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CARTA PASTORAL DEL SR. OBISPO
“OS HE DESTINADO PARA QUE VAYÁIS Y DEIS FRUTO” (Jn 15,16)
A los sacerdotes y diáconos. A los religiosos y religiosas. A todos los fieles laicos.
Queridos hermanos y amigos:
En diversas ocasiones el Consejo Diocesano de Pastoral me ha sugerido la idea de celebrar un Congreso de Apostolado Seglar con el fin de conocer, fortalecer y dar mayor unidad a las diversas realidades de apostolado seglar que tenemos en nuestra Diócesis. Realmente el apostolado de los laicos, que brota de su misma vocación cristiana y de su llamada a la santidad, es un elemento esencial para que la luz de Cristo llegue a todas las realidades humanas. Y las circunstancias especiales de nuestra Diócesis, con un gran aumento de su población y con una presencia muy importante de jóvenes, está pidiendo a los laicos una fuerte conciencia de su vocación y misión en el mundo.
Por eso he acogido con mucho interés esta propuesta y animo a todos a participar activamente en ella.
1.- Alabad al Señor, porque es bueno.
El Congreso Diocesano de Apostolado Seglar, que iremos preparando a lo largo de este curso y que culminará, con la ayuda del Señor, los días 26 y 27 de abril de 2008, tiene que suponer para todos un ponerse a la escucha del Espíritu Santo. Mediante la experiencia de fe, los testimonios y la oración de muchos laicos cristianos, fieles a su vocación bautismal y comprometidos en su vida apostólica, el Señor quiere hablarnos y todos hemos de estar atentos: El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias. (Ap 2,7).
Este acontecimiento diocesano, en el que deseo que haya la mayor participación posible, tiene que servirnos para dar gracias a Dios por los muchos dones que nos está concediendo; tiene que ayudarnos a conocer mejor y asumir con mayor lucidez las ricas enseñanzas del Concilio Vaticano II y la abundante doctrina postconciliar sobre el apostolado de los laicos; y tiene que imprimir en nuestra diócesis, siguiendo el rastro de la Misión-Joven, un impulso misionero que llene todas nuestras actividades e instituciones. Este es el lema de nuestro Congreso: Os he destinado para que vayáis y deis fruto (Jn 15,16).
En los pocos años de vida de nuestra joven Diócesis de Getafe, Dios nos está bendiciendo y estamos siendo testigos de muchos signos de su misericordia. Muchos laicos, jóvenes y adultos, hombres y mujeres, matrimonios y consagrados, en los más diversos campos del apostolado seglar están siendo semilla fecunda de una humanidad nueva nacida del amor de Cristo. Debemos dar gracias a Dios por la conciencia, cada vez más clara, que muchos van adquiriendo de su dignidad de bautizados, que les va haciendo vivir con gozo su encuentro con Cristo y les va impulsando a compartir con otros la alegría de este encuentro. Estamos viendo cómo, en el mundo de los jóvenes, Jesucristo está siendo anunciado por los mismos jóvenes; en el mundo de la cultura, en los Colegios, Institutos y Universidades, un importante número de cristianos está abriendo caminos para el diálogo entre la fe y la razón, entre el evangelio y la inteligencia, para que la luz de Cristo llene de sentido la vida de muchos niños, jóvenes y adultos que viven envueltos en un mar de incertidumbres; y en el mundo de la familia, el testimonio de la belleza del plan de Dios sobre el matrimonio y la vida, manifestado, experimentado y vivido felizmente por un número creciente de familias cristianas está siendo fuente de múltiples iniciativas pastorales. Nos llena de alegría el impulso que poco a poco, pero con claridad de objetivos y gran amor a la Iglesia, va adquiriendo en nuestra diócesis la Acción Católica y el Movimiento de Cursillos de Cristiandad; vemos con mucha esperanza la renovación espiritual y apostólica de bastantes Cofradías, Hermandades y Asociaciones de Fieles; y nos sentimos muy contentos al ver cómo en nuestra diócesis, igual que en toda la Iglesia, los movimientos eclesiales y las nuevas comunidades tienen una presencia significativa y están siendo escuelas de santidad y de fuerte pertenencia eclesial.
El Congreso de Apostolado Seglar tiene que recoger toda esta riqueza y darla a conocer. Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos (Mt 5,16).
2.- Jesús, viendo a la multitud sintió compasión.
A la vez que damos gracias a Dios tenemos también que abrir los ojos para contemplar, con la compasión de Cristo, la realidad de una sociedad que, alejándose de Dios, se está alejando también de forma alarmante del hombre mismo, de su dignidad y de sus derechos más esenciales: una sociedad muy vacía de valores que está generando grandes tensiones sociales, la destrucción de muchas familias y la confusión y el sufrimiento de un gran número de personas, especialmente niños y jóvenes.
Tenemos que ver también cómo todo esto repercute en la vida misma de la Iglesia y en el modo de ser y de actuar de no pocos bautizados. Ciertamente este clima de secularismo generalizado que estamos viviendo afecta de forma muy negativa a muchos creyentes deficientemente iniciados en la fe. Muchos sienten la tentación de alejarse de la Iglesia y, por desgracia, se dejan contagiar por la indiferencia religiosa del ambiente o aceptan compaginar su débil vida cristiana con los valores de la cultura dominante.
El proceso de reflexión y oración que va a poner en marcha el Congreso tiene que producir en toda la Diócesis una revitalización interna y un fuerte impulso misionero. La misión no es algo que se añade a la vocación cristiana. La misión forma parte de la vocación. Como nos recuerda el Vaticano II, la vocación cristiana es por su misma naturaleza vocación al apostolado.(1) Y el apostolado no es otra cosa que el anuncio de Cristo. Tenemos que sentir la urgencia de anunciar a Cristo con el testimonio de vida y con la palabra. El anuncio de Cristo, antes de ser un compromiso estratégico y organizado es, sobre todo comunicación personal y directa de nuestra experiencia de amor a Cristo y a su Iglesia. La madurez evangélica tanto en las personas como en los grupos se manifiesta, de modo particular, en su celo misionero y en su capacidad de ser testigos de Cristo en todas las situaciones y en todos ambientes sociales, culturales o políticos. La vocación propia de los laicos, nos dice el Concilio Vaticano II consiste en “buscar el Reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios. Viven en el mundo en todas y cada una de las profesiones y actividades del mundo y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social que forma como el tejido de la existencia. Es ahí donde Dios llama (...) para que desde dentro, como el fermento, contribuyan a la santificación del mundo”(2).
Doy las gracias a los que habéis tenido la iniciativa de promover y organizar este Congreso e invito a toda la Diócesis a participar en él promoviendo en todas las parroquias, movimientos y comunidades, algún grupo de reflexión. Pidamos al Señor que nos ayude a vivirlo como una oportunidad para sentir con urgencia la llamada a la misión.
3.- “Reconoce, oh cristiano, tu dignidad” (S. León Magno).
Para que los laicos asuman en la Iglesia el papel evangelizador que les corresponde es de gran importancia clarificar bien lo que significa la verdadera identidad cristiana. Es necesario despertar la conciencia dormida de muchos cristianos para descubrirles los sólidos fundamentos de nuestra fe, de nuestro bautismo y de nuestra vocación de santidad; y es urgente animarles a un mayor compromiso apostólico. Hay preguntas esenciales que ningún cristiano debe evitar: ¿qué he hecho de mi bautismo y de mi confirmación? ¿Es Cristo verdaderamente el centro de mi vida? ¿Qué sentido tiene en mi vida la oración? ¿Qué significan para mi la Eucaristía y el sacramento de la Reconciliación? ¿Vivo mi vida como una vocación y una misión?
Queridos hermanos, que vivís vuestra fe en medio de las vicisitudes del mundo: ¡Escuchad la llamada de Cristo! La Iglesia os necesita y cuenta con vosotros. Cristo os envía a ese mundo en el que estáis para llevar la luz del evangelio a muchas gentes que están perdidas, como ovejas sin pastor (cf. Mt 9,36). ¡Ayudadles a descubrir su dignidad y su vocación! “La promoción y la defensa de la dignidad y de los derechos de la persona humana, hoy más urgente que nunca, exige la valentía de personas animadas por la fe, capaces de un amor gratuito y lleno de compasión, respetuosas de la verdad del hombre, creado a imagen de Dios y destinado a crecer hasta llegar a la plenitud de Cristo Jesús (cf. Ef 4,13). No os desaniméis ante la complejidad de las situaciones. Buscad en la oración la fuente de toda fuerza apostólica; hallad en el evangelio la luz que guíe vuestros pasos”(3).
Ante los muchos problemas que tenemos delante y cuya complejidad muchas veces nos desborda no hemos de tener miedo. Cristo, que nos ha enviado al mundo, camina a nuestro lado. Lo que tengáis que hablar se os comunicará en aquel momento. Porque no seréis vosotros los que habléis, sino el Espíritu del Padre el que hablará por vosotros (Mt 10,19-20). El evangelio y, sobre todo, la intimidad con el Señor nos hará fuertes para abrir en este mundo caminos de libertad, paz y justicia, fundamentados en la verdad sobre el hombre, en la comunión y en la solidaridad.
Afiancemos nuestra identidad cristiana: una identidad cristiana firme y clara. La forma que hoy se emplea para desanimar a los cristianos y destruir la Iglesia consiste en proponer modelos de vida que siembran en los discípulos de Cristo confusión y ambigüedades. La cultura que vivimos del llamado “pensamiento débil” genera personalidades frágiles, fragmentadas e incoherentes. “El dogma de lo “políticamente correcto” se convierte en un imperativo absoluto, que contradiciéndose a sí mismo, alimenta un peligroso proceso de homologación. Y, a pesar de sus continuas llamadas a la tolerancia, de hecho no tolera la más mínima diversidad. En la actual sociedad pluralista toda expresión explícita de la propia identidad cristiana viene etiquetada como fundamentalismo o integrismo. Por ello la fe se convierte en un hecho rigurosamente confinado a la esfera de la vida privada”(4).
La sociedad de hoy, dominada por una cultura secularista y agnóstica, sólo acepta a los cristianos “invisibles”, los cristianos que no dan la cara, los cristianos acomodaticios que fácilmente integran acriticamente en su vida los “postulados” y los “dogmas” de lo “políticamente correcto”. Hay muchos cristianos sólo de nombre que, por temor o por ignorancia, corren tras los dictados de la cultura dominante imitando los discursos de este mundo y olvidando quienes son.
Pero frente a esto, tenemos que reaccionar con claridad y valentía. Hoy, más que en otras épocas, se necesitan cristianos coherentes, con una fuerte conciencia de su vocación y de su misión. Para un cristiano ser “uno mismo” es fundamental. “El nuestro es un tiempo de continuo movimiento, que a menudo desemboca en el activismo, con el riesgo del “hacer por hacer”. Tenemos que resistir a esa tentación, buscando el ser antes que el hacer”(5). Tenemos que vivir intensamente la esencia del cristianismo. Y la esencia del cristianismo es el encuentro con Cristo: un Cristo vivo en la Iglesia. Tenemos que redescubrir el cristianismo como un acontecimiento real que ocurre aquí y ahora en nuestras vidas, como ocurrió en las vidas de los primeros discípulos. El cristianismo no es una doctrina por aprender, ni tampoco un conjunto de preceptos morales. El cristianismo es una Persona, la Persona viva de Cristo que hay que encontrar y acoger en la propia vida, porque sólo este encuentro cambia radicalmente la existencia, fundamenta la moral y da el sentido último y definitivo a nuestro destino. “No será una fórmula la que nos salve, sino una Persona y la certeza que ella nos infunde”(6). Cristo es el que nos salva. “Él es el centro de la historia y del universo; él nos conoce y nos ama, compañero y amigo de nuestra vida, hombre de dolor y de esperanza; Él, ciertamente, vendrá de nuevo y será finalmente nuestro juez y también, como esperamos, nuestra plenitud de vida y nuestra felicidad”(7).
Estamos en unos momentos en los que tenemos que reconocer y proclamar con valentía y sin complejos el valor y la belleza de la vocación cristiana. Hemos de vivir con gozo y ofrecer al mundo la radical novedad cristiana que se deriva del bautismo. Toda nuestra dignidad y riqueza vienen del Bautismo: ese momento decisivo de nuestra vida en el que nuestra existencia se unió de forma definitiva con la existencia misma de Cristo. “No es exagerado decir que toda la existencia del fiel laico tiene como objetivo el llevarlo a conocer la radical novedad cristiana que deriva del Bautismo, sacramento de la fe, con el fin de que pueda vivir sus compromisos bautismales según la vocación que ha recibido de Dios (...) El Bautismo nos regenera a la vida de los hijos de Dios; nos une a Jesucristo y a su Cuerpo que es la Iglesia y nos unge en el Espíritu Santo constituyéndonos en templos espirituales”(8). Tenemos que descubrir todas las riquezas espirituales que encierra el Bautismo. Y para descubrirlas es absolutamente esencial una verdadera iniciación cristiana. “Todo el patrimonio genético, por así decir, del cristiano se contiene en este sacramento. “Criatura nueva” (2 Cor 5,17), el bautizado tiene el deber de testimoniar en el mundo la novedad y la belleza de la vida recibida gratuitamente en Cristo. Las riquezas espirituales encerradas en el bautismo son asombrosas y es nuestra misión tratar de vivirlas en plenitud. Ser santo no significa otra cosa”(9).
4.- Llamados a ser levadura evangélica.
Lo que más nos tiene que preocupar no es el ser pocos, sino el ser irrelevantes y marginales. La sal en las comidas es poca, pero da sabor; la cantidad de levadura en la masa es pequeña, pero la hace fermentar. Lo que tiene que preocuparnos es la mediocridad. Si la sal se vuelve sosa sólo sirve para que la pise la gente (Mt 5,13). Lo que verdaderamente debe inquietarnos es el conformismo y la pasividad. La cultura dominante es muy seductora y uno cae muy fácilmente en sus redes. Tenemos que estar muy vigilantes para no sucumbir ante esa tentación. Tenemos que recuperar un cristianismo verdaderamente audaz e incisivo que reclame su puesto y su presencia pública en la sociedad. Es un deber de caridad: el mundo necesita esa presencia. La sociedad, dominada por una cultura que ahoga valores muy sagrados de la persona humana está reclamando esa presencia activa y transformadora de los cristianos; y no se lo podemos negar: La creación con expectación desea vivamente la manifestación de los hijos de Dios (Rom 8,19).
Los cristianos tenemos el derecho y la obligación de hacernos oír en la sociedad. Es mucho lo que tenemos que ofrecer y no nos lo podemos guardar para nosotros por egoísmo o por miedo. Lo que hemos recibido gratis, lo hemos de dar gratis (cf. Mt 10,8). Como cualquier ciudadano tenemos el derecho y la obligación de participar activamente en la vida pública y en los debates culturales, económicos y políticos poniendo de manifiesto la visión del hombre que brota de nuestra fe en Jesucristo. Tenemos que manifestar con todos los medios legítimos que tengamos a nuestro alcance el derecho a la vida de todo ser humano desde que es concebido hasta su muerte natural; tenemos que defender el valor de la familia tal como la ley natural y la revelación divina nos la presentan, tenemos que exigir el derecho de los padres a educar a sus hijos, según sus convicciones, sin intromisiones totalitarias de ningún gobierno; tenemos que sentirnos siempre muy cerca, poniéndonos en su lugar, de las personas más débiles y desvalidas defendiendo sus derechos y prestándoles nuestra voz; tenemos que reclamar para nosotros y para todos el derecho a la libertad religiosa y no permitir, con nuestro silencio, que nuestros símbolos religiosos más queridos sean profanados; tenemos, en fin, que trabajar por el bien común ofreciendo nuestra visión cristiana de la vida , que es patrimonio de todos, al servicio de la justicia y de la paz. Juan Pablo II nos decía: “Si sois lo que debéis ser, es decir, si vivís el cristianismo sin componendas, podréis incendiar el mundo”(10). Y Benedicto XVI nos decía recientemente: “Llevad a este mundo turbado el testimonio de la libertad con la que Cristo nos ha liberado (cf. Gal 5,1). La extraordinaria fusión entre el amor a Dios y el amor al prójimo embellece la vida y hace que vuelva a florecer el desierto en el que a menudo vivimos. Donde la caridad se manifiesta como pasión por la vida y por el destino de los demás, irradiándose en los afectos y en los trabajos, y convirtiéndose en fuerza de construcción de un orden social más justo, allí se construye la civilización capaz de frenar el avance de la barbarie. Sed constructores de un mundo mejor, según el ordo amoris, en el que se manifieste la belleza de la vida humana”(11).
La fe no es una cuestión privada. Los discípulos de Cristo tienen una misión precisa que cumplir en el mundo, en el que son llamados a cuidar y hacerse cargo del hombre, de su dignidad y de su verdad integral. No es tarea fácil. Se requiere una conciencia moral recta, bien formada, fiel al magisterio de la Iglesia, porque la transformación del mundo y de sus estructuras o pasa a través de las conciencias o se reduce a cambios superficiales y efímeros. Se necesita el coraje de ser como Cristo, “signo de contradicción” (Lc 2,34). El Señor nos llama para seguirle y ser, con Él, artífices del proyecto de un mundo que se corresponda verdaderamente con la dignidad de la persona humana y su vocación trascendente. Esta es la verdadera “modernidad”: la que favorece al hombre, le hace más libre, responde mejor a su anhelos y le presenta un camino de esperanza y plenitud(12). “Una “modernidad” que no esté enraizada en auténticos valores humanos está destinada a ser dominada por la tiranía de la inestabilidad y del extravío. Por eso, toda comunidad eclesial apoyada en su fe y sostenida por la gracia de Dios, está llamada a ser punto de referencia y a dialogar con la sociedad en la que está insertada”(13). Los cristianos hemos de ser los pioneros de esa “modernidad”. Esa es la verdadera “revolución”, que el mundo necesita: la revolución de los santos. “¿Acaso no ha sido la belleza que la fe ha engendrado en el rostro de los santos la que ha impulsado a tantos hombres y mujeres a seguir sus huellas?”(14).
Para realizar todo esto es muy importante conocer el gran tesoro de la doctrina social de la Iglesia. “Para la Iglesia enseñar y difundir la doctrina social pertenece a su misión evangelizadora y forma parte esencial del mensaje cristiano”(15). En este sentido es una gran ayuda para todos el “Compendio de la Doctrina social de la Iglesia”.
Nuestro Congreso de Apostolado Seglar y especialmente todo el trabajo de reflexión que le va a preceder, nos tiene que ayudar a salir del letargo, de la superficialidad y de la indiferencia. Debemos contemplar e imitar el coraje de los confesores de la fe y de los mártires. Debemos recuperar la certeza de la fe en Jesucristo. Un coraje y una certeza basadas en la promesa del Señor: He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo (Mt 28,20).
5.- Con nuestra Madre la Iglesia.
La vocación y misión de los fieles laicos sólo se puede comprender a la luz de una renovada conciencia de la Iglesia como “sacramento o signo de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano”(16) y del deber personal de adherirse más firmemente a ella. La Iglesia es un Misterio de Comunión que tiene su origen en la Santísima Trinidad es el Cuerpo Místico de Cristo, el Templo del Espíritu Santo, es el Pueblo de Dios que unido por la misma fe, esperanza y caridad, camina en la historia hacia la definitiva patria celestial. Y nosotros como bautizados somos miembros vivos de este maravilloso y fascinante organismo; y alimentados por los dones sacramentales, guiados por sus pastores y enriquecidos constantemente por una gran variedad de carismas, participamos de su misma misión. Hoy es más necesario que nunca y particularmente en nuestra diócesis que los cristianos iluminados por la fe conozcan la Iglesia tal como es, con toda su belleza y santidad para sentirla y amarla como a su propia madre.
La vida moderna tiene una gran capacidad de dispersión. Crea personalidades individualistas, sin arraigo, sin historia, sin futuro, sin un terreno firme sobre el que asegurar los pasos: todo es relativo, nada hay seguro ni definitivo, como si sólo fuésemos dueños de un presente que se nos escapa de las manos antes de poderlo disfrutar. La vida moderna nos hace experimentar y, a veces, nos impone compromisos de todo tipo, marcados todos ellos por el signo de la parcialidad y de la superficialidad: compromisos, en muchos casos contradictorios. El resultado de todo esto es la fragmentación de la persona y, en bastantes casos, una dramática crisis de identidad. Al final uno se pregunta: ¿quién soy yo? ¿dónde está la verdad? ¿dónde está mi “hogar!”? Es el drama del “hijo pródigo” (cf. Lc 15,11-32) de la parábola, que después de haberlo probado todo termina por no saber quién es y siente la añoranza de un “hogar” y de un “padre”.
Este riesgo lo corremos también los cristianos. Y por eso necesitamos un punto firme de referencia; necesitamos un sentido de pertenencia fuerte y “totalizante”, capaz de unificar todas las dimensiones de la vida y de darle un sentido completo. Ese punto firme de referencia es la Iglesia. En la Iglesia, Misterio de Comunión, el Señor Jesús nos hace comprender que “esa comunión fraterna es el reflejo maravilloso y la misteriosa participación en la vida íntima de amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Por ella Jesús pide: Que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos sean también uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado (Jn 17,21)(17). “La Iglesia nos ofrece el encuentro con Cristo, con el Dios vivo, con el “Logos”, que es la Verdad, la Luz, que no hace violencia a las conciencias, no impone una doctrina parcial, sino que nos ayuda a ser nosotros mismos hombres y mujeres plenamente realizados; así nos ayuda a vivir en la responsabilidad personal y en la comunión más profunda entre nosotros, una comunión que nace de la comunión con Dios, con el Señor”(18).
. Hemos de sentirnos en la Iglesia, Misterio de Comunión, como en nuestro auténtico “hogar”, para descubrir en ella, con Cristo y por la gracia del Espíritu Santo, al único y verdadero “Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos” (Ef. 4,6).
Para poder llevar adelante un verdadero proceso de educación y formación en la fe, es esencial tener un fuerte sentido de pertenencia a la Iglesia: una pertenencia agradecida y llena de amor, reconociendo que en ella hemos recibido lo más valioso que tenemos: hemos recibido a Cristo, nuestro “tesoro escondido” y unidos a Cristo, por el Espíritu Santo, hemos recibido la gracia de estar íntimamente unidos a todos los cristianos, formando un solo Cuerpo. Pertenecer a la Iglesia significa descubrir que en ella nos encontramos permanentemente con Cristo y nos hacemos uno con Él, porque en la Iglesia, cada vez que comulgamos el Cuerpo y la Sangre del Señor, nos unimos a Él de tal manera que llegamos a convertirnos en su propio Cuerpo, con sus mismos sentimientos y su misma misión; y nos hacemos capaces de participar en su mismo Sacrificio Redentor uniendo nuestros trabajos y sufrimientos a los suyos para la salvación del mundo. “Creer es un acto eclesial. La fe de la Iglesia precede, engendra, conduce y alimenta nuestra fe”(19).
Hay muchos medios para vivir esta pertenencia a la Iglesia. El primero y más inmediato es la Parroquia. “La comunión eclesial, aún conservando siempre su dimensión universal, encuentra su expresión más visible en la Parroquia. Ella es la última localización de la Iglesia; es, en cierto sentido, la misma Iglesia entre las casas de sus hijos y de sus hijas (...) La parroquia no es principalmente una estructura, un territorio, un edificio; ella es la familia de Dios, como una fraternidad animada por el Espíritu de unidad, es una casa de familia, fraterna y acogedora, es la comunidad de los fieles. En definitiva la parroquia está fundada sobre una realidad teológica, porque ella es una comunidad eucarística. Esto significa que es una comunidad idónea para celebrar la Eucaristía, en la que se encuentra la raíz viva de su edificación y el vínculo sacramental de su existir en plena comunión con toda la Iglesia”(20).
Sois muchos los que estáis comprometidos, de forma ejemplar, en la vida de las parroquias, colaborando en múltiples actividades. Cada vez que visito las parroquias siento asombro por su vitalidad y doy gracias a Dios por todos los que en ellas estáis entregando vuestro tiempo y vuestras energías al servicio de la evangelización. Pero ahora, me atrevo a pediros algo más; os pido que pongáis el acento sobre todo en la misión. Las parroquias son “islas” o, más bien, “oasis”, en medio de un mundo pagano. Todos hemos de ponernos en actitud de misión. Todos hemos de sentir una fuerte llamada del Señor a ser misioneros que anuncien con valentía el evangelio de Cristo. No podemos esperar tranquilamente a que la gente llegue; hace falta algo más. Como el buen pastor hemos de salir a buscar a la oveja perdida, hemos de entrar en las casas, hemos de hacernos presentes en la vida de los barrios, en sus centros culturales, en su lugares de ocio, en sus colegios, en sus asociaciones, en sus medios de comunicación y en sus ayuntamientos: Caritas Christi urget nos. Nos apremia el amor de Cristo (2 Cor 5,14).
Sabéis que una de la mayores preocupaciones que tenemos en la Diócesis es la de crear parroquias en los nuevos barrios y urbanizaciones que van surgiendo. Es un problema que nos afecta a todos. Os pido unidad de esfuerzos, espirituales y materiales, para que en todos los lugares de la Diócesis exista una parroquia en la que los recién llegados a esos barrios, en muchas ocasiones perdidos y desorientados, puedan sentir la presencia cercana de una Iglesia que les acoge y puedan encontrar en ella un lugar donde experimentar unas relaciones más fraternas y una “casa” abierta a todos y al servicio de todos.(21). Y para que en esas nuevas parroquias se puede celebrar la eucaristía es necesario que haya sacerdotes. Pidamos al Señor que nos envíe sacerdotes, según su corazón; y pongamos también los medios pastorales para que esto suceda. “Jesús, al ver a la muchedumbre, sintió compasión de ella, porque estaban vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor. Entonces dijo a sus discípulos: la mies es abundante y los trabajadores pocos. Rogad, pues al dueño de la mies que envíe obreros a su mies” (Mt 9,36-38).
Y en esta búsqueda de ámbitos donde vivir la comunión eclesial ocupan un lugar muy importante las diversas asociaciones laicales, los movimientos eclesiales y las nuevas comunidades. Son una gran riqueza para la Iglesia. En mis encuentros con estas nuevas realidades eclesiales reconozco, por los frutos de santidad que veo en ellas, una verdadera presencia del Espíritu. Doy gracias a Dios por este don que Él nos regala y animo a todos a vivir atentos a lo que el Espíritu les vaya sugiriendo, abiertos a la universalidad de la Iglesia y siempre fieles a su magisterio.
Hago un llamamiento especial a la Acción Católica: está destinada a ser un elemento esencial para dar consistencia y para articular debidamente en todas la parroquias de la Diócesis un apostolado seglar asociado vivo, organizado, activo y misionero. En nuestra Iglesia diocesana necesitamos la Acción Católica. “El vínculo directo y orgánico de la Acción Católica con la Diócesis y con su Obispo; el asumir la misión de la Iglesia y sentirse dedicados a la propia Iglesia y a la totalidad de su misión; el hacer propios el camino, las opciones pastorales y la espiritualidad de la Iglesia diocesana; todo esto hace que la Acción Católica no sea una asociación eclesial cualquiera, sino un don de Dios y un recurso para el incremento de la comunión eclesial (...) Acción Católica, ¡No tengas miedo! Perteneces a la Iglesia y te ama el Señor, que guía siempre tus pasos hacia la novedad jamás superada del Evangelio”(22).
6.- María, Madre de Cristo y de la Iglesia intercede por nosotros.
Quero terminar encomendando a la Virgen María el trabajo y los frutos de Congreso y lo hago con la oración con la que concluye la Exhortación Apostólica postsinodal de Juan Pablo II sobre la vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo Christifideles laici:
“Oh Virgen Santísima, Madre de Cristo y Madre de la Iglesia, con alegría y admiración nos unimos a tu Magnificat,
a tu canto de amor agradecido.
Contigo damos gracias a Dios, cuya misericordia se extiende de generación en generación, por la espléndida vocación
y por la multiforme misión confiada a los fieles laicos,
por su nombre llamados por Dios a vivir en comunión de amor y de santidad con Él y a estar fraternalmente unidos
en la gran familia de los hijos de Dios,
enviados a irradiar la luz de Cristo y a comunicar el fuego del Espíritu
por medio de su vida evangélica en todo el mundo. Virgen del Magnificat, llena sus corazones
de reconocimiento y entusiasmo por esta vocación y esta misión.
Tú que has sido, con humildad y magnanimidad
la esclava del Señor, danos tu misma disponibilidad para el servicio de Dios y para la salvación del mundo.
Abre nuestros corazones a las inmensas perspectivas del Reino de Dios
y del anuncio del Evangelio a toda criatura.
En tu corazón de Madre están siempre los muchos peligros
y los muchos males que aplastan a los hombres y mujeres de nuestro tiempo.
Pero también están presentes tantas iniciativas de bien,
las grandes aspiraciones a los valores, los progresos realizados en el producir frutos abundantes de salvación.
Virgen valiente, inspira en nosotros la fortaleza de ánimo
y confianza en Dios,
para que sepamos superar todos los obstáculos que encontremos en el cumplimiento de nuestra misión.
Enséñanos a tratar las realidades del mundo con un vivo sentido de responsabilidad cristiana y en la gozosa esperanza
de la venida del Reino de Dios, de los nuevos cielos y de la nueva tierra.
Tú que junto a los Apóstoles has estado en oración en el Cenáculo esperando la venida del Espíritu de Pentecostés,
invoca su renovada efusión sobre todos los fieles laicos, hombres y mujeres,
para que correspondan plenamente a su vocación y misión,
como sarmientos de la verdadera vid, llamados a dar mucho fruto para la vida del mundo.
Virgen Madre, guíanos y sostennos para que vivamos siempre
como auténticos hijos e hijas de la Iglesia de tu Hijo
y podamos contribuir a establecer sobre la tierra
la civilización de la verdad y del amor, según el deseo de Dios y para su gloria. Amén(23).
Con mi bendición y afecto:
+ Joaquín María, Obispo de Getafe
15 de Agosto de 2007, Solemnidad de la Asunción de la Virgen María
1) Concilio Vaticano II. Apostolicam actuositatem, 2
2) Concilio Vaticano II. Lumen gentium, 31
3) Juan Pablo II. Mensaje al Congreso Internacional del Laicado Católico, no 4 (21 de Noviembre de 2000)
4) Mons. Rilko. Congreso de Apostolado Seglar. Madrid 2004
5) Juan Pablo II. Novo millenio ineunte, n. 15
6) Ibidem, n. 29
7) PabloVI. Homilía. Manila, 29 de Noviembre de 1970.
8) Juan Pablo II. Christifideles laici, n. 10.
9) Mons. Rilko. Congreso de Apostolado Seglar. Madrid 2004.
10) Juan Pablo II. Jubileo del apostolado de los laicos, 26 de Noviembre de 2000
11) Benedicto XVI. Mensaje al II Congreso Mundial de los Movimientos Eclesiales y de las Nuevas Comunidades. 22 de Mayo de 2006
12) Cf. Mons. Rilko. Congreso de Apostolado Seglar. Madrid, 14 de Noviembre de 2004.
13) Benedicto XVI. Discurso a los obispos de Letonia, Lituania y Estonia. 23 de Junio de 2006.
14) Benedicto XVI. Mensaje al II Congreso Mundial de M.E. y N.C. 22 de Mayo de 2006.
15) Juan Pablo II. Centesimus annus, n. 5.
16) Concilio Vaticano II. Lumen gentium, 1.
17) Juan Pablo II. Christifideles laici, n. 18
18) Benedicto XVI. Visita a la Parroquia de Santa Felicidad. 25 de Marzo de 2007
19) Catecismo de la Iglesia Católica, n. 182.
20) Juan Pablo II. Chritifideles laici, n. 26.
21) Juan Pablo II. Christifideles laici, n. 27.
22) Juan Pablo II. Discurso a los participantes de la IX Asamblea nacional de la A.C. italiana. 26 de Abril de 2002
23) Juan Pablo II. Christifideles laici, n 64.
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MISA CRISMAL - 2008
El Señor nos convoca, un año más, en esta solemne liturgia de la Misa Crismal para cantar las misericordias de Aquel que, como hemos escuchado en el libro del Apocalipsis, “nos amó, nos ha librado de nuestros pecados por su sangre, nos ha convertido en un reino y nos ha hecho sacerdotes de Dios, su Padre”.(Apoc.1,5-8).
En esta celebración, el obispo y sus presbíteros, unidos por el sacramento del orden, para cumplir el mandato del Señor de anunciar a todos los hombres el Evangelio de Cristo, bendeciremos el óleo de los enfermos “para que cuantos sean ungidos por él sientan en su cuerpo y en su alma la protección divina y experimenten alivio en sus enfermedades y dolores”; y bendeciremos el óleo de los catecúmenos “ para que aumente en ellos el conocimiento de las realidades divinas y la valentía en el combate de la fe”; y consagraremos el crisma para que los consagrados por esta unción “libres del pecado en que nacieron, y convertidos en templo de la presencia divina, exhalen el perfume de una vida santa”
Por medio de estos óleos la gracia divina se derramará sobre las almas dándoles luz, apoyo y fortaleza, nuestra Iglesia Diocesana se edificará en los sacramentos; y se derramará sobre todos nosotros la misericordia divina.
La liturgia de la Misa Crismal exalta de forma especial la dignidad que por el bautismo reciben los discípulos de Cristo; y manifiesta claramente la belleza de todo el Pueblo de Dios, como pueblo consagrado y reino de sacerdotes, enriquecido por Dios con una gran diversidad de dones, carismas y ministerios.
El pasaje evangélico que se acaba de proclamar nos recuerda que Jesucristo es el primero de los consagrados y el principio y la fuente de toda consagración. En Jesús se cumple plenamente lo que había anunciado el profeta Isaías: “El Espíritu del Señor está sobre mi, porque Él me ha ungido y me ha enviado para dar la Buena Noticia a los que sufren”. (Is.61.1-3). Nuestro Dios y Padre que, por la unción del Espíritu Santo ha constituido a su Hijo Jesucristo como Mesías y Señor, ha querido también hacer a todos los bautizados partícipes de esa misma unción para convertirnos en testigos fieles de la redención. (cf. Oración Misa Crismal). Todos los cristianos somos, por tanto, ungidos y consagrados en Cristo, para hacer presente en medio del mundo la infinita misericordia de Dios. Todos somos ungidos para que resplandezca en nosotros la claridad de Cristo y el evangelio sea anunciado a todos los hombres.
Y en este contexto litúrgico, celebrando la dignidad sacerdotal, profética y real de todo el Pueblo de Dios, la Iglesia ha querido, en este día reservar y prestar una especial atención al sacerdocio ministerial. Nuestro Señor Jesucristo “no sólo ha conferido el sacerdocio real a todo su Pueblo Santo, sino también, con amor de hermano, ha elegido a hombres de este Pueblo, para que, por la imposición de las manos, participen de su sagrada misión. Ellos renuevan en nombre de Cristo el sacrificio de la redención, preparan el banquete eucarístico, presiden en el amor al Pueblo Santo, lo alimentan con la Palabra divina y lo fortalecen con los sacramentos” (Cf Prefacio de Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote).
La celebración de hoy nos invita a los que hemos recibido el sacramento del Orden, no sólo a renovar los compromisos vinculados a la ordenación, sino también a reavivar los sentimientos que inspiraron nuestra entrega al Señor profundizando y gustando sin cesar aquel inolvidable momento en el que respondiendo a la llamada de la Iglesia decidimos seguir de cerca la Señor. Es verdad que nuestra primera y radical dignidad deriva del hecho de habernos convertido, junto con todos los bautizados, en discípulos del Señor. Pero el Señor ha querido enriquecernos también con un don peculiar que implica una especial configuración con Él y una responsabilidad que marca y orienta nuestra vida de forma radical. Hemos recibido el don y la tarea de haber sido puestos al servicio del Pueblo de Dios. Y esto repercute de forma definitiva en nuestro modo de ser , de vivir y de actuar. Hemos sido llamados a prestar un servicio a favor de los demás hombres y mujeres, en nombre de Dios, para hacer cercano y visible, en medio de ellos, a Jesucristo, Buen Pastor. Quien se acerque a nosotros, tiene que encontrarse, no con nosotros, sino con Cristo. Tienen que ver en nosotros al mismo Cristo que les acoge y da su vida por ellos.
Realizar esta misión, a la vez que es un extraordinario privilegio es también una grandísima responsabilidad. El bien espiritual de muchas personas está vinculado a nuestra santidad de vida y a nuestro ardor pastoral.
El día de nuestra ordenación sacerdotal, cuando después de escuchar nuestro nombre, nos levantamos con emoción diciendo: “adsum”, “presente”, “aquí estoy”, estábamos poniendo nuestra vida a disposición del Señor. Eso es lo que hoy queremos renovar. Hoy también queremos decir: “Señor, aquí estoy, como el día de mi ordenación, para que tu puedas disponer de mi, porque toda mi vida te pertenece. Aquí estoy Señor porque quiero y deseo con la ayuda de tu gracia que todos puedan ver en mi tu Rostro misericordioso, y en mis palabras, en mi vida y en mi amor, vean en mi al Buen Pastor; y todos, en mi persona, se sientan acogidos por ti y te sigan llenos de confianza. Señor, lléname de la luz de tu Espíritu Santo. Ilumina mi mente y mi corazón, como a los discípulos de Emaus, para que las pruebas y sufrimientos que tenga que pasar, nunca me alejen de ti, sino que me ayuden a comprender que sólo siguiéndote en el camino de la cruz descubriré la fecundidad del verdadero amor que nos salva.
Hoy tenemos que escuchar como dirigidas directamente a cada uno de nosotros las palabras de Pablo a su discípulo Timoteo: “Te recomiendo que reavives el carisma de Dios que está en ti por la imposición de mis manos. Porque no nos dio el Señor a nosotros un espíritu de timidez sino de fortaleza, de caridad y de templanza” (II Tim. 1,7). Y para reavivar ese carisma es bueno que en este día recordemos algunos aspectos de nuestra vida sacerdotal, que son esenciales para vivir nuestra vocación.
Es esencial, en primer lugar, recordar que es en el ejercicio de nuestro ministerio donde encontraremos la fuente principal de nuestra espiritualidad sacerdotal. Existe una íntima relación entre la vida espiritual del presbítero y el ejercicio de su ministerio. Y esta relación nos la confirma la experiencia misma de cada día. La predicación de la Palabra de Dios nos introduce en la meditación y en la contemplación de esa Palabra, convirtiéndola en alimento de nuestra vida y en la luz que va iluminando nuestras dudas y oscuridades; y el sacramento de la reconciliación nos hace comprender con humildad nuestro propio pecado y nos hace experimentar continuamente en nosotros y en nuestros hermanos la misericordia entrañable de nuestro Dios; y cuando escuchamos y acogemos a los niños, a los jóvenes o a los adultos, en las más diversas circunstancias, con corazón de pastor, el Señor nos hace descubrir la grandeza y la dignidad de todo ser humano y su sed insaciable de vida y de plenitud y su vocación de santidad; y cuando compartimos con las familias, el gozo del amor esponsal y la gratuidad generosa y sacrificada del amor de los padres a los hijos y la confianza de los hijos en el amor de sus padres, damos gracias a Dios por el don de la vida y sentimos la responsabilidad de cuidar con la gracia del Señor, que viene de los sacramentos, a todas las familias, para que ellas mismas sean las primeras en evangelizar el mundo de la familia, tan necesitado de luz.. Pero es especialmente en la Eucaristía, donde encontraremos, la principal fuente de nuestra vida espiritual y de nuestro trabajo pastoral. Porque al celebrar cada día la Eucaristía, participamos con Cristo en el misterio de la redención; y con Cristo, en el misterio de la cruz, entregamos nuestra vida a los hombres, y nos desvivimos por ellos; y toda nuestra entrega, muchas veces oscura, difícil y hasta dolorosa, adquiere todo su sentido luminoso en la cruz del Señor y se convierte en vida abundante para nuestros hermanos y en fortaleza y consuelo para nosotros. En el ejercicio del ministerio sacerdotal, el sacerdote va comprendiendo que la relación con Cristo ha de llenar todo su ser: su mente, sus sentimientos, sus sacrificios, sus alegrías. Todo en la vida del sacerdote ha de llenarse de su relación con Aquel que dio su vida por nosotros y ahora nos elige y nos envía para que su vida divina llegue a todos los hombres.
Un segundo aspecto, esencial para vivir nuestra vocación es caer en la cuenta de que el ejercicio de nuestro ministerio no lo realizamos asilados, en solitario, de una manera individual. Nuestro ministerio lo realizamos en el seno de una fraternidad presbiteral. No somos sólo presbíteros, sino co-presbíteros. Aprendemos a ser presbíteros en el ejercicio del propio ministerio, pero también en la comunión del presbiterio. La fraternidad sacerdotal es una exigencia de la caridad pastoral. El sacerdote que se aísla no sólo se hace daño a sí mismo, sino también hace daño a toda la Iglesia y hace daño a la comunidad cristiana que se le ha confiado. El sacerdote que se aísla está privando a su comunidad cristiana de la riqueza que supone la vida diocesana. Y no basta sólo una comunión en el deseo o una comunión genérica y abstracta. La comunión ha de vivirse en lo concreto. Hemos de cuidar entre nosotros el conocimiento y la ayuda mutua, para enriquecernos espiritualmente y pastoralmente, especialmente en los arciprestazgos, escuchándonos unos a otros, secundando las iniciativas diocesanas, y viendo en la diversidad de los distintos modos de existencia sacerdotal una oportunidad para ahondar en la llamada que el Señor nos hace y para atender las realidades cada vez más complejas que aparecen en nuestro mundo.
Y finalmente, la celebración de hoy nos urge a orientar la mirada hacia la misión. Jesús se compadecía ante las multitudes hambrientas. Y nosotros no podemos permanecer insensibles ante un mundo que se aleja de Dios. La mayor pobreza del hombre es no conocer a Cristo. Y nosotros , que hemos conocido a Cristo, hemos de sentir de forma muy viva la urgencia de la misión: que toda nuestra vida, nuestro tiempo, nuestras amistades, nuestra forma de vivir, nuestras inquietudes intelectuales, que todo en nosotros esté orientado a la misión. Pero no con una actitud recelosa, a la defensiva, como en retirada, echándonos las culpas unos a otros; sino, llenos de esperanza, con la seguridad y la confianza que nos da la certeza de que aquel que se encuentra con Cristo es más feliz. Con la seguridad de que quien sigue a Cristo descubre que, caminando con Él, su modo de vivir, su familia y su trabajo es más humano y mas conforme con lo que el ser humano necesita y desea. Dios que conoce y ama al hombre, porque lo ha creado, sabe lo que le conviene. Y por eso el hombre sólo encontrará en Dios lo que su corazón desea.
Renovando hoy nuestras promesas sacerdotales y unidos a todo el pueblo de Dios, pidamos al Señor su gracia para que la luz del evangelio, entre por medio de los cristianos, en todas las realidades humanas, en la cultura, en la ciencia, en la economía, en el arte. Que la luz de Cristo, cuyo misterio pascual nos disponemos a celebrar, entre en el corazón del mundo para surja una verdadera cultura de la vida, en la que el hombre, dejando entrar en su vida la gracia redentora de Cristo, viva reconciliado consigo mismo, con la creación y con Dios.
Que la Virgen María, Madre de la Iglesia, sea siempre el faro luminoso que nos guíe hacia Cristo. Que Ella, que fue la primera redimida, antes de su concepción, interceda por nosotros, para que cada uno, en el estado de vida al que haya sido llamado, sea fiel a su misión. Que la Virgen María nos cuide con amor maternal y haga que la Iglesia sea un hogar donde todos se sientan reconocidos y queridos. Amen