tendencia, podía ser cristiano sin ser previamente judío por raza por adopción.

El apóstol S. Pablo fue providencial en la apertura de la Iglesia al mundo pagano. La segunda lectura nos habla de su vocación: una llamada especial del Señor para ser misionero en el mundo pagano. “Se me ha dado a conocer por revelación el misterio que no había sido manifestado a los hombres en otros tiempos (...) que también los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la promesa de Jesucristo” (Ef.3,2-6)

La Iglesia fue adquiriendo poco a poco conciencia del carácter universal de la fe cristiana, no sin resistencias, luchas y hasta divisiones. Esto manifiesta la dificultad que todos tenemos de salir de nuestro modo particular de ver las cosas. Nos cuesta aceptar la libertad de Dios para llegar a todos los hombres y reconocer los caminos, a veces desconcertantes, que Él tiene para iluminar su corazón. A partir de Cristo ya no cuentan separaciones y barreras culturales. En la Iglesia no hay fronteras. Ha desaparecido toda disparidad, toda separación en el orden de la salvación. Ya no hay judío o pagano, esclavo o libre. Todos somos, en Cristo, un solo cuerpo.

El universalismo de la fe no anula las características propios de un país o de una cultura determinados; pero tampoco se identifica con ellas. La fe respeta lo peculiar de cada persona y de cada pueblo, pero al mismo tiempo abre los ojos a lo universal. Esto se ve muy bien cuando entendemos lo que es una diócesis. Nuestra diócesis de Getafe tiene unas características propias, pero no es un coto cerrado, autónomo y autosuficiente, sino que vive su relación con la Iglesia universal por medio del ministerio del Obispo, en comunión con el Santo Padre. Y, al mismo tiempo acoge en su seno a todo tipo de personas venidas de los más diversos lugares.

La manifestación de Cristo a los magos, venidos de Oriente, nos da el criterio del modo de actuar de Dios. Y el criterio de una verdadera catequesis.

1. Dios se da a conocer en el lugar donde el hombre vive. Dios se manifiesta al hombre en la realidad concreta, en los acontecimientos diarios, en la vida misma. Quien sabe mirar con profundidad la realidad, acaba descubriendo a Dios. Dios habla al hombre en su vida misma, en su corazón, en las circunstancias que rodean su vida. Hemos de ayudar a los hombres a contemplar la vida con profundidad.

2. Pero sólo se puede percibir la voz de Dios, sólo se puede descubrir “su estrella” el hombre que vive abierto a la verdad.. El hombre que no se cierra a la verdad, que no pretende silenciar sus anhelos profundos de infinitud y vida eterna que hay en su corazón , que no se deja aturdir por una vida superficial sumergida en el ruido y en el activismo. El buen educador de la fe invita a descubrir lo que hay en el corazón: sus inquietudes y sus preguntas.

3. La búsqueda de la verdad, el camino hacia Dios es un camino largo, no exento de riesgos y de periodos más o menos largos de oscuridad (cuando llegan los magos a Jerusalén, la estrella se oculta). Es un camino que supone cuestionarse con sinceridad muchas cosas y especialmente, quizá, ciertos comportamientos morales que están bloqueando el encuentro con Dios. El camino de la fe es una aventura: la mayor y más apasionante aventura del hombre y también la más importante y definitiva porque en ella se juega su propia felicidad y su destino final. Es muy importante que el buen catequista sepa animar y dar confianza en los momentos de oscuridad y ayude a comprender que en el camino de la fe, Dios, a veces, parece ocultarse para que le busque mayor deseo.

4. El encuentro con Dios rompe nuestros esquemas. Los magos quedarán sorprendidos al descubrir a Dios en la debilidad de un niño.

Hoy estamos viviendo una situación muy similar a la del tiempo de Pablo. Ante nuestros ojos hay un mundo en el que se ha oscurecido el sentido de Dios. Estamos ante un mundo pagano al que tenemos que llevar la luz de Cristo. Un mundo en el que también hay muchas personas de buena fe que como los magos de oriente buscan a Dios. Es un mundo lleno de contrastes. Por un lado los que creemos en Cristo nos vemos sometidos a una persecución más o menos solapada. Benedicto XVI habla de “escarnio cultural”, alimentado por cierto tipo de regímenes: “regímenes indiferentes que alimentan no tanto una persecución violenta, sino un escarnio cultural sistemático a las creencias religiosas” (Jornada Paz- 2007). Pero por otro lado vemos mucha gente con hambre de valores espirituales, con hambre de Dios.

Tenemos que recuperar el coraje y la fuerza del Espíritu que animaba al apóstol Pablo. Tenemos que aprender a vivir nuestra fe, la fe en Jesucristo y el amor a Jesucristo y el gozo del evangelio dentro del ambiente de esta nueva civilización que se está gestando. El mundo va cambiando muy deprisa. Y una nueva cultura está naciendo, en la que posiblemente haya cosas deleznables y destructivas para el hombre, que habrá que denunciar con valentía, pero en la que se van abriendo también posibilidades inmensas para que el hombre pueda crecer y desarrollarse con mayor plenitud y dignidad.

En esta fiesta de la Epifanía (manifestación de Dios) hemos de sentir la urgencia de la misión evangelizadora. Somos llamados por Cristo para contribuir a la creación de un “hombre nuevo” y una “humanidad nueva”. Somos invitados a crear, en Cristo, un “hombre nuevo” fruto de la unión de quienes hoy estamos separados. Pablo nos dice que esto es posible: “... porque Cristo es nuestra paz, el que de los dos pueblos hizo uno sólo derribando el muro de la enemistad para crear en sí mismo un solo “hombre nuevo”, haciendo la paz y reconciliando con Dios a ambos en un solo cuerpo por medio de la cruz. Dando en sí mismo muerte a la enemistad vino a anunciar la paz: paz a los que ya están lejos y paz a los que estaban cerca. Pues por Él unos y otros, tenemos acceso al Padre en un mismo Espíritu” (Ef. 214-18)

Hoy celebramos la apertura de la Iglesia y del evangelio a todos los pueblos del mundo. También hoy los “magos paganos” nos preguntan: “¿dónde esta el rey que acaba de nacer? Porque hemos visto su estrella y venimos a adorarlo.”

Que el Señor despierte en todos nosotros y en toda la Iglesia el anhelo de llevar la luz de Cristo a todos los hombres. Que Él nos de su luz y nos llena de su sabiduría para poder anunciar a los hombres de nuestro tiempo, “con un nuevo ardor, un nuevo lenguaje y unos nuevos métodos” el evangelio de Cristo.

Que seamos capaces de poner a los hombres de nuestro tiempo, como la “estrella de Belén”, en contacto directo con Cristo, con Aquel que es capaz de romper todas las barreras y de inaugurar entre los hombres la era de la paz.

Y que la Virgen María, Madre de la Esperanza nos enseñe el camino de la fidelidad a Dios y haga de nosotros imágenes de su Hijo y camino por el que los hombres puedan encontrarse con Dios.

 

Domingo IV de Cuaresma

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Domingo IV de Cuaresma

En el camino cuaresmal vamos avanzando hacia la luz de Cristo resucitado. Y en este cuarto domingo la liturgia nos pide que apresuremos nuestros pasos para celebrar las próximas fiestas pascuales con fe viva y entrega generosa. Así se lo hemos pedido a Dios en la oración propia de este día: “Señor que reconcilias a los hombres contigo por tu Palabra hecha carne, haz que el pueblo cristiano se apresure, con fe viva y entrega generosa, a celebrar las próximas fiestas pascuales”. Y para que nos sintamos confortados en medio de las dificultades del camino hoy la Palabra de Dios nos invita a contemplar la misericordia entrañable de nuestro Dios. “Gustad y ved qué bueno es el Señor ... contempladlo y quedaréis radiantes ... si el afligido invoca al Señor, Él lo escucha y lo libra de sus angustias” (s.33).

El evangelio que hemos proclamado nos ofrece una de las parábolas más bellas que nos han conservado los evangelistas: la parábola del hijo pródigo o, más bien podríamos decir, la parábola del padre misericordioso, la parábola del padre bueno. Es una parábola pronunciada por Jesús en un contexto polémico. Lo escribas y fariseos no entienden a Jesús, no quieren entenderle. Les resulta poco menos que escandalosa la benevolencia de Jesús con los pecadores y su trato amistoso con ellos. Murmuran contra Él diciendo: “Este acoge a los pecadores y come con ellos”La parábola del “hijo pródigo” es la respuesta de Jesús a estas murmuraciones.

En la primera parte de la parábola los protagonistas son el padre y el hijo menor; en la segunda parte los protagonistas son el padre y el hijo mayor. La conclusión de la parábola, donde aparece clara su intención, es la defensa que el padre hace de su proceder con el hijo malo ante el hijo supuestamente bueno. Y mas en concreto, la defensa que hace Jesús de su proceder con los publicanos y pecadores ante los escribas y fariseos. Dice el evangelio que los publicanos y pecadores se acercaban al Señor para oírle. Jesús es el santo de Dios, el reflejo de la gloria del Padre. De su persona brota, como de un manantial inagotable la bondad y la comprensión sin límites. Los pecadores y la gente que lleva una vida irregular y que es consciente de que su vida no está a la altura de lo que Dios quiere de ellos se siente cautivada por la actitud acogedora de Jesús; mientras que los fariseos, representantes del poder y de la cultura dominante, muy seguros de sí mismos, se sienten escandalizados.

La parábola es una invitación a acudir a Jesús con plena confianza. Todos somos pecadores. Todos sabemos que nuestra vida esta muy lejos de lo que estamos llamados a ser. Todos hemos abandonado en muchos momentos la casa del Padre y hemos despilfarrado malamente la herencia preciosa que un día recibimos. Y, quizás ahora, todavía, por nuestra negligencia y abandono, seguimos estando lejos de la casa del Padre y seguimos dilapidando la herencia gastando nuestras energías en cosas y en modos de vivir que, en el fondo, nos producen hastío y que, al final, como al hijo menor de la parábola, nos hacen sentir solos, vacíos y
desilusionados.

Pero el hijo menor de la parábola no puede soportar más ese vacío y decide regresar. Esta muerto de hambre. Y su hambre no es sino el reflejo del hambre de mucha gente o quizás de muchos de nosotros: hambre de amor, hambre de conocer la verdad, hambre de valores espirituales. El primer efecto del pecado es la tristeza y la soledad. Cuando uno se aleja de Dios su vida se convierte en un desierto.

Pero Dios nunca abandona al hombre. “Nuestro Dios - dice el salmo - es compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en clemencia”. Pocas veces el amor compasivo de Dios Padre ha sido expresado de forma tan conmovedora como en la parábola del hijo pródigo. Toda la parábola nos habla del amor divino a la humanidad. Un amor incondicional, un amor siempre fiel, un amor que existe desde el principio y existirá para siempre. En esta parábola el pecado y el perdón se abrazan, lo divino y la humano se hacen uno: es el encuentro entrañable entre la misericordia del Padre y la herida, todavía abierta, del pecador arrepentido. En esta parábola, podemos decir que lo más divino, el amor de Dios, está captado y expresado en lo más humano: en el abrazo de un padre y de un hijo, que han estado separados y al fin se encuentran. En la parábola vemos la compasión infinita, el amor incondicional y el perdón eterno brotando de un Padre que es el Creador del universo. Lo humano y lo divino, lo frágil y lo poderoso, lo viejo y lo eternamente joven están plenamente expresados en ese abrazo entre el padre y el hijo. Es el abrazo del perdón que Jesús ofrece a los pecadores. Un abrazo que sigue vivo y eternamente presente en la Iglesia mediante el sacramento de lo reconciliación. Cuando con verdadero arrepentimiento nos acercamos a Cristo, vivo en la Iglesia, confesando con dolor nuestros pecados se produce ese abrazo de la misericordia divina que, como al hijo menor de la parábola, nos hacer renacer a una vida nueva. Por eso dirá el apóstol Pablo, como hemos escuchado: “El que es de Cristo, es una criatura nueva: la antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado” (2 Cor. 5,17)

En la segunda parte de la parábola entra en escena la “lógica” humana del hermano mayor, que es muy diferente de la lógica divina. Estaba el hermano mayor en el campo y, al volver a casa, oyó la música y el griterío. Llamando a uno de los criados, este le dijo: ha vuelto tu hermano y tu padre ha matado el ternero cebado porque lo ha recobrado sano. Él se irritó y no quería entrar.

En esta segunda parte de la parábola asistimos a la airada protesta de los escandalizados fariseos que hablan por boca del hijo mayor. No quiere entrar en la casa y sumarse al regocijo del padre. Este hijo mayor tenía, en cierto modo, razón. Sus argumentos tienen una lógica: “ De modo que mi hermano se marcha de casa, se lleva la herencia, se gasta todo en orgías, vuelve a casa sin nada y mi padre le recibe con todos los honores, le viste con la mejores galas, le pone el anillo, le calza y manda matar para él, el ternero cebado”.Este hijo mayor tenía su parte de razón. Tenía razón, sí. Pero no tenía amor.

Con esta parábola, Jesús nos está queriendo decir que Dios es Amor. Un amor que supera toda lógica humana. Un amor que supera toda lógica humana. Una amor que se convierte en perdón y que abre las puertas al pecador para que, reconociendo su pecado, pueda comenzar una vida nueva.

El padre trata de convencer al hijo irritado: “ hijo, tu siempre estás conmigo y todas mis cosas son tuyas... tal vez nunca te di un cabrito para comerlo con tus amigos, pero tu felicidad no puedes ponerla ni en la comida con tus amigos, ni en la fiesta, ni en las cosas, tu felicidad consiste en estar conmigo. Tu estás siempre conmigo y todas mis cosas son tuyas y las tuyas mías”

Ahora nosotros podemos también reflexionar, a la luz de la parábola, y llegar a comprender que la verdadera felicidad no podemos ponerla en cosas efímeras. La verdadera felicidad consiste en vivir con Cristo. “Para mi la vida es Cristo”, dirá S. Pablo. La verdadera felicidad consiste en vivir con Cristo el amor del Padre y contemplar el mundo con la misericordia del Padre, viviendo con el Padre el gozo del encuentro con el que se siente perdido. El padre de la parábola concluye su diálogo con el hijo mayor diciendo: “hijo, convenía hacer una fiesta porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado.”

En esta parábola, Jesús no revela el Rostro amoroso de Dios. Nos muestra el corazón de Dios y su amor a los que están perdidos y buscan un hogar. Y, al mismo tiempo nos invita a los que ya hemos encontrado en la Iglesia ese hogar a participar en ese amor. Nos invita a ser instrumentos y cauces de ese amor. Jesús quiere que seamos en el mundo prolongación de ese amor: sacramento y signo de ese amor. Y , de esta manera, por el don del Espíritu Santo, convertirnos en misioneros y evangelizadores. En esta parábola Jesús nos propone: “sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso, tened entrañas de misericordia con todos aquellos que, como el hijo menor se sienten perdidos y sin hogar y también con aquellos que, como el hijo mayor, no han conocido todavía el gozo de vivir en la casa del padre y su corazón no es capaz de perdonar”. Esta es nuestra vocación: ser instrumentos de la misericordia del Padre, ser sacramento de la paternidad amorosa de Dios.

Y es que, cuando Jesús nos habla de la misericordia del Padre no lo hace sólo para mostrarnos lo que Dios siente por cada uno de nosotros. No lo hace sólo para decirnos que Dios perdona nuestros pecados y nos ofrece una vida nueva. Sino que también lo hace para invitarnos a ser como el Padre. Nos invita a vivir, en Cristo, el amor de Dios a los hombres: nos llama a seguir a Cristo, en quien se revela el amor infinito de Dios. Jesús nos revela, en su persona, y nos habla en sus parábolas de la misericordia del Padre para que nosotros seamos tan misericordiosos con los demás como el Padre lo es con nosotros.

Si en la historia del hijo pródigo viéramos solamente la historia de un pecado, de un arrepentimiento y de un perdón y nos quedáramos sólo en eso, en el fondo nos resignaríamos a instalarnos cómodamente en nuestra debilidad esperando que Dios estuviera continuamente cerrando los ojos, como un padre tolerante y bonachón, dejándonos entrar en la casa a pesar fechorías. Pero ciertamente este mensaje sentimental y blando no es el mensaje del evangelio.

A lo que nos invita el evangelio, tanto si somos como el hijo menor, rebeldes y licenciosos, como si somos como el hijo mayor, rencorosos y resentidos, es a hacer verdad en nuestras vidas nuestra condición de hijos arrepentidos y perdonados. Porque siendo hijos seremos también herederos. Así nos lo dice S. Pablo: “El Espíritu de Dios se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios y si somos hijos de Dios somos también herederos de Dios y coherederos con Cristo, de tal manera que si ahora padecemos con Él, seremos glorificados con Él” (Rom. 8,16- 17).

Y así, siendo hijos y herederos seremos también sucesores, es decir continuadores en el mundo de la obra del Padre. Cada uno de nosotros está destinado a estar en el lugar del Padre: está llamado a ser imagen del Padre, está llamado a ser con Cristo, en la Iglesia, imagen viva del Padre compasivo y misericordioso.

Esta invitación a vivir con Cristo y en Cristo, el amor del Padre es lo que nos mueve a la misión evangelizadora. Evangelizar es anunciar la Buena Nueva del amor del padre, es acercarse a los que están perdidos para mostrarles el camino hacia el Padre y celebrar con ellos el banquete de la reconciliación con Dios y con los hombres.

Nuestra diócesis de Getafe, junto con los diócesis de Madrid y de Alcalá de Henares está viviendo con entusiasmo este año la Misión-Joven. En ella, los jóvenes que han conocido a Cristo y viven ya la alegría de estar en el hogar del Padre de la misericordia, se están convirtiendo este año en los mensajeros del Evangelio para hacer llegar la noticia del amor de Dios a esa gran multitud de jóvenes que viven en estos momentos confusos y aturdidos, sin saber cómo orientar sus vidas hacia el bien y la verdad.

Pedimos al Señor, en esta Eucaristía que llene a estos jóvenes misioneros, algunos de los cuales participan hoy con nosotros en esta Eucaristía, de fortaleza apostólica para vencer todas las dificultades y que abra los corazones de aquellos que, sintiéndose perdidos como los dos hijos de la parábola, puedan descubrir en Cristo la fuente de donde brota una vida llena de belleza, de luz y de esperanza.

Pedimos también el gozo del Espíritu para los jóvenes que se prepara en nuestros seminarios para ser sacerdotes. Aunque es mañana cuando se celebra el día del Seminario, algunas diócesis por no ser mañana día festivo lo han adelantado al día de hoy. Que nuestros seminaristas se preparen como dice el lema de este día para ser verdaderos testigos del amor de Dios. Que el señor mantenga fieles y generosos en su vocación a los que escucharon su llamada y que ayude a vencer los miedos y resistencias a aquellos que, habiendo escuchado la llamada, aún no se han atrevido a responder.

Y que la Virgen María, nuestra madre, nos acompañe y proteja en nuestro camino hacia Cristo y ella que es madre de misericordia, interceda por nosotros para ser apóstoles valientes y testigos auténticos del infinito amor de Dios a los hombres.

 

Domingo de Ramos

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DOMINGO DE RAMOS - 2007

(Cf. Homilía de Benedicto XVI - Domingo de Ramos de 2006)

Como habéis visto la celebración de hoy consta de dos partes: la conmemoración de la entrada de Jesús en Jerusalén con la bendición de los ramos y la Eucaristía que nos lleva a recordar al Siervo de Dios que sufre, muere y finalmente resucita lleno de gloria.

La entrada de Jesús en Jerusalén es un gesto profético que anticipa su triunfo en la resurrección y al recordar este momento le pedimos al Señor que acreciente nuestra fe para que los que alzamos hoy los ramos en honor de Cristo victorioso, permanezcamos también con Él en la cruz y demos frutos abundantes de buenas obras.

Las lecturas de este día son muy significativas, forman una unidad y expresan el mensaje del Jesús doliente que, fiel a la voluntad del Padre entrega su vida por amor. Jesús es el Siervo de Yahvé, anunciado por Isaías, que permanece siempre atento a la Palabra de Dios y la anuncia a pesar de ser ultrajado: “Mi Señor me ha dado una lengua de iniciado para saber decir al abatido una palabra de aliento. Cada mañana me espabila el oído para que escuche como los iniciados. El Señor me abrió el oído y yo no me resistí ni me eché atrás” (Is. 5º,4-7). En estos días de la semana santa tenemos que sumergirnos en ese misterio de fe y obediencia al Padre.

Jesús entra en la ciudad santa montado en un borriquillo, es decir, en el animal de la gente sencilla del campo, y además un borriquillo que no le pertenece. Es un borriquillo prestado. No llega en una lujosa carroza real, ni a caballo como los personajes importantes de este mundo. Llega en un borriquillo prestado. San Juan nos dice que los discípulos, al principio no lo entendieron. Sólo después de la Pascua cayeron en la cuenta de que Jesús, al actuar así, cumplía lo que habían anunciado los profetas. Recordaron, dice S. Juan, lo que había dicho el profeta Zacarías: “No temas, hija de Sión, mira que viene tu Rey montado en un pollino de asna” (Jn. 12,15; cf. Zac. 9,9).

Para comprender el significado de la profecía y por tanto el sentido de la actuación de Jesús debemos tener en cuenta lo que Zacarías dice a continuación: “Él destruirá los carros de Efraín y los caballos de Jerusalén; romperá el arco de combate, y el proclamará la paz a las naciones. Su dominio irá de mar a mar y desde el río hasta los confines de la tierra” (Za. 9,10. Vemos que en este texto el profeta afirma tres cosas sobre ese futuro rey. Son tras afirmaciones que se van a cumplir plenamente en Jesús.

En primer lugar se dice que será el rey de los pobres y para los pobres . La pobreza en este caso se entiende en el sentido de los pobres de Yahvé (“anawin”), es decir, toda esa gente sencilla, humilde y creyente que sigue a Jesús y le escucha con atención. Se refiere a los pobres de espíritu de la primera bienaventuranza. Uno puede ser materialmente pobre pero tener el corazón lleno de afán de riqueza material y de ese ansia de poder que se apoya en la riqueza material. Porque cuando uno vive dominado por la envidia y la codicia, aunque no posea muchos bienes materiales, pertenece, sin duda, al mundo de los ricos. Desea ciertamente que los bienes se repartan, pero para llegar a estar él mismo en la situación de los ricos de antes.

La pobreza, en el sentido que le da Jesús - el sentido de los profetas – presupone, sobre todo, estar libres interiormente de la avidez por la posesión y del afán de poder. Se trata de una realidad superior y distinta del mero reparto de los bienes que se limitaría exclusivamente al reparto material y, al final, terminaría también endureciendo los corazones. (Pensemos en lo que sucede en el reparto de muchas herencias). Se trata de algo más. Se trata de la purificación del corazón, gracias a la cual se reconoce la posesión como responsabilidad, como tarea con respecto a los demás, poniéndose bajo la mirada de Dios y dejándose guiar por Cristo que siendo rico se hizo pobre por nosotros” (Cf. 2 Cor. 8,9)

Jesús nos enseña a vivir la libertad interior que es el presupuesto para superar la codicia y el afán de riquezas que está arruinando el mundo y sembrando discordias. Esa libertad sólo la conseguiremos si Dios es nuestra verdadera riqueza. Es un libertad que sólo puede alcanzarse con la paciencia de las renuncias diarias que la vida misma y la fidelidad a nuestras responsabilidades nos va planteando.. Al rey que nos indica el camino para esta libertad , a Jesús, es al que en este domingo de ramos aclamamos y le pedimos que nos lleve con Él en este camino.

En segundo lugar, el profeta nos muestra que este rey será un rey de paz. Un rey que hará desaparecer las carros de guerra y los caballos de batalla, romperá los arcos y anunciará la paz. En Jesús esto se hace realidad mediante el signo de la cruz. La nueva arma que Jesús pone en nuestras manos es la cruz, signo de perdón y de reconciliación. La cruz es el signo del amor que es más fuerte que la muerte. Cada vez que miramos a Cristo en la cruz, cada vez que hacemos el signo de la cruz, hemos de acordarnos de no responder a la injusticia con la injusticia, al insulto con el insulto y a la violencia con la violencia. Cada vez que contemplemos a Cristo en la cruz hemos de caer en la cuenta de que el odio ha de ser vencido con el amor, la mentira con la verdad y el mal con el bien.

La tercera afirmación del profeta es la universalidad. El profeta Zacarías dice que el reino de este rey de paz se extiende “de mar a mar (...) hasta los confines dela tierra”. La antigua promesa de la tierra, hecha a Abraham y a los Padres, se sustituye aquí con una visión nueva y sugestiva.: el espacio de este rey mesiánico, el espacio del reino de Dios anunciado por Jesús ya no va a ser un país determinado, ni una cultura determinada, ni una época histórica determinada. El espacio de Jesús y por tanto el espacio de sus discípulos y de la Iglesia es el mundo entero con su pluralidad de culturas y su inmensa diversidad. La Iglesia, en la que permanentemente se actualiza, en la Eucaristía, el misterio dela muerte y de la resurrección de Jesús, tiene como vocación ser sal , luz y levadura para la humanidad entera. Jesús quiere construir su reino de paz en todas las realidades humanas y en todas las culturas. Y quiere que todos los hombres, unidos a Él formen un único cuerpo en el que cada hombre encuentren su lugar, su lenguaje propio, y su auténtica vocación. Jesús quiere convertirse en nuestro pan, en nuestro alimento y así construir con todos nosotros su reino.

El evangelio dice que, en este domingo de ramos, la multitud aclamaba a Jesús diciendo: “Hosanna, bendito el que viene en el nombre del Señor” (Mc.11.9; Sal 118,25). En Jesús reconocen a Aquel que verdaderamente viene en nombre del Señor y les trae la presencia de Dios: hace presente a Dios en medio de ellos. Es todo un grito de esperanza: grito de esperanza que la Iglesia repite en la celebración de la Eucaristía, al final del Prefacio, después de aclamar al Dios tres veces santo. En la Eucaristía, Jesús, sigue haciendo que el Dios, encarnado en nuestra humanidad, permanezca siempre presente entre nosotros. Con el grito “Hosanna” saludamos a Aquel que, en su carne y en su sangre, trajo la gloria de Dios a la tierra. Saludamos a Aquel que vino y, sin embargo, sigue siendo Aquel que debe venir. Saludamos a Aquel que en la Eucaristía viene siempre de nuevo a nosotros en nombre del Señor, uniendo así a los hombres y abrazando a este mundo nuestro, tan desgarrado, con un abrazo de paz.

La tres características anunciadas por el profeta - pobreza, paz y universalidad – se resumen en el signo de la cruz. El relato de la pasión nos ha sumergido en el misterio de la cruz. Que estos días de semana santa nos ayuden a vivir este inefable misterio de amor. Que el Dios todopoderoso nos conceda , como decíamos en la oración del quinto domingo de cuaresma, vivir siempre de aquel mismo amor que movió a su Hijo Jesucristo a entregarse a la muerte por la salvación del mundo.

Y que vivamos todo esto muy unidos a María, que nos fue entregado como madre por su Hijo en el mismo suplicio de la cruz. La Madre del redentor, se convirtió en ese momento en la Madre de los redimidos. Que la Virgen María nos acompañe siempre, con su ejemplo y con su intercesión, en nuestro camino de fidelidad a Cristo y de participación en su misterio redentor y nos ayude a vivir esta semana santa con verdadero fervor y devoción. Amén

 

Misa Crismal

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MISA CRISMAL - 2007

La celebración de la Misa Crismal tiene un significado muy hondo. Nos revela la estrecha relación que une a todos los miembros del Pueblo de Dios y manifiesta, con la bendición de los óleos y la consagración del Santo Crisma, la dignidad que todos los discípulos de Cristo reciben por su santificación bautismal. En el bautismo hemos sido ungidos por el Espíritu Santo y hemos quedado vinculados íntimamente a Cristo, el Ungido del Señor, para convertirnos, como dice la primera carta del apóstol Pedro en “linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido por Dios para anunciar las alabanzas de Aquel que nos ha llamado de las tinieblas a su luz admirable” (I Ptr. 2,9).

Y así, celebrando la dignidad sacerdotal, profética y real de todo el pueblo de Dios, la liturgia de hoy quiere dar un relieve especial al sacerdocio ministerial. Los que hemos recibido el sacramento del Orden, hemos sido enriquecidos para el servicio de todo el pueblo de Dios con un don peculiar que nos configura con Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote y nos otorga la responsabilidad de hacerle sacramentalmente presente con los rasgos del Buen Pastor. Como diremos en el Prefacio, el Señor “no sólo confiere el honor del sacerdocio real a todo su pueblo santo, sino también, con amor de hermano, elige a hombres de este pueblo, para que, por la imposición de las manos, participen de su sagrada misión “

A nosotros, Obispos y presbíteros de la diócesis de Getafe, la celebración de hoy nos abre el corazón para renovar, ante el Pueblo de Dios al que servimos, las promesas con las que nos vinculamos a Cristo sacerdote el día de nuestra ordenación y para volver a pronunciar, con emoción, aquel “si” inicial de la historia de nuestra vocación.

El evangelio de S. Lucas que hemos proclamado, nos recuerda el día en que Jesús se presentó por vez primera ante los de su pueblo, reunido en la sinagoga, y les leyó el texto mesiánico del libro del profeta Isaías: “El Espíritu del Señor está sobre mi, porque Él me ha ungido y me ha enviado anunciar el evangelio a los pobres...” Después de leerlo, dice el evangelio, que se sentó y empezó a hablarles. Todos tenían los ojos fijos en Él. Y Él entonces les dijo: “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oir” (Lc. 4,16-21).

Queridos hermanos sacerdotes, antes de renovar vuestras promesas sacerdotales, os invito a revivir aquel momento, que marcó vuestra vida para siempre, el momento de vuestra ordenación sacerdotal en el que vosotros también pudisteis decir: el Espíritu del Señor está sobre mi, porque el me ha ungido sacerdote suyo, ministro suyo, enviado suyo, para anunciar el evangelio a los pobres. Y os invito a repetir con Cristo: Hoy se ha cumplido y, por la misericordia de Dios, se sigue cumpliendo esta Escritura que acabáis de oír.

Seguro que tenemos muy vivo en nuestra memoria el momento en que el obispo y el colegio de los presbíteros impusieron sobre nosotros sus manos. En ese momento el Señor nos decía a cada uno: “Tu me perteneces, tu eres propiedad mía; a partir de ahora tu vida será sólo para mi; desde este momento tus palabras, tu mente y tu corazón serán pura trasparencia de mi amor; yo quiero encarnarme en ti y por eso te doy mi Espíritu, para que, por tu ministerio, los hombres me encuentren a mi y reciban, en los sacramentos que administres, mi salvación”. Y también en ese momento el Señor nos llenaba de confianza y nos decía: “no temas, tu estás bajo la protección de mi corazón, tu quedas custodiado en el hueco de mis manos, tu te encuentras dentro de la inmensidad de mi amor; ¡permanece en el hueco de mis manos y dame, si miedo las tuyas!”

El Papa Benedicto XVI recordaba a los sacerdotes, en la homilía de la Misa Crismal del año pasado, los signos de la ordenación sacerdotal y fijándose en el momento en que las manos del sacerdote son ungidas con el santo Crisma, signo del Espíritu Santo y de su fuerza, se preguntaba: ¿por qué son ungidas las manos? ¿por qué precisamente las manos?. Y él mismo nos daba la respuesta: la mano del hombre es el instrumento de su acción, es el símbolo de su capacidad de afrontar el mundo, de ”dominarlo”. Pues bien, el Señor nos impuso las manos y ahora quiere nuestras manos para que nuestras manos se transformen en la suyas. Quiere que ya no sean instrumento para tomar egoístamente las cosas, o para dominar a los hombres o para someter bajo nuestro control al mundo. Quiere nuestras manos y la unge con la fuerza de su Espíritu para que poniéndose al servicio del amor trasmitan a los hombres su toque divino. Ese toque divino del que hablaba S. Juan de la Cruz que “ a vida eterna sabe”. (Cf. Benedicto XVI. Misa Crismal. 2006)

Si las manos del hombre representan simbólicamente sus facultades y, por lo general, la técnica como poder para dominar el mundo, las manos ungidas del sacerdote deben ser signo de su capacidad de entrega y de su creatividad para ir modelando el mundo con verdadero amor: estando siempre cercano a los problemas de los hombres, escuchando, acogiendo, perdonando, buscando al que está perdido, ayudando a los pobres, consolando a los que sufren, compartiendo con los hombres sus alegrías, participando en sus fiestas, defendiendo siempre la verdad, esforzándose cada día, incluso en medio de incomprensiones, por proclamar esos valores irrenunciables en los que se sustenta la felicidad del hombre, como son la defensa de la vida, el apoyo a la familia, la libertad de los padres para educar a sus hijos; y, en todo momento, frente a intereses particulares o ideologías totalitarias, defendiendo el bien común y la dignidad de la persona humana. Y para vivir todo esto el sacerdote necesita el Espíritu Santo, que el Señor nunca le va a negar. Pongamos hoy nuestras manos a disposición del Señor y pidámosle que nos vuelva a tomar siempre de la mano y nos guíe.

En el gesto sacramental de la imposición de las manos por parte del obispo, comenta el Papa Benedicto XVI, fue el mismo Señor quien nos impuso las manos. Este signo sacramental seguro que nos hace revivir muchos momentos de nuestra vida sacerdotal. En cierta ocasión, como sucedió a los primeros discípulos, todos nosotros nos encontramos con el Señor y escuchamos su invitación a seguirle. Escuchamos ese “sígueme”, que nos llegó al corazón. Tal vez, en los comienzos, le seguimos con vacilaciones, mirando muchas veces hacia atrás y preguntándonos si era verdaderamente nuestro camino. Y tal vez, en algún momento de ese recorrido vivimos la experiencia de Pedro, después de la pesca milagrosa. Nos dice el evangelio que ante aquel hecho sorprendente, Pedro se quedó sobrecogido. También nosotros muchas veces nos hemos sentido
sobrecogidos ante la magnitud de misión que nos ha sido confiada, nos hemos sentido abrumados ante la grandeza de la tarea, que supera con creces nuestra capacidad, nos hemos visto muy pobres y frágiles y hemos dicho como Pedro: “Aléjate de mi, Señor, que soy un hombre pecador” (Lc.5,8). Pero luego el Señor, con mucha bondad, nos tomaba de la mano y nos decía: “No temas, yo estoy contigo. No te abandono. Y tu tampoco me abandones a mi”. Tal vez en mas de una ocasión nos ha sucedido lo mismo que a Pedro en otro momento, cuando caminando sobre las aguas, al encuentro del Señor, repentinamente sintió que el agua no le sostenía y que empezaba a hundirse. ¿Quién no ha sentido alguna vez que el suelo no le sostenía y que estaba como en el vacío, sólo y sin saber donde agarrarse? . Y, como Pedro, también nosotros en esos momentos gritábamos: “ ¡Señor, sálvame!. Pero al mirar hacia Él sentíamos su bondad y veíamos como Él nos tendía la mano y nos sujetaba con fuerza. Es cierto, la mano del Señor nos sostiene y nos lleva, ¡cuantas veces lo hemos experimentado!. Él nos sostiene siempre en nuestras luchas. Volvamos a fijar nuestra mirada en Él y extendamos nuestra mano hacia Él. Dejemos que su mano nos sostenga con fuerza; así nunca nos hundiremos, sino que nos pondremos al servicio de la vida que es mas fuerte que la muerte y al servicio del amor que es mas fuerte que el odio. Una de las oraciones mas conmovedoras es la petición que la liturgia pone en los labios del sacerdote antes de la comunión: “Jamás permitas que me separe de ti”. Tenemos que repetirla muchas veces: “suceda lo que suceda, jamás permitas Señor que me separe de ti”. O aquella otra oración de S. Ignacio de Loyola: “ dadme vuestro amor y gracia, que esto me basta”

El Señor nos impuso las manos y nunca nos abandonará. El significado de este gesto queda explicado en las palabras de Jesús a sus discípulos, en la última cena: “Ya no os llamo siervos sino amigos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn 5,15). El Señor nos hace sus amigos: nos lo da todo a conocer, nos encomienda lo más sagrado, nos invita a custodiar su presencia en la eucaristía y nos pide que actuemos en su nombre. No se nos puede dar más confianza. Verdaderamente podemos decir que Él se ha puesto en nuestras manos. Todos los signos esenciales de la ordenación sacerdotal son, en el fondo, manifestaciones de esa gran confianza que ha puesto en nosotros: la imposición de manos, la entrega del libro de su Palabra, que Él nos encomienda, la entrega del cáliz, con el que nos trasmite su misterio más profundo y personal, el poder de absolver, que nos hace tomar conciencia de la miseria del pecado y de toda la oscuridad del mundo y pone en nuestras manos la llave para abrir al pecador arrepentido la puerta de la casa del Padre. Todo es una inmensa prueba de co0nfianza. Ya no os llamo siervos sino amigos. Este es lo que significa ser sacerdote. Este es el sentido profundo de nuestro ministerio: llegar a ser amigo de Jesucristo. Y amistad significa comunión de vida y de pensamiento. Amistad significa tener los mismo sentimientos de Cristo y no querer hacer otra cosa mas que su voluntad. Vivir la amistad con Jesús es identificarse con su voluntad, es decir a los hombres lo que Él nos dice, es amar a los hombres como Él nos ama, es dar nuestra vida por los hermanos como Él la dio por nosotros en la cruz.

Corresponder a la amistad del Señor significa conocerle de un modo cada vez más personal, escuchándolo, viviendo con Él, estando con Él. Debemos escucharlo conociendo cada vez mejor la sagrada Escritura con una lectura y meditación continua, interior y espiritual, acudiendo a ella como acude el sediento a la fuente para calmar su sed. Así aprenderemos a encontrarnos con Jesús y a familiarizarnos con su palabra.

Los evangelistas nos dicen que el Señor, en muchas ocasiones, se retiraba al monte para orar a solas. También nosotros necesitamos retirarnos al monte de la oración. Así cultivaremos la amistad con el Señor. El simple activismo puede ser incluso heroico. Pero la actividad exterior queda sin fruto y pierde eficacia si no brota de una profunda e íntima comunión con Cristo. El tiempo que dedicamos a esto, nos dice el Papa, es realmente un tiempo de actividad pastoral, de actividad auténticamente pastoral. El sacerdote debe ser, sobre todo, un hombre de oración.

Y, siendo hombres de oración, buscaremos especialmente al Señor en la Eucaristía. La Eucaristía es nuestro centro, nuestra vida, nuestro alimento, nuestro gozo. No nos quedemos sin celebrar la Eucaristía ningún día. En la Eucaristía aprendemos a ser sacerdotes, ofrecemos con Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, nuestras vidas al Padre, nos inmolamos con Cristo para la vida del mundo, recibimos el don de su Espíritu y al comulgar el Cuerpo y la Sangre del Señor nos hacemos uno con toda la Iglesia, la del cielo y la de la tierra, para encarnar en el mundo la vida misma de Dios.

Ser sacerdote significa convertirse en amigo de Jesucristo en todo nuestra existencia. Creciendo cada día más en esta amistad, hasta que el Señor nos llame a su presencia. El mundo tiene necesidad de Dios, no de un “dios” cualquiera, hecho a la medida del hombre, sino del Dios de Jesucristo, del Dios que se hizo carne y sangre, que nos amo hasta morir por nosotros, que resucitó y que creó en sí mismo, en su cuerpo resucitado, un espacio para el hombre. Este Dios debe vivir en nosotros y nosotros en Él. Esta es nuestra vocación sacerdotal: sólo así nuestro ministerio sacerdotal puede dar fruto.

Que la Virgen María nos acerque cada día más a su Hijo Jesucristo. Que ella nos ayude especialmente en estos días del triduo sacro a vivir, los misterios de la pasión muerte y resurrección de su Hijo.

Jesús en la cruz nos la entregó como madre. Que, como el apóstol Juan, la recibamos en nuestra casa, en nuestra vida, para que ella sea nuestra maestra y nos enseñe a vivir en la fe la obediencia al Padre para que todos, fortalecidos por el Espíritu Santo, realicemos, según el designio de Dios nuestra vocación de santidad y seamos en medio del mundo fermento de una humanidad liberada del pecado y transformada por la redención de Cristo.

Jueves Santo

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JUEVES SANTO - 2007

Nos reunimos en esta tarde del Jueves Santo para celebrar el solemne memorial de la Cena del Señor. Hoy es el día en que recordamos la institución de la Eucaristía, manantial inagotable de amor divino. La Eucaristía es el sacramento admirable que constituye a la Iglesia en su realidad más auténtica, como sacramento de caridad y salvación. No hay Eucaristía sin Iglesia y no hay Iglesia sin Eucaristía.

En la Eucaristía la Iglesia anuncia, da gracias al Padre y vive el misterio de la redención. En la Eucaristía la Iglesia entera se siente reconfortada y cada cristiano afianza en su corazón su vocación de amor y santidad.

La celebración de hoy nos lo recuerda con elocuencia La primera lectura del libro del Éxodo evoca el momento de la historia del pueblo de la Antigua Alianza en el que con más claridad se prefigura el misterio de la Eucaristía. Es el momento de la institución de la Pascua. El pueblo debía ser liberado de la esclavitud de Egipto, debía dejar la tierra de la esclavitud; y el precio de este rescate era la sangre del cordero. Aquel cordero de la Antigua Alianza ha encontrado plenitud de significado en la Nueva Alianza. Tal como lo indicó Juan el Bautista cuando el Señor se acercó al Jordán para recibir el bautismo, Jesús es el cordero de Dios que quita el pecado del mundo

“Jesús inserta su novedad radical dentro de la antigua cena sacrificial judía (...) El antiguo rito ya se ha cumplido y ha sido superado definitivamente por el don de amor del Hijo de Dios encarnado (S.Car. 11).

Jesús nos introduce así, mediante este sacramento, según hemos escuchado hace un momento en el evangelista S. Juan, en su “hora”, en la “hora” en que “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo los amó hasta el extremo”, la “hora”, del amor supremo, la “hora “ de su sacrificio redentor. La Eucaristía nos adentra en el sacrificio de Cristo y hace posible nuestra participación en ese sacrificio, convirtiendo también nuestras vidas en un don para los demás. Cuando recibimos la Eucaristía, nos dice el Papa “nos implicamos en la dinámica de su entrega”. Él nos atrae hacia sí. La conversión sustancial del pan y del vino en su cuerpo y en su sangre introduce en la creación el principio de un cambio radical en lo más íntimo del ser (...) un cambio destinado a suscitar un proceso de transformación de la realidad, cuyo término último será la transfiguración del mundo entero, el momento en que Dios será todo para todos (cf. 1 Cor 15,28)” (S. Car.11).

Esta dinámica de entrega, este cambio de valores, esta transformación radical del comportamiento humano aparece expresada de modo conmovedor en el hecho inaudito del lavatorio de los pies, que dentro de un momento repetiremos nosotros. Al lavar los pies a sus discípulos el Maestro les propone como actitud esencial en sus vidas, la actitud del servicio. “Vosotros me llamáis Maestro y Señor y decís bien pues lo soy. Pues si yo, el Maestro y Señor os he lavado los pies, vosotros debéis lavaros también los pies unos a otros” (Jn.13,13-14). Con este gesto Jesús nos revela un rasgo característico de su misión. “Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve” (Lc.22,27). Realmente este gesto de Jesús debió ser desconcertante para los discípulos. Es un gesto que trastorna por completo las relaciones y comportamientos habituales entre el maestro y los discípulos. Jesús mismo dirá que lo normal es que el maestro sea honrado y servido. Pero Él aquí hace justo lo contrario. Él realiza ante sus discípulos un gesto de siervo y esclavo. Y si contemplamos este gesto sabiendo que Jesús es el Señor, el Hijo de Dios, Dios mismo entre nosotros, el desconcierto es mayor. Vemos a un Dios sirviendo a los hombres. Un Dios que se pone a merced de los hombres, se pone a sus pies. El que vino de Dios y a Dios retorna se pone en la actitud humilde de servir al hombre, incluso de servir a aquel que sabe que le va a traicionar. El lavatorio nos pone ante el misterio de un Dios que se manifiesta sirviéndonos. El lavatorio significa que el servir es una acción divina y que cuanto más servicial es nuestra vida mejor manifestamos el misterio de Dios. El servicio al hermano es algo divino, es algo que procede de Dios. Del lavatorio de los pies nace una Iglesia y un cristiano que se hace prójimo de los demás, que se hace buen samaritano para el mundo El lavatorio de los pies nos revela a un Dios que se hace prójimo, por medio de la Iglesia, sirviendo en las realidades más humildes. Solamente entendiendo esto podremos entender el misterio de la cruz, podremos entender la pasión del Señor y podremos entender la Eucaristía. Solamente desde este misterio de amor podremos entender que nuestra vida como discípulos de Jesús sólo tendrá sentido y podremos afrontar lo que en ella hay de sufrimiento, si la vivimos, unidos al Señor, sirviendo humildemente a los hermanos. Así irá naciendo en nosotros el hombre nuevo, llamado a participar en la resurrección gloriosa del Señor. Con este gesto del lavatorio, Jesús nos está diciendo también que la solicitud por las necesidades del prójimo constituye la esencia de la verdadera autoridad. Aquí Jesús da un sentido nuevo al modo de ejercer la autoridad. Esto debemos entenderlo muy bien todos los que hemos recibido del Señor alguna responsabilidad sobre los demás: los padres, los educadores, los gobernantes y muy especialmente los sacerdotes. El ministerio sacerdotal, cuya institución hoy celebramos y veneramos supone una actitud de humilde disponibilidad, sobre todo con respecto a los más necesitados. Es un ponerse a los pies de los hermanos para servirles.

Sólo desde esta perspectiva podemos entender plenamente el acontecimiento de la última cena que estamos conmemorando. La liturgia define el Jueves santo como el día en el que nuestro Señor encomendó a sus discípulos la celebración del sacramento de su Cuerpo y de su sangre y como el día del mandamiento nuevo y del sacerdocio. Antes de ser inmolado en la cruz , el viernes santo, Jesús instituyó el sacramento que perpetua su ofrenda permanente y eterna, la ofrenda que constituye y edifica la Iglesia. Sólo insertándonos en esa ofrenda de amor y servicio de Jesús podremos considerarnos verdaderos discípulos suyos.

Ante la Eucaristía no podemos quedarnos indiferentes. La Eucaristía, como nos recuerda el Papa en su reciente exhortación apostólica es un misterio de fe que nos sólo hemos de creer y hemos de celebrar, sino que también lo hemos de vivir. “El misterio creído y celebrado contiene en sí un dinamismo que hace de él principio de vida nueva en nosotros y forma de la existencia cristiana (...) Comulgando el Cuerpo y la Sangre de Cristo se nos hace partícipes de la vida divina de un modo cada vez mas adulto y mas consciente” (S. Car. 70). Y lo propio de la vida divina es el amor, es el servicio, el don y la entrega. Por eso la Eucaristía toca nuestra existencia en lo más íntimo. La Eucaristía abarca todos los aspectos de la vida cristiana transfigurándola. “Cuando comáis o bebáis o hagáis cualquier cosa hacedlo todo para gloria de Dios” (1 Cor.10,31). Todo lo que hay de auténticamente humano encuentra en la Eucaristía la forma adecuada para ser vivido en plenitud. La Eucaristía como don inagotable del amor de Dios a los hombres y como signo y sacramento de comunión de vida y de fe entre todos los que formamos la Iglesia se convierte para nosotros, cada día, en un modo un nuevo de vivir todas las circunstancias de la existencia, en la que cada detalle, incluso aquellos que más trabajo nos cuesta aceptar, queda exaltado y dignificado al ser vivido dentro de la relación con Cristo como ofrenda a Dios. (cf. S. Car. 72)

El asombro por el don que Dios nos hecho entregándonos a su Hijo Jesucristo imprime a nuestra vida un dinamismo nuevo y nos convierte en testigos de su amor. Y somos testigos cuando por nuestras acciones, nuestras palabras y nuestro modo de ser estamos dando a conocer a Aquel que llena nuestra vida de esperanza. Somos testigos cuando, por medio de nosotros, llega al hombre de hoy la verdad del amor de Dios revelada en la cruz de Cristo. Realmente la verdad del amor de Dios es la única verdad que saca al hombre de su oscuridad y le invita a acoger libremente la novedad radical de una vida que se fundamenta en la certeza de un amor indestructible. Lo que angustia al hombre es la inseguridad de su destino, lo que le paraliza y le encierra en un egoísmo vacío y estéril es el miedo a perder su vida. Lo que rompe la convivencia entre los hombres, lo que produce agresividad y violencia, es la falta de confianza en uno mismo y en los demás. Por eso el hombre sin fe se agarra con fuerza a pequeñas seguridades y a placeres, sin terminar nunca de llenar su sed de vida, su anhelo de amor y su necesidad de verdades sólidas que den sentido a su vida.

En cada Eucaristía Jesús nos implica, nos compromete y nos hace testigos de la compasión de Dios por cada hermano. Así la Eucaristía se convierte en la fuente del servicio y de la caridad para con el prójimo. Una caridad que consiste justamente en que, en Dios y con Dios, soy capaz de amar a la persona que sufre y de amar a la persona que no me agrada y de amar incluso al que no conozco. Bebiendo de la fuente de la Eucaristía me convierto en “buen samaritano” que no pasa de largo ante el que está herido, ni cierro los ojos ante la miseria y el desamparo de tanta gente marginada. Bebiendo en la fuente de la Eucaristía puedo, incluso, llegar a conseguir lo que el hombre sólo con sus fuerza es incapaz de alcanzar : puedo ser capaz de perdonar al que me ofende y de orar por el que me persigue .( cf. S. Car. 88)

Ciertamente todo esto sólo puede llevarse a cabo a partir del encuentro íntimo con Dios. Sólo entonces viviendo esta intimidad con el Señor, especialmente en la adoración eucarística aprenderé a mirar a cada persona, no ya sólo con mis ojos y mis sentimientos sino con los ojos y sentimientos del mismo Cristo. Aprenderé a ver las cosas desde la perspectiva de Jesucristo. Y de esta forma, en cada persona que encuentre reconoceré al hermano por el que el Señor ha dado su vida amándole hasta el extremo.

En la celebración de la Eucaristía hemos de ser cada vez más conscientes de que el sacrificio de Cristo es para todos y que, por eso, la Eucaristía impulsa a todo el que cree en Él a hacerse pan partido, pan que se parte y se reparte para la vida del mundo.

María, la Virgen, la Madre, nos enseña la esencia del verdadero amor . A María queremos hoy acudir para que nos eduque en el amor auténtico y nos lleve a la Eucaristía, fuente de todo amor. A ella confiamos la Iglesia y su misión al servicio del amor.

Termino con la oración a María con la que Benedicto XVI concluye su encíclica “Dios es amor”:


Santa María, Madre de Dios,
tu has dado al mundo la verdadera luz,
Jesús, tu Hijo, el Hijo de Dios.
Te has entregado por completo
a la llamada de Dios,
y te has convertido así en fuente
de la bondad que mana de Él.
Muéstranos a Jesús. Guíanos hacia Él.
Enséñanos a conocerlo y amarlo,
para que también nosotros
podamos llegar a ser capaces
de un verdadero amor
y ser fuentes de agua viva
en medio de un mundo sediento”
(D.C.E. 42

 

Viernes Santo

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VIERNES SANTO - 2007

Acabamos de escuchar con emoción el relato conmovedor de la pasión de nuestro señor Jesucristo según San Juan. En ella contemplamos el misterio del Crucificado con el corazón del discípulo amado y con el corazón de la Madre del Señor. La pasión nos sitúa, como veíamos ayer, en lo que el evangelista llama la “hora” de Jesús. Para el evangelista la pasión es el momento de mayor abatimiento, pero también el de mayor exaltación. Es la “hora” de la glorificación de Jesús, donde “el mundo es juzgado como reo y el crucificado exaltado como juez poderoso”. La vida eterna comienza aquí, en la cruz; del costado abierto de Cristo brota la Iglesia, brotan los sacramentos. La cruz elevada sobre el mundo sigue en pie como signo de salvación y de esperanza.

Juan, teólogo y cronista de la pasión nos lleva a contemplar el misterio de la cruz de Cristo como una solemne liturgia. Todo es digno, todo es solemne, todo está lleno de símbolos. En cada palabra y en cada gesto se nos está revelando el amor infinito de Dios a los hombres. Los títulos con los que el evangelista se va refiriendo a Jesús constituyen todo un tratado sobre el misterio de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre.

Jesús es Rey. Lo dice el letrero que hay sobre la cruz y así se lo manifiesta el mismo Jesús a Pilato: “Tu lo dices, soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para ser testigo de la verdad: todo el que es de la verdad escucha mi voz”. El reino de Jesús es el reino de la verdad, el reino de los que aman la verdad y la buscan. Jesús es la verdad sobre Dios y sobre el hombre. Los que matan a Jesús son los que viven en la mentira. Pilato sucumbe, por miedo, ante la mentira, no se atreve a afrontar la responsabilidad de defender la verdad, le asusta perder sus privilegios y de una manera consciente, sabiendo lo que hace, envía al patíbulo a un inocente. El drama de nuestro mundo es la mentira: una mentira que niega la realidad, confunde el bien con el mal y persigue y arrincona y mata a los inocentes. Cuando los hombres niegan a Dios terminan también negando al hombre y acaban llamando progreso a lo que pura y simplemente es negación de la vida, de la libertad y del dignidad del ser humano. Jesús es el Testigo veraz, el primogénito de entre los muertos, el Príncipe de los reyes de la tierra (cf Apoc.1,5). La muerte de Cristo en la cruz es la victoria sobre la mentira y el comienzo del reino de la verdad. En Cristo muerto y resucitado el hombre alcanza la verdad.

Jesús es sacerdote y templo a la vez, con la túnica sin costura que los soldados echan a suertes. El hecho de que los soldados coloquen aparte la túnica de Jesús y las características de esta túnica (que se corresponden con las de la túnica del sumo sacerdote de la antigua alianza) está indicando el carácter sacerdotal de Jesús. La intención del evangelista es presentar a Jesús como el sumo sacerdote en el momento supremo en que ofrece el sacrificio. En este caso, Jesús es también la victima y también es el altar y el templo. “Así es el sumo sacerdote que nos convenía: santo, inocente, incontaminado, apartado de los pecadores, encumbrado por encima de los cielos” (Heb.6,26) “De ahí que pueda también salvar perfectamente a los que por Él llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor” (Heb. 6,24)

Jesús es el nuevo Adán, junto a la madre, nueva Eva, Hijo de María y esposo de la Iglesia. S. Juan Crisóstomo comenta así la muerte de Jesús: ”Muerto ya el Señor, uno de los soldados se acercó con la laza y le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua: agua como símbolo del bautismo; sangre como figura de la Eucaristía. El soldado le atravesó el costado, abrió una brecha en el muro del templo santo, y yo encuentro el tesoro escondido y me alegro con la riqueza hallada (...) He dicho que esta agua y esta sangre eran símbolos del bautismo y de la eucaristía. Pues bien con estos dos sacramentos se edifica la Iglesia: con el agua de la regeneración y con la renovación del Espíritu Santo, es decir con el bautismo y la eucaristía, que han brotado ambos del costado. Del costado de Jesús se formó pues la Iglesia, como del costado de Adán se formó Eva” (S. Juan Crisóstomo. Of. Lect. Viernes Santo). El soldado que traspasó el costado de Cristo de la parte del corazón no se dio cuenta de que cumplía una profecía y realizaba un último e impresionante gesto litúrgico. Del corazón de Cristo brotó sangre y agua. La sangre de la redención, el agua de la salvación; la sangre es signo de aquel amor más grande, la vida entregada por nosotros, el agua es signo del Espíritu, la vida misma de Jesús que ahora, como en una nueva creación derrama sobre nosotros.

Jesús es el sediento de Dios, el ejecutor del testamento de la escritura, el dador del Espíritu Santo. Es el Cordero inmaculado e inmolado al que no le rompen los huesos. Es el Exaltado en la cruz que todo lo atrae a sí, por amor, cuando los hombres vuelven a Él su mirada.

La madre estaba allí junto a la cruz. No llegó de repente al Gólgota. Ella fue siguiendo paso a paso, con su corazón de Madre el camino de Jesús. Y ahora está allí como madre y discípula que ha seguido en todo la suerte de su Hijo. Está allí, junto a la cruz, solemne y majestuosa como una Madre, la madre de todos, la nueva Eva, la madre de los hijos dispersos que ella reúne junto a la cruz de su Hijo. La maternidad de María tiene, como la redención de Jesús, un alcance universal. María contempla y vive el misterio con la majestad de una esposa y con el dolor inmenso de una madre. Juan la glorifica con el recuerdo de su maternidad. Fue la última voluntad de Jesús, su último testamento, su último y más precioso regalo. Nos regala a su madre para que en nuestra vida siempre haya una presencia materna. Y María será fiel a la palabra: He ahí a tu hijo.

Dentro de un momento nos postraremos ante la cruz del Señor para adorarle. “En la cruz, Señor, te has hecho reconocer, porque en ella eres el que sufre, el que ama y el que es ensalzado. Precisamente desde allí has triunfado. En las horas de oscuridad y turbación ayúdanos a reconocer tu rostro. Ayúdanos a creer en ti y a seguirte en el momento de la soledad y de las tinieblas. Muéstrate de nuevo al mundo en esta hora. Haz que se manifieste tu salvación.

 

Domingo de Resurreccion

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DOMINGO DE RESURRECCIÓN – 2007

Nos unimos al gozo de toda la Iglesia al celebrar en este día la Resurrección del Señor. Es la fiesta más grande del año. Lo que hoy celebramos es el acontecimiento más esperado y esencial de la historia. Dios se compadece de la situación equivocada en que viven los hombres y, por su Hijo Jesucristo, decide intervenir en la historia humana tan llena de tinieblas y sombras de muerte para reorientarla y guiarla a su verdadero destino u vocación. Y el destino y vocación de los hombres no puede ser otro que el de llegar a ser en plenitud hijos de Dios. Cristo asume la condición humana: vive y sufre con los hombres compartiendo con ellos su debilidad; y llevando hasta el extremo su amor, es despojado de todo y muriendo por nosotros en una cruz. Pero al tercer día resucita y su resurrección ilumina y da sentido a todo lo anterior. Y este hecho portentoso es el hoy la Iglesia celebra llena de júbilo. ¡Cristo ha resucitado!. Y esto es lo que anunciamos y proclamamos a todos los hombres. Y no lo hacemos como meros cronistas. Lo hacemos como testigos. Cuando celebramos la resurrección del Señor nos introducimos en ese acontecimiento y ofrecemos a todos la posibilidad de hacerlo.

Así fue como lo hicieron los apóstoles. La primera lectura de hoy recoge el testimonio de Pedro. Él ha vivido con Jesús y sabe todo lo que ha sucedido. Sabe cómo Jesús de Nazaret, ungido por la fuerza del Espíritu Santo pasó por el mundo haciendo el bien. Y sabe cómo lo mataron colgándolo de un madero. Y sabe, sobre todo, cómo Dios lo resucitó al tercer día y se lo hizo ver encargándoles anunciar todo lo que habían visto y oído. En el discurso que acabamos de escuchar Pedro interpreta la vida de Jesús a la luz de la Resurrección. Aquella, su primera manifestación como Mesías en el Jordán (Lc. 3,22), en la que Jesús fue ungido por el Espíritu Santo fue como un anuncio profético de la unción gloriosa de la Resurrección. Jesús, en la Resurrección, ungido por el Espíritu Santo queda definitivamente y públicamente constituido como Mesías(ungido)-Señor. El Mesías-Redentor queda constituido por su resurrección gloriosa en Mesías-Señor. Así lo proclama S. Pablo en su carta a los romanos: “El Hijo de Dios nacido de David, según la carne, a raíz de la Resurrección, fue constituido Hijo de Dios en poder según el Espíritu” (Rom. 1,4).

A partir de la Resurrección Jesús sigue vivo y presente en medio de nosotros pero de un modo nuevo. Él es el Señor (Hch 2,6), el Jefe y Salvador de vivos y muertos (Hch.5,31), el Señor de la Gloria, el Hijo de Dios con poder (Filp. 211), el Espíritu Vivificante (1 Cor. 15,45). Y Él con su poder, que es poder misericordioso, nos invita a la conversión y nos propone vivir con el , por el don de su Espíritu Santo una vida nueva Nos propone resucitar con Él para vivir nuestra vida cotidiana, con sus trabajos, sus sinsabores y sus pequeñas o grandes alegrías de cada día participando ya , con Él, de la vida eterna. “Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios” (Col.3 1-4). La Resurrección de Cristo es para todos una llamada apremiante a la conversión.

Vemos como S. Pablo, a la luz de la Resurrección de Cristo ilumina la esencia y las exigencias de la vida cristiana. Es una vida en Cristo que comienza en el bautismo. El bautismo es un morir y resucitar con Cristo: es un morir a la vida oscura y sombría del pecado y de las seducciones del maligno, para renacer a una vida según la luz de Cristo. En los primeros siglos de la Iglesia el bautismo se hacía por inmersión. El que iba a ser bautizado descendía a la piscina bautismal, renunciando a su vida de pecado, se sumergía en el agua bautismal, símbolo del mar rojo, que destruyó al faraón y a su ejército, símbolo de la sepultura de Cristo y después emergía, salía del agua, como un hombre nuevo, liberado ya de la muerte del pecado, salvado de la esclavitud como fue salvado el pueblo de Israel en el mar Rojo y hecho partícipe de la Resurrección gloriosa de Cristo y de su Espíritu Santo, para vivir, a partir de aquel momento como una criatura nueva limpia de toda mancha de pecado. Por eso, después del bautismo se les imponía los neófitos una vestidura blanca, significando con ello que quedaban revestidos de Cristo. En el bautismo se hacían uno con Cristo y con su Cuerpo que es la Iglesia. Su vida empezaba a ser transparencia de Cristo.”Sois ya criaturas nuevas y os habéis revestido de Cristo. Recibe la vestidura blanca que has de llevar sin mancha hasta la vida eterna”. (cf. Ritual del bautismo).

El bautismo con sus ritos de inmersión y emersión significan nuestro morir con Cristo al pecado y nuestro resucitar con Cristo a la nueva vida de la gracia. El hombre viejo, la “herencia de Adán”, que podemos ver en muchos actitudes, comportamientos y valores de nuestro entorno cultural, que desprecian, la vida, la familia y la libertad y la dignidad del ser humano, esa herencia del pecado, todavía en vigor en muchos ambientes y que nos sigue influyendo y tentando, ha de quedar sepultada en las aguas bautismales. Y , sepultada esa herencia que nos destruye, hemos de renacer a la vida de la gracia Por eso en este día, si no lo hemos hecho ya en la Vigilia Pascual es muy importante hacer la renovación nuestros compromisos bautismales. Compromisos que suponen afianzar la vocación a la que Dios nos ha llamado: como sacerdotes, como consagrados, como esposos, o como padres, siendo conscientes de que el Señor nos llamada a
la plenitud de la vida cristiana que es la santidad.

El bautismo debe marcar con su sello todo el ser y todo el vivir del cristiano. El bautismo nos tiene que ayudar a reconocer que nuestro verdadero tesoro no son los bienes caducos y efímeros de este mundo, sino los bienes que Cristo nos ha alcanzado con su muerte y resurrección. El bautismo nos tiene que hace comprender que, en realidad, nuestra verdadero tesoro es Cristo. Y quien tiene a Cristo lo tiene todo.

El evangelio nos muestra a Pedro y a Juan caminando hacia el sepulcro. Y su sorpresa al verlo vacío. Y nos muestra también su fe reconociendo en este hecho la resurrección del Señor. A partir de ese momento empiezan a comprender todo lo que el Señor les había dicho mientras estaba con ellos. En ese momento entendieron sus promesas y entendieron también el misterio de la cruz. Comprendieron que Jesús es la Vida. Comprendieron que con su muerte en la cruz, la muerte y el pecado han sido vencidos. El sepulcro vació fue para ellos el testimonio de la victoria del resucitado.

Todo ocurrió el primer día de la semana. Por eso el domingo para el cristiano no es un día cualquiera. El domingo es el día de la victoria de Cristo sobre la muerte y el día también de nuestra victoria. Es el día de la nueva ceración, un día de descanso, un día de familia, un día en el que la celebración de la Eucaristía sea su centro, su luz y su esperanza. En la Eucaristía, la Iglesia peregrina conmemora la redención, la actualiza y se prepara para el retorno glorioso del Señor.

Pedro y Juan “ven y creen”: el sepulcro vacío les abre los ojos para entender lo que tantas veces les había profetizado Jesús, de que al tercer día resucitaría. Luego en las apariciones les hará ver cómo las profecías mesiánicas hablaban de un Mesías Redentor que moriría por nuestro rescate y resucitaría para nuestra justificación; el Mesías que a través de la muerte es nuestra vida, nuestro nuevo Adán, nuestro Espíritu Vivificante.

Que la celebración de la Pascua afiance en nosotros nuestra viocaión de apóstoles y de testigos. La esencia de la evangelización es el testimonio. La Iglesia en su conjunto y cada uno de nosotros, según su vocación, tiene la misión de mostrar la eficacia redentora de la Resurrección de Cristo. Así lo ha ido haciendo a lo largo de su historia en la fortaleza de sus mártires, en la vida fiel de sus innumerables confesores, en la integridad de vida y la heroicidad de muchos jóvenes, en la sabiduría de sus doctores, en el cuidado paternal de sus pastores, en la abnegación de una multitud de padres y madres, en la generosidad de los que entregan su vida sirviendo a los enfermos y a los pobres.

Ojalá nosotros nos unamos, con María nuestra Madre, a esa nube de testigos para que, por nuestro testimonio, el mundo acoja el don del Resurrección de Cristo y viviendo con Él una vida transformado por el amor encuentre el camino de la verdadera felicidad.

 

Diaconos

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Queridos Diáconos:

Que el Señor Resucitado os llene de gozo y de paz, en estos días de Pascua, y que vuestro servicio diaconal sea un canto de esperanza en medio de los hombres y les conduzca, por vuestra palabra y vuestro testimonio, al Dios de la Vida.

La Iglesia nos ha regalado este año la Exhortación apostólica “Sacramentum caritatis”, en la que el Papa, recogiendo las reflexiones y propuestas de la Asamblea General del Sínodo de los Obispos nos ofrece muchas importantes sugerencias para vivir con un mayor impulso el Misterio Eucarístico. Nuestro próximo encuentro anual lo dedicaremos a reflexionar ampliamente sobre este importante documento y estoy seguro de que encontraremos en él mucha luz para seguir viviendo con entusiasmo nuestra entrega a los hermanos.

El Papa nos pide que la Eucaristía de sentido a toda nuestra vida y nos hace comprender que toda la vida cristiana ha de tener forma eucarística. Esto es urgente para toda la Iglesia, pero para los que habéis recibido el orden sagrado del diaconado esa forma eucarística de la existencia adquiere una relevancia especial. Por vuestro ministerio estáis muy cerca de la Eucaristía. En la celebración de la Eucaristía asistís y ayudáis a aquellos que presiden la asamblea y consagran el Cuerpo y la Sangre del Señor, manifestando así a Cristo Servidor. En el altar desarrolláis el servicio del Cáliz y del Libro, proponéis a los fieles las intenciones de la oración y les invitáis a darse el signo de la paz. En cuando ministros ordinarios de la sagrada comunión, la distribuís durante la celebración o fuera de ella, y la lleváis a los enfermos en forma de viático. Así mismo sois ministros ordinarios de la exposición del Santísimo Sacramento y de la bendición
eucarística y os corresponde presidir eventuales celebraciones dominicales en ausencia del presbítero.

Esta cercanía de la Eucaristía ha de marcar vuestra vida y vuestro apostolado de tal forma que toda vuestra existencia sea, como nos dice el apóstol S. Pablo y nos recuerda el Papa en su Exhortación Apostólica, un culto espiritual agradable al Señor: “Os exhorto, por la misericordia de Dios, a presentar vuestros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios; este es vuestro culto razonable” (Rom.12,1). Y este culto agradable no es otra cosa que la ofrenda total de la propia persona en comunión con toda la Iglesia. La insistencia del Apóstol sobre la ofrenda de los cuerpos subraya, nos dice el Papa, la concreción humana de un culto que no es para nada desencarnado. Vuestra situación personal como hombres casados, con responsabilidades familiares y profesionales, hace especialmente relevante la encarnación de la ofrenda de vuestras vidas en medio de las realidades temporales. El nuevo culto cristiano ha de abarcar todos los aspectos de la vida, transfigurándolos. “Cuando comáis o bebáis o hagáis cualquier cosa, hacedlo todo para gloria de Dios” (1 Cor. 10,31). El cristiano, y especialmente el diácono, está llamado a expresar en cada acto de su vida el verdadero culto a Dios viviendo de un modo nuevo todas las circunstancias de la vida de tal manera que cada detalle, por insignificante que sea, adquiera un valor extraordinario al ser vivido dentro de la relación con Cristo y como ofrenda a Dios

Os agradezco, en nombre la Iglesia, en estos tiempos difíciles, la generosidad y la disponibilidad con la que estáis viviendo vuestra misión; y le pido a Dios que derrame sobre vosotros su Espíritu de fortaleza y sabiduría para que sigáis contribuyendo con mucha fecundidad en la obra evangelizadora de la Iglesia.

Recuerdo con mucho cariño y gratitud a vuestras esposas e hijos. Ellos son vuestros mejores colaboradores y tienen que sacrificarse muchas veces y privarse de vuestra compañía para que podáis dedicar más tiempo a vuestro ministerio diaconal. La Iglesia se lo agradece de todo corazón y el Señor se lo premiará.

Haced lo posible por asistir al encuentro anual. Nos alegrará a todos vuestra presencia y os hará mucho bien.

Me encomiendo a vuestras oraciones y contad siempre con mi bendición y afecto.

Un fuerte abrazo
+ Joaquín María López de Andujar
Obispo de Getafe
Presidente del Comité del Diaconado Permanente
Getafe, 4 de Mayo de 2007