Funeral por Santiago Duran

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FUNERAL POR SANTIAGO DURÁN

Sab.4,7-15 (III) – Lc.24,13-35 (X)

Hace unos días la Iglesia nos proponía para nuestra meditación en el Oficio de Lecturas unas palabras de S. Ireneo que en este momento nos llenan de luz y nos ayudan a ver desde la fe el sentido de la vida y de la muerte de alguien, como Santi, cuya existencia ha estado siempre, desde su bautismo, íntimamente unida a Jesucristo.

“Del mismo modo que el esqueje de la vid, depositado en la tierra fructifica a su tiempo, y el grano de trigo, que cae en tierra y muere se multiplica pujante por la eficacia del Espíritu de Dios, que sostiene todas las cosas, y así estas criaturas trabajadas con destreza se ponen al servicio del hombre, y después, cuando sobre ellas se pronuncia la Palabra de Dios se convierten en la Eucaristía; es decir en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, de la misma forma nuestros cuerpos nutridos con esta Eucaristía y depositados en tierra y desintegrados en ella, resucitarán a su tiempo cuando la Palabra de Dios les otorgue de nuevo la vida para la gloria de Dios Padre. Él es quien envuelve a los mortales con su inmortalidad y otorga gratuitamente la incorrupción a lo corruptible, porque la fuerza de Dios se realiza en la debilidad” (Jueves de la 3ª semana de Pascua)

El cuerpo de Santí que se nutrió de la Eucaristía está envuelto en la inmortalidad de Dios y resucitará a su tiempo cuando la Palabra de Dios le otorgue de nuevo la vida para la gloria de Dios Padre. Esta es la fe que profesamos y proclamamos. Esta es la fe que Santi recibió de sus padres y que él mismo predicó: Cristo ha resucitado, como primicia de una nueva creación. “Si creemos - dice el apóstol S. Pablo - que Jesús ha muerto y ha resucitado, del mismo modo a los que han muerto en Jesús Dios los llevará con Él” (I Tes. 4,12-17) “Es doctrina segura: si morimos con Él, viviremos con Él. Si perseveramos con Él reinaremos con Él” (II Tim.2,8-13).”Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con Él; pues sabemos que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos ya no muere más; la muerte ya no tiene dominio sobre Él (...) Lo mismo vosotros consideraos muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús” (Rom. 6,8-11). Esta fe colmó de felicidad la vida de Santi, dio sentido pleno a sus sacerdocio y le hizo profesar siempre un profundo amor a la Iglesia, lleno de confianza en sus pastores y de disponibilidad para lo que estos le pidieran. Esta fe de Santi en Cristo resucitado ha sido un fe muy fecunda y ha hecho posible que muchos de los que ahora estáis aquí os sintierais, gracias a su palabra y a su ejemplo, mas cerca del Señor. Esta fe, enriquecida con la gracia del sacerdocio, convirtió la vida de Santi en instrumento de la misericordia divina para predicar con entusiasmo y
 convicción la Palabra de Dios, para distribuir en el sacramento de la reconciliación el perdón de los pecados, para animar a muchos en la fe y para ofrecerse con Cristo al Padre, para la redención del mundo, en la Eucaristía, celebrada todos los días, hasta prácticamente el final de su vida. Esta fe en el Dios de la Vida que hoy profesamos y proclamamos con esperanza es la que hizo de Santi un hombre lleno de vida, que amaba la vida, que transmitía vida, y que animaba a todos con su ejemplo a salir de la tristeza para entrar con Cristo en el reino de la vida que no tiene fin. Podemos decir que en él se ha cumplido la promesa del Señor: “Yo he venido para que tengan vida y una vida en abundancia”. Esta vida de Cristo le lleno de fortaleza en el sufrimiento y le purificó en su dura enfermedad y esta vida de Cristo es la que ahora llena también de fortaleza a sus padres. Vuestro hijo, queridos Chicho y Montaña, ha sido un regalo de Dios para vosotros y para la Iglesia; y, ahora el Señor en su designio misterioso de amor lo quiere para sí. Las palabras del libro de la Sabiduría, que hemos escuchado nos aproximan a ese misterio divino que nunca seremos capaces de comprender plenamente hasta que lleguemos un día a su presencia: “Vejez venerable no son los muchos días, ni se mide por el número de los años; que las canas del hombre son la prudencia, la edad avanzada un vida sin tacha. Agradó a Dios y Dios lo amó, vivía entre los pecadores, y Dios se lo llevó; la arrebató para que la malicia no pervirtiera su conciencia, para que la perfidia no sedujera su alma” (Sa. 4,7-15). Estas palabras del Libro de la Sabiduría nos invitan a ir más allá de lo que nuestros sentimientos y nuestra mente nos puedan decir. Y nos afianzan en la certeza de que la vida de Santi esta en los brazos amorosos de Dios.

Sin embargo, a pesar de todo lo que nuestra fe nos proclama, somos débiles y frágiles y no podemos evitar nuestro desconsuelo. Nos cuesta mucho aceptar el escándalo de una muerte prematura y no terminamos de comprender la eficacia redentora del sufrimiento y del dolor. Quisiéramos una realidad hecha a la medida de nuestros deseos siempre cortos y siempre limitados. Nos movemos en un mundo de valores que solo se queda en las apariencias y cierra los ojos todo lo que no pueda ser sometido al dominio de nuestros sentidos y nuestros gustos. Por eso necesitamos que el Señor salga hoy, de nuevo a nuestro encuentro, como salió al encuentro de los discípulos de Emaus para ayudarnos comprender el misterio de la cruz y para que caigamos en la cuenta de que sólo alcanzaremos la vida verdadera sumergiéndonos con Cristo en el misterio de su muerte, que es muerte al pecado y muerte a una vida sin sacrificio y sin amor. Necesitamos volver a escuchar, como aquellos discípulos entristecidos de Emaus, las palabras del Señor: “¡Qué necios y torpes sois para creer lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto para entrar en su gloria?” (Lc.24,13-35). El Mesías padeció por amor. Hablar de la cruz es hablar del amor infinito de Dios que entregó a su Único Hijo Jesucristo para liberar al hombre del abismo del pecado y abrirle las puertas de la vida. El Mesías padeció para que la humanidad destruida por el pecado, recuperara con Él la vida y entrara con Él en la gloria. Cristo murió en la cruz para que, destruido el pecado, el hombre recuperará su auténtica dignidad de hijo de Dios. La cruz es un misterio de amor. Y la fe nos dice, y hoy nos lo recuerda el Señor en esa Palabra dirigida a los de Emaús, que abrazando en nuestras vidas el misterio de la cruz nuestro corazón se une al corazón Cristo para amar como Cristo amó y para participar con Él en la
obra de su redención.

No podemos entender por qué el Señor ha llamado a Santi en una edad tan temprana, pero sí sabemos que su vida ha sido muy fecunda porque ha estado marcada y configurada por la cruz del Señor: en su bautismo, en su sacerdocio, en su vida entregada a los demás, en su entusiasmo apostólico, en su enfermedad y en su muerte. No podemos entender el misterio del dolor, pero si podemos ver con nuestros ojos los frutos de ese dolor vivido con Cristo en la cruz. Y sabemos que esos frutos del sacerdocio de Santi continuarán en aquellos que atraídos por su ejemplo sientan la llamada del Señor al sacerdocio o a la vida consagrada. Y la fecundidad de su sacerdocio la estamos viendo en todos los que gracias a su ministerio sacerdotal han conocido al Señor y sienten en este momento con fuerza la llamada a la santidad en su vida matrimonial, en su trabajo, en su oración y en su apostolado.

El relato de Emaus alcanza su momento de mayor intensidad en la “fracción del pan”, en la Eucaristía: “Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron”. Dentro de un momento nosotros vamos a repetir el mismo gesto del Señor. Y el Señor nos va acompañar y vamos a unirnos a Él en la entrega de su vida al Padre. Vamos a vivir nuevamente su entrega por amor en la cruz y su resurrección gloriosa.

Que nuestra vida, unida a la del Señor, se convierta también, como la de Santi, en ofrenda generosa de amor a Dios Padre y a nuestros hermanos. Que el Señor nos abra los ojos para descubrir que la vida y la muerte sólo tienen sentido si la vivimos unidos al Señor. Que comprendamos que sólo será fecunda nuestra vida si es el Espíritu del Señor quien la sostiene. Que el Señor nos ilumine en este día para entender, como el apóstol S. Pablo, que “ninguno de nosotros vive para sí mismo y ninguno muere para sí mismo: si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor; en la vida y en la muerte somos del Señor” (Rom.14,7-9). Este es el sentido auténtico ý último de toda vida humana: ser del Señor, vivir en el Señor, amar, gozar y sufrir en el Señor; ser en el Señor criaturas nuevas, y fermento de una humanidad redimida por el amor de Cristo. Un amor de Cristo que hemos visto y palpado y del que queremos ser verdaderos
 testigos. Realmente podemos decir con S. Juan :“Nosotros hemos conocido el amor de Dios y hemos creído en él. Porque Dios es Amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él”. Y esa permanencia en el amor de Dios, que supera las barreras de la muerte y que nos ha sido alcanzada por la muerte y la resurrección de Cristo y por el don su Espíritu es lo que nos da la seguridad de la vida futura, nos hace contemplar con esperanza la vida presente, hace que todo en nuestra vida, hasta lo más insignificante, adquiera sentido y nos da la confianza para decir que nuestro querido Santí, que siempre ha permanecido en el amor de Dios, permanece ahora y seguirá permaneciendo siempre en ese amor
divino, en el que siempre creyó, esperando el día de nuestra feliz resurrección: esperando el día de los cielos nuevos y la tierra nueva. Ese día en el que Dios enjugará las lágrimas de nuestros ojos y ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto ni dolor, el día en el que Dios lo será todo para todos. (Cf Apoc. 1,7)

La Virgen María que acompaño siempre la vida de Santi le acompañará ahora también con su amor maternal y le llevará junto a su Hijo Jesucristo para recibir de Él la recompensa por su fidelidad.

Que Ella nos acompañe también hoy a nosotros y nos llene de su consuelo. Que ella nos haga fuertes en la esperanza; y haga posible que nuestras vidas permanezcan siempre en el amor divino y sean en nuestra Iglesia diocesana de Getafe vidas luminosas que muestren a los hombres la Bondad infinita de nuestro Dios. Amén


Entrega de Medallas

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HOMILÍA ENTREGA DE MEDALLAS

Ef. 1,3-6
Jn.2,1-11

Dentro del marco de las fiestas en honor de Ntra. Sra.de los Ángeles, la celebración de este día, con la entrega de la medalla a los nuevos congregantes, tiene un carácter especialmente juvenil.

Por ello quiere dirigirme más directamente, en este momento, a vosotros, queridos jóvenes.

Estáis en ese momento de la vida en el que se van madurando las grandes decisiones. Es el momento en el que uno tiene que preguntarse: ¿cual es la misión que he de realizar en el mundo? ¿cuáles son los fundamentos sobre los que debo construir mi vida? ¿a donde debo acudir para descubrir la libertad verdadera, y el amor que no defrauda?. En última instancia ¿cómo he de orientar mi vida para descubrir el secreto de una auténtica felicidad?

No vivimos momentos fáciles para poder responder a estas preguntas. Estamos sumergidos en una cultura donde da la impresión de que nada es definitivo y todo puede cuestionarse. Vivimos bajo el imperio de lo que Benedicto XVI llamaba la “dictadura del relativismo”. Parece como si no hubiera verdades absolutas y valores esenciales y universales, capaces de llenar el corazón y de proyectar nuestra vida hacia decisiones y compromisos definitivos. Vivimos en la cultura de lo provisional, de lo inmediato, de lo que aquí y ahora me apetece, de lo que hoy puede valer pero mañana no se si valdrá.

Sin embargo vosotros sabéis muy bien que uno no puede vivir permanentemente en la inseguridad. Y en lo profundo de vuestro ser estáis deseando y necesitando un fundamento seguro que de sentido a toda vuestra vida.

Pues bien, ese fundamento existe. Ese fundamento es Jesucristo el Hijo de María: nuestro Señor y Redentor. Él es la roca sobre la cual puede construirse un vida feliz y auténtica. En Él, Dios ha querido manifestarnos la dignidad del hombre. En él podemos encontrar el fundamento de todos los valores capaces de orientar nuestra vida por el camino de la libertad verdadera. Jesucristo no es un sueño sin fundamento. Jesucristo, su vida, su palabra, los signos que realizó, su muerte y resurrección constituyen la gran realidad que da consistencia y sentido a la vida del hombre. Jesucristo es nuestra gran verdad.

S. Pablo, el apóstol, fue un hombre que, desde muy joven buscaba apasionadamente la verdad. Su vida dio muchos rodeos, pasó por muchas experiencias. Incluso llegó a convertirse en un fanático perseguidor de los cristianos Pero un día, caminando hacia Damasco, Jesús resucitado le salió al encuentro. Y su luz llenó la oscuridad de su corazón. Y Pablo quedó fascinado. A partir de ese momento todo empezó a ser diferente. Y Pablo comprendió que sólo en Jesucristo y con Él, el hombre puede recorrer el camino de su verdadera vocación, que es alcanzar la plenitud de lo humano viviendo el amor al prójimo hasta dar la vida, como Jesucristo en la cruz, y alimentando constantemente ese amor en la fuente del amor divino que es el Espíritu Santo.

La experiencia del encuentro con Cristo llena al apóstol Pablo de tal manera que le hace exclamar con admiración, como hemos escuchado en la primera lectura: “Bendito sea Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales. Él nos eligió en la persona de Cristo - antes de crear el mundo - para que fuésemos santos e irreprochables ante Él , por el amor” (EF. 1,3-6)

Queridos jóvenes, de la mano de María, por mediación de María, hoy quiere salir Jesucristo a vuestro encuentro. Y la Virgen María, lo mismo que a los sirvientes de las bodas de Caná os va a decir. “haced lo que Él os digo” para que lo mismo que convirtió el agua en vino, transforme también nuestras, vidas muchas veces insípidas, en vidas fecundas llenas de humanidad y de sabor evangélico. Jesús es un amigo que no defrauda. Abridle de par en par, sin miedo. las puertas de vuestro corazón. Jesucristo no os va a quitar nada. Jesucristo, os lo va a dar todo. En Él encontraréis respuesta a todas vuestras preguntas y todos los deseos de vuestro corazón. En Él encontrareis el camino de una humanidad auténtica.

Pero seguramente os preguntaréis. En un mundo tan alejado de Dios, que margina a la Iglesia y pretende ridiculizar e ignorar la voz de los cristianos ¿cómo encontrar a Jesús? En una mentalidad dominante que considera la experiencia cristiana como algo superado y se niega a reconocer que sólo, a partir de nuestras raíces cristianas, podemos entender nuestra vida, nuestras costumbres y nuestra cultura ¿cómo ser cristiano y moderno a la vez? Es la pregunta que Juan Pablo II hacía a los en el encuentro que tuvo con ellos, hace unos años, en Cuatro Vientos.

Realmente el panorama no es fácil. Pero las personalidades fuertes y valientes, capaces de guiar la historia y de contribuir al desarrollo y progreso da la humanidad, siempre han crecido en ambientes difíciles. Los cristianos, a lo largo de la historia, de una manera o de otra siempre han sido personas incómodas y libres que no se han dejado llevar por la rutina y el aburrimiento del pensamiento dominante.

Queridos jóvenes, cuando hoy recibáis la medalla, pedidle a la Virgen que os haga valientes y libres para defender la verdad y para buscar a Jesucristo allí donde se le puede encontrar que es en la Iglesia.

Buscad Jesucristo en la Eucaristía. En torno a la mesa del altar, donde se celebra el sacrificio de la nueva Alianza, la muerte y resurrección del Señor, es donde permanentemente podréis morir con Cristo al hombre viejo, a la esclavitud del pecado, para nacer con Él a una vida nueva, llena de entusiasmo, capaz de ser fermento de una humanidad nueva.

Buscad a Jesucristo en el sacramento de la reconciliación, donde el Señor, restaura constantemente nuestra humanidad herida por el pecado y realiza el milagro de hacer de nuestras caídas y debilidades un medio de crecimiento espiritual, de humildad y purificación interior, para convertirnos en “buenos samaritanos” capaces de acercarnos a todos los hombres caídos para mostrarles el camino de la verdadera dignidad del hombre.

Buscad a Jesucristo en La Palabra de Dios y en la vida interior. Para vivir la experiencia de la cercanía de Dios y sentir en lo hondo del ser su misericordia entrañable. hemos de retirarnos, en algunos momentos, del ruido que nos aturde, para escuchar la voz de Dios que en el silencio de nuestra conciencia nos invita al bien y a la verdad.

Queridos jóvenes, buscad a Jesús en vuestras Parroquias. En ellas la Iglesia se hace cercana y familiar. En vuestras parroquias encontraréis a mucha gente buena que busca a Dios, y encontraréis a muchos jóvenes que unidos a Cristo luchan por un mundo más humano y se esfuerzan por aprender a descubrir el rostro de Dios en el hermano que sufre.

Pidamos a la Virgen que nos haga generosos y decididos para ser los heraldos del evangelio y centinelas de una nueva humanidad, donde no haya guerras ni violencia, una humanidad que, en sus costumbres y en su legislación respete y defienda, la vida del no nacido y reconozca el valor y la belleza de la familia, tal como la naturaleza la ha constituido, fundamentada en el amor indisoluble de un hombre y de una mujer, que con la gracia de Dios y venciendo egoísmos, están abiertos a la vida y traen al mundo nuevos hijos para alabar a Dios y continuar la obra de la creación.

Ser cristiano hoy es algo verdaderamente fascinante. Ser cristiano hoy es salir de un modo de vivir aburguesado, rutinario y manipulado por intereses ideológicos y comerciales muchas veces inconfesables, para vivir en la libertad de los hijos de Dios.

Y si alguno de vosotros siente en su corazón la llamado del Señor a una relación de mayor intimidad con el Él , en la vida consagrada o en el ministerio sacerdotal, no tengáis miedo y decirle que sí, En Cristo lo encontrareis todo y descubriréis el amor que no defrauda y la alegría que nada ni nadie os podrá arrebatar.

Que la Virgen María Señora de los Ángeles os acompañe y guíe siempre. Amen.

 

Misa en Honor del beato Josemaría Escrivá de Balaguer

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 MISA EN HONOR DEL BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER

El testimonio de los santos.-

"Al comienzo del nuevo milenio - nos decía Juan Pablo II en su carta apostólica "Novo millenio ineunte"  resuenan en nuestro corazón las palabras con las que un día Jesús, después de haber hablado a la muchedumbre desde la barca de Simón, invitó al apóstol a remar mar adentro  para pescar. Pedro y los primeros compañeros confiaron en la palabra de Cristo y echaron las redes y, habiéndolo hecho recogieron una cantidad inmensa de peces" (Lc. 5,6)"

Pedro y los apóstoles se fiaron del Señor. Y, después de los apóstoles, a lo largo de la historia de la Iglesia, una gran multitud de hombres y mujeres, una multitud de santos, se  han seguido fiando de Jesús y han confiado en su palabra. "Te damos gracias, Señor, por que mediante el testimonio admirable de  los  santos  fecundas  sin cesar  a tu Iglesia  con  vitalidad  siempre  nueva, dándonos así pruebas eminentes de tu amor". La vida de los santos es la prueba del amor de Dios. Su fidelidad a la gracia se convierte en un don para la Iglesia.  Por eso hoy también  podemos  decir, teniendo ante nosotros el testimonio y la vida del Beato Josemaría: "Te damos gracias, Señor, porque nos  concedes  la  alegría  de  celebrar  hoy  la  fiesta  del  Beato  Josemaría fortaleciendo a tu Iglesia con el ejemplo de su vida, instruyéndola  con su palabra y protegiéndola con su intercesión".

Sí. Estamos alegres y le damos gracias a Dios por todos los bienes que la Iglesia ha recibido a través de la vida ejemplar del Beato Josemaría.

Prioridades pastorales.- 

En el plan pastoral de la Conferencia episcopal para el próximo trienio, se señalan, inspirándose en la carta apostólica Novo millenio, tres prioridades o tres grandes líneas de trabajo pastoral, que expresan e identifican el ser y el quehacer, como misterio, como comunión y como misión. Estas tres grandes líneas son: 

- El encuentro con el Misterio de Cristo y la llamada a  la santidad.                                - La comunicación del evangelio de Cristo.                                                                   - La comunión en el amor de Cristo.

En  el  desarrollo  de  estas  grandes  líneas  de  acción  pastoral  la  vida  y  el magisterio del Padre Escrivá nos ofrece mucha luz.

1.- En primer lugar. "El encuentro con el Misterio de Cristo y la llamada a la santidad". 

La santidad ha de ser la perspectiva de nuestro camino pastoral y el fundamento de toda programación. Esta opción supone no contentarse con una vida mediocre, una moral de mínimos o una religiosidad superficial. Es entrar en  el  dinamismo  de   la  llamada  a  la  perfección  de  la  caridad  que  tiene múltiples caminos y múltiples formas de expresión. 

La llamada a la santidad, la vocación universal a la santidad, es, como sabemos,  una  invitación  constante  en  la  palabra  y  los  escritos  del  Beato Josemaría. Fue constante su deseo de enseñar a los cristianos corrientes el modo de encontrarse con Dios en su vida ordinaria y de mostrarles que la plenitud de la vida cristiana  se alcanza en las cosas ordinarias de la vida, en las obligaciones profesionales y familiares santamente vividas, dándose cuenta de que el trabajo puede ser un lugar de encuentro con Dios, cuando este trabajo  se  hace  entregándose  enteramente  a  Dios,  realizándolo  con responsabilidad,  convirtiendo  el  trabajo  en  oración,  santificándose  en  el trabajo,  santificando  el  propio  trabajo  y  santificando  con  el  trabajo  a  los demás.

2.- La segunda prioridad pastoral que señala la Conferencia episcopal es: La comunicación de evangelio de Cristo.  El tesoro escondido del Misterio Cristiano  que es Cristo mismo, una vez  que  se  ha  encontrado,  no  puede  ocultarse.  Se  siernte  la  urgencia  de comunicarlo. La evangelización constituye el ser, el gozo y el dinamismo de la Iglesia. 

Este  deseo  de  comunicar  a  los  otros  la  vida  de  Cristo,  este  ardor apòstólico, llenó completamente la vida del Beato. "El apostolado - decía él - es amor de Dios que se desborda dándose a los demás" "Cuando se paladea el amor de Dios se siente el peso de las almas". Vivimos momentos difíciles, en medio de una sociedad y una cultura , que pretende arrinconar a Dios. Una cultura que se aleja consciente y decididamente de la fe cristiana hacia un humanismo inmanentista. Una cultura que es causa permanente de dificultades para la vida y la misión de la Iglesia. Pero  en estas circunstancias, lejos de rebajar de forma acomodaticia y condescendiente la radicalidad del mensaje cristiano,  lo  que  hemos  de  hacer,  siguiendo  el  ejemplo  de  los  santos,  es ahondar y profundizar en nuestra experiencia de Dios, es vivir intensamente nuestro encuentro con Cristo, es, como dice el Beato Josemaría, paladear el amor de Dios. Ese amor de Dios que ha sido derramada en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado. Tenemos que "gustar y ver lo bueno que es el Señor". Y cuando el amor de Dios se paladea y se experimenta  en la oración , en la Palabra de Dios y en los sacramentos, especialmente y de una manera permanente  en la Eucaristía y en la Reconciliación, cuando uno se siente querido y amado por Dios, uno siente profundamente, como dice el Beato,  "el  peso  de  las  almas",  el  ansia  de  evangelizar,  el  deseo  de  que conozcan  todos  a  Cristo  y  le  amen  y  salgan  del  abismo  del  pecado  y reconozcan al Señor como camino, verdad y vida.

3.- La tercera línea pastoral es . "La comunión en el amor de Cristo": La comunión en el amor de Cristo es una comunión que va más allá de unos meros lazos de amistad o de buenas relaciones. Esta comunión echa sus raíces y se configura en la comunión trinitaria. "La comunión de los cristianos entre sí nace de la comunión con Cristo. Todos somos sarmientos de la única vid que es Cristo. El Señor Jesús nos indica que esta comunión fraterna es el reflejo maravilloso y la misteriosa participación en la vida íntima de amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. " (ChL. 18)

El  Beato  Josemaría  fue  un  hombre  de  Dios   y,  por  tanto,  con  un profundo sentido de la comunión eclesial , un hombre con un profundo amor a la Iglesia. Todos los días repetía y con él sus hijos la oración de Jesús: "que todos sean uno como Tu  Padre en Mi y Yo en Ti: que todos sean uno como nosotros somos uno". De él decía Mons. Josemaría García Lahiguera:   " Su amor a la Iglesia de Dios era tan grande que, de modo natural, estimulaba y amaba todas las instituciones surgidas para llevar más almas a Cristo; jamás fue lo que con palabras poco retóricas podríamos llamar exclusivista. Puedo testimoniar el aliento y colaboración que prestó a los que como yo, promovían alguna obra para gloria de Dios" 

Concluyendo: diremos que el encuentro con el misterio de Cristo y la llamada a la santidad, la comunicación del evangelio de Cristo y la comunión en  el  amor  de Cristo,  que  son  las  grandes  propuestas  pastorales  que nos propone  en  estos  momentos  la  Iglesia  como   tareas  a  realizar  fueron intensamente vividas por el Beato Josemaría y por eso su vida su palabra y su obra tienen una gran actualidad y nos invitan a "remar mar adentro" con la certeza  de  que,  confiando  en  la  Palabra  del  Señor,  los  frutos  serán  muy abundantes.

Que  esta  Eucaristía  que  celebramos  en  honor  del  beato  Josemaría, acreciente nuestros deseos de santidad, fortalezca nuestra comunión y nos haga verdaderos apóstoles y testigos del amor misericordioso de Dios. 

Y, que la Virgen María, Reina de los Angeles, patrona de esta Diócesis, interceda por nosotros y nos lleve a Jesús para que seamos dóciles al Espíritu y proclamemos las maravillas de Dios. 

Solemnidad del Sagrado Corazon de Jesus

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SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS - 2007
(Jornada Mundial de oración por la santificación de los sacerdotes)

La Jornada Mundial de oración por la santificación de los sacerdotes que celebramos en esta Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús nos ofrece la ocasión de reflexionar juntos sobre el don del ministerio sacerdotal. El lema de este año es: “El sacerdote, alimentado por al Palabra de Dios, es testigo universal de la caridad de Cristo”. La misión del sacerdote es ser testigo del amor de Cristo. Este lema, que nos invita a ser misioneros del amor divino, está en plena sintonía con el magisterio reciente de Benedicto XVI y en particular con su exhortación apostólica postsinodal “Sacramentum Caritatis”. En ella el Papa nos dice: “No podemos guardar para nosotros el amor que celebramos en el sacramento eucarístico. Este amor exige por su naturaleza que sea comunicado a todos. Lo que el mundo necesita es el amor de Dios, encontrar a Cristo y creer en Él. Por eso la Eucaristía no es sólo fuente y culmen de la vida cristiana; lo es también de su misión. Una Iglesia auténticamente eucarística es una Iglesia misionera” (Sac. Car. n.84).

Este curso ha estado muy marcado, en nuestra diócesis, por la misión joven. Y en él hemos ido comprendiendo que la Iglesia entera ha de estar permanentemente en estado de misión. La misión ha comenzado, pero la misión no puede terminar. Hemos de seguir ahondando en las raíces y fundamentos de la misión, que no pueden ser otros que la vida en Cristo y la unión intima Él, como la unión de lo sarmientos con la vid; y hemos de extender la misión a todos los ámbitos de la vida diocesana: a las familias, a las escuelas, a las universidades, al mundo de la cultura, al mundo del trabajo y al mundo de la salud; a los que han oído hablar de Cristo y a los que viven alejados, a los que se creen seguros y satisfechos y a los que están hambrientos de amor y de esperanza, a los que están esclavizados por el consumo y a los que carecen de lo necesario para vivir.. La Iglesia es misionera por su misma naturaleza. La Iglesia ha de vivir continuamente con el dinamismo misionero que brota del misterio eucarístico. Todo cristiano y , en especial todo sacerdote, ha de ser hombre de Dios y hombre de la misión. En este día de oración por los sacerdotes pidamos al Señor que los que hemos sido llamados por Él para este ministerio vivamos con verdadera intensidad y fortaleza apostólica nuestra vocación misionera. Y esa vocación consiste en llevar a los hombres al Dios revelado en Cristo, al Hijo de Dios encarnado, al Dios hecho hombre, al Dios que en Cristo tiene corazón humano y sentimientos humanos. Llevarles a ese Dios que en Cristo, en la naturaleza humana de Cristo, sabe lo que es el sufrimiento humano y las alegrías humanas y los afectos humanos. Ese Dios que con amor apasionado de buen Pastor, sale al encuentro del hombre que está perdido y confuso. Ese Dios en el que se ha cumplido la profecía de Ezequiel: “Yo mismo en persona buscaré a mis ovejas siguiendo su rastro (...) y las libraré sacándolas de todos los lugares donde se desperdigaron el día de los nubarrones y de la oscuridad (...) buscaré a las ovejas perdidas, haré volver a las descarriadas, vendaré a las heridas y curaré a las enfermas” (Ez.34,11-16)

El Santo Padre en su discurso inaugural de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano del pasado mes de mayo decía dirigiéndose a los sacerdotes: “Los primeros promotores del discipulado y de la misión son aquellos que han sido llamados para estar con Jesús y para ser enviados a predicar (Cf. Mc.3,14)... El sacerdote ha de ser ante todo un hombre de Dios ( I Tim. 6,11). Que conoce a Dios directamente, que tiene una profunda amistad personal con Jesús, que comparte con los demás los mismos sentimientos de Jesús. (cf.Fil.2,5). Sólo así será capaz de llevar a los hombres a Dios, encarnado en Jesucristo y de ser representante de su amor”.

Realmente el sacerdote ha de sentir, como decimos en el salmo 16,que su herencia es el Señor: “El Señor es el lote de mi heredad y mi copa; mi suerte está en tu mano: me ha tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad” . Nuestra vida como sacerdotes adquiere pleno sentido cuando, desprovistos de todo, nos apoyamos en el Señor y sólo en el Señor; y en Él vivimos y en Él encontramos nuestro descanso y nuestra fuerza. Cuanto más nos fiamos de Él y más nos abandonamos en Él, mejor comprendemos y experimentamos la hermosura de la herencia que Él ha querido regalarnos. El sacerdote debe conocer la dicha de estar con el Señor y así , conociendo esa dicha y experimentado en su propio ser ese gozo, llevarlo a los hombres. Este es el servicio principal que la humanidad necesita hoy. Esto es lo que nuestros hermanos nos piden.

Si en una vida sacerdotal se pierde este sentido misionero y esta centralidad de Dios, entonces se vacía de contenido todo su trabajo pastoral y hasta el sentido de su misma existencia. Y, por mucho que intente llenar esa vida con un activismo, a veces agotador, corre el riesgo de no llegar a saber para que sirve su sacerdocio; y entonces siente que la tristeza le invade y trata de llenarse con compensaciones afectivas o afanes de notoriedad y de fama que lo único que hacen es acrecentar su insatisfacción.

Verdaderamente sólo quienes han aprendido a estar con Cristo se encuentran preparados para ser enviados por Él a evangelizar con autenticidad. El secreto de la verdadera misión es un amor apasionado por Cristo que nos lleve a una amor apasionado por aquellos que Cristo va poniendo en nuestro camino. Sólo así nuestra palabra y nuestra vida se convertirán en un anuncio convencido y atractivo de Cristo. San Agustín decía: “Antes de ser predicador, se hombre de oración”. Lo sabemos por experiencia: sólo llega al corazón de los hombres la palabra que ha sido meditada largamente, con actitud orante, en el corazón de Cristo. Sólo desde el corazón de Cristo brota la palabra que da luz y abre caminos de esperanza.

La Iglesia al celebrar la solemnidad del Corazón de Jesús invita a todos los creyentes a mirar con una mirada de fe a “Aquel que traspasaron” (Jn. 19,37), al Corazón de Cristo, signo vivo y elocuente del amor invencible de Dios y fuente inagotable de gracia. Y, de una manera particular nos exhorta a los sacerdotes a convertirnos en depositarios y administradores de las riquezas del Corazón de Cristo, y a derramar el amor misericordioso de Cristo en los demás. La Iglesia nos exhorta y nos invita en este día a ser con Cristo pastores, según su corazón, que den cumplimiento a la profecía de Ezequiel “buscando a las ovejas perdidas, siguiendo su rastro”, es decir, yendo donde ellas están, conociendo su lenguaje, comprendiendo sus sentimientos, sintiendo su hambre de Dios y su sed de vida y de verdad; la Iglesia nos anima , como dice el profeta a “apacentar las ovejas en pastizales escogidos”, es decir, a darles el alimento de la Palabra de Dios, la gracia de los sacramentos y el testimonio de una verdadera caridad; la Iglesia nos pide que estemos dispuestos a “curar y vendar a las ovejas heridas”, es decir a sanar, como “buenos samaritanos” a la gente, que, quizás desde su juventud o incluso desde su infancia, han visto sus vidas envueltas en la violencia o en la soledad o en la falta de amor para mostrarles en Cristo el camino de una vida nueva.

Verdaderamente, como nos dice S. Pablo “la caridad de Cristo nos apremia” (2 Cor. 5,14). Debemos acrecentar en nosotros el espíritu misionero. La caridad de Cristo hace que no permanezcamos impasibles ante lo que está sucediendo en el mundo y muy en concreto en nuestra sociedad tan sometida y manipulada por ideologías que están destruyendo las familias, engañando a los jóvenes, negando la libertad, y ocultando una visión trascendente de la vida. Ante lo que estamos viendo debemos continuamente recordar las palabras de Jesús que nos hablan del deseo de Dios de que “todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (I Tim. “,4-6).

Para vivir todo esto, el sacerdote está llamado a encontrarse continuamente con Cristo en la oración y a conocerlo y amarlo también en el camino doloroso de la cruz. No hay vida sacerdotal auténtica sin cruz. Porque el camino de la cruz es el camino de la caridad. “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere no puede dar fruto”.

Seamos hombres eucarísticos, hombres que hacen de la Eucaristía, memorial de la pasión del Señor, el centro y la fuente de su vida sacerdotal. En la Eucaristía, que es el tesoro más grande de la Iglesia, se nos invita siempre a contemplar la belleza y la profundidad del Misterio del amor de Cristo y a comunicar el ímpetu de su Corazón enamorado a todos los hombres sin distinción, especialmente a los pobres y a los débiles y, en particular, a los más pobres de entre los pobres que son los pecadores. Que el servicio de la caridad, continuo, constante y en la mayor parte de las ocasiones oculto sea el que guíe siempre nuestras vidas.

Dentro del servicio de la caridad, el espíritu misionero es parte constitutiva de la forma eucarística de la existencia sacerdotal imprimiendo a nuestra vida un dinamismo nuevo y comprometiéndonos a ser testigos de su amor. El sacerdote esta llamado a hacerse “pan partido para la vida del mundo” y a servir a todos con el amor de Cristo que nos amó hasta el extremo. Vivamos nuestro celibato sacerdotal como un don precioso que Dios nos hace para poder participar más intensamente de la paternidad divina y de la fecundidad misionera de Iglesia.

Que el Señor nos haga sentir a todos, en este día del Sagrado Corazón el gozo de haber sido llamados por Él, que todos renovemos nuestro firme compromiso de conocerle, amarle y seguirle que nuestra identificación con los sentimientos de su corazón crezca cada día más en nosotros para acercar a los hombres a la fuente inagotable de su amor.

Demos gracias a Dios y pidamos especialmente al Señor por nuestros hermanos sacerdotes que hoy celebran sus bodas de plata y de oro sacerdotales. Su fidelidad al Señor durante tantos años es un estímulo para todos y nos llena de esperanza.

Que la Virgen María nos bendiga en este día y nos acerque a su Hijo Jesucristo. El corazón de María, orante y obediente, vivió siempre íntimamente unido al corazón de su Hijo Jesucristo. Que ella interceda por nosotros para que crezcamos en santidad; y, en el Corazón de Cristo, llenos de su amor, viviendo de su amor, hagamos que todos los hombre vuelvan su mirada al amor misericordioso de Dios y encuentren en Él su vida y su esperanza. Amen

 

Fiesta del Corpus Christi

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CORPUS - 2007

Acabamos de escuchar, en el apóstol S. Pablo, el relato de la institución de la Eucaristía: “El Señor Jesús, en la noche en que iban a entregarle, tomó un pan y pronunciando la Acción de Gracias, lo partió y dijo: “ Esto es mi Cuerpo que se entrega por nosotros. Haced esto en memoria mía”. Lo mismo hizo con la copa después de cenar: “Este cáliz es la Nueva Alianza sellada en mi Sangre, haced esto cada vez que bebáis en memoria mía” (I Cor. 11,23-26)

Pablo transmite una tradición que él mismo ha recibido. Una tradición que viene del mismo Señor y que constituye el ser más íntimo de la Iglesia. La Iglesia vive del Señor y es presencia viva del Señor en medio de los hombres. Y esa presencia y permanencia del Señor se hace especialmente visible y real en la Eucaristía. En la Eucaristía se cumple de una manera visible la promesa del Señor: Yo estaré con vosotros todos los días hasta el final de los tiempos”. Verdaderamente en la Eucaristía el Señor permanece con nosotros perpetuando el Misterio de su muerte en la cruz y de su resurrección gloriosa. En la Eucaristía, Él vive entre nosotros realizando plenamente el Misterio de la Nueva Alianza, sellada en su sangre, y edificando la Iglesia. La Eucaristía es el regalo más grande e inaudito que Dios podría hacernos“La Santísima Eucaristía es el don que Jesucristo hace de sí mismo, revelándonos el infinito amor de Dios por cada hombre” (Sac. Car. 1).

Podemos decir que en el sacramento del altar, el Señor sale al encuentro del hombre para acompañarle en su camino Lo mismo que salió al encuentro de los discípulos de Emaús y, después de explicarles las Escrituras, se manifestó ante ellos al partir el pan, así también sale hoy a nuestro encuentro en el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre para acompañarnos en el camino de la vida.. En la Eucaristía el Señor viene a nosotros, nos acompaña en medio de las vicisitudes del mundo, nos muestra la llagas de su pasión y muerte en la cruz, y como Señor resucitado nos enriquece y santifica con el don de su Espíritu.

En la Eucaristía el Señor se hace alimento para el hombre hambriento de amor y libertad. El Señor Jesús se dirige, en este sacramento admirable al corazón anhelante del hombre que se siente peregrino y sediento de verdad. El Señor aparece en la Eucaristía como la luz que atrae hacia sí al hombre desorientado para sacarle de su confusión para mostrarle la verdad del amor, que es la esencia misma de Dios. Esta es la verdad evangélica que interesa a todo hombre: lo que realmente interesa al hombre es el verdadero amor, la fuente del amor, el fundamento último del amor. Y ese fundamento es Dios mismo, que en la Eucaristía, memorial de la Pasión del Señor aparece en toda su sencillez y en toda su grandeza. Por eso la Iglesia, especialmente en este día del Corpus Christi, teniendo como centro vital la Eucaristía, quiere anunciar a todos, llevando en procesión el Santísimo Sacramento, que Dios es Amor y precisamente porque Cristo se ha hecho por nosotros alimento de la Verdad y fundamento del Amor, quiere invitar a todos a acoger libremente este don que Dios nos ofrece..

Así este día del Corpus ha de convertirse para nosotros en una llamada de Dios para ser en el mundo testigos de su amor. Hoy, al caminar por las calles con la Custodia hemos de sentirnos enviados por el Señor como mensajeros de ese amor divino que nos ha sido revelado en la cruz de Cristo; hemos de reconocernos como instrumentos suyos para hacer partícipes a todos la redención de Cristo y ofrecerles el camino de vida y libertad que Él ha querido revelarnos. Y sólo seremos verdaderos testigos y auténticos mensajeros si vivimos en Él; si por la comunión de su Cuerpo y de su Sangre nos hacemos uno con él viviendo su misma vida. Hoy tenemos que escuchar en el corazón la voz del Señor que nos dice: “EL Padre que vive me ha enviado y yo vivo por el Padre; del mismo modo el que me come vivirá por mi” Por la comunión del Cuerpo de Cristo, participamos de la vida de Cristo, vivimos la vida de Cristo, entramos en comunión con Cristo y, por medio de Cristo, entramos en comunión con todos los que creen en Cristo y viven de Él; y, de esta manera, nos hacemos Cuerpo de Cristo, es decir, nos hacemos Iglesia, sacramento de Amor Cristo en medio del mundo.

Es realmente admirable caer en la cuenta de que en la Eucaristía nos unimos a Cristo de tal manera que nuestra vida se transforma en Él y adquiere como una nueva forma de ser. El Papa nos dice en Sacramentum Caritatis que por la comunión del Cuerpo y de la Sangre del Señor nuestra vida adquiere forma eucarística (cf. nn. 70 y ss.), nos hacemos con Él Eucaristía, nos hacemos uno con Él para morir con Él al pecado y resucitar con Él a una vida nueva y para convertirnos en Él y con Él en ofrenda agradable al Padre y en alimento para el mundo. El Señor nos dice: “El que me come vivirá por Mi” (Jn 6,57). Y esto significa que el que entra en comunión con Cristo, alimentándose de su Cuerpo y de su Sangre entra un dinamismo nuevo que transforma su vida. Comulgando el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo se hace partícipe de la vida divina de un modo cada vez más adulto y consciente. No es el alimento eucarístico el que se transforma en nosotros, como ocurre con cualquier otro alimento, sino que somos nosotros los que gracias a él acabamos por ser cambiados misteriosamente. Cristo nos alimenta uniéndonos a Él, nos “atrae hacia sí”, nos lleva a Él, despierta en nosotros un deseo profundo de no apartarnos nunca de estar con Él y descansar en Él.

Hoy, día de la Eucaristía, día del Corpus Christi, hemos de vivir con intensidad y llevar a la práctica que la Eucaristía es la fuente y la cumbre de la existencia cristiana. La vida cristiana, que comienza en el bautismo, se nutre como de una fuente inagotable de la Eucaristía y al mismo tiempo esa Eucaristía, que es alimento de nuestra fe nos va llevando hacia la plenitud de la vida cristiana que es la unión con Cristo, en la alabanza al Padre y en el amor a los hermanos hasta dar la vida. Por eso, en este día, celebramos en España el día nacional de Caritas. A través de Cáritas la Iglesia quiere manifestar que el verdadero amor a Dios siempre conduce la verdadero a amor a los hermanos, orientado especialmente hacia los más pobres. Amando a los pobres ofrecemos el verdadero culto agradable a Dios. “Nadie puede decir que ama a Dios, a quien no ve, si no es capaz de amar a los pobres a los que ve”.

Realmente, si la Eucaristía es la cumbre de la existencia cristiana, nuestro culto a Dios, en el misterio eucarístico, ha de llenar toda nuestra vida. Todo en nosotros ha de transformarse en Eucaristía, fortaleciendo los lazos de comunión entre todos los cristianos y convirtiéndonos en Iglesia Santa y en Cuerpo de Cristo. San Pablo nos dice: “Os exhorto por la misericordia de Dios, a presentar vuestros cuerpos, como ofrenda viva, santa, agradable a Dios; este es vuestro culto razonable”(Rom.12,1). En la Eucaristía, los cristianos siendo muchos nos hacemos en Cristo un solo Cuerpo que se ofrece como sacrificio al Padre por la salvación del mundo. De esta manera la Eucaristía es no sólo el sacrificio de Cristo sino también el sacrificio y la ofrenda de toda la Iglesia con su Cabeza que es Cristo. Y en las ofrendas del pan y del vino, “fruto de la tierra y del trabajo del hombre”, expresión de esa colaboración de Dios ( de lo que Dios ha creado y gratuitamente nos ofrece), y del hombre (que con su trabajo transforma lo que de Dios ha recibido), presentamos a Dios nuestra vida entera y la vida de la humanidad, para que , por el don de su Espíritu, al convertir el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre del Señor, toda la creación sea orientada hacia Dios, para que un día Dios lo sea todo en todos. El mismo apóstol nos dice que la creación gime con dolores de parto esperando la plena manifestación de los hijos de Dios. Pues bien. en la Eucaristía ese anhelo profundo alcanza su cumplimiento y se convierte en primicia de lo que algún día alcanzará su consumación plena. este culto agradable.

Así, de esta manera, este culto a Dios que realizamos en la Eucaristía, debe alcanzar todos los aspectos de la vida del cristiano, transfigurándola y orientándola hacia Dios: “Cuando comáis o bebáis o hagáis cualquier cosa, hacedlo todo para gloria de Dios” (1 Cor. 10,31). El cristiano está llamado a expresar en cada acto de su vida el verdadero culto a Dios. Por eso podemos decir, como nos recuerda el Papa en Sacramentum Caritatis que todo la vida cristiana tiene forma eucarística. El cristiano está llamado a expresar en cada acto de su vida el verdadero culto a Dios, convirtiendo toda su vida en Eucaristía. Todo en la vida del cristiano, ha de ser ofrenda a Dios, acción de gracias y participación en el misterio de la Redención de Cristo: su vida en familia, su matrimonio, elcuidado de sus hijos, su trabajo de cada día, en ocasiones difícil y fatigoso, su amor a la verdad y a la justicia, su participación y responsabilidad en las tareas del bien común ... todo en el cristiano, unido al sacrificio de Cristo, que en la Eucaristía se hace vivo y real , todo se convierte en semilla del reino de Dios y fermento de una humanidad nueva. Por eso podemos decir que todo lo que hay de auténticamente humano encuentra en el sacramento de la Eucaristía la forma adecuada para ser vivido en plenitud. En la Eucaristía podemos y debemos encontrar un nuevo modo de vivir todas las circunstancias de la existencia, en la que cada detalle puede adquirir un valor inmenso, que supera nuestra misma capacidad, cuando es vivido dentro de la relación con Cristo y como ofrenda a Dios (cf. Sac.Car. nn. 70-71)

La Virgen María nos acompaña con su amor maternal en este día. Juan Pablo II llama a María “la mujer eucarística”. María, anticipó en el misterio de la Encarnación la fe eucarística de la Iglesia convirtiéndose en “sagrario” al llevar en su seno al Verbo encarnado. Que ella nos acerque a Jesús y nos ayude a encontrarnos todos los días con Él en el sacramento de la Eucaristía para que estando siempre con el Señor vivamos de su amor, experimentemos los frutos de su redención, y nos convirtamos para el mundo en mensajeros y testigos de este Misterio de Amor.

(Junio) Profesion HH. de María Ntra. Sra

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PROFESIÓN PERPETUA HIJAS DE MARÍA NTRA. SRA.
(Valdemoro 24 de Junio de 2007)

Damos gracias a Dios por haber llamado a nuestra hermana a una vida de especial intimidad con Él. El Señor la ha llamado para gastar generosamente su vida al servicio del Pueblo de Dios, dedicándose con particular cuidado a la educación de las niñas en la Orden de las Hijas de María Nuestra Señora.

Los que son elegidos por Dios para la vida consagrada sintieron un día en su corazón un anhelo profundo de estar con el Señor y de vivir con Él y sólo para Él. Sintieron una sed ardiente de amor que sólo Dios podía saciar. Por eso, los que por una gracia especial son llamados por Dios a esta forma de vida proclaman a nuestro mundo de hoy, tan desorientado y disperso y, en el fondo, tan insatisfecho, que Dios es el Señor de nuestra existencia y que “su gracia vale más que la vida” (Sal. 62,4).

Al elegir la pobreza, la obediencia y la castidad por el Reino de los Cielos, los consagrados muestran que todo apego y amor a las cosas y a las personas es incapaz de saciar definitivamente el corazón; muestran que por encima de cualquier amor humano siempre hay una Amor más grande; muestran que la existencia terrena es una espera más o menos larga hasta el encuentro “cara a cara” con el Esposo divino: una espera que se ha de vivir con actitud vigilante, como la actitud delas vírgenes prudentes de la parábola, a fin de estar preparados para acogerle cuando venga. La vida consagrada es un don de Dios para la Iglesia que ha de despertar en todos nosotros el deseo de Dios; y ha de ayudarnos a decir con el salmista: “qué deseables son tus moradas, Señor del Universo ...”.

En la vida consagrada, como en el amor verdadero, no caben la “medias tintas”. Por su propia naturaleza la vida consagrada constituye una respuesta a Dios total, definitiva, incondicional y apasionada (V.C. 17). Y cuando se renuncia a todo por seguir a Cristo, cuando se entrega lo más querido que se tiene, afrontando todos los sacrificios y desprendimientos que esto supone, entonces la vida misma de la persona consagrada se convierte en un signo profético para el mundo. Es como una llamada de atención , como un foco de luz poderoso, que debe ayudar a la gente de nuestro tiempo a cuestionarse el sentido último de la vida y a preguntarse: “¿qué estoy haciendo con mi vida? ¿hacia donde la oriento? ¿por donde voy?”. La persona que se consagra a Dios y vive sólo para Dios y para su Reino de amor, de verdad y de justicia, hace que mucha gente sedienta también de realidades auténticas quede impresionada ante esta valentía y se sienta atraída por quien no duda en dar la vida por aquello en lo que cree.

Demos gracias a Dios por los carismas que en cada época, según las necesidades propias de cada momento, va suscitando. Y, en particular démosle hoy gracias por el carisma de Sta. Juana de Lestonac. Ella, a lo largo de su vida, llena de dificultades y contradicciones desde su misma infancia, fue un testimonio elocuente de fidelidad a la voluntad de Dios y a la primacía del amor a Dios sobre todas las cosas. En su vida Dios era lo primero. En su corazón Dios fue siempre alabado, servido y amado con toda su mente, con todas sus fuerzas y con toda su alma. Y esa unión íntima con el Señor convirtió su existencia convirtió su existencia en una entrega total a su voluntad, incluso en los momentos de mayor oscuridad, sin anteponer nada al amor único de Dios y encontrando siempre en Cristo y en la Iglesia la esencia y el fundamento más profundo de su vida.

Realmente la vida de Sta. Juana estuvo llena del fuego de amor del Espíritu Santo. Y este fuego de amor le hizo comprender las necesidades de educación de las niñas de su tiempo y, sin perder su carisma de vida contemplativa al que sentía llamada, supo adaptar la vida monástica a las posibilidades, los horarios y el modo de vida de las niñas de su tiempo para llevarlas al conocimiento de Cristo y para educarlas y guiarlas por el camino de la santidad.

Celebramos hoy las fiesta de la Natividad de S. Juan Bautista: una fiesta que nos invita a ser, como él, precursores de Cristo; nos invita a ir por el mundo abriendo caminos de esperanza y preparando los corazones para que los hombres de nuestro tiempo lleguen a reconocer en Cristo el fundamento de toda verdad y la respuesta definitiva a su dudas e inquietudes. El ejemplo de S. Juan Bautista tiene que hacer de nosotros hombres de esperanza y mensajeros de esperanza. Nosotros, que ya hemos experimentado en nuestra vida, el gozo y la certeza del amor divino hemos de invitar a nuestros hermanos a caminar hacia el Señor y descubrir en el Él al “Cordero que quita los pecados del mundo”.

Las tres lecturas nos hablan de la fidelidad de Dios a sus promesas y del cumplimiento de esas promesas en Cristo. En la primera lectura vemos como Isaías sabe ha sido elegido por Dios desde el vientre materno para ser en medio de su pueblo una “espada afilada” y penetrante que toque la sensibilidad de aquellas gentes, aturdidas por el pecado, y lleguen a comprender que en ellos algo nuevo tiene que suceder. El profeta les invita a la conversión y les pide fidelidad a aquella Alianza que un día hicieron con el Señor y que ahora están quebrantando. El profeta, como más tarde Juan el Bautista y como ahora nosotros, se siente llamado a ser “ luz de las naciones para que la salvación de Dios llegue hasta los confines de la tierra”. La vida religiosa está llamada también, en nuestros días a ser esa luz que ilumine a muchos corazones y que introduzca claridad y esperanza en todos los ámbitos de la sociedad, especialmente en el ámbito de la educación, donde se está jugando el futuro de las personas más vulnerables como son los niños, los adolescentes y los jóvenes. Colegios como este son esa “espada penetrante”, de la que habla el profeta: una espada que sea capaz de despertar las conciencias adormecidas de nuestros responsables políticos y de nuestra sociedad, y de ofrecer realidades y experiencias educativas que sorprendan por su fecundidad.

En el salmo responsorial podemos encontrar palabras de gratitud para expresar nuestro gozo por todo lo que el Señor va realizando entre nosotros. Seguro que, especialmente la hermana N.N se sentirá identificada con estas palabras: “ Tu, Señor, has creado mis entrañas, me has tejido en el seno materno. Te doy gracias porque me has elegido portentosamente, porque son admirables tus obras (...) (s. 138)

En el evangelio hemos escuchado la narración del nacimiento de Juan el Bautista. El evangelista Lucas lo presenta como algo asombroso e inesperado, fruto de la misericordia de Dios. Todos felicitan a Isabel que, en su ancianidad y fuera de todo cálculo humano, ha engendrado un hijo. Zacarías, su padre, recupera el habla y alaba a Dios. El nacimiento de Juan es reconocido por todos como un acontecimiento de gracia que viene a preparar el gran acontecimiento del nacimiento de Cristo. El evangelista, refiriéndose al Bautista y a la misión que le va a ser confiada comenta : “la mano de Dios estaba con él”.

Realmente también podemos decir que toda vocación religiosa es un acontecimiento de gracia. Y que este Colegio y la Comunidad Educativa que lo sostiene es un regalo de Dios. Una vez más vemos como el poder de Dios se manifiesta en la debilidad humana. Lo que hace unos años parecía imposible, hoy ya es una preciosa realidad.

Que todos vivamos este momento, unidos en la alabanza a Dios y en la acción de gracias a nuestra hermana N.N, como una invitación a responder con generosidad a la vocación a la que cada uno de nosotros ha sido llamado. Matrimonios, familias cristianas, sacerdotes, consagrados, niños, jóvenes y mayores, todos formamos el Pueblo Santo de Dios para proclamar en el mundo las maravillas de nuestro Dios. Todos los carismas y ministerios se unen en la Iglesia, por la acción del Espíritu para cumplir el mandato del Señor: “Id por el mundo entero y haced discípulos de todas las gentes”. Que el testimonio de fidelidad al Señor de la hermana N.N. nos haga más conscientes de nuestra responsabilidad en la Iglesia, nos convierte en semilla de una humanidad nueva reconciliada por la sangre de Jesucristo, aleje de nosotros todos los temores y nos haga más fieles y constantes a las llamadas del Señor.

Nosotros sabemos, por la gracia de Dios, que ese nuevo modo de vivir sólo puede encontrarse plenamente en Aquel que nos revela el misterio de Dios y el misterio del hombre, Jesucristo, el Hijo de Dios, Camino, Verdad y Vida. Nosotros hemos conocido a Jesucristo y, en Jesucristo, hemos conocido el Amor que Dios nos tiene; y hemos creído en Él.(cfr.1 Jn.4,16). Y también hemos conocido, porque Dios en su misericordia nos lo ha querido revelar, que sólo en el seno de la Santa Madre Iglesia podemos permanentemente encontrar al Señor Resucitado y podemos escuchar su Palabra y podemos, en los sacramentos, recibir la gracia de su Espíritu Santo y podemos, en fin, vivir el gozo de la comunión fraterna y la invitación a proclamar en el mundo las maravillas del amor divino. El Señor constantemente nos llama, en su Iglesia, a vivir nuestra vida como vocación de santidad y quiere que seamos en el mundo testigos valientes de su plan de salvación sobre los hombres.

Y para que la Iglesia cumpla esta misión Dios ha querido suscitar en ella una gran variedad de ministerios y carismas. Hoy queremos darle gracias Dios por el carisma de la vida consagrada y, especialmente, por el carisma de la Hijas de María Nuestra Señora. La vida consagrada pertenece íntimamente a la vida de la Iglesia, a su santidad y a su misión. Es un verdadero regalo de Dios para nuestra Iglesia Diocesana de Getafe este Colegio de Valdemoro en el que, en torno a las Hijas de María Nuestra Señora, ha ido creciendo, con las alumnas, los padres y los profesores una comunidad educativa, cuyo centro es Jesucristo y que tiene “como meta el Reino de Dios, como estado la libertad de sus hijos y como ley el precepto del amor” (Prefacio Común VII).

Nuestra Hermana Marta. va consagrarse, totalmente y para siempre, al Señor, en esta Orden de Hijas de María Nuestra Señora, con los votos de castidad, pobreza y obediencia, dedicando su vida a la educación de las niñas.

En una cultura hedonística que deslinda la sexualidad de cualquier norma moral objetiva, rediciéndola frecuentemente a mero juego y objeto de consumo, la práctica gozosa de la castidad perfecta aparece como el testimonio gozoso de la fuerza del amor de Dios en la fragilidad de la condición humana. La persona consagrada manifiesta que lo que muchos creen imposible es posible y verdaderamente liberador con la gracia del Señor Jesús. En Cristo Jesús es posible amar a Dios con todo el corazón, poniéndolo por encima de cualquier otro amor, y amar así con la libertad de Dios a todas las criaturas. (Cfr. VC. 88)

En un ambiente fuertemente marcado por un materialismo egoísta ávido de poseer, que se desentiende del sufrimiento de los más débiles, la pobreza evangélica, manifiesta que el único tesoro verdadero para el hombre es Jesucristo. Las personas consagradas, con su voto de pobreza, dan testimonio de Dios como la verdadera riqueza del corazón humano (cfr. VC 90) “Solo en Dios descansa mi alma porque Él es mi salvación”. Y, descansando en el Señor, las persona consagradas, pueden dedicarse, en cuerpo y alma, a servir a sus hermanos en sus necesidades más esenciales. Una necesidad esencial en nuestros días es la educación. Todo el mundo habla de lo importante que es la educación, pero muy pocos ofrecen y consagran su vida a la educación. Las Hijas de María Nuestra Señora ofrecen a nuestro mundo y consagran su vida a un proyecto educativo que alcanza a la persona en su totalidad y la prepara para el encuentro con el Bien supremo y la suprema Verdad y la suprema Belleza que es Dios mismo revelado en Jesucristo y permanentemente vivo y resucitado en su Santa Iglesia. Y los frutos de ese proyecto están a la vista cuando uno entra en un Colegio de las Hijas de María Nuestra Señora.

La obediencia que caracteriza la vida consagrada es el modo más auténtico de vivir la libertad. Hoy se habla mucho de libertad y todo se justifica poniendo como pretexto la libertad. Pero cuando se concibe la libertad separándola de la verdad y en ella se prescinde de toda relación con la norma moral, al final se cae en la más tremenda esclavitud. Uno se convierte en esclavo de sus caprichos o de sus estados de ánimo o de su visión parcial y subjetiva de la realidad. El voto de obediencia significa la confianza plena en el Padre, tal como la vivió el mismo Jesucristo.”MI alimento es hacer la voluntad del Padre”. Esa confianza en el Padre desvela el camino de la libertad auténtica porque sólo Dios conoce lo que nos conviene y sólo confiando en Él y haciendo su voluntad podremos encontrar el camino de la verdad, que es el único camino capaz de hacernos libres.

 

Profesion HH. de Maria Ntra. Sra

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Profesión solemne - Hijas de María Nuestra Señora

Junto con toda la Iglesia, en esta solemnidad de la Asunción de la Virgen María, nos unimos hoy a su canto de alabanza : “ Proclama mi alma la grandeza del Señor y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador porque ha mirado la humillación de su sierva”. En el misterio de la Asunción aparece el significado pleno y definitivo de las palabras que ella misma pronunció respondiendo al saludo de su prima Isabel: “El Poderoso ha hecho obras grandes en mi”.

La palabras de la Virgen María se cumplen en la Hermana María teresa. que hoy se va a consagrar al Señor con los votos de castidad, pobreza y obediencia, convirtiéndose en Esposa de Cristo.

Gracias a la victoria de su hijo Jesucristo, muerto y resucitado, sobre el pecado y la muerte, la Virgen María, unida profundamente al misterio del Hijo de Dios, acogió de una manera plena la salvación. Correspondió totalmente con su “sí” a la voluntad divina, participó y sigue participando íntimamente en la misión de Cristo y fue la primera en entrar después de Él en la gloria, en cuerpo y alma, en la integridad de su ser humano.

El “sí” de María es alegría para cuantos estaban en las tinieblas y en las sombras de la muerte. A través de ella vino al mundo el Señor de la vida. Los creyentes nos sentimos gozosos y la veneramos como Madre de los hijos redimidos por Cristo. Y, hoy en particular, en esta solemnidad de la Asunción de María y siendo testigos de la entrega a Cristo de la hermana N., la reconocemos como signo de consuelo y esperanza; y como primicia de la Iglesia que un día será glorificada.

Acabamos de escuchar las palabras del Apóstol Pablo a los Romanos. “Cristo, resucitó de entre los muertos, el primero de todos. Si por un hombre vino la muerte, por un hombre ha venido la resurrección. Si por Adán murieron todos, por Cristo todos volverán a la vida”(Rom.15,20). El misterio de la redención consiste en sacar al hombre del dominio de las tinieblas del pecado y devolverle al reino de la vida haciéndole partícipe de la resurrección del Señor. Por la muerte y la resurrección del Señor tenemos la posibilidad, por el don del Espíritu Santo, de salir de todo aquello que nos hace infelices por culpa del pecado: del egoísmo que nos aísla de los hermanos y hace insoportable toda convivencia, de la mentira que ensucia nuestra relación con los demás, crea desconfianzas y corrompe la vida pública y de la desesperanza que nos hace incapaces de afrontar con decisión las responsabilidades de cada día.

Por la muerte y la resurrección del Señor, salimos de todo eso y entramos en el reino de la luz y de la vida. Por la Pascua del Señor somos criaturas nuevas y nos hacemos capaces de amar hasta dar la vida y nuestra palabra se hace veraz y fiable despertando en todos la confianza y así todo nuestro ser se llena de esperanza y se hace capaz de trasmitir esperanza.

La Virgen María, como nueva Eva, primicia de la nueva creación alcanzada por Cristo, encarna esa vida trasfigurada. Ela es el reflejo y el modelo de la Iglesia fiel a Cristo. Mirando a María descubrimos lo que el ser humano está llamado a ser en Cristo Jesús. Descubrimos nuestra vocación de servicio a los hermanos, entendemos los valores que dignifican al hombre, luchamos contra toda injusticia, hacemos nuestra la causa de los más desvalidos, recuperamos la libertad y afrontamos el futuro con esperanza . En la Virgen María descubrimos la verdadera sabiduría: la sabiduría de los sencillos. “Te doy gracias Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla”. María pertenece a ese mundo de los sencillos y nos invita a seguirla para que también nosotros formemos parte de ese mundo de los humildes y el Señor nos revele el conocimiento del amor infinito de Dios Padre. “Nadie conoce al Hijo mas que el Padre y nadie conoce al Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.”

La Virgen, Nuestra Señora, conoce, como ningún otro ser humano ese amor infinito del Padre. Lo conoce por revelación de su Hijo. Y Ella nos anima, en este momento, a entregarnos su Hijo sin reservas, para ser también nosotros conocedores del amor del Padre e instrumentos en nuestro mundo de su misericordia. El Señor nos invita a ser portadores de los valores del Reino de Dios, especialmente de aquellos que hoy se ven más amenazados y a ser signo profético, valiente y comprometido, sin demagogias interesadas, en la defensa de la dignidad de la persona humana.

Nuestro mundo está hambriento de esos valores. Los valores del “Reino de la verdad y de la vida, de la santidad y de la gracia, de la justicia, del amor y de la paz” (Prefacio de Cristo Rey). Hoy hay mucha gente decepcionada de las promesas incumplidas de aquellos “sabios y entendidos”, que promueven un mundo de bienestar, vacío de Dios, y edificado sobre el individualismo egoísta y el placer a cualquier precio. Hoy hay mucha gente de buena voluntad que mira a la Iglesia, sin prejuicios, buscando en ella una voz libre, una palabra de esperanza y un camino que conduzca al bien verdadero de la persona y haga a los hombres más felices.

Acabo de regresar de la peregrinación a Roma que han realizado más de mil jóvenes de la diócesis de Getafe, ente ellos un importante grupo de Leganés; y os puedo decir que cuando los jóvenes conocen a Cristo y descubren el verdadero rostro de la Iglesia se sienten verdaderamente impresionados, su vida se llena de alegría y son capaces de orientar toda su gran energía vital hacia la verdad y el bien incluso a costa de grandes sacrificios. En al audiencia que nos concedió el Papa en Catelgandolfo, después de escuchar los testimonios de vida cristiana que dieron algunos de nuestros jóvenes les decía el Papa. “Algunos de vosotros han dado antes un expresivo testimonio de vida cristiana que he seguido con atención. He apreciado la intensidad con que se ha vivido la condición de misionero y el colorido que adquieren ciertas facetas de la vida cuando se decide anunciar a Cristo: el entusiasmo de salir al descubierto y comprobar con sorpresa que contrariamente a lo que muchos piensan, el Evangelio atrae profundamente a los jóvenes; el descubrir en toda su amplitud el sentido eclesial de la vida cristiana; la finura y belleza de un amor y una familia vivida ante los ojos de Dios, o el descubrimiento de una inesperada llamada a servirlo por entero consagrándose al ministerio sacerdotal (...) La fe en Jesucristo, al abrir horizontes a una vida nueva, de auténtica libertad y de una esperanza sin límites, necesita la misión, el empuje que nace de un corazón entregado generosamente a Dios y del testimonio valiente de Aquel que es el Camino, la Verdad, y la Vida. (10 de agosto de 2007) .

Nosotros hemos conocido a Jesucristo y, en Jesucristo, hemos conocido el Amor que Dios nos tiene; y hemos creído en Él.(cfr.1 Jn.4,16). Y también hemos conocido, porque Dios en su misericordia nos lo ha querido revelar, que sólo en el seno de la Santa Madre Iglesia podemos permanentemente encontrar al Señor Resucitado y podemos escuchar su Palabra y podemos, en los sacramentos, recibir la gracia de su Espíritu Santo y podemos, en fin, vivir el gozo de la comunión fraterna y la invitación a proclamar en el mundo las maravillas del amor divino. El Señor constantemente nos llama, en su Iglesia, a vivir nuestra vida como vocación de santidad y quiere que seamos en el mundo testigos valientes de su plan de salvación sobre los hombres.

Y para que la Iglesia cumpla esta misión Dios ha querido suscitar en ella una gran variedad de ministerios y carismas. Hoy queremos darle gracias Dios por el carisma de la vida consagrada y, especialmente, por el carisma de la Hijas de María Nuestra Señora. La vida consagrada pertenece íntimamente a la vida de la Iglesia, a su santidad y a su misión. Es un verdadero regalo de Dios para nuestra Iglesia Diocesana de Getafe este Colegio de Valdemoro en el que, en torno a las Hijas de María Nuestra Señora, ha ido creciendo, con las alumnas, los padres y los profesores una comunidad educativa, cuyo centro es Jesucristo y que tiene “como meta el Reino de Dios, como estado la libertad de sus hijos y como ley el precepto del amor” (Prefacio Común VII).

Nuestra Hermana María teresa va consagrarse, totalmente y para siempre, al Señor, en esta Orden de Hijas de María Nuestra Señora, dedicando su vida a la educación de las niñas.

En una cultura centrada sólo en el placer, a cualquier precio, que deslinda la sexualidad de cualquier norma moral objetiva, reduciéndola frecuentemente a mero juego y objeto de consumo, la práctica gozosa de la castidad perfecta aparece como el testimonio gozoso de la fuerza del amor de Dios en la fragilidad de la condición humana. La persona consagrada manifiesta que lo que muchos creen imposible es posible y verdaderamente liberador con la gracia del Señor Jesús. En Cristo Jesús es posible amar a Dios con todo el corazón, poniéndolo por encima de cualquier otro amor, y amar así con la libertad de Dios a todas las criaturas. (Cfr. VC. 88)

En un ambiente fuertemente marcado por un materialismo egoísta ávido de poseer, que se desentiende del sufrimiento de los más débiles, la pobreza evangélica, manifiesta que el único tesoro verdadero para el hombre es Jesucristo. Las personas consagradas, con su voto de pobreza, dan testimonio de Dios como la verdadera riqueza del corazón humano (cfr. VC 90) “Solo en Dios descansa mi alma porque Él es mi salvación”. Y, descansando en el Señor, las persona consagradas, pueden dedicarse, en cuerpo y alma, a servir a sus hermanos en sus necesidades más esenciales. Una necesidad esencial en nuestros días es la educación. Todo el mundo habla de lo importante que es la educación, pero muy pocos ofrecen y consagran su vida a la educación. Las Hijas de María Nuestra Señora ofrecen a nuestro mundo y consagran su vida a un proyecto educativo que alcanza a la persona en su totalidad y la prepara para el encuentro con el Bien supremo y la suprema Verdad y la suprema Belleza que es Dios mismo revelado en Jesucristo y permanentemente vivo y resucitado en su Santa Iglesia. Y los frutos de ese proyecto están a la vista cuando uno entra en un Colegio de las Hijas de María Nuestra Señora.

La obediencia que caracteriza la vida consagrada es el modo más auténtico de vivir la libertad. Hoy se habla mucho de libertad y todo se justifica poniendo como pretexto la libertad. Pero cuando se concibe la libertad separándola de la verdad y en ella se prescinde de toda relación con la norma moral, al final se cae en la más tremenda esclavitud. Uno se convierte en esclavo de sus caprichos o de sus estados de ánimo o de su visión parcial y subjetiva de la realidad. El voto de obediencia significa la confianza plena en el Padre, tal como la vivió el mismo Jesucristo.”MI alimento es hacer la voluntad del Padre”. Esa confianza en el Padre desvela el camino de la libertad auténtica porque sólo Dios conoce lo que nos conviene y sólo confiando en Él y haciendo su voluntad podremos encontrar el camino de la verdad, que es el único camino capaz de hacernos libres. Nosotros sabemos, por la gracia de Dios, que ese nuevo modo de vivir sólo puede encontrarse plenamente en Aquel que nos revela el misterio de Dios y el misterio del hombre, Jesucristo, el Hijo de Dios, Camino, Verdad y Vida. Nosotros hemos conocido a Jesucristo y, en Jesucristo, hemos conocido el Amor que Dios nos tiene; y hemos creído en Él.(cfr.1 Jn.4,16). Y también hemos conocido, porque Dios en su misericordia nos lo ha querido revelar, que sólo en el seno de la Santa Madre Iglesia podemos permanentemente encontrar al Señor Resucitado y podemos escuchar su Palabra y podemos, en los sacramentos, recibir la gracia de su Espíritu Santo y podemos, en fin, vivir el gozo de la comunión fraterna y la invitación a proclamar en el mundo las maravillas del amor divino. El Señor constantemente nos llama, en su Iglesia, a vivir nuestra vida como vocación de santidad y quiere que seamos en el mundo testigos valientes de su plan de salvación sobre los hombres.

No son tiempos fáciles, pero sí puede ser tiempos muy propicios para fortalecer nuestra fe, para vivir con mayor intensidad nuestro amor y pertenencia a la Iglesia y para alimentar con la Palabra de Dios y con los sacramentos nuestra vida cristiana. La consagración al Señor de la hermana María Teresa es un signo claro de esa vitalidad cristiana que hará cambiar el mundo. Siguiendo el carisma de Santa Juana de Lestonac, que recibió de Dios la inspiración de dedicarse a la educación de las niñas, sin desvirtuar su vocación contemplativa y monástica, nos llena de esperanza, de alegría y de gratitud.

En esta fiesta de la Asunción de María, lo pedimos a nuestra Madre que interceda por nosotros para que siguiendo a su Hijo sin titubeos, y enriquecidos con los dones del Espíritu, ofrezcamos al mundo los frutos de la redención, la vida nueva en Cristo y la esperanza que no defrauda. AMEN

Ordenacion de David

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ORDENACIÓN DE DAVID
(9 de Septiembre de 2007)

Queridos hermanos sacerdotes, querido P. Provincial y comunidad de P.P.Trnitarios queridos amigos y hermanos. A todos os saludo con mucho cariño y especialmente a ti querido David y a tus padres, familiares y amigos.

Dice el evangelio que Jesús recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en las sinagogas, anunciando el evangelio del Reino y curando todas las enfermedades y dolencias; y que al ver a las gentes se compadecía de ellas porque estaban como ovejas sin pastor. El Señor se conmueve al contemplar la desorientación de aquellas gentes e invita a rogar al dueño de la mies y del rebaño que envíe más trabajadores.

Y el Padre, que nunca nos abandona, sigue llamando nuevos pastores y les sigue invitando a su seguimiento. Es un llamamiento sumamente exigente y radical. Lo acabamos de oír: “Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío. Quien no lleve su cruz detrás de mi, no puede ser discípulo mío”. Es un llamamiento muy radical, pero es un llamamiento que llena el corazón. Tu, querido David, escuchaste un día esa invitación del Señor. El Señor te dijo : ven y sígueme, ven conmigo y vive como yo y contempla el mundo con la misma mirada con que yo lo contemplo y con el mismo corazón con que yo lo amo. Y tu te fiaste de Él y, en la Orden Trnitaria, te pusiste en camino. Y hoy, en la persona del Obispo, el mismo Señor, te vuelve a llamar confirmando aquella primera invitación y te envía al mundo para que, por tu ministerio apostólico, esa multitud desvalida y desorientada que puebla nuestros barrios, aldeas y ciudades, se encuentre con Cristo y en Él descubra el camino hacia el Padre, fuente de todo bien, la verdad sobre el hombre, sobre su existencia, sobre su origen y su destino y la vida en plenitud que le colme de felicidad.

Por el sacramento del Orden el Espíritu del Señor te va a enriquecer con sus dones para convertirte en pastor al servicio del supremo Pastor que es Jesucristo. Hoy podrás decir con palabras de S. Pablo: “Cristo Jesús me consideró digno de confianza (...) y la gracia del Señor sobreabundó en mi” ( 1 Tim. 1, 13-14). Sólo se puede ser pastor del rebaño de Cristo por medio de Él y en la más íntima comunión con Él. Sólo se puede ser apóstol viviendo en Él y estando con Él. El sacerdote, mediante el sacramento del orden es insertado totalmente en Cristo para que actuando con Él y como Él le haga presente entre los hombres cumpliendo permanentemente la profecía de Ezequiel: “Yo mismo en persona cuidaré de mi rebaño y velaré por él (...) los recobraré de todos los lugares donde se habían dispersado en días de nubes y de brumas (...) buscaré la oveja perdida, tomaré la descarriada, curaré a la herida y sanaré a la enferma” (Ez. 34, 11 sig.).

El Señor hoy te va a ungir y te va a enviar, como dice el profeta, para “anunciar el evangelio a los que sufren, para vendar los corazones desgarrados, para proclamar la amnistía a los cautivos y a los prisioneros la libertad (...) para consolar a los afligidos (...) y para cambiar su ceniza en corona y su traje de luto en perfume de fiesta” (Is. 61,1-3).

En su discurso sobre el buen pastor, del evangelista S. Juan, no señala Jesús tres cualidades esenciales del verdadero pastor, que hoy me gustaría meditar con vosotros. El verdadero pastor da su vida por las ovejas; las conoce y ellas le conocen a él; y está al servicio de la unidad. La primera cualidad del verdadero pastor es estar dispuesto a dar la vida por las ovejas. El Señor no nos pide a los pastores una parte de nuestro tiempo o de nuestras cualidades o de nuestro esfuerzo. El Señor nos lo pide todo. Nos pide entregar totalmente nuestra vida. El celibato sacerdotal es signo de esa entrega total. Es la expresión de nuestra total entrega al Señor en quien descansan y se nutren, sin mediaciones humanas, todos nuestros afectos; y la expresión también de nuestra total y gozosa disponibilidad para el servicio del Reino de Dios.

El verdadero pastor no vive para sí mismo sino para Aquel que es su Señor y para todos aquellos que su Señor, por medio de la Iglesia, le confíe. El verdadero pastor muere cada día, como Cristo en la cruz, para que aquellos que el Señor ha puesto bajo su cuidado encuentren la vida verdadera. “Llevamos siempre en nuestros cuerpos por todas partes el morir de Jesús a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo” (II Cor.4,10). Este morir para que otros tengan vida, que nos revela el misterio de la cruz, está en el centro mismo del servicio de Jesús como Pastor y está también, por tanto, en el servicio del sacerdote a la Iglesia. Jesús entrega su vida a los hombres por amor y la entrega libremente. Y esta entrega del Señor se perpetúa en la Eucaristía, cada día, por manos del sacerdote. Por eso Eucaristía y sacerdocio son inseparables. La Eucaristía es el centro de la vida del sacerdote. No puede haber otro centro. Toda la vida del sacerdote es eucarística. Toda la vida del sacerdote es conformación con la cruz del Señor en el misterio eucarístico que celebra cada día. Y este momento, el más importante del día, en que el sacerdote celebra la eucaristía da sentido a todas sus palabras, sus obras y sus pensamientos. La Eucaristía es la vida del sacerdote. La Eucaristía alimenta su oración y le consuela en el sufrimiento y le llena de gozo en la acción de gracias por todos los dones que continuamente recibe del Señor, y es el lugar donde diariamente hace la ofrenda de su vida y vive íntimamente su comunión plena con el Santo Padre y con su obispo y con sus hermanos presbíteros y con su comunidad religiosa y donde, unido a la Santísima Virgen y a todos los santos, renueva constantemente su vocación de santidad. La Eucaristía le permite al sacerdote vivir todas las
circunstancias de su vida en estrecha intimidad con Aquel que en la cruz reconcilió a los hombres con Dios y ha querido confiarle, en un derroche de misericordia, el ministerio de la reconciliación. Este ministerio de la reconciliación que el Señor ha querido confiarnos y que nos convierte en instrumentos de la misericordia entrañable de nuestro Dios nos hace vivir la Eucaristía como la fuente de la que brota constantemente el manantial de la gracia divina.

La Eucaristía debe llegar a ser para nosotros los sacerdotes una escuela de vida en la que aprendamos a entregar nuestra vida. La vida no se da sólo en el momento de la muerte o en el momento del martirio, si es que el Señor nos concediera esa gracia. La vida debemos darla día a día. Debemos aprender continuamente que no nos poseemos a nosotros mismos, sino que somos posesión del Señor.

Una segunda cualidad del pastor es conocer a las ovejas. El Señor nos dice: “Conozco a mis ovejas y las mías me conocen a mi, igual que el Padre me conoce y yo conozco al Padre” (Jn.10,14-15). Jesús ha querido unir aquí dos relaciones: la relación entre Jesús y el Padre y la relación entre Jesús y los hombres encomendados a Él. Son dos relaciones inseparables porque la misión de Jesús es llevar a los hombres al Padre. De la misma manera en la relación del sacerdote con los hombres no podemos perder de vista nuestra relación con Cristo y por medio de Cristo con el Padre. Hemos de conocer a todos aquellos que el Señor nos confíe y hemos de quererles, especialmente a los mas pobres y a los mas necesitados de amor. Y hemos de sabernos situar en el contexto cultural en que vivimos. Y hemos de ser conscientes de lo que los hombres de nuestro tiempo buscan y necesitan; y de saber reconocer cuales son sus inquietudes, y sus preguntas y sus vacíos y sus soledades y sus desiertos. Todo eso debemos conocerlo estando muy cercanos a ellos y escuchándoles con verdadero interés y respeto; y saliendo en busca de la oveja perdida. Pero ese conocimiento y esa relación con los hombres debe ir unida a nuestra relación con Cristo y por medio de Cristo con el Padre. Porque, solamente por nuestra relación con Cristo y con el Padre y por el don de su Espíritu Santo, podremos entrar en el misterio del hombre y en sus necesidades más profundas y en su pecado, causa última de todos sus sufrimientos, para llevarle a Cristo y por medio de su Iglesia hacer posible que sean curadas sus heridas y renazca en el la esperanza y descubra el amor que Dios le tiene. Nosotros hemos de conocer a los hombres y hemos de acercarnos a ellos, pero con el conocimiento de Cristo y en el corazón de Cristo, para que los hombres, nuestros hermanos, descubran su dignidad de hijos de Dios y puedan encontrar en Cristo la luz que alumbre sus tinieblas y el amor que sane todas sus enfermedades. Hemos de hacernos cercanos a los hombres, pero no para que se vinculen a nosotros, sino para que se vinculen a Cristo, al Corazón de Cristo y en Él encuentren todas las riquezas del amor divino. El mundo necesita descubrir el amor divino. El mundo necesita a Dios. Los hombres necesitan a Dios. En esta cultura nuestra occidental, tan descreída, en la que la dignidad de la vida humana se va deteriorando por momentos, hacen falta sacerdotes que asuman con valentía la misión salvadora de Jesús y hablen a los hombres de Dios. El mundo necesita sacerdotes santos que estén íntimamente unidos a Dios y que hablen de Dios. Estar con Dios y hablar de Dios, eso es lo que el mundo pide a los sacerdotes. Estar con Él por la oración, por el amor y por la obediencia interior a la voluntad del Padre. Y hablar de Él, predicando fielmente el evangelio de Cristo, en comunión con la Iglesia. El sacerdote tiene que alimentar en los hombres, con la predicación del evangelio y con el testimonio de su vida, la confianza en el amor y en el poder de Dios.

Por último, el Señor nos habla del servicio a la unidad encomendada al Pastor: “Tengo además otras ovejas que no son de este redil; también a esas las tengo que traer, y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño y un solo pastor” (Jn 10,16). El gran deseo del Señor es la unidad: “que todos sean uno para que el mundo crea que tu me has enviado”. Unidad y misión van estrechamente unidas. No es posible la misión en una Iglesia desunida. Los sacerdotes hemos de ser constructores de unidad. Viviendo en primer lugar la unidad en nuestras propias vidas: entregándonos al Señor con un corazón indiviso, siendo siempre sacerdotes en nuestros pensamientos, palabras y acciones y mostrándonos en todos los momentos ante los hombres como sacerdotes, en nuestro modo de comportarnos, en nuestro modo de hablar y de dirigirnos a la gente, en nuestros gestos y actitudes para que cualquiera pueda acudir a nosotros cuando nos necesite y nuestra vida sea un signo de Cristo, Pastor, en medio del mundo.

Y hemos de ser constructores de unidad en nuestras comunidades cristianas, siendo para todos vínculo de unión, acogiendo con amor y gratitud todos los carismas que el Señor quiera regalarnos y ayudando a cada uno a descubrir su propia vocación, poniendo un cuidado muy especial en el discernimiento de las vocaciones al ministerio sacerdotal y a la vida consagrada. El Señor sigue llamando a muchos jóvenes a vivir una vocación de especial intimidad con Él y de servicio a la Iglesia. Pero Él ha querido que esa llamada llegue, en muchos casos, a través de nuestro ministerio sacerdotal. Es muy grande nuestra responsabilidad en la pastoral vocacional y no podemos olvidarla.

Y hemos de ser constructores de unidad en la sociedad misma, hoy tan dividida y fragmentada, fomentando en nuestros ambientes todo lo que sea provechoso para la convivencia pacífica y para la defensa de la vida humana y de la familia y de la dignidad de la persona humana.

La unidad es la condición para la misión. Tenemos que sentirnos Iglesia misionera. “Tengo otras ovejas que no son de este redil: también a estas las tengo que traer”. La misión joven que este año hemos vivido en la diócesis en la diócesis con entusiasmo ha de despertar en todos el deseo de salir de nuestras rutinas y de nuestros comportamiento, a veces, demasiado cómodos, para llegar a esa gran multitud de ovejas sin pastor que Jesús contemplaba lleno de compasión. No podemos quedarnos impasibles y quietos ante el espectáculo de tantas personas alejadas de Dios. Hay mucha gente que trata de presentar un mundo sin Dios. Pero un mundo sin Dios es inexplicable. Sin Dios es imposible explicar razonablemente la maravilla del mundo y de la vida. Nosotros, que desde la luz de la fe, gozamos, de esa maravilla no podemos dejar que tantos hermanos nuestros, muchos de ellos quizás muy cercanos y muy queridos, se vean privados de ese gozo. Ser misionero es sentir el deseo de que todos puedan compartir con nosotros la alegría de conocer a Jesucristo para trabajar unidos en la construcción de un mundo justo, en el que no tengamos que contemplar el escándalo de la pobreza y la miseria de millones de hombres que se ven obligados a salir de sus países buscando una vida más digna. Ser misioneros es abrir las puertas de la Iglesia a todos los hombres para que en ella se encuentre como en su propia casa y en ella descubran a Aquel, que muriendo en una cruz y resucitando al tercer día nos ha revelado la sabiduría infinita de Dios. Una sabiduría que rompe todos los esquemas humanos.

Como ves, querido David, todo esto tiene mucho que ver con tu vocación trinitaria. El Señor ha querido llamarte al sacerdocio en La Orden de la Santísima Trinidad. Y el carisma propio de esta Orden, que el Señor quiso regalar a la Iglesia por medio de S. Juan de Mata y de S. Juan Bautista de la Concepción ,va a marcar tu sacerdocio con un acento especial que lo enriquecerá y lo llenará de vigor apostólico. “ Vuestra espiritualidad - decía Juan Pablo II al Capítulo General de la Orden en el año 2001 - os sitúa en el centro mismo del Mensaje Cristiano: el amor de Dios Padre, que abraza a todos los hombres mediante la Redención de Cristo, en el don permanente del Espíritu Santo (...) “Vivid” con pasión lo que “sois” abriéndoos con confianza al futuro. En una época marcada por una preocupante “cultura del vacío” y por existencias “sin sentido” estáis llamados a anunciar , sin componendas, al Dios Trino, al Dios que escucha el grito de los oprimidos y de los afligidos. Ojalá que en el centro y en la raíz de vuestro compromiso apostólico esté siempre la santísima Trinidad. Que la comunión trinitaria sea para todos y cada uno fuente, modelo y fin de toda acción pastoral”. Esto es lo que hoy te deseo de todo corazón a ti, David, y a toda la familia trinitaria que te acompaña.

Que la Virgen Santísima a la que la Orden Trinitaria venera con el hermoso título de Ntra. Sra. de los Remedios, te proteja y te guíe y haga de ti un santo sacerdote. Que encuentres siempre en Ella a la Madre, que nunca te va abandonar y a la Maestra que te enseñará a vivir cerca de Jesús, a confiar en su amor y a compartir con Él, el dolor de la cruz y el gozo de la resurrección.

Que la Virgen María sea para todos nosotros, que estamos participando con gozo en esta celebración, nuestra Madre en la oración, en el amor, en la obediencia fiel y en la fuerte esperanza. Amén

Ordenacion presbiteros

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ORDENACIÓN DE PREBÍTEROS

(12 de Octubre de 2007)
(Hech. 2,14.36-61; I Ptr. 2.20-25; Jn. 10,1-10)

Queridos sacerdotes, queridos seminaristas, queridos amigos y hermanos; y muy especialmente queridos diáconos, que hoy vais a recibir el Sagrado Orden del Presbiterado. Saludo con mucho afecto a vuestros padres y familiares: ellos han tenido una parte muy importante en vuestra vocación y estoy seguro de que están viviendo este momento con mucha alegría y emoción. Para todos: mi gratitud y mi cariño.

Hemos escuchado en el evangelio las palabras de Jesús en las que Él explica el sentido de su vida y de su ministerio con la imagen del pastor. Jesús lleva a su cumplimiento la profecía de Ezequiel: “Yo mismo, en persona, cuidaré de mi rebaño y velaré por él. Como un pastor vela por su rebaño cuando se encuentra en medio de sus ovejas dispersas, así velaré yo por mis ovejas” (Ez. 34,11). En Jesús no puede haber más cercanía de Dios. En Jesús, Dios aparece entre nosotros como el Pastor del que nos habla el salmo 22. Estando junto a Jesús, podemos decir como el salmista: El Señor es mi Pastor y nada me falta (...) Su bondad y su misericordia me acompañan todos los días de mi vida”.

Sin embargo, cuando leemos el evangelio de S. Juan llama la atención que no comience este importante discurso sobre el Buen Pastor diciendo Jesús. “Yo soy el Buen pastor”; sino que comienza utilizando otra imagen. Comienza diciendo: “Yo soy la Puerta”. “Os aseguro que el que no entra por la puerta en el aprisco de las ovejas, sino que salta por otra parte, ese es ladrón y bandido; pero el que entra por la puerta es pastor de las ovejas” (Jn.10,1).Para ser verdadero pastor y no salteador hay que entrar por la puerta, que es Cristo; hay que entrar en comunión personal con Cristo. Si pretendemos entrar por otras puertas: por la puerta de nuestros intereses personales, o por la puerta de nuestro afán de protagonismo o por la puerta de los dictados de este mundo, nos convertimos en ladrones y bandidos. Sólo hay una puerta para entrar en el cuidado del rebaño; y esa puerta es Jesús.

Queridos diáconos, que hoy vais a ser ordenados presbíteros, el Señor os llama para hacerse presente, por medio de vosotros, entre los hombres como el Pastor Bueno que cuida con amor de su pueblo. Y sólo le haréis presente si entráis por la puerta que es Jesús, viviendo íntimamente unidos a Él y teniendo sus mismos sentimientos. Toda la vida del Señor es manifestación constante de un amor que da la vida. El siente compasión de las gentes, porque están cansadas y abatidas como ovejas sin pastor (cf. Mt.9, 35-36); Él busca las ovejas dispersas y las descarriadas (cf. Mt. 18,12-14) y hace fiesta al encontrarlas; Él las recoge y las defiende, conoce a cada una por su nombre (cf. Jn. 3), las conduce hacia los pastos frescos y hacia las aguas tranquilas (Cf Sal 22) y para ellas prepara una mesa alimentándolas con su propia vida.

Los que somos invitados para ser con Jesús pastores de su pueblo hemos de tener una plena conciencia de que el rebaño que se nos confía no es nuestro, sino de Jesús y, por tanto la Palabra que hemos de predicar no es nuestra palabra, sino la Palabra de Jesús, y los gustos y preferencias que hemos de manifestar no han de ser nuestros gustos y preferencias sino únicamente los gustos y preferencias de Jesús. Sólo es buen pastor el que entra a través de Jesús y sabe que el pueblo que tiene que cuidar no es propiedad suya, sino que es propiedad del Señor.

Para cuidar todo esto hemos de tener una honda vida espiritual y hemos de tener siempre muy claro a la hora de organizar nuestra vida sacerdotal cuales han de ser nuestras principales prioridades y los aspectos más esenciales de la misión que se nos confía.

En un encuentro del Papa Benedicto XVI, este verano, con un grupo de sacerdotes, uno de ellos le preguntaba: “Santo Padre ¿hacia que prioridades debemos hoy orientar nuestro ministerio los sacerdotes para evitar, en medio de nuestras múltiples actividades, la fragmentación y la dispersión?. Y el Papa haciendo referencia al discurso de Jesús a los setenta y dos discípulos que son enviados a la misión se fija en tres importantes imperativos: orad, curad y anunciad. Esas han de ser nuestras prioridades.

En este día de vuestra ordenación sacerdotal grabad en lo profundo de vuestro corazón estos tres imperativos de Jesús que nos recuerda el Papa: orad, curad, anunciad. Así entraréis por la Puerta que es Cristo y seréis pastores según su corazón.

En primer lugar, “orad”. El primer deber y la primera misión pastoral del sacerdote es la oración. Sin vida de oración nada puede funcionar. El sacerdote vive en Dios y para Dios y toda su vida ha de trasparentar a Dios: sus palabras, su pensamientos, sus acciones, sus deseos. Todo en la vida del sacerdote tiene que hablar de Dios. Esto es lo que el mundo quiere de nosotros. El sacerdote tiene que llevar a Dios a la vida de los hombres, para que la vida de los hombres, abriéndose al Misterio divino, que es Misterio de amor, alcance toda su belleza y plenitud. Pero para que esto sea posible el sacerdote necesita un trato personal, intimo y gozoso con el Señor. El sacerdote debe vivir una relación profunda y verdadera de amistad con Dios en Cristo Jesús, encontrando en la oración su alimento, su vida y su descanso.

En ese trato personal con el Señor la Eucaristía de cada día es el encuentro más fundamental. En la Eucaristía el Señor habla con nosotros y nosotros hablamos con el Señor. La Eucaristía es el momento más íntimo de unión con el Señor y de identificación con Él. Es el momento en el que uniendo nuestra vida al sacrificio redentor de Cristo nos ofrecemos al Padre para que, por el don de su Espíritu Santo, nos convierta en instrumentos suyos para llevar a todos los hombres su entrañable misericordia y la gracia de su redención. En la vida del sacerdote, no cabe mayor intimidad con Cristo que la que se realiza cuando con el pan y el vino en sus manos pronuncia las palabras de la consagración “Tomad y comed esto es mi cuerpo que será entregado por vosotros (...) tomad y bebed esta es mi sangre que será derramada por vosotros”. En ese momento el sacerdote, contemplando cómo el Señor se entrega en sus manos, puede decir con toda verdad las palabras del apóstol: “Vivo yo, pero no soy yo Es Cristo quien vive en mi”. La Eucaristía configura la vida del sacerdote de tal manera que la convierte en alimento para el mundo, haciendo de ella un don para la humanidad. Cuando el sacerdote vive de la Eucaristía, se entrega a sus hermanos hasta tal punto que ya no tiene tiempo para sí: todo su tiempo es para los demás y sus energías y su trabajo y sus penas y sus alegrías, todo va orientado hacia aquellos que el Señor le ha confiado, para que conozcan y amen a Cristo y lleguen al conocimiento de la verdad.

En este vivir constantemente en la presencia del Señor ocupa un lugar muy importante la liturgia de las Horas. Con esta preciosa oración que la Iglesia nos regala, entramos en la gran plegaria de todo el Pueblo de Dios, recitando los salmos del antiguo Israel con la luz de Cristo resucitado, recorriendo el año litúrgico y las grandes solemnidades cristianas y alimentando nuestra fe con la palabra divina y la doctrina de los Padres de la Iglesia.

Y esta viva presencia del Señor hará que el sacerdote busque momentos de soledad y silencio para estar con Él. La oración personal hará que la oscuridad de nuestra vida se ilumine con la claridad de sus Palabra y nuestras penas y temores encuentren en la intimidad con Cristo el consuelo y la fortaleza; y hará también, cuando el Señor así lo permita y quiera purificarnos, que en lo momentos de sequedad y tinieblas le busquemos con esperanza y le pidamos con humildad y perseverancia que nos muestre su Rostro y nos haga sentir sus delicias.

El segundo imperativo que Jesús plantea a sus discípulos es “curad”. “ Curad a los enfermos y decidles: el Reino de Dios está cerca de vosotros” (Lc. 10,9). El Señor nos invita a estar siempre muy cerca de los enfermos, de los abandonados y de todos los necesitados. Ellos han de ser el objeto de nuestra mayor preferencia. Hay mucha gente herida por el fracaso y la soledad. Hay muchas personas que, incluso en medio de la opulencia, están interiormente marginadas y han perdido la esperanza. En medio de nosotros hay mucha hambre de vida y de justicia; hay mucha hambre de verdad; hay mucha hambre de Dios.

Cuando Jesús habla de curar se refiere a todas las necesidades humanas, que van siempre desde las necesidades materiales más materiales hasta las mayor y mas profunda de todas las necesidades que es la necesidad de Dios. Es un curar que muestra el amor de la Iglesia a todos los que viven abandonados. Pero para amar y curar hay que conocer. El buen pastor debe conocer las ovejas. “El va llamando a sus ovejas por el nombre (...) y las ovejas lo siguen, porque conocen su voz” (Jn.10,3). Es un conocimiento que cura y da la vida. El buen pastor cura a sus ovejas dando la vida por ellas. El sacerdote no puede vivir en un mundo fabricado por su imaginación, separado de la realidad en la que se mueve la vida de los hombres. Es preciso conocer a las ovejas, tener relaciones y encuentros verdaderamente humanos con las personas que le han sido encomendadas. El sacerdote ha de tener “humanidad”, ha de ser “humano”, como Cristo, el Hijo de Dios, que se hizo hombre y así elevó a la más alta dignidad todo lo que es auténticamente humano.

Y, por eso, porque en el hombre, lo divino y lo humano van siempre juntos formando una unidad inseparable, también a este “curar”, en sus múltiples formas pertenece el ministerio sacramental propio del sacerdote. Especialmente el ministerio de la Reconciliación es un acto de curación extraordinario que el hombre necesita para estar totalmente curado. En el sacramento de la Reconciliación el hombre se encuentra con la misericordia divina que es capaz de dar vida a lo que está muerto y de transformar los males en bienes. El sacramento de la Reconciliación hace posible que donde abundó el pecado sobreabunde la gracia.

Realmente, no solo en el sacramento de Reconciliación, sino también en todos los sacramentos se realiza esta curación sacramental. Empezando por el bautismo, que significa la renovación total de nuestra existencia, en todos los sacramentos, particularmente en la unción de los enfermos, el Señor se acerca de nuestras vidas, por medio del ministerio del sacerdote para aliviar nuestro dolor y llenar nuestra vida de esperanza.

Los sacerdotes hemos de pensar y tener siempre muy presentes en nuestro corazón las muchas enfermedades de los hombres de nuestro tiempo y sus grandes necesidades morales y espirituales para denunciarlas y afrontarlas con fortaleza, orientando hacia Cristo la mirada de los hombres y conduciéndoles hacia Él. Sólo en Cristo, vivo en la Iglesia, encontrarán los hombres la curación de sus males y el fundamento de su inviolable dignidad.

Y, finalmente, el tercer imperativo de Jesús, que nos recuerda el Papa “anunciad”. Nuestra misión es anunciar el Reino de Dios: “En la ciudad en que entréis, curad a los enfermos y decidles: El Reino de Dios está cerca de vosotros” (Lc. 10,9). Nuestra misión es anunciar el Reino de Dios. Y el Reino de Dios es Dios mismo, vivo y presente en medio de nosotros por medio de Jesucristo, el Hijo de Dios, hecho hombre, que permanece entre nosotros en su Iglesia Santa. El Reino de Dios no es un utopía lejana, un mundo idílico que no sabemos si llegará algún día. El Reino de Dios es algo muy real. El Reino de Dios es Dios mismo, es Dios que se ha acercado a los hombres, es Dios que se ha hecho infinitamente cercano a nosotros en su Hijo Jesucristo. El sacerdote tiene que anunciar esa cercanía de Dios y no sólo anunciarla sino también hacerla viva entre los hombres mediante su predicación, mediante la celebración de los sacramentos y mediante el testimonio de su propia vida: una vida llena de Dios y que hable de Dios. En el ministerio de los sacerdotes los hombres deben percibir la humanidad de Dios: deben percibir la cercanía de un Dios que por nosotros y por nuestra salvación se hizo hombre, encarnándose en las entrañas de la Virgen María y perpetuando esa encarnación, por el ministerio de los sacerdotes, en las entrañas maternales de la Iglesia.

Anunciar el Reino de Dios quiere decir hablar de Dios hoy, traer a Dios a la realidad de nuestro mundo, hacer presente la Palabra de Dios, hacer presente el Evangelio, hacer presente al Dios que ha querido permanecer con nosotros en la Eucaristía . Y para que esto sea posible el Señor ha querido regalar a su Iglesia el ministerio sacerdotal. ¡ Que grande es el don que se nos concede! Y ¡qué grande es también nuestra responsabilidad!. Sólo la misericordia de Dios hará posible que, a pesar de nuestra debilidad y pobreza, los sacerdotes podamos estar siempre a la altura del ministerio que se nos confía.

Por eso en la vida de los sacerdotes es fundamental la virtud de la humildad, que es la puerta de todas las virtudes. Una humildad que no haga comprender los límites de nuestras fuerzas, que nos haga reconocer nuestra pobreza y nuestro pecado y que nos haga poner nuestra fuerza y nuestra confianza sólo en el Señor.

En esta fiesta de la Virgen del Pilar nos acogemos a su amor maternal y le pedimos que cuide de nosotros los sacerdotes, especialmente de los que hoy van a ser ordenados, que cuide de aquellos a quienes su Hijo ha elegido para hacer presente en el mundo el Misterio de su Redención. Que la Virgen María nos muestre a Jesús y haga posible que toda nuestra vida y nuestro ministerio sacerdotal sea cauce seguro e instrumento dócil, en sus manos, para que llegue a todos los hombres el amor y la misericordia de su Hijo Jesucristo. Que como decimos y pedimos en la oración propia de este día, el Señor nos conceda, por intercesión de María, en su advocación del Pilar: fortaleza en la fe, seguridad en la esperanza y constancia en el amor. Amen