HOMILÍA EN LA MISA DE LA SOLEMNIDAD DEL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS
Jornada de Oración Mundial por la Santificación de los SacerdotesDiócesis de Getafe
– Basílica del Sagrado Corazón de Jesús Cerro de los Ángeles, 11 de junio de 2021

El que lo vio da testimonio y su testimonio es verdadero (Jn 19, 35)
Muy querido don Ginés, hermano en el episcopado.
Muy queridos hermanos sacerdotes. Saludo especialmente a quienes cumplís bodas sacerdotales de plata o de oro.
Queridas personas consagradas.
Hermanas y hermanos todos en el Señor.

En esta Fiesta del Sagrado Corazón de Jesús el Señor nos levanta como a un niño hasta sus mejillas y nos estrecha con lazos de amor (cf. Os 11, 3-4). Hoy el Señor nos abre el misterio escondido desde el principio de los siglos y nos revela la riqueza insondable de Cristo para que lleguemos a abarcar lo ancho, lo largo, lo alto y lo profundo, comprendiendo el amor de Cristo, que trasciende todo conocimiento (Ef 3, 18). Para gozar los tesoros del amor de Dios que se nos revelan en el Corazón de Cristo, la liturgia de este día nos pide recuperar el testimonio del evangelista y apóstol san Juan. Permitidme fijar la atención en tres detalles de este testimonio. El primero puede no verse y es, sin embargo, de capital importancia: quien da testimonio es el discípulo amado, es decir, quien antes de la escena que él mismo relata ha recibido de Cristo en la cruz a María como Madre. El segundo detalle nos anuncia que la muerte es vencida cuando el soldado traspasa el cuerpo sin vida de Jesucristo: de su costado brota el manantial de la Vida. El tercer detalle se refiere a la Palabra cumplida: esto ocurrió para que se cumpliera la Escritura (Jn 19, 36).

El primer detalle nos descubre algo fundamental en la comprensión del amor de Dios que supera todo conocimiento: para entrar en el misterio del Corazón de Cristo es necesario recibir primero a María como Madre, aprender de Ella docilidad al Paráclito, descubrir en Ella, por voluntad del Señor, a la “Abogada, Auxiliadora, Socorro y Mediadora” -según los títulos que de María proclama el Concilio Vaticano II (LG 62)-, que no quita nada a la mediación única y universal de Jesucristo, sino que nos comunica, por voluntad de su Hijo, los frutos de la Redención. En su bondad infinita, la Trinidad Santa ha querido que su amor entrañable sea recibido por quienes tienen a María como Madre y con Ella cruzan el umbral santo del Costado abierto del Redentor. El segundo detalle anticipa el triunfo de la Resurrección. Cuando el soldado atraviesa el cuerpo muerto de Cristo, la muerte empieza a ser vencida: del costado traspasado brota el manantial de la Vida. Por eso la Iglesia ha visto desde antiguo en el Corazón traspasado del Redentor su nacimiento y en el agua y la sangre ha reconocido la fuente de la gracia, el origen de los sacramentos, con los cuales Cristo mismo se regala en don infinito de amor a los suyos.

El tercer detalle confiesa la fidelidad inquebrantable de Dios. Su amor revelado en el Corazón de Cristo es la prueba más elocuente y firme de su fidelidad, de su sí definitivo por nosotros. Dos son las profecías que el discípulo amado declara cumplidas: la primera -No le quebrarán un hueso (Éx 12, 46)- remite al animal sin defecto con cuya sangre se selló la primera Alianza. Jesucristo, el Hijo amado del Padre, es el Cordero, con cuya entrega se ha sellado para siempre la Alianza Nueva y Eterna. Con su entrega de amor sin reservas, hemos sido rescatados de la esclavitud del pecado y de la muerte. La segunda profecía – Mirarán al que traspasaron (Zac 12, 10) nos lleva a uno de los últimos profetas, Zacarías, que anuncia en nombre del Señor el día del triunfo de nuestro Dios. Ese día brotará una fuente para la casa de David (Zac 13, 1), remedio de errores e impurezas. Ese día ha llegado con el triunfo del Corazón de Cristo traspasado, de Quien ha brotado el torrente de vida bebiendo del cual nuestras heridas son curadas.

Pues precisamente, en este día santo, la Iglesia nos invita a unir nuestras voces para pedir en unidad por la santificación de los sacerdotes. Varios son los días del año en que felicitamos y nos felicitamos los sacerdotes, como el Jueves Santo, pues en la última cena hemos nacido en el mandato memorial de Cristo (haced esto en conmemoración mía: 1 Cor 11, 24). O cuando acudimos al ejemplo e intercesión de santos sacerdotes, como san Juan de Ávila o el Santo Cura de Ars. Pero en este día del Sagrado Corazón se nos invita a algo especial: pedir por la santificación de los sacerdotes. ¿No son acaso los tres detalles señalados del testimonio de san Juan claves fundamentales para nuestra santificación? Tener a María como Madre, entrega de la propia vida sin reservas, proclamación de la fidelidad de Dios en su Palabra cumplida. Santificación es camino de crecimiento en caridad. A la caridad del sacerdote la llamamos caridad pastoral, porque es participación en el amor mismo del Buen Pastor. “Amor del Corazón de Cristo”: la feliz definición del sacerdote, de san Juan María Vianney, nos recuerda que el Señor cuando nos llamó y nos ungió haciéndonos sacerdotes suyos, nos capacitó para amar con su mismo amor. Sea esta nuestra petición en este día por todos los sacerdotes: que en sus palabras y silencios, en lo que hacen y en su forma de padecer, reconozca el pueblo de Dios el mismo amor de Cristo.

Felicitamos de corazón a quienes hoy celebran 25 y 50 años de sacerdocio. Pedimos para ellos que su perseverancia sea testimonio alegre de su fidelidad inquebrantable al Señor. Que encuentren en María Santísima su regazo y descanso, donde renueven su deseo de entrega sin reservas al santo pueblo de Dios. Que no teman las lanzas que traspasan tantas veces el corazón, sino que confíen siempre, cada vez más, en la eficacia sanadora de la gracia de Cristo, de la cual nos ha hecho sus ministros. Que sea amigos entrañables de la Palabra de Dios y sepan servirla con dedicación al pueblo confiado, para que declaren cumplida una y otra vez las promesas del Señor. Que en su voz se reconozca siempre la Palabra que es Cristo mismo.

La Providencia ha querido, en fin, que en este día santo pueda dar gracias a Dios, con mi presbiterio, por estos nueve años como obispo auxiliar. Se me estremecen interiormente las entrañas cada vez que escucho mi nombre pronunciado por vosotros en la Eucaristía. Aunque ya no me nombréis, no dejéis de rezar por mí. Sabéis que yo lo haré siempre por vosotros. No me despido, sino que os agradezco con el corazón en la mano vuestra amistad y afecto. Permitidme se ser siempre, aunque sea in pectore, en el corazón, vuestro obispo auxiliar. Gracias especialmente a don Joaquín, padre que me ha tratado como hermano. Y a don Ginés, hermano que me ha cuidado como un padre.

Con Nuestra Señora de los Ángeles celebremos esta fiesta dejando que el Señor nos levante como a niños hasta su mejilla, para entrar en el misterio insondable del amor de Cristo que trasciende todo conocimiento. ¡Nada sin María! ¡Todo con Ella!