Carta con motivo de la Semana contra la Pobreza 2009

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Getafe, 12 de febrero de 2009

Queridos amigos y hermanos:

Nuestra Cáritas Diocesana ha organizado una Semana contra la Pobreza del 16 al 20 de Febrero con el fin de sensibilizar e informar a la población de la Diócesis de Getafe de las situaciones de Pobreza existentes y dar a conocer algunas de las respuestas que desde Cáritas y otras entidades e instituciones se están ofreciendo.

Así mismo nos informa de que, con esta Semana, se pretende fomentar la Cultura de la Vida, de la Gratuidad, y de la Solidaridad entre la población y, de denunciar las causas y las consecuencias que la pobreza está generando. Soy consciente del esfuerzo que están haciendo las comunidades parroquiales ante esta situación de crisis para ofrecer pequeñas esperanzas diarias a tantas personas que acuden a las Cáritas en las Parroquias. Os animo y acompaño en esta tarea.

En esta misma línea de trabajo, esta Semana contra la Pobreza no puede pasar inadvertida para nuestras Comunidades Cristianas. Lo recordábamos los Obispos en el documento “La Iglesia y los pobres” al afirmar: “La Iglesia debe escuchar con oídos de fe ese grito de los pobres, oyendo en su clamor la voz del Siervo de Yahvé, del Hijo de Dios que, siendo rico, se hizo pobre por nosotros (2Cor 8,9), llamó bienaventurados a los pobres, porque de ellos es el Reino de los Cielos (Lc 6,20), y advirtió que tomaría como hecho a su misma persona lo que hiciéramos con ellos. (Mt 25,31-46).

En al año 2000, 189 jefes de Estado y de Gobierno firmaron los Objetivos de Desarrollo del Milenio mediante los cuales los países ricos y pobres se comprometían, antes del 2015, a hacer todo lo posible para erradicar la pobreza, promover la dignidad humana y la igualdad, alcanzar la paz y la democracia y la sostenibilidad ambiental, pero no parece que se avance mucho en este sentido. Este año ya hay 50 millones más de personas con hambre. Juan Pablo II decía: “¿Cómo es posible que, en nuestro tiempo, haya todavía quien se muere de hambre; quien está condenado al analfabetismo; quien carece de la asistencia médica más elemental; quien no tiene techo donde cobijarse” (Novo Millenio Ineunte) nº 50.

Por eso, toda campaña que ayude a sensibilizar y a trabajar contra la pobreza y exclusión debe ser, animada y apoyada desde nuestras comunidades. Os invito personalmente a participar en los actos que consideréis pertinentes y difundáis la Semana en vuestras comunidades, pueblos y barrios.

Con mi afecto y mi bendición,

+ Joaquín María López de Andújar y Cánovas del Castillo
Obispo de Getafe

 

Carta a los monaguillos

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Carta del Obispo de Getafe, D. Joaquín María a los monaguillos

Lunes 2 de febrero de 2009, Presentación del Señor

Queridos monaguillos:

Cuando os veo en vuestras parroquias ayudando en el altar a los sacerdotes, me da mucha alegría y me recuerda los años en los que yo también fui monaguillo y el Señor me fue descubriendo lo que quería de mí. Los monaguillos tenéis el privilegio de estar muy cerca de Jesús, y de sentir el gran amor que Él os tiene. Podéis estar seguros de que Él os mira con mucho cariño y, como a los apóstoles, os dice: vosotros sois mis amigos.

Jesús es vuestro amigo, no lo dudéis. Esto es algo estupendo: tener un amigo que siempre va a estar a vuestro lado y que nunca os va a fallar. No os separéis jamás de Él. Cultivad esta amistad y hablad mucho con Jesús. Cuando lleguéis a la Iglesia, lo primero que tenéis que hacer es dirigiros al Sagrario para decirle a Jesús: “Aquí estoy Señor, quiero hacer siempre lo que a Ti te gusta. Ayúdame a conocer tu voluntad. Gracias, por poder estar contigo, muy cerca de Ti, en el altar. Me gusta mucho estar contigo. Quiero estar siempre contigo. No permitas, Jesús, que me separe de Ti. Ayúdame a
servirte hoy y siempre como Tú mereces”.

Esta amistad con Jesús la tienen que notar todos los que os vean actuar en el altar. La tienen que notar en vuestro recogimiento y en vuestro modo de comportaros. Tienen que darse cuenta enseguida de que ese monaguillo que está ayudando en el altar hace las cosas, con cuidado, sin distraerse, no para que le vean, sino porque le brotan del corazón; tienen que darse cuenta de que ese monaguillo trata a Jesús con una intimidad muy especial

El vínculo de amistad con Jesús tiene su fuente y su cumbre en la Eucaristía. Vosotros estáis muy cerca de Jesús en la Eucaristía y éste es el mayor signo de su amistad para cada uno de nosotros. No lo olvidéis. Y por eso os pido que, aunque ayudéis muchas veces a Misa, no caigáis en la rutina, ni hagáis las cosas de una manera automática. Que cada día descubráis, como si fuera la primera vez, que lo que sucede en el altar es algo muy grande. Pensad que el Dios vivo está ahí, junto a vosotros y que Dios os ha puesto a su lado para que otras personas viendo vuestro comportamiento sientan también el deseo de estar junto a Él.

Cuando realizáis vuestro servicio con plena conciencia os convertís en verdaderos apóstoles y los frutos de vuestro apostolado lo notarán en vuestra familia, en el colegio, y en el trato con los amigos.

El amor de Jesús que recibís en la liturgia llevadlo a todas las personas, especialmente a aquellas a quienes os dais cuenta de que les falta el amor, que no reciben bondad, que sufren y están solos. Como amigos íntimos de Jesús tenéis que ser los mensajeros de su amor en todas partes. Así el Pan, que veis partir en el altar, haréis que se multiplique más y más y comprenderéis que vosotros, lo mismo que los Apóstoles, podéis ayudar a Jesús a repartir su Pan de Vida y de Amor a mucha gente.

La amistad con Jesús es el don más maravilloso de la vida y vosotros tenéis la alegría de renovarlo cada vez que ayudáis a Misa. Permaneced siempre fieles a esta amistad, leyendo y meditando el Evangelio, alimentándoos de la Eucaristía y dedicando tiempo a la adoración de Cristo en el Sagrario. Así seréis auténticos discípulos del Señor, dispuestos siempre a responder con alegría y confianza a lo que os pida, especialmente si algún día os pide que estéis aún mas cerca de Él, llamándoos a ser “pescadores de hombres”

Queridos monaguillos, rezaré mucho a Jesús por vosotros para que crezca vuestra amistad con Él y también os pido que recéis por mi.

Os abraza y bendice, vuestro Obispo:
+ Joaquín María. Obispo de Getafe

Carta a las familias

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¡GRACIAS, FAMILIA!

Queridísimas familias,

La solemnidad de la Sagrada Familia, celebrada en el marco admirable de la Navidad, me ofrece una ocasión privilegiada para dirigirme a vosotras, entrar en vuestros hogares y saludaros personalmente, con afecto paternal. Lo hago desde mi condición de Pastor y Servidor vuestro, en la Iglesia de Getafe que camina al encuentro del Rey de la gloria, en nuestro Sur de Madrid. Nos hallamos en un momento de capital importancia para el futuro de la familia y, por lo tanto, de la sociedad y de la Iglesia. La familia es uno de los bienes más grandes y sagrados de la humanidad de todas las épocas y culturas. Sin la familia, la Iglesia y la sociedad desaparecen. Sin ella, el hombre queda huérfano en un mundo de intereses egoístas, sometido a la lógica de la manipulación. ¿No será ésta la razón última del desprecio que algunos manifiestan hacia la familia y la causa de los múltiples atentados a los que se ve sometida en nuestra sociedad? Ciertamente la familia sufre una situación muy desconcertante. Por una parte, es una institución altamente valorada de modo privado por las personas; pero, por otra, es muchas veces vilipendiada en su dimensión social(1). Es tarea ineludible de la Iglesia defenderla, fortalecerla, acompañarla y sostenerla. ¡La Iglesia no es indiferente a vuestros gozos y esperanzas, tristezas y angustias! (2). Ella os acompaña con su solicitud maternal y os alienta a seguir siendo iglesia doméstica, santuario de la vida y esperanza de la sociedad.

DOY GRACIAS A DIOS POR CADA UNA DE VUESTRAS FAMILIAS, Y POR LA PASTORAL FAMILIAR EN NUESTRA DIÓCESIS

Con esta carta quiero, en primer lugar, dar gracias a Dios por cada una de vuestras familias y por el bien insustituible que aportáis a nuestra diócesis y a toda la sociedad. También quiero mostraros mi profunda gratitud, queridas familias, por el papel tan importante que jugáis en nuestro mundo actual, tan necesitado de contemplar en vosotros el verdadero amor. Os agradezco de corazón todas las acciones que estáis promoviendo en el ámbito de la Pastoral Matrimonial y Familiar, y en el de la defensa de la dignidad de la vida humana. He tenido la dicha de compartir con vosotros momentos verdaderamente inolvidables en multitud de encuentros parroquiales o diocesanos, durante el curso y en verano, en los que he podido experimentar con vosotros la belleza del plan de Dios sobre la familia. Sois la esperanza del mundo.

¿Cómo no agradecer a Dios, y a cada uno de vosotros, el testimonio de vuestro amor mutuo, de vuestra apertura al don divino de la vida, de vuestro respeto a su valor sagrado desde su concepción hasta su fin natural? ¿Cómo no agradecer vuestro precioso servicio a la Iglesia y a la sociedad en la educación integral de vuestros hijos? Y, ¿cómo no mostrar mi agradecimiento personal, y el de toda la comunidad diocesana, por vuestra colaboración en la construcción de la Iglesia y de la sociedad en sus diversos ámbitos?

Vuestra labor se concreta en múltiples acciones, todas ellas de un valor incalculable: en la transmisión de la fe a vuestros hijos y en el esfuerzo continuo por educarlos en las virtudes cristianas; en el cultivo de la oración y de la vida de piedad en la familia; en la vivencia de la caridad en el hogar, con el ejercicio del respeto, del amor mutuo y del perdón que cada día os ofrecéis; en el testimonio de vuestra fe y de vuestra esperanza en medio de las dificultades, problemas diversos y sufrimientos que acompañan la vida de vuestras familias. ¡Gracias, familias de la diócesis de Getafe, por vuestro luminoso testimonio de amor!

Además este testimonio vuestro no se encierra en los muros de vuestra vida familiar. Muchos de vosotros estáis implicados activamente en la vida de vuestras parroquias, movimientos y asociaciones. Desarrolláis una magnífica labor en la catequesis de adultos, jóvenes y niños. Prestáis un gran servicio en los centros escolares donde estudian vuestros hijos, vigilando que su educación sea íntegra y respetuosa con vuestras convicciones espirituales y morales. Quiero agradecer especialmente vuestra labor en las múltiples iniciativas que, en el campo de la Pastoral Familiar, habéis llevado a cabo durante estos años en nuestra joven diócesis de Getafe: la Delegación de Familia y Vida, que coordina y alienta múltiples actividades diocesanas; los distintos Centros de Orientación Familiar (COF) que se han abierto en nuestra diócesis y que ofrecen ayuda a las familias con dificultades, contando con la colaboración de profesionales capacitados; los cursos de educación afectivo-sexual para jóvenes y los cursos de monitores para el aprendizaje de los métodos naturales para la regulación de la fertilidad organizados por el COF; los Equipos Itinerantes de Pastoral Familiar, que han presentado en muchas parroquias el Directorio de la Pastoral Familiar de la Iglesia en España de la Conferencia Episcopal; el curso «Matrimonio y familia», puesto en marcha por el COF en colaboración con el Centro Diocesano de Teología. También quiero agradecer la labor de los movimientos familiares, como Encuentro Matrimonial, Encuentro de Novios, Familias de Nazaret, Hogares de Santa María, Acción Católica; y la de otros grupos que acompañáis a nuestras familias. Por último, he de mencionar también la labor cotidiana y silenciosa de nuestras parroquias, con sus sacerdotes al frente. En las parroquias encontráis el rostro más familiar de la Iglesia que os acoge con los brazos abiertos y que os ofrece un lugar para desarrollar vuestra vida familiar en la fe ¡Gracias a todos por vuestro servicio impagable a la causa del Evangelio de la familia y de la vida! ¡Gracias por vuestra participación en la construcción de la Civilización del Amor y de la Vida!

DIFICULTADES Y OBSTÁCULOS PARA LA TRANSMISIÓN DEL EVANGELIO DE LA FAMILIA Y DE LA VIDA

¡Muchas veces me habéis hecho partícipe de vuestras dificultades! Las conozco muy bien y, con vosotros, quiero cargarlas sobre mis hombros. Son muchos los obstáculos que todos encontramos en el anuncio del Evangelio de la familia y de la vida.

La raíz de todos los males es el olvido de Dios y de su amor, origen de la vida y de toda familia humana. Juan Pablo II, hablaba del « eclipse del sentido de Dios y del hombre, característico del contexto social y cultural dominado por el secularismo, que con sus tentáculos penetrantes no deja de poner a prueba, a veces, a las mismas comunidades cristianas”. Y después añadía: “ Quien se deja contagiar por esta atmósfera, entra fácilmente en el torbellino de un terrible círculo vicioso: perdiendo el sentido de Dios, se tiende a perder también el sentido del hombre, de su dignidad y de su vida»(3).

Hemos llegado a una situación en donde la verdad está siendo silenciada: la verdad del cosmos como obra del Creador, con sus leyes inmutables que lo rigen y ordenan, y que el hombre debe respetar; la verdad del hombre y de su naturaleza corporal y espiritual a la vez, de su origen y destino eternos y, por lo tanto, de su vocación y de su identidad más profunda. La crisis que sufrimos en la actualidad, más allá de la crisis económica, es una crisis de verdad, una crisis moral, una crisis de conceptos y de valores, cuya consecuencia inevitable es la crisis de sentido. Los términos «amor», «libertad», «entrega sincera», e incluso «persona», ya no significan lo que su naturaleza contiene.

Todavía seguimos padeciendo, y quizás con mayor intensidad, los perniciosos efectos de la llamada «revolución sexual» que comenzó en los años sesenta del siglo pasado. El amor, la sexualidad, el matrimonio, la familia y la procreación son realidades inseparables. Sin embargo la «revolución sexual» propugnó una libertad sin barreras, entendida como un proceso de liberación que supuestamente traería más felicidad a las personas. Ya era posible vivir una sexualidad liberada de la procreación gracias a la extensión de los anticonceptivos. Después vino el ejercicio de la sexualidad fuera del matrimonio, e incluso la sexualidad sin amor. ¡Cuánto sufrimiento han originado estos postulados! Detrás de todo esto encontramos una corrupción de la idea y de la experiencia de la libertad, concebida no como la capacidad para realizar la verdad del proyecto de Dios sobre el matrimonio y la familia, sino como una fuerza autónoma de autoafirmación, no raramente contra los demás, en orden al propio bienestar egoísta(4).

La sociedad, diseñada por los poderes culturales dominantes y atenazada cada día más por el llamado «pensamiento único», corre el riesgo de anclarse en la lógica utilitarista y hedonista, que sólo busca el interés y el disfrute personal, silenciando sistemáticamente las exigencias de verdad del hombre. A este interés y disfrute hedonista se consagra toda la vida. Se extiende una ignorancia llena de prejuicios sobre el sentido verdadero de la relación entre el hombre y la mujer, del matrimonio, de la paternidad y de la maternidad. Consecuencia lógica es la banalización del amor, el uso desordenado de la sexualidad al margen del amor y de la vida, la proliferación de la pornografía con la utilización y el desprecio que conlleva hacia la mujer y su dignidad, la violencia en los hogares, la extensión de la mentalidad divorcista, la equiparación de cualquier tipo de relación humana con el matrimonio, la «normalización» de la homosexualidad como elección libre de un modo de vivir la sexualidad y la desinformación ideologizada y permanente en el ámbito de la, engañosamente denominada, «salud reproductiva» que tanto desorienta a nuestros jóvenes.

La llamada «cultura de la muerte» pone en entredicho la dignidad sagrada de la vida humana desde su concepción hasta su muerte natural. Nuestra sociedad consiente impasible el genocidio silencioso del aborto, la esterilización y la generalización de una mentalidad antinatalista. Aparecen campañas promulgando la despenalización de la eutanasia y la instrumentalización y manipulación de la vida humana.

Así son los criterios y la fuerte presión que condiciona hoy el desarrollo difícil de la persona y la familia. Ahora bien, debemos seguir proclamando, con toda fuerza, la verdad siempre valiosa y ahora, si cabe, más necesaria: ¡Dios tiene un designio de amor sobre nosotros! ¡Quiere que vivamos el amor! ¡Hemos sido creados por amor y para amar!. El amor es «la vocación fundamental e innata de todo ser humano»(5). La familia cristiana está llamada hoy a dar testimonio de la verdad del amor, de la libertad, de la familia, de la sexualidad y de la vida. ¡Nuestra sociedad tiene necesidad de este testimonio! ¡No se lo neguéis! ¡Sed sal y luz para otras familias que buscan con sinceridad la verdad! «Sabed que Cristo, el Esposo, está con vosotros (cfr. Mt 28,20). ¡No tengáis miedo! (cfr. Lc 12, 22-32) ¡Vivid en Cristo como testigos intrépidos de la buena nueva de la vida y la familia! La semilla del bien puede más que el mal. No os dejéis abatir por los ambientes adversos»(6).

OS ALIENTO EN VUESTRA PRECIOSA Y URGENTE MISIÓN DE EDUCAR

Quiero alentaros, una vez más, como en otras ocasiones lo he hecho, a vivir decididamente la preciosa misión que el Creador os ha confiado de ser el santuario de la vida y la esperanza de la sociedad. «¡Sí queridas familias, estáis llamadas a ser la sal y la luz de la Civilización del Amor! (cfr. Mt 5, 13-16)»(7)

Os animo a vosotros, esposos y padres de familia, que dais a todo el que os contempla el testimonio de vuestro amor en Cristo. No cejéis en el empeño de educar a vuestros hijos en el amor verdadero, en el sentido de la vida y de la sexualidad según el plan de Dios. Ayudadles a vivir la hermosa virtud de la castidad, entendida, no como la represión del instinto o del afecto, sino como la capacidad de ordenar, reconducir e integrar los dinamismos instintivos y afectivos en el amor a la persona(8).

La tarea de educar se nos presenta hoy, como bien sabéis, llena de problemas. El Papa viene hablando, en repetidas ocasiones, de lo que él llama la “urgencia educativa”. Existe una creciente dificultad para trasmitir a las nuevas generaciones los valores fundamentales de la existencia y de un correcto comportamiento. Hoy, más que en otras épocas, la educación y la formación de la persona sufre la influencia, transmitida por los grandes medios de comunicación social, de un clima generalizado de relativismo y de consumismo y de una falsa y destructiva exaltación, o mejor dicho de profanación, del cuerpo y de la sexualidad. Podemos decir que se trata de una emergencia inevitable. Vivimos inmersos en una sociedad y en una cultura que con demasiada frecuencia tiene el relativismo como su propio credo. Y cuando esto ocurre, termina por faltar la luz de la verdad, más aún se considera peligroso hablar de verdad, se considera un signo de autoritarismo. Y así, se acaba perdiendo el respeto debido a la dignidad y a la vida humana, especialmente en sus fases de mayor debilidad, en su comienzo y en su final, y se acaba por dudar de la bondad de la vida misma y de la validez de las relaciones y de los compromisos que constituyen el sentido de la vida(9).

Ante una situación así el mismo Papa se pregunta y nos preguntamos nosotros ¿cómo proponer a los jóvenes algo válido y cierto, cómo trasmitirles certezas que den solidez y consistencia a sus vidas, cómo proponerles unas normas morales de comportamiento universales y válidas para todos, cómo descubrirles un auténtico sentido de la vida y unos objetivos convincentes para la existencia humana, tanto para las personas como para las comunidades?(10).

En medio de tantos interrogantes y dificultades corremos el riesgo de claudicar reduciendo la educación a una mera trasmisión de determinadas habilidades o capacidades de actuar, buscando satisfacer el deseo de felicidad de las nuevas generaciones colmándolos de objetos de consumo o de gratificaciones efímeras y proponiéndoles como único ideal de su vida el bienestar material. Desgraciadamente esto sucede, y muchos padres pueden sentir fácilmente la tentación de abdicar de sus tareas educativas y de no comprender ya cual es su papel y la misión que les ha sido confiada.

Pero no es éste vuestro caso. Ante los difíciles retos planteados hoy a la educación, apoyados en la fe y en la gracia de Dios, vuestra reacción ha sido y tiene que seguir siendo no de huida, sino de oferta convencida y valiente de un modelo educativo que considera en toda su grandeza la dignidad del hombre como hijo de Dios y que tiene como luz la revelación sobre Dios y sobre el hombre que nos hace Jesucristo. Estáis llamados a ofrecer a la sociedad un modelo educativo que confía en el hombre y en su capacidad de amar y en su deseo de verdad; y que sabe que la herida del pecado, que corrompe y destruye al ser humano, y que es la causa de todas las calamidades que ha vivido y vive la humanidad, ha sido curada y sanada en su raíz por la Cruz del Señor y por su Resurrección gloriosa.

Benedicto XVI nos da una serie de criterios muy luminosos para afrontar con esperanza esta difícil situación de urgencia educativa.

Lo primero que nos dice es que tenemos que perder el miedo (11), quitarnos los complejos y no dejarnos dominar o adormecer por el ambiente cultural dominante. Quien cree en Jesucristo posee un fundamento sólido sobre el que edificar su vida y la de aquellos que le son confiados. Quienes creemos en Jesucristo sabemos que Dios no nos abandona y que su amor nos alcanza allí donde estamos y nos acepta tal como somos con nuestras miserias y debilidades ofreciéndonos constantemente la posibilidad de hacer el bien. Hemos de perder el miedo afianzando nuestra fe, creciendo en el conocimiento de Cristo y de su Palabra, viviendo íntimamente unidos al Señor en la oración y en los sacramentos y fortaleciendo nuestros lazos de comunión con la Iglesia, sintiéndola como nuestra familia, nuestro pueblo y nuestra tierra, en la que hemos nacido a la fe, hemos encontrado a unos hermanos y vivimos permanentemente la paternidad de un Dios que nos ama.

Así, llenos de la fortaleza del Señor, hemos de reaccionar y ofrecer a nuestra sociedad, que vive sumida en una profunda crisis educativa, el compromiso de educar a nuestros niños y jóvenes en la fe, en el seguimiento y en el testimonio del Señor Jesús (12), sabiendo que este es el camino seguro para alcanzar una verdadera madurez humana.

El Papa también nos recuerda que educar es dar algo de sí mismo (13). La educación supone la cercanía y la confianza que nace del amor. No se puede educar sin amar. Y no se puede amar sin confiar en la persona. Hemos de establecer con los que nos son confiados, tanto en la familia, como en la escuela, como en la comunidad cristiana, lazos muy fuertes de amor y de confianza. Y eso supone dedicar tiempo y paciencia y mucho sacrificio y olvido de uno mismo. Y hemos de apoyarnos unos a otros. Y colaborar estrechamente unidos: colegio, familia y comunidad eclesial en todas aquellas iniciativas que contribuyan al bien de nuestros niños y jóvenes. En la educación podemos decir, como decía S. Pablo que uno muere a sí mismo para que el otro tenga vida.

Un tercer criterio, que nos recuerda el Papa, es tener el convencimiento de que educar es despertar en el otro el deseo de conocer y de saber: despertar en el otro el deseo de buscar la verdad (14). En realidad este deseo de conocer lo tiene el hombre desde que nace. Ya en el niño pequeño existe un gran deseo de saber, que se manifiesta en sus muchas preguntas y peticiones de explicaciones. Pero sería muy pobre una educación que se limitara sólo a dar nociones o informaciones sin plantear la gran pregunta acerca de la verdad, esa verdad que guía nuestros pasos y da sentido a la vida. El verdadero educador debe tomar en serio la curiosidad intelectual que existe ya en los niños y que, con el paso de los años, va asumiendo formas cada vez más conscientes (15). En todos los hombres hay una necesidad de verdad. Y hemos de responder a esa necesidad haciendo la propuesta de la fe. Pero una propuesta de la fe hecha en confrontación con la razón, ayudando a los jóvenes a ensanchar el horizonte de su inteligencia abriéndoles al Misterio de Dios en el cual encuentra sentido y dirección nuestra existencia, superando los condicionamientos de una racionalidad que sólo se fía de lo que puede ser objeto de experimento o de cálculo. El Papa habla con mucha frecuencia de una pastoral de la inteligencia que ayude a alcanzar la contemplación de la verdad volando con las dos alas que Dios nos ha dado: la de la razón y la de la revelación (16).

Un cuarto criterio para la educación es el respeto a la libertad (17). La relación educativa es un encuentro de libertades. Educar es formar en la libertad. Y educar en la libertad es conducir a la persona de modo respetuoso y amoroso hacia las grandes decisiones que irán configurando su vida adulta. Una educación verdadera debe suscitar la valentía de las decisiones definitivas indispensables para crecer y para alcanzar algo grande en la vida, especialmente para madurar y dar consistencia y significado a nuestra libertad. El hombre verdaderamente libre es aquel que es capaz de orientar su vida hacia el bien y la verdad, asumiendo las decisiones y los sacrificios que el bien y la verdad exigen.

Finalmente, entre los muchos criterios que se podrían seguir indicando sobre la educación, el Papa habla de la autoridad (18). La educación implica, junto con la libertad, la autoridad. No hay educación sin autoridad. La educación necesita la autoridad. La educación no puede prescindir del prestigio que hace creible el ejercicio de la autoridad: un prestigio que es fruto de la experiencia, de la competencia, de la coherencia de la propia vida y de una implicación personal nacida del amor. Y, especialmente, cuando se trata de educar en la fe es esencial la autoridad. Una autoridad que brota del testimonio. En la educación de la fe es esencial la figura del testigo y la fuerza del testimonio. El educador de la fe es ante todo un testigo de Jesucristo y la autoridad le viene de su unión con Cristo y de una vida que sea reflejo de esa unión. El testigo de Cristo no transmite sólo información, sino que está comprometido con la verdad que propone. El auténtico educador cristiano es un testigo, cuyo modelo es Jesucristo, el testigo del Padre que no decía nada de sí mismo, sino que hablaba tal como el Padre le había enseñado (Cf. Jn 8,28). Esta relación con Cristo y con el Padre es para cada uno de nosotros la condición fundamental para ser educadores eficaces de la fe.

JÓVENES ¡ ATREVEOS A AMAR!

Os animo también a vosotros, jóvenes, que hacéis joven nuestra diócesis. Con Benedicto XVI, vuestro amigo y Pastor universal, os propongo un atractivo itinerario para preparar el próximo Encuentro Mundial de la Juventud que tendrá lugar en Madrid en el año 2011: «¡atreveos a amar!, a no desear otra cosa que un amor fuerte y hermoso, capaz de hacer de toda vuestra vida una gozosa realización del don de vosotros mismos a Dios y a los hermanos, imitando a Aquél que, por medio del amor, ha vencido para siempre el odio y la muerte (cfr. Ap 5, 13)»(19). Desconfiad de los postulados de la «revolución sexual» que han engañado a tantos de vuestros mayores. Hagamos otro tipo de revolución, la «revolución de los santos» a la que nos invitaba Benedicto XVI en Colonia en el verano del 2005. «Sólo de los santos, sólo de Dios proviene la verdadera revolución, el cambio decisivo del mundo (...) La revolución verdadera consiste únicamente en mirar a Dios, que es la medida de lo que es justo y, al mismo tiempo, es el amor eterno. Y ¿qué puede salvarnos sino el amar?»(20).

Os animo también a vosotros, novios, que os preparáis con ilusión a formar pronto una familia. También con Benedicto XVI, os digo: «Dios tiene un proyecto de amor sobre vuestro futuro matrimonio y vuestra familia, por eso es esencial que lo descubráis con la ayuda de la Iglesia, libres del prejuicio tan difundido según el cual el cristianismo, con sus mandamientos y prohibiciones, pone obstáculos a la alegría del amor, e impide, en particular, disfrutar plenamente de aquella felicidad que el hombre y la mujer buscan en su recíproco amor»(21).

Animo, por último, a todos los que participáis de una forma u otra en la Pastoral Matrimonial y Familiar y en la Pastoral de Juventud, en nuestra diócesis, a todos los sacerdotes que con vuestra disponibilidad y entrega sostenéis a las familias cristianas y a los jóvenes en su vocación, y a cada uno de los movimientos y asociaciones que acompañáis a las familias desde la variedad y riqueza de vuestros carismas particulares en la unidad de la fe y de la comunión diocesana.

HACED DE VUESTRAS FAMILIAS VERDADERAS IGLESIAS DOMÉSTICAS, A IMAGEN DE LA FAMILIA DE NAZARET

Queridas familias: haced de vuestra comunidad familiar verdaderas iglesias domésticas (22), como la familia de Nazaret, en las que en el centro esté Dios, su Palabra y su verdad, su voluntad sobre cada uno de los miembros de la familia, su amor y su perdón.

Apoyaos en la gracia del sacramento del matrimonio que recibisteis el día de vuestra boda y que os acompaña cada día. En él Cristo sale a vuestro encuentro (23), para que podáis amaros y cumplir las hermosas exigencias de vuestra vocación matrimonial. Alimentaos con la mayor frecuencia posible de la Eucaristía. Ella es la fuente misma del matrimonio cristiano, la raíz de la que brota, que os configura interiormente y que vivifica desde dentro vuestra alianza conyugal (24). Experimentad en vuestras relaciones conyugales y familiares el poder sanador y regenerador del sacramento de la reconciliación, llamado acertadamente por los padres de la Iglesia «segundo bautismo».

Cuidad como momento fundamental de vuestra vida familiar la oración en familia. “La oración hace que el Hijo de Dios habite en medio de nosotros: “Donde dos o tres estén reunidos en mi nombre, Yo estoy en medio de ellos” (Mt 18, 20); y refuerza la solidez y la cohesión espiritual de la familia, ayudando a que ella participe de la “fuerza” de Dios» (25). ¡Haced que Cristo habite en vuestra casa! ¡Encomendadle las diferentes necesidades de vuestra vida familiar, de vuestra parroquia, de nuestra Iglesia diocesana y universal, de nuestra patria y del mundo! Uníos un momento al comienzo del día para ofrecérselo y consagrárselo al Señor, y por la noche, para revisarlo, dar gracias por los favores recibidos, mostrar vuestro arrepentimiento por el mal hecho o el bien que dejasteis de hacer, y pedir la ayuda necesaria para el día siguiente, sin olvidaros de encomendar las necesidades de vuestra familia, la Iglesia y el mundo. ¡Dad a vuestros hijos el testimonio de vuestra confianza en Dios hecha adoración, acción de gracias, alabanza, súplica y petición de perdón! Esta fe testimoniada en la oración dejará en el corazón de vuestros hijos una huella que los posteriores acontecimientos de la vida no podrán borrar (26). Vuestra oración en familia, junto con la catequesis familiar, resultará uno de los mejores medios para la transmisión de la fe a vuestros hijos.

Seguid ofreciendo a nuestro joven Sur de Madrid el testimonio generoso de vuestro amor y de vuestro servicio al Evangelio. ¡La Iglesia cuenta con vosotros!

INVOCO PARA VOSOTROS LA PROTECCIÓN DE LA SAGRADA FAMILIA DE NAZARET

Invoco para todas vosotras, queridas familias, la protección de la Sagrada Familia de Nazaret. Por misterioso designio de Dios, en ella vivió escondido durante largos años el Hijo de Dios. La Sagrada Familia es el prototipo de toda familia cristiana. Su existencia transcurrió, anónima y silenciosa, en una insignificante y humilde aldea de Palestina, sufriendo las pruebas de la pobreza, la persecución y el exilio. En ella, sus miembros glorificaron a Dios del modo más sublime. Tened la seguridad de que no dejará de ayudaros para que seáis fieles a vuestros deberes cotidianos. La Sagrada Familia os sostendrá en vuestras dificultades y en los sufrimientos que depara la vida, hará que vuestro hogar esté abierto a los demás y os fortalecerá para cumplir con alegría el plan de Dios para vosotros.

Que San José, «hombre justo», trabajador incansable, custodio fiel de los tesoros a él confiados, os guarde, proteja e ilumine siempre. Que Santa María, Madre de la Iglesia, os conceda llegar a ser una «pequeña iglesia» en la que, por la fe y el amor, esté vivamente presente su Hijo. Que el amor sin medida de Cristo, el Hijo de María, cuyo trono se encuentra simbólicamente en el corazón de nuestra diócesis, y desde el monumento de su Sagrado Corazón bendice a cada una de vuestras familias, esté presente entre vosotros, como en Caná de Galilea, para comunicaros luz, alegría, serenidad y fortaleza. De este modo cada una de vuestras familias, avivadas por la caridad de Cristo, podrá ofrecer su aportación original para la venida de su Reino, «Reino de verdad y de vida, Reino de santidad y de gracia, Reino de justicia, de amor y de paz»(27), hacia el cual se encamina la historia(28).

Con mi gratitud y cariño, os abraza y bendice:

+ Joaquín María López de Andújar, Cánovas del Castillo Obispo de Getafe

28 de Diciembre de 2008. Solemnidad de la Sagrada Familia 


1) Cfr. CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Instrucción pastoral La familia, santuario de la vida y esperanza de la sociedad (27-IV-2001) 12.

2) Cfr. CONCILIO VATICANO II, Constitución pastoral Gaudium et spes (7.XII.1965) 1.

3) 
JUAN PABLO II, Carta encíclica Evangelium vitae (25-III-1995) 21. 

4) 
Cfr. ID., Exhortación apostólica Familiaris consortio (22-XI-1981)

5) Ibid. 11.

6) CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, La familia, santuario de la vida y esperanza de la sociedad 6.

7) Ibíd.

8) Cfr. Ibíd. 55

9) Cfr. BENEDICTO XVI. Discurso en la inauguración de los trabajos de la Asamblea diocesana de Roma” (11 de Junio de 2007)

10) Cfr.Ibíd.

11) Cfr. Ibíd... Mensaje a la diócesis de Roma sobre la tarea urgente de la educación (21 de Enero de 2008).

12) Cfr. BENEDICTO XVI. Discurso en la inauguración de los trabajos dela asamblea diocesana de Roma (11 de Junio de 2007)

13) Cfr. Ibíd. Mensaje a la diócesis de Roma. 21 de Enero de 2008

14) Cfr. Ibíd. Mensaje a la diócesis de Roma. 21 de Enero de 2008

15) Cfr. Ibíd. Discurso en la inauguración de los trabajos de la asamblea diocesana de Roma. 11 de junio de 2007

16) JUAN PABLO II. Fides et Ratio. 1

17) Cfr. BENEDICTO XVI . Ibíd.

18) Cfr.BENEDICTOXVI.Ibíd.

19) IBÍD “Amaos unos a otros como yo os he amado” (Jn 13, 34), Mensaje a los jóvenes del mundo con ocasión de la Jornada Mundial de la Juventud 2007. 

20) Ibíd., Discurso en la Vigilia de los Jóvenes en la Explanada de Marienfeld (19-VIII-2005).

21) Ibíd., “Amaos unos a otros como yo os he amado” (Jn 13, 34).

22) CONCILIO VATICANO II, Constitución dogmática Lumen gentium (21-XI 1964) 11.

23) 
Cfr. ID., Gaudium et spes 48.

24) Cfr. JUAN PABLO II, Familiaris consortio 57.

25) ID., Carta a las familias Gratissimam sane (2-II-1994) 4.

26) Cfr.ID.,Familiarisconsortio 60.

27) Prefacio de la Misa de la Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo. 28 Cfr. JUAN PABLO II, Familiaris consortio 86.

Carta Pastoral-Congreso de Apostolado Seglar

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CARTA PASTORAL DEL SR. OBISPO

“OS HE DESTINADO PARA QUE VAYÁIS Y DEIS FRUTO” (Jn 15,16)

A los sacerdotes y diáconos. A los religiosos y religiosas. A todos los fieles laicos.

Queridos hermanos y amigos:

En diversas ocasiones el Consejo Diocesano de Pastoral me ha sugerido la idea de celebrar un Congreso de Apostolado Seglar con el fin de conocer, fortalecer y dar mayor unidad a las diversas realidades de apostolado seglar que tenemos en nuestra Diócesis. Realmente el apostolado de los laicos, que brota de su misma vocación cristiana y de su llamada a la santidad, es un elemento esencial para que la luz de Cristo llegue a todas las realidades humanas. Y las circunstancias especiales de nuestra Diócesis, con un gran aumento de su población y con una presencia muy importante de jóvenes, está pidiendo a los laicos una fuerte conciencia de su vocación y misión en el mundo.

Por eso he acogido con mucho interés esta propuesta y animo a todos a participar activamente en ella.


1.- Alabad al Señor, porque es bueno.

El Congreso Diocesano de Apostolado Seglar, que iremos preparando a lo largo de este curso y que culminará, con la ayuda del Señor, los días 26 y 27 de abril de 2008, tiene que suponer para todos un ponerse a la escucha del Espíritu Santo. Mediante la experiencia de fe, los testimonios y la oración de muchos laicos cristianos, fieles a su vocación bautismal y comprometidos en su vida apostólica, el Señor quiere hablarnos y todos hemos de estar atentos: El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias. (Ap 2,7).

Este acontecimiento diocesano, en el que deseo que haya la mayor participación posible, tiene que servirnos para dar gracias a Dios por los muchos dones que nos está concediendo; tiene que ayudarnos a conocer mejor y asumir con mayor lucidez las ricas enseñanzas del Concilio Vaticano II y la abundante doctrina postconciliar sobre el apostolado de los laicos; y tiene que imprimir en nuestra diócesis, siguiendo el rastro de la Misión-Joven, un impulso misionero que llene todas nuestras actividades e instituciones. Este es el lema de nuestro Congreso: Os he destinado para que vayáis y deis fruto (Jn 15,16).

En los pocos años de vida de nuestra joven Diócesis de Getafe, Dios nos está bendiciendo y estamos siendo testigos de muchos signos de su misericordia. Muchos laicos, jóvenes y adultos, hombres y mujeres, matrimonios y consagrados, en los más diversos campos del apostolado seglar están siendo semilla fecunda de una humanidad nueva nacida del amor de Cristo. Debemos dar gracias a Dios por la conciencia, cada vez más clara, que muchos van adquiriendo de su dignidad de bautizados, que les va haciendo vivir con gozo su encuentro con Cristo y les va impulsando a compartir con otros la alegría de este encuentro. Estamos viendo cómo, en el mundo de los jóvenes, Jesucristo está siendo anunciado por los mismos jóvenes; en el mundo de la cultura, en los Colegios, Institutos y Universidades, un importante número de cristianos está abriendo caminos para el diálogo entre la fe y la razón, entre el evangelio y la inteligencia, para que la luz de Cristo llene de sentido la vida de muchos niños, jóvenes y adultos que viven envueltos en un mar de incertidumbres; y en el mundo de la familia, el testimonio de la belleza del plan de Dios sobre el matrimonio y la vida, manifestado, experimentado y vivido felizmente por un número creciente de familias cristianas está siendo fuente de múltiples iniciativas pastorales. Nos llena de alegría el impulso que poco a poco, pero con claridad de objetivos y gran amor a la Iglesia, va adquiriendo en nuestra diócesis la Acción Católica y el Movimiento de Cursillos de Cristiandad; vemos con mucha esperanza la renovación espiritual y apostólica de bastantes Cofradías, Hermandades y Asociaciones de Fieles; y nos sentimos muy contentos al ver cómo en nuestra diócesis, igual que en toda la Iglesia, los movimientos eclesiales y las nuevas comunidades tienen una presencia significativa y están siendo escuelas de santidad y de fuerte pertenencia eclesial.

El Congreso de Apostolado Seglar tiene que recoger toda esta riqueza y darla a conocer. Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos (Mt 5,16).


2.- Jesús, viendo a la multitud sintió compasión.

A la vez que damos gracias a Dios tenemos también que abrir los ojos para contemplar, con la compasión de Cristo, la realidad de una sociedad que, alejándose de Dios, se está alejando también de forma alarmante del hombre mismo, de su dignidad y de sus derechos más esenciales: una sociedad muy vacía de valores que está generando grandes tensiones sociales, la destrucción de muchas familias y la confusión y el sufrimiento de un gran número de personas, especialmente niños y jóvenes.

Tenemos que ver también cómo todo esto repercute en la vida misma de la Iglesia y en el modo de ser y de actuar de no pocos bautizados. Ciertamente este clima de secularismo generalizado que estamos viviendo afecta de forma muy negativa a muchos creyentes deficientemente iniciados en la fe. Muchos sienten la tentación de alejarse de la Iglesia y, por desgracia, se dejan contagiar por la indiferencia religiosa del ambiente o aceptan compaginar su débil vida cristiana con los valores de la cultura dominante.

El proceso de reflexión y oración que va a poner en marcha el Congreso tiene que producir en toda la Diócesis una revitalización interna y un fuerte impulso misionero. La misión no es algo que se añade a la vocación cristiana. La misión forma parte de la vocación. Como nos recuerda el Vaticano II, la vocación cristiana es por su misma naturaleza vocación al apostolado.(1) Y el apostolado no es otra cosa que el anuncio de Cristo. Tenemos que sentir la urgencia de anunciar a Cristo con el testimonio de vida y con la palabra. El anuncio de Cristo, antes de ser un compromiso estratégico y organizado es, sobre todo comunicación personal y directa de nuestra experiencia de amor a Cristo y a su Iglesia. La madurez evangélica tanto en las personas como en los grupos se manifiesta, de modo particular, en su celo misionero y en su capacidad de ser testigos de Cristo en todas las situaciones y en todos ambientes sociales, culturales o políticos. La vocación propia de los laicos, nos dice el Concilio Vaticano II consiste en “buscar el Reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios. Viven en el mundo en todas y cada una de las profesiones y actividades del mundo y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social que forma como el tejido de la existencia. Es ahí donde Dios llama (...) para que desde dentro, como el fermento, contribuyan a la santificación del mundo”(2).

Doy las gracias a los que habéis tenido la iniciativa de promover y organizar este Congreso e invito a toda la Diócesis a participar en él promoviendo en todas las parroquias, movimientos y comunidades, algún grupo de reflexión. Pidamos al Señor que nos ayude a vivirlo como una oportunidad para sentir con urgencia la llamada a la misión.


3.- “Reconoce, oh cristiano, tu dignidad” (S. León Magno).

Para que los laicos asuman en la Iglesia el papel evangelizador que les corresponde es de gran importancia clarificar bien lo que significa la verdadera identidad cristiana. Es necesario despertar la conciencia dormida de muchos cristianos para descubrirles los sólidos fundamentos de nuestra fe, de nuestro bautismo y de nuestra vocación de santidad; y es urgente animarles a un mayor compromiso apostólico. Hay preguntas esenciales que ningún cristiano debe evitar: ¿qué he hecho de mi bautismo y de mi confirmación? ¿Es Cristo verdaderamente el centro de mi vida? ¿Qué sentido tiene en mi vida la oración? ¿Qué significan para mi la Eucaristía y el sacramento de la Reconciliación? ¿Vivo mi vida como una vocación y una misión?

Queridos hermanos, que vivís vuestra fe en medio de las vicisitudes del mundo: ¡Escuchad la llamada de Cristo! La Iglesia os necesita y cuenta con vosotros. Cristo os envía a ese mundo en el que estáis para llevar la luz del evangelio a muchas gentes que están perdidas, como ovejas sin pastor (cf. Mt 9,36). ¡Ayudadles a descubrir su dignidad y su vocación! “La promoción y la defensa de la dignidad y de los derechos de la persona humana, hoy más urgente que nunca, exige la valentía de personas animadas por la fe, capaces de un amor gratuito y lleno de compasión, respetuosas de la verdad del hombre, creado a imagen de Dios y destinado a crecer hasta llegar a la plenitud de Cristo Jesús (cf. Ef 4,13). No os desaniméis ante la complejidad de las situaciones. Buscad en la oración la fuente de toda fuerza apostólica; hallad en el evangelio la luz que guíe vuestros pasos”(3).

Ante los muchos problemas que tenemos delante y cuya complejidad muchas veces nos desborda no hemos de tener miedo. Cristo, que nos ha enviado al mundo, camina a nuestro lado. Lo que tengáis que hablar se os comunicará en aquel momento. Porque no seréis vosotros los que habléis, sino el Espíritu del Padre el que hablará por vosotros (Mt 10,19-20). El evangelio y, sobre todo, la intimidad con el Señor nos hará fuertes para abrir en este mundo caminos de libertad, paz y justicia, fundamentados en la verdad sobre el hombre, en la comunión y en la solidaridad.

Afiancemos nuestra identidad cristiana: una identidad cristiana firme y clara. La forma que hoy se emplea para desanimar a los cristianos y destruir la Iglesia consiste en proponer modelos de vida que siembran en los discípulos de Cristo confusión y ambigüedades. La cultura que vivimos del llamado “pensamiento débil” genera personalidades frágiles, fragmentadas e incoherentes. “El dogma de lo “políticamente correcto” se convierte en un imperativo absoluto, que contradiciéndose a sí mismo, alimenta un peligroso proceso de homologación. Y, a pesar de sus continuas llamadas a la tolerancia, de hecho no tolera la más mínima diversidad. En la actual sociedad pluralista toda expresión explícita de la propia identidad cristiana viene etiquetada como fundamentalismo o integrismo. Por ello la fe se convierte en un hecho rigurosamente confinado a la esfera de la vida privada”(4).

La sociedad de hoy, dominada por una cultura secularista y agnóstica, sólo acepta a los cristianos “invisibles”, los cristianos que no dan la cara, los cristianos acomodaticios que fácilmente integran acriticamente en su vida los “postulados” y los “dogmas” de lo “políticamente correcto”. Hay muchos cristianos sólo de nombre que, por temor o por ignorancia, corren tras los dictados de la cultura dominante imitando los discursos de este mundo y olvidando quienes son.

Pero frente a esto, tenemos que reaccionar con claridad y valentía. Hoy, más que en otras épocas, se necesitan cristianos coherentes, con una fuerte conciencia de su vocación y de su misión. Para un cristiano ser “uno mismo” es fundamental. “El nuestro es un tiempo de continuo movimiento, que a menudo desemboca en el activismo, con el riesgo del “hacer por hacer”. Tenemos que resistir a esa tentación, buscando el ser antes que el hacer”(5). Tenemos que vivir intensamente la esencia del cristianismo. Y la esencia del cristianismo es el encuentro con Cristo: un Cristo vivo en la Iglesia. Tenemos que redescubrir el cristianismo como un acontecimiento real que ocurre aquí y ahora en nuestras vidas, como ocurrió en las vidas de los primeros discípulos. El cristianismo no es una doctrina por aprender, ni tampoco un conjunto de preceptos morales. El cristianismo es una Persona, la Persona viva de Cristo que hay que encontrar y acoger en la propia vida, porque sólo este encuentro cambia radicalmente la existencia, fundamenta la moral y da el sentido último y definitivo a nuestro destino. “No será una fórmula la que nos salve, sino una Persona y la certeza que ella nos infunde”(6). Cristo es el que nos salva. “Él es el centro de la historia y del universo; él nos conoce y nos ama, compañero y amigo de nuestra vida, hombre de dolor y de esperanza; Él, ciertamente, vendrá de nuevo y será finalmente nuestro juez y también, como esperamos, nuestra plenitud de vida y nuestra felicidad”(7).

Estamos en unos momentos en los que tenemos que reconocer y proclamar con valentía y sin complejos el valor y la belleza de la vocación cristiana. Hemos de vivir con gozo y ofrecer al mundo la radical novedad cristiana que se deriva del bautismo. Toda nuestra dignidad y riqueza vienen del Bautismo: ese momento decisivo de nuestra vida en el que nuestra existencia se unió de forma definitiva con la existencia misma de Cristo. “No es exagerado decir que toda la existencia del fiel laico tiene como objetivo el llevarlo a conocer la radical novedad cristiana que deriva del Bautismo, sacramento de la fe, con el fin de que pueda vivir sus compromisos bautismales según la vocación que ha recibido de Dios (...) El Bautismo nos regenera a la vida de los hijos de Dios; nos une a Jesucristo y a su Cuerpo que es la Iglesia y nos unge en el Espíritu Santo constituyéndonos en templos espirituales”(8). Tenemos que descubrir todas las riquezas espirituales que encierra el Bautismo. Y para descubrirlas es absolutamente esencial una verdadera iniciación cristiana. “Todo el patrimonio genético, por así decir, del cristiano se contiene en este sacramento. “Criatura nueva” (2 Cor 5,17), el bautizado tiene el deber de testimoniar en el mundo la novedad y la belleza de la vida recibida gratuitamente en Cristo. Las riquezas espirituales encerradas en el bautismo son asombrosas y es nuestra misión tratar de vivirlas en plenitud. Ser santo no significa otra cosa”(9).


4.- Llamados a ser levadura evangélica.

Lo que más nos tiene que preocupar no es el ser pocos, sino el ser irrelevantes y marginales. La sal en las comidas es poca, pero da sabor; la cantidad de levadura en la masa es pequeña, pero la hace fermentar. Lo que tiene que preocuparnos es la mediocridad. Si la sal se vuelve sosa sólo sirve para que la pise la gente (Mt 5,13). Lo que verdaderamente debe inquietarnos es el conformismo y la pasividad. La cultura dominante es muy seductora y uno cae muy fácilmente en sus redes. Tenemos que estar muy vigilantes para no sucumbir ante esa tentación. Tenemos que recuperar un cristianismo verdaderamente audaz e incisivo que reclame su puesto y su presencia pública en la sociedad. Es un deber de caridad: el mundo necesita esa presencia. La sociedad, dominada por una cultura que ahoga valores muy sagrados de la persona humana está reclamando esa presencia activa y transformadora de los cristianos; y no se lo podemos negar: La creación con expectación desea vivamente la manifestación de los hijos de Dios (Rom 8,19).

Los cristianos tenemos el derecho y la obligación de hacernos oír en la sociedad. Es mucho lo que tenemos que ofrecer y no nos lo podemos guardar para nosotros por egoísmo o por miedo. Lo que hemos recibido gratis, lo hemos de dar gratis (cf. Mt 10,8). Como cualquier ciudadano tenemos el derecho y la obligación de participar activamente en la vida pública y en los debates culturales, económicos y políticos poniendo de manifiesto la visión del hombre que brota de nuestra fe en Jesucristo. Tenemos que manifestar con todos los medios legítimos que tengamos a nuestro alcance el derecho a la vida de todo ser humano desde que es concebido hasta su muerte natural; tenemos que defender el valor de la familia tal como la ley natural y la revelación divina nos la presentan, tenemos que exigir el derecho de los padres a educar a sus hijos, según sus convicciones, sin intromisiones totalitarias de ningún gobierno; tenemos que sentirnos siempre muy cerca, poniéndonos en su lugar, de las personas más débiles y desvalidas defendiendo sus derechos y prestándoles nuestra voz; tenemos que reclamar para nosotros y para todos el derecho a la libertad religiosa y no permitir, con nuestro silencio, que nuestros símbolos religiosos más queridos sean profanados; tenemos, en fin, que trabajar por el bien común ofreciendo nuestra visión cristiana de la vida , que es patrimonio de todos, al servicio de la justicia y de la paz. Juan Pablo II nos decía: “Si sois lo que debéis ser, es decir, si vivís el cristianismo sin componendas, podréis incendiar el mundo”(10). Y Benedicto XVI nos decía recientemente: “Llevad a este mundo turbado el testimonio de la libertad con la que Cristo nos ha liberado (cf. Gal 5,1). La extraordinaria fusión entre el amor a Dios y el amor al prójimo embellece la vida y hace que vuelva a florecer el desierto en el que a menudo vivimos. Donde la caridad se manifiesta como pasión por la vida y por el destino de los demás, irradiándose en los afectos y en los trabajos, y convirtiéndose en fuerza de construcción de un orden social más justo, allí se construye la civilización capaz de frenar el avance de la barbarie. Sed constructores de un mundo mejor, según el ordo amoris, en el que se manifieste la belleza de la vida humana”(11).

La fe no es una cuestión privada. Los discípulos de Cristo tienen una misión precisa que cumplir en el mundo, en el que son llamados a cuidar y hacerse cargo del hombre, de su dignidad y de su verdad integral. No es tarea fácil. Se requiere una conciencia moral recta, bien formada, fiel al magisterio de la Iglesia, porque la transformación del mundo y de sus estructuras o pasa a través de las conciencias o se reduce a cambios superficiales y efímeros. Se necesita el coraje de ser como Cristo, “signo de contradicción” (Lc 2,34). El Señor nos llama para seguirle y ser, con Él, artífices del proyecto de un mundo que se corresponda verdaderamente con la dignidad de la persona humana y su vocación trascendente. Esta es la verdadera “modernidad”: la que favorece al hombre, le hace más libre, responde mejor a su anhelos y le presenta un camino de esperanza y plenitud(12). “Una “modernidad” que no esté enraizada en auténticos valores humanos está destinada a ser dominada por la tiranía de la inestabilidad y del extravío. Por eso, toda comunidad eclesial apoyada en su fe y sostenida por la gracia de Dios, está llamada a ser punto de referencia y a dialogar con la sociedad en la que está insertada”(13). Los cristianos hemos de ser los pioneros de esa “modernidad”. Esa es la verdadera “revolución”, que el mundo necesita: la revolución de los santos. “¿Acaso no ha sido la belleza que la fe ha engendrado en el rostro de los santos la que ha impulsado a tantos hombres y mujeres a seguir sus huellas?”(14).

Para realizar todo esto es muy importante conocer el gran tesoro de la doctrina social de la Iglesia. “Para la Iglesia enseñar y difundir la doctrina social pertenece a su misión evangelizadora y forma parte esencial del mensaje cristiano”(15). En este sentido es una gran ayuda para todos el “Compendio de la Doctrina social de la Iglesia”.

Nuestro Congreso de Apostolado Seglar y especialmente todo el trabajo de reflexión que le va a preceder, nos tiene que ayudar a salir del letargo, de la superficialidad y de la indiferencia. Debemos contemplar e imitar el coraje de los confesores de la fe y de los mártires. Debemos recuperar la certeza de la fe en Jesucristo. Un coraje y una certeza basadas en la promesa del Señor: He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo (Mt 28,20).


5.- Con nuestra Madre la Iglesia.

La vocación y misión de los fieles laicos sólo se puede comprender a la luz de una renovada conciencia de la Iglesia como “sacramento o signo de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano”(16) y del deber personal de adherirse más firmemente a ella. La Iglesia es un Misterio de Comunión que tiene su origen en la Santísima Trinidad es el Cuerpo Místico de Cristo, el Templo del Espíritu Santo, es el Pueblo de Dios que unido por la misma fe, esperanza y caridad, camina en la historia hacia la definitiva patria celestial. Y nosotros como bautizados somos miembros vivos de este maravilloso y fascinante organismo; y alimentados por los dones sacramentales, guiados por sus pastores y enriquecidos constantemente por una gran variedad de carismas, participamos de su misma misión. Hoy es más necesario que nunca y particularmente en nuestra diócesis que los cristianos iluminados por la fe conozcan la Iglesia tal como es, con toda su belleza y santidad para sentirla y amarla como a su propia madre.

La vida moderna tiene una gran capacidad de dispersión. Crea personalidades individualistas, sin arraigo, sin historia, sin futuro, sin un terreno firme sobre el que asegurar los pasos: todo es relativo, nada hay seguro ni definitivo, como si sólo fuésemos dueños de un presente que se nos escapa de las manos antes de poderlo disfrutar. La vida moderna nos hace experimentar y, a veces, nos impone compromisos de todo tipo, marcados todos ellos por el signo de la parcialidad y de la superficialidad: compromisos, en muchos casos contradictorios. El resultado de todo esto es la fragmentación de la persona y, en bastantes casos, una dramática crisis de identidad. Al final uno se pregunta: ¿quién soy yo? ¿dónde está la verdad? ¿dónde está mi “hogar!”? Es el drama del “hijo pródigo” (cf. Lc 15,11-32) de la parábola, que después de haberlo probado todo termina por no saber quién es y siente la añoranza de un “hogar” y de un “padre”.

Este riesgo lo corremos también los cristianos. Y por eso necesitamos un punto firme de referencia; necesitamos un sentido de pertenencia fuerte y “totalizante”, capaz de unificar todas las dimensiones de la vida y de darle un sentido completo. Ese punto firme de referencia es la Iglesia. En la Iglesia, Misterio de Comunión, el Señor Jesús nos hace comprender que “esa comunión fraterna es el reflejo maravilloso y la misteriosa participación en la vida íntima de amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Por ella Jesús pide: Que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos sean también uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado (Jn 17,21)(17). “La Iglesia nos ofrece el encuentro con Cristo, con el Dios vivo, con el “Logos”, que es la Verdad, la Luz, que no hace violencia a las conciencias, no impone una doctrina parcial, sino que nos ayuda a ser nosotros mismos hombres y mujeres plenamente realizados; así nos ayuda a vivir en la responsabilidad personal y en la comunión más profunda entre nosotros, una comunión que nace de la comunión con Dios, con el Señor”(18).

. Hemos de sentirnos en la Iglesia, Misterio de Comunión, como en nuestro auténtico “hogar”, para descubrir en ella, con Cristo y por la gracia del Espíritu Santo, al único y verdadero “Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos” (Ef. 4,6).

Para poder llevar adelante un verdadero proceso de educación y formación en la fe, es esencial tener un fuerte sentido de pertenencia a la Iglesia: una pertenencia agradecida y llena de amor, reconociendo que en ella hemos recibido lo más valioso que tenemos: hemos recibido a Cristo, nuestro “tesoro escondido” y unidos a Cristo, por el Espíritu Santo, hemos recibido la gracia de estar íntimamente unidos a todos los cristianos, formando un solo Cuerpo. Pertenecer a la Iglesia significa descubrir que en ella nos encontramos permanentemente con Cristo y nos hacemos uno con Él, porque en la Iglesia, cada vez que comulgamos el Cuerpo y la Sangre del Señor, nos unimos a Él de tal manera que llegamos a convertirnos en su propio Cuerpo, con sus mismos sentimientos y su misma misión; y nos hacemos capaces de participar en su mismo Sacrificio Redentor uniendo nuestros trabajos y sufrimientos a los suyos para la salvación del mundo. “Creer es un acto eclesial. La fe de la Iglesia precede, engendra, conduce y alimenta nuestra fe”(19).

Hay muchos medios para vivir esta pertenencia a la Iglesia. El primero y más inmediato es la Parroquia. “La comunión eclesial, aún conservando siempre su dimensión universal, encuentra su expresión más visible en la Parroquia. Ella es la última localización de la Iglesia; es, en cierto sentido, la misma Iglesia entre las casas de sus hijos y de sus hijas (...) La parroquia no es principalmente una estructura, un territorio, un edificio; ella es la familia de Dios, como una fraternidad animada por el Espíritu de unidad, es una casa de familia, fraterna y acogedora, es la comunidad de los fieles. En definitiva la parroquia está fundada sobre una realidad teológica, porque ella es una comunidad eucarística. Esto significa que es una comunidad idónea para celebrar la Eucaristía, en la que se encuentra la raíz viva de su edificación y el vínculo sacramental de su existir en plena comunión con toda la Iglesia”(20).

Sois muchos los que estáis comprometidos, de forma ejemplar, en la vida de las parroquias, colaborando en múltiples actividades. Cada vez que visito las parroquias siento asombro por su vitalidad y doy gracias a Dios por todos los que en ellas estáis entregando vuestro tiempo y vuestras energías al servicio de la evangelización. Pero ahora, me atrevo a pediros algo más; os pido que pongáis el acento sobre todo en la misión. Las parroquias son “islas” o, más bien, “oasis”, en medio de un mundo pagano. Todos hemos de ponernos en actitud de misión. Todos hemos de sentir una fuerte llamada del Señor a ser misioneros que anuncien con valentía el evangelio de Cristo. No podemos esperar tranquilamente a que la gente llegue; hace falta algo más. Como el buen pastor hemos de salir a buscar a la oveja perdida, hemos de entrar en las casas, hemos de hacernos presentes en la vida de los barrios, en sus centros culturales, en su lugares de ocio, en sus colegios, en sus asociaciones, en sus medios de comunicación y en sus ayuntamientos: Caritas Christi urget nos. Nos apremia el amor de Cristo (2 Cor 5,14).

Sabéis que una de la mayores preocupaciones que tenemos en la Diócesis es la de crear parroquias en los nuevos barrios y urbanizaciones que van surgiendo. Es un problema que nos afecta a todos. Os pido unidad de esfuerzos, espirituales y materiales, para que en todos los lugares de la Diócesis exista una parroquia en la que los recién llegados a esos barrios, en muchas ocasiones perdidos y desorientados, puedan sentir la presencia cercana de una Iglesia que les acoge y puedan encontrar en ella un lugar donde experimentar unas relaciones más fraternas y una “casa” abierta a todos y al servicio de todos.(21). Y para que en esas nuevas parroquias se puede celebrar la eucaristía es necesario que haya sacerdotes. Pidamos al Señor que nos envíe sacerdotes, según su corazón; y pongamos también los medios pastorales para que esto suceda. “Jesús, al ver a la muchedumbre, sintió compasión de ella, porque estaban vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor. Entonces dijo a sus discípulos: la mies es abundante y los trabajadores pocos. Rogad, pues al dueño de la mies que envíe obreros a su mies” (Mt 9,36-38).

Y en esta búsqueda de ámbitos donde vivir la comunión eclesial ocupan un lugar muy importante las diversas asociaciones laicales, los movimientos eclesiales y las nuevas comunidades. Son una gran riqueza para la Iglesia. En mis encuentros con estas nuevas realidades eclesiales reconozco, por los frutos de santidad que veo en ellas, una verdadera presencia del Espíritu. Doy gracias a Dios por este don que Él nos regala y animo a todos a vivir atentos a lo que el Espíritu les vaya sugiriendo, abiertos a la universalidad de la Iglesia y siempre fieles a su magisterio.

Hago un llamamiento especial a la Acción Católica: está destinada a ser un elemento esencial para dar consistencia y para articular debidamente en todas la parroquias de la Diócesis un apostolado seglar asociado vivo, organizado, activo y misionero. En nuestra Iglesia diocesana necesitamos la Acción Católica. “El vínculo directo y orgánico de la Acción Católica con la Diócesis y con su Obispo; el asumir la misión de la Iglesia y sentirse dedicados a la propia Iglesia y a la totalidad de su misión; el hacer propios el camino, las opciones pastorales y la espiritualidad de la Iglesia diocesana; todo esto hace que la Acción Católica no sea una asociación eclesial cualquiera, sino un don de Dios y un recurso para el incremento de la comunión eclesial (...) Acción Católica, ¡No tengas miedo! Perteneces a la Iglesia y te ama el Señor, que guía siempre tus pasos hacia la novedad jamás superada del Evangelio”(22).


6.- María, Madre de Cristo y de la Iglesia intercede por nosotros.

Quero terminar encomendando a la Virgen María el trabajo y los frutos de Congreso y lo hago con la oración con la que concluye la Exhortación Apostólica postsinodal de Juan Pablo II sobre la vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo Christifideles laici:

“Oh Virgen Santísima, Madre de Cristo y Madre de la Iglesia, con alegría y admiración nos unimos a tu Magnificat,
a tu canto de amor agradecido.

Contigo damos gracias a Dios, cuya misericordia se extiende de generación en generación, por la espléndida vocación
y por la multiforme misión confiada a los fieles laicos,
por su nombre llamados por Dios a vivir en comunión de amor y de santidad con Él y a estar fraternalmente unidos

en la gran familia de los hijos de Dios,
enviados a irradiar la luz de Cristo y a comunicar el fuego del Espíritu
por medio de su vida evangélica en todo el mundo. Virgen del Magnificat, llena sus corazones
de reconocimiento y entusiasmo por esta vocación y esta misión.

Tú que has sido, con humildad y magnanimidad
la esclava del Señor, danos tu misma disponibilidad para el servicio de Dios y para la salvación del mundo.

Abre nuestros corazones a las inmensas perspectivas del Reino de Dios
y del anuncio del Evangelio a toda criatura.

En tu corazón de Madre están siempre los muchos peligros
y los muchos males que aplastan a los hombres y mujeres de nuestro tiempo.

Pero también están presentes tantas iniciativas de bien,
las grandes aspiraciones a los valores, los progresos realizados en el producir frutos abundantes de salvación.

Virgen valiente, inspira en nosotros la fortaleza de ánimo
y confianza en Dios,
para que sepamos superar todos los obstáculos que encontremos en el cumplimiento de nuestra misión.

Enséñanos a tratar las realidades del mundo con un vivo sentido de responsabilidad cristiana y en la gozosa esperanza
de la venida del Reino de Dios, de los nuevos cielos y de la nueva tierra.

Tú que junto a los Apóstoles has estado en oración en el Cenáculo esperando la venida del Espíritu de Pentecostés,
invoca su renovada efusión sobre todos los fieles laicos, hombres y mujeres,

para que correspondan plenamente a su vocación y misión,
como sarmientos de la verdadera vid, llamados a dar mucho fruto para la vida del mundo.

Virgen Madre, guíanos y sostennos para que vivamos siempre
como auténticos hijos e hijas de la Iglesia de tu Hijo
y podamos contribuir a establecer sobre la tierra
la civilización de la verdad y del amor, según el deseo de Dios y para su gloria. Amén(23).

Con mi bendición y afecto:

+ Joaquín María, Obispo de Getafe

15 de Agosto de 2007, Solemnidad de la Asunción de la Virgen María


1) Concilio Vaticano II. Apostolicam actuositatem, 2

2) Concilio Vaticano II. Lumen gentium, 31

3) Juan Pablo II. Mensaje al Congreso Internacional del Laicado Católico, no 4 (21 de Noviembre de 2000)

4) Mons. Rilko. Congreso de Apostolado Seglar. Madrid 2004

5) Juan Pablo II. Novo millenio ineunte, n. 15

6) Ibidem, n. 29

7) PabloVI. Homilía. Manila, 29 de Noviembre de 1970. 

8) Juan Pablo II. Christifideles laici, n. 10.

9) Mons. Rilko. Congreso de Apostolado Seglar. Madrid 2004.

10) Juan Pablo II. Jubileo del apostolado de los laicos, 26 de Noviembre de 2000

11) Benedicto XVI. Mensaje al II Congreso Mundial de los Movimientos Eclesiales y de las Nuevas Comunidades. 22 de Mayo de 2006

12) Cf. Mons. Rilko. Congreso de Apostolado Seglar. Madrid, 14 de Noviembre de 2004.

13) Benedicto XVI. Discurso a los obispos de Letonia, Lituania y Estonia. 23 de Junio de 2006.

14) Benedicto XVI. Mensaje al II Congreso Mundial de M.E. y N.C. 22 de Mayo de 2006.

15) Juan Pablo II. Centesimus annus, n. 5.

16) Concilio Vaticano II. Lumen gentium, 1.

17) Juan Pablo II. Christifideles laici, n. 18

18) Benedicto XVI. Visita a la Parroquia de Santa Felicidad. 25 de Marzo de 2007

19) Catecismo de la Iglesia Católica, n. 182. 

20) Juan Pablo II. Chritifideles laici, n. 26.

21) Juan Pablo II. Christifideles laici, n. 27.

22) Juan Pablo II. Discurso a los participantes de la IX Asamblea nacional de la A.C. italiana. 26 de Abril de 2002

23) Juan Pablo II. Christifideles laici, n 64.

Misa Crismal

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MISA CRISMAL - 2008

El Señor nos convoca, un año más, en esta solemne liturgia de la Misa Crismal para cantar las misericordias de Aquel que, como hemos escuchado en el libro del Apocalipsis, “nos amó, nos ha librado de nuestros pecados por su sangre, nos ha convertido en un reino y nos ha hecho sacerdotes de Dios, su Padre”.(Apoc.1,5-8).

En esta celebración, el obispo y sus presbíteros, unidos por el sacramento del orden, para cumplir el mandato del Señor de anunciar a todos los hombres el Evangelio de Cristo, bendeciremos el óleo de los enfermos “para que cuantos sean ungidos por él sientan en su cuerpo y en su alma la protección divina y experimenten alivio en sus enfermedades y dolores”; y bendeciremos el óleo de los catecúmenos “ para que aumente en ellos el conocimiento de las realidades divinas y la valentía en el combate de la fe”; y consagraremos el crisma para que los consagrados por esta unción “libres del pecado en que nacieron, y convertidos en templo de la presencia divina, exhalen el perfume de una vida santa”

Por medio de estos óleos la gracia divina se derramará sobre las almas dándoles luz, apoyo y fortaleza, nuestra Iglesia Diocesana se edificará en los sacramentos; y se derramará sobre todos nosotros la misericordia divina.

La liturgia de la Misa Crismal exalta de forma especial la dignidad que por el bautismo reciben los discípulos de Cristo; y manifiesta claramente la belleza de todo el Pueblo de Dios, como pueblo consagrado y reino de sacerdotes, enriquecido por Dios con una gran diversidad de dones, carismas y ministerios.

El pasaje evangélico que se acaba de proclamar nos recuerda que Jesucristo es el primero de los consagrados y el principio y la fuente de toda consagración. En Jesús se cumple plenamente lo que había anunciado el profeta Isaías: “El Espíritu del Señor está sobre mi, porque Él me ha ungido y me ha enviado para dar la Buena Noticia a los que sufren”. (Is.61.1-3). Nuestro Dios y Padre que, por la unción del Espíritu Santo ha constituido a su Hijo Jesucristo como Mesías y Señor, ha querido también hacer a todos los bautizados partícipes de esa misma unción para convertirnos en testigos fieles de la redención. (cf. Oración Misa Crismal). Todos los cristianos somos, por tanto, ungidos y consagrados en Cristo, para hacer presente en medio del mundo la infinita misericordia de Dios. Todos somos ungidos para que resplandezca en nosotros la claridad de Cristo y el evangelio sea anunciado a todos los hombres.

Y en este contexto litúrgico, celebrando la dignidad sacerdotal, profética y real de todo el Pueblo de Dios, la Iglesia ha querido, en este día reservar y prestar una especial atención al sacerdocio ministerial. Nuestro Señor Jesucristo “no sólo ha conferido el sacerdocio real a todo su Pueblo Santo, sino también, con amor de hermano, ha elegido a hombres de este Pueblo, para que, por la imposición de las manos, participen de su sagrada misión. Ellos renuevan en nombre de Cristo el sacrificio de la redención, preparan el banquete eucarístico, presiden en el amor al Pueblo Santo, lo alimentan con la Palabra divina y lo fortalecen con los sacramentos” (Cf Prefacio de Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote).

La celebración de hoy nos invita a los que hemos recibido el sacramento del Orden, no sólo a renovar los compromisos vinculados a la ordenación, sino también a reavivar los sentimientos que inspiraron nuestra entrega al Señor profundizando y gustando sin cesar aquel inolvidable momento en el que respondiendo a la llamada de la Iglesia decidimos seguir de cerca la Señor. Es verdad que nuestra primera y radical dignidad deriva del hecho de habernos convertido, junto con todos los bautizados, en discípulos del Señor. Pero el Señor ha querido enriquecernos también con un don peculiar que implica una especial configuración con Él y una responsabilidad que marca y orienta nuestra vida de forma radical. Hemos recibido el don y la tarea de haber sido puestos al servicio del Pueblo de Dios. Y esto repercute de forma definitiva en nuestro modo de ser , de vivir y de actuar. Hemos sido llamados a prestar un servicio a favor de los demás hombres y mujeres, en nombre de Dios, para hacer cercano y visible, en medio de ellos, a Jesucristo, Buen Pastor. Quien se acerque a nosotros, tiene que encontrarse, no con nosotros, sino con Cristo. Tienen que ver en nosotros al mismo Cristo que les acoge y da su vida por ellos.

Realizar esta misión, a la vez que es un extraordinario privilegio es también una grandísima responsabilidad. El bien espiritual de muchas personas está vinculado a nuestra santidad de vida y a nuestro ardor pastoral.

El día de nuestra ordenación sacerdotal, cuando después de escuchar nuestro nombre, nos levantamos con emoción diciendo: “adsum”, “presente”, “aquí estoy”, estábamos poniendo nuestra vida a disposición del Señor. Eso es lo que hoy queremos renovar. Hoy también queremos decir: “Señor, aquí estoy, como el día de mi ordenación, para que tu puedas disponer de mi, porque toda mi vida te pertenece. Aquí estoy Señor porque quiero y deseo con la ayuda de tu gracia que todos puedan ver en mi tu Rostro misericordioso, y en mis palabras, en mi vida y en mi amor, vean en mi al Buen Pastor; y todos, en mi persona, se sientan acogidos por ti y te sigan llenos de confianza. Señor, lléname de la luz de tu Espíritu Santo. Ilumina mi mente y mi corazón, como a los discípulos de Emaus, para que las pruebas y sufrimientos que tenga que pasar, nunca me alejen de ti, sino que me ayuden a comprender que sólo siguiéndote en el camino de la cruz descubriré la fecundidad del verdadero amor que nos salva.

Hoy tenemos que escuchar como dirigidas directamente a cada uno de nosotros las palabras de Pablo a su discípulo Timoteo: “Te recomiendo que reavives el carisma de Dios que está en ti por la imposición de mis manos. Porque no nos dio el Señor a nosotros un espíritu de timidez sino de fortaleza, de caridad y de templanza” (II Tim. 1,7). Y para reavivar ese carisma es bueno que en este día recordemos algunos aspectos de nuestra vida sacerdotal, que son esenciales para vivir nuestra vocación.

Es esencial, en primer lugar, recordar que es en el ejercicio de nuestro ministerio donde encontraremos la fuente principal de nuestra espiritualidad sacerdotal. Existe una íntima relación entre la vida espiritual del presbítero y el ejercicio de su ministerio. Y esta relación nos la confirma la experiencia misma de cada día. La predicación de la Palabra de Dios nos introduce en la meditación y en la contemplación de esa Palabra, convirtiéndola en alimento de nuestra vida y en la luz que va iluminando nuestras dudas y oscuridades; y el sacramento de la reconciliación nos hace comprender con humildad nuestro propio pecado y nos hace experimentar continuamente en nosotros y en nuestros hermanos la misericordia entrañable de nuestro Dios; y cuando escuchamos y acogemos a los niños, a los jóvenes o a los adultos, en las más diversas circunstancias, con corazón de pastor, el Señor nos hace descubrir la grandeza y la dignidad de todo ser humano y su sed insaciable de vida y de plenitud y su vocación de santidad; y cuando compartimos con las familias, el gozo del amor esponsal y la gratuidad generosa y sacrificada del amor de los padres a los hijos y la confianza de los hijos en el amor de sus padres, damos gracias a Dios por el don de la vida y sentimos la responsabilidad de cuidar con la gracia del Señor, que viene de los sacramentos, a todas las familias, para que ellas mismas sean las primeras en evangelizar el mundo de la familia, tan necesitado de luz.. Pero es especialmente en la Eucaristía, donde encontraremos, la principal fuente de nuestra vida espiritual y de nuestro trabajo pastoral. Porque al celebrar cada día la Eucaristía, participamos con Cristo en el misterio de la redención; y con Cristo, en el misterio de la cruz, entregamos nuestra vida a los hombres, y nos desvivimos por ellos; y toda nuestra entrega, muchas veces oscura, difícil y hasta dolorosa, adquiere todo su sentido luminoso en la cruz del Señor y se convierte en vida abundante para nuestros hermanos y en fortaleza y consuelo para nosotros. En el ejercicio del ministerio sacerdotal, el sacerdote va comprendiendo que la relación con Cristo ha de llenar todo su ser: su mente, sus sentimientos, sus sacrificios, sus alegrías. Todo en la vida del sacerdote ha de llenarse de su relación con Aquel que dio su vida por nosotros y ahora nos elige y nos envía para que su vida divina llegue a todos los hombres.

Un segundo aspecto, esencial para vivir nuestra vocación es caer en la cuenta de que el ejercicio de nuestro ministerio no lo realizamos asilados, en solitario, de una manera individual. Nuestro ministerio lo realizamos en el seno de una fraternidad presbiteral. No somos sólo presbíteros, sino co-presbíteros. Aprendemos a ser presbíteros en el ejercicio del propio ministerio, pero también en la comunión del presbiterio. La fraternidad sacerdotal es una exigencia de la caridad pastoral. El sacerdote que se aísla no sólo se hace daño a sí mismo, sino también hace daño a toda la Iglesia y hace daño a la comunidad cristiana que se le ha confiado. El sacerdote que se aísla está privando a su comunidad cristiana de la riqueza que supone la vida diocesana. Y no basta sólo una comunión en el deseo o una comunión genérica y abstracta. La comunión ha de vivirse en lo concreto. Hemos de cuidar entre nosotros el conocimiento y la ayuda mutua, para enriquecernos espiritualmente y pastoralmente, especialmente en los arciprestazgos, escuchándonos unos a otros, secundando las iniciativas diocesanas, y viendo en la diversidad de los distintos modos de existencia sacerdotal una oportunidad para ahondar en la llamada que el Señor nos hace y para atender las realidades cada vez más complejas que aparecen en nuestro mundo.

Y finalmente, la celebración de hoy nos urge a orientar la mirada hacia la misión. Jesús se compadecía ante las multitudes hambrientas. Y nosotros no podemos permanecer insensibles ante un mundo que se aleja de Dios. La mayor pobreza del hombre es no conocer a Cristo. Y nosotros , que hemos conocido a Cristo, hemos de sentir de forma muy viva la urgencia de la misión: que toda nuestra vida, nuestro tiempo, nuestras amistades, nuestra forma de vivir, nuestras inquietudes intelectuales, que todo en nosotros esté orientado a la misión. Pero no con una actitud recelosa, a la defensiva, como en retirada, echándonos las culpas unos a otros; sino, llenos de esperanza, con la seguridad y la confianza que nos da la certeza de que aquel que se encuentra con Cristo es más feliz. Con la seguridad de que quien sigue a Cristo descubre que, caminando con Él, su modo de vivir, su familia y su trabajo es más humano y mas conforme con lo que el ser humano necesita y desea. Dios que conoce y ama al hombre, porque lo ha creado, sabe lo que le conviene. Y por eso el hombre sólo encontrará en Dios lo que su corazón desea.

Renovando hoy nuestras promesas sacerdotales y unidos a todo el pueblo de Dios, pidamos al Señor su gracia para que la luz del evangelio, entre por medio de los cristianos, en todas las realidades humanas, en la cultura, en la ciencia, en la economía, en el arte. Que la luz de Cristo, cuyo misterio pascual nos disponemos a celebrar, entre en el corazón del mundo para surja una verdadera cultura de la vida, en la que el hombre, dejando entrar en su vida la gracia redentora de Cristo, viva reconciliado consigo mismo, con la creación y con Dios.

Que la Virgen María, Madre de la Iglesia, sea siempre el faro luminoso que nos guíe hacia Cristo. Que Ella, que fue la primera redimida, antes de su concepción, interceda por nosotros, para que cada uno, en el estado de vida al que haya sido llamado, sea fiel a su misión. Que la Virgen María nos cuide con amor maternal y haga que la Iglesia sea un hogar donde todos se sientan reconocidos y queridos. Amen