2012-06-15 cartaCarta para la Gran Misión Diocesana, con motivo del 25 aniversario de la creación de la Diócesis de Getafe
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PRIMERA PARTE

LLENOS DE AMOR POR EL HOMBRE

«Jesús, al ver a las muchedumbres, se compadecía de ellas (...) porque estaban como ovejas sin pastor» (Mt 9,36).

Muy queridos amigos y hermanos:

La celebración del 25 aniversario de la creación de la Diócesis de Getafe, que tendrá lugar en el año 2016, nos ofrece la oportunidad de dar gracias a Dios por todo lo que Él ha ido realizando estos años en nosotros y por las personas, sacerdotes, consagrados y laicos que, fieles a su llamada, han sido instrumentos dóciles y eficaces de la gracia divina.
Y también es un momento propicio para mirar el futuro con esperanza y dar un nuevo y vigoroso impulso al mandato de Jesús de llevar a todos los hombres por su camino de bondad, de perdón y de amor, para que, por ese camino, lleguen a la salvación. La mejor forma de celebrar este aniversario, tan significativo para nosotros, es promoviendo una Gran Misión.

1. Por qué una Gran Misión.

El Señor nos invita a trabajar para hacer discípulos de todas las gentes. Es un deseo que nace de esa mirada de Jesús, llena de amor, que se conmovía al ver las gentes «extenuadas y abandonadas como ovejas que no tienen pastor» (Mt 9,36). Es una llamada que nos anima a mirar el mundo con esa mirada y a preguntarnos: ¿Qué busca la gente hoy? ¿Cuáles son sus grandes necesidades, temores y esperanzas? ¿Cuál debe ser la aportación que nuestra Iglesia Diocesana debe hacer? En realidad, como nos decía Benedicto XVI en Santiago de Compostela: «Nuestra aportación debe centrarse en una realidad tan sencilla y decisiva como ésta: que Dios existe y que es Él quien nos ha dado la vida. Sólo Él es absoluto. Sólo Él es amor fiel e indeclinable, meta infinita que se trasluce detrás de todos los bienes, verdades y bellezas admirables de este mundo; admirables pero insuficientes.(...) Es una tragedia que en Europa, sobre todo en el siglo XX, se afirmase y se divulgase la convicción de que Dios es el antagonista del hombre y el enemigo de la libertad. Con esto se quería ensombrecer la verdadera fe bíblica en Dios, que envió al mundo a su Hijo Jesucristo a fin de que nadie perezca, sino que todos tengan vida eterna (cf. Jn 3,16). (...) Dios es el origen de nuestro ser y cimiento y culmen de nuestra libertad.

(...) Es necesario que Dios vuelva a resonar bajo los cielos de Europa y que esa palabra santa no se pronuncie en vano».

La Misión es urgente: «Caritas Christi, urget nos» (2 Cor 5,14). Tenemos que abrir los ojos de los hombres a la trascendencia y a la fraternidad. Tenemos que moverles hacia el Dios vivo y verdadero desde el hombre vivo y verdadero. Tenemos que velar por Dios y velar por el hombre desde la comprensión que de ambos nos ofrece Jesucristo. Evangelizar no es para nosotros un motivo de gloria, sino una necesidad: «Ay de mí si no evangelizare» (1 Cor 9,16).

La Iglesia existe para la Misión. La Iglesia lo sabe. Evangelizar constituye la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. «Ella existe para evangelizar, es decir, para predicar y enseñar, ser canal del don de la gracia, reconciliar a los pecadores con Dios, perpetuar el sacrificio de Cristo en la Santa Misa, memorial de su muerte y resurrección gloriosa». La Misión es parte constitutiva de la identidad de la Iglesia. Por eso la Misión ha de despertar en todos nosotros la alegría y la fecundidad de ser discípulos. Cuando el discípulo está enamorado de Cristo, no puede dejar de anunciar al mundo que sólo Él nos salva.

Los cambios amplios y profundos de esta sociedad hacen que esta tarea sea cada vez más urgente y, en cierta medida, nueva. En realidad, podemos decir que en la Iglesia siempre hay novedad. Y la novedad está dada por los desafíos que marcan la época que a cada uno le ha tocado vivir. El desafío de esta época es lo que Benedicto XVI ha llamado “eclipse de Dios”.

El Espíritu Santo, que es el alma de la Iglesia, nos explica en cada momento las enseñanzas de Jesús y su misterio, nos muestra también los vacíos y desiertos del hombre y nos inspira los nuevos caminos de evangelización que hemos de abrir. La novedad no viene de nosotros. La novedad viene del Espíritu Santo. Nunca habrá novedad sin el Espíritu Santo. Nunca habrá evangelización posible sin la acción del Espíritu Santo3. El Espíritu siempre sopla para encontrar lo nuevo en lo ordinario, renovando lo cotidiano, porque es Cristo el que hace nuevas todas las cosas. «No recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo; mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis? Abriré un camino en el desierto, corrientes de agua en el yermo» (Is 43,18-19).

Pero, me preguntaréis: ¿Por qué una Misión en nuestra Diócesis de Getafe? ¿Por qué ahora? ¿Por qué es urgente? ¿Por qué afrontar una acción de esta envergadura que no puede ser llamada “una actividad más”?

Por un lado, porque la historia de nuestra Diócesis no es ajena a la historia de la Salvación. Nos insertamos en la historia de la Iglesia que nos ofrece un testimonio ejemplar y, a la vez, un respaldo pastoral a la Gran Misión Diocesana de Getafe. La obra misionera de Cristo fue continuada por sus discípulos en los Hechos de los Apóstoles y por el Apóstol de los Gentiles como leemos en sus cartas. Posteriormente la misión expandió la Palabra por todo el Mediterráneo siendo fecundada por la sangre de los primeros mártires. La Iglesia no dejó la misión cuando las invasiones germánicas terminan con el Imperio Romano de Occidente sino que la fe fue asumida por estos pueblos bárbaros. Posteriormente la fe se expandió por el Norte y el Este de Europa. Luego le tocó el turno a la costa subsahariana de África. Después, el mundo contempló la gran gesta misionera de España y Portugal en América. Ya en el siglo XVI los misioneros tuvieron que “reevangelizar” por primera vez un territorio, Europa, tras la Reforma Protestante. Mas tarde, desde la Ilustración, fueron constantes las oleadas misioneras para impedir la secularización de Occidente.

Los siglos XX y XXI han vuelto a ser regados masivamente con la sangre del martirio en los cinco continentes. En la Edad Contemporánea no sólo encontramos las misiones populares en las zonas rurales sino que, actualmente, la misión ha adquirido el tono de las sociedades avanzadas y proyectos de largo alcance. Por eso, la Misión de la Diócesis de Getafe nace también con la referencia de la intención de Benedicto XVI al crear un Consejo Pontificio para la Nueva Evangelización y desde la experiencia de la actual Misión Continental de América y los últimos Congresos para la Nueva Evangelización de Viena, París, Lisboa, Bruselas, Budapest Manresa, así como de las misiones de otras diócesis europeas como Roma o Toulon.
Unido a esta perspectiva, esta Gran Misión tiene lugar ahora en nuestra Diócesis porque después de 25 años de ser erigida canónicamente por el Beato Juan Pablo II, aún son cientos de miles las personas sin evangelizar.

Convoco esta Gran Misión desde la convicción de que ahora estamos preparados para ello, pues estos años han ido configurando nuestra “historia familiar” con una identidad y personalidad propia. Entre los grandes hitos de estos años que han forjado nuestra singularidad, quiero recordar ahora aquel 12 de octubre de 1991 en que se leyeron las Letras Apostólicas de erección de la Diócesis en la Catedral, el despertar de nuestro querido Seminario, la creación de tantas nuevas parroquias, la celebración del Jubileo del año 2000, la impactante muerte de nuestro querido primer Obispo Don Francisco, la alegría de las peregrinaciones de jóvenes, la aparición de la figura del Obispo Auxiliar, los tres años de la Misión Joven, el Congreso del Apostolado Seglar, la restauración de la Catedral, el Año Jubilar Mariano y, por último nuestra condición de Subsede de la Jornada Mundial de la Juventud.

Los próximos años de Misión serán también un momento de fortalecer nuestros vínculos diocesanos y de reflexionar juntos sobre los logros y retos que nos suponen estos 25 años de historia. Nuestro futuro tiene una orientación a partir de unas raíces concretas.

2. Qué es la Misión.

Misión significa envío. «Como el Padre me ha enviado así os envío yo» (Jn 20,21). La Misión nos llama a escuchar nuevamente este envío del Señor y a responderle con entusiasmo y ardor. El Señor nos llama a todos y a cada uno para que, en el seno de la Iglesia, en nuestra diócesis, y animados por el Espíritu Santo, anunciemos el Evangelio a los que no lo han recibido plenamente; a los que lo recibieron pero se alejaron de la Iglesia, y también, respetuosamente, a los no creyentes o a quienes se confiesan agnósticos o abiertamente ateos.

Cuando hablo de misión me refiero a un proceso evangelizador. «Ninguna definición parcial y fragmentaria refleja la rica realidad, compleja y dinámica que comporta la evangelización, si no es con riesgo de empobrecerla o incluso mutilarla. (...) Evangelizar significa llevar la Buena Nueva a todos los ambientes de la humanidad y, con su influjo, transformar desde dentro, renovar a la misma humanidad. (...) La finalidad de la evangelización es este cambio interior, y si hubiere que resumirlo en una palabra, lo mejor sería decir que la Iglesia evangeliza cuando, por la sola fuerza divina del Mensaje que proclama, trata de convertir al mismo tiempo la conciencia personal y colectiva de los hombres, la actividad en la que ellos están comprendidos, su vida y ambiente concretos»

En nuestro envío misionero nos vamos a encontrar, lo mismo que en los tiempos apostólicos, personas que se abren gozosas a la Palabra de Dios y también personas que se cierran. Vamos a encontrar acogida y también rechazo y modos de pensar y de vivir que están lejos de la búsqueda de Dios y de la verdad.

El hombre contemporáneo está a menudo confuso y no consigue encontrar respuestas a tantas preguntas que agitan su mente con respecto al sentido de la vida y a las cuestiones que le inquietan en lo profundo del corazón. En muchos casos, intenta no hacer caso a esas inquietudes. Pero el hombre, por muchas evasiones que busque, no puede eludir esas preguntas que afectan al significado de sí mismo y de la realidad. No puede vivir siempre de forma banal. Cuando menos se lo espera surgen circunstancias que le obligan a plantearse: ¿Qué estoy haciendo con mi vida? ¿Hacia dónde voy? ¿Por qué no consigo apartar de mí esta tristeza y esta sensación de vacío y de frustración que con tanta frecuencia me invaden? La crisis que estamos viviendo está desenmascarando muchos dramas interiores y está sacando a la luz las consecuencias trágicas de una cultura sin Dios.

Estamos ante una situación propicia para ayudar a los hombres a dirigir su mirada hacia Jesús, el Ungido de Dios que ha venido al mundo para «evangelizar a los pobres, proclamar a los cautivos la libertad y a los ciegos la vista, a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor» (Lc 4,18).

El hombre no puede vivir sin Dios. Y, por eso, lo mismo que en los comienzos de la Iglesia, la Palabra de Dios sigue creciendo y difundiéndose. Lo estamos viendo en nuestra Diócesis. Seguimos creando parroquias porque el Pueblo de Dios nos lo pide y seguimos necesitando sacerdotes santos, que cuiden a este pueblo y salgan a buscar a las «ovejas perdidas» (Cf. Lc 15) porque «la mies es mucha y los obreros pocos» (Lc 10,2).

Nos podemos preguntar: ¿Cómo es posible que en un ambiente social que intenta, desde hace siglos, borrar a la Iglesia del mapa cultural, se siga manteniendo vivo el Evangelio, crezca la fe de los que siguen a Cristo y se acreciente cada vez más entre los hombres de la “postmodernidad” el deseo de Dios y el hambre de valores espirituales? Y, todo esto, a pesar del pecado y de las debilidades de los que formamos la Iglesia. ¿Cómo puede ser esto?

Podemos descubrir fácilmente algunos motivos. El primero es que la fuerza de la Palabra no depende, en primer lugar, de nuestra acción, de nuestros medios, de nuestro “hacer”, sino de Dios que esconde su poder bajo los signos de la debilidad, que se hace presente en la brisa ligera de la mañana(Cf. I Reg. 19,12), que se revela en el leño de la cruz. ¡Debemos creer siempre en el humilde poder de la Palabra de Dios y dejar que Dios actúe!

El segundo motivo es que la semilla de la Palabra de Dios, como narra la parábola evangélica del sembrador, cae también hoy en un terreno bueno que la acoge y produce fruto (Cf. Mt 13, 3-9). Nosotros, como nuevos evangelizadores, hemos de ser parte de este campo que permite al Evangelio crecer en abundancia y transformar la propia vida y la de los demás. En el mundo, aunque el mal hace más ruido, continúa existiendo en abundancia el terreno bueno.

El tercer motivo es que el anuncio del Evangelio ha llegado efectivamente a los confines del mundo. Incluso en medio de la indiferencia, incomprensión y persecución muchos continúan, aun hoy, con valentía abriendo el corazón y la mente para acoger la invitación de Cristo y convertirse en sus discípulos. No hacen ruido, pero son el grano de mostaza que se convierte en árbol, la levadura que fermenta la masa, el grano de trigo que se destruye para crear la espiga. Todo esto, por un lado, da consuelo y esperanza porque demuestra un incesante fermento misionero que anima a la Iglesia, y por el otro debe colmar a todos de un renovado sentido de responsabilidad con la Palabra de Dios y la difusión del Evangelio.

Aunque es cierto que hoy, al menos en teoría, no están en discusión valores como la solidaridad, el compromiso por los demás, la responsabilidad por los pobres y los que sufren, sin embargo falta lo más importante. Falta el fundamento y la razón última que motive y dé sentido a estos valores. Falta la fuerza interior que sea capaz de animar a las personas y a los grupos sociales a las renuncias y sacrificios que la defensa de esos valores lleva consigo. El conocimiento y la voluntad no están en armonía. Porque cuando la voluntad está esclavizada por el puro interés egoísta, el entendimiento se oscurece. Y un entendimiento oscurecido y, por tanto, debilitado nunca es capaz de mover la voluntad.

¿Dónde está la luz que pueda iluminar nuestro conocimiento no sólo con ideas generales sino con compromisos concretos? ¿Dónde está la fuerza que eleve hacia lo alto nuestra voluntad? Estas son las preguntas a las que debe responder nuestra Misión. La verdadera crisis que está viviendo Europa, causa última de todas las demás crisis, es una crisis de fe. Si no encontramos una respuesta para ella, si la fe no adquiere nueva vitalidad, con una convicción profunda y una fuerza real gracias al encuentro con Jesucristo, todos los demás intentos de renovación serán inútiles.

Lo que el mundo necesita hoy de manera especial es el testimonio creíble de los que, iluminados en la mente y en el corazón por la Palabra del Señor, son capaces de abrir el corazón y la mente de muchos al deseo de Dios y de la vida verdadera, esa vida que no tiene fin.

Pero lo que más debe animarnos para la Misión, no es sólo la necesidad y la búsqueda de Dios que hay en el hombre sino, sobre todo, la certeza de que Dios también busca al hombre. En Jesucristo, Dios no sólo habla al hombre sino que lo busca. La Encarnación del Hijo de Dios testimonia que Dios busca al hombre. De esta búsqueda Jesús habla como del hallazgo de la oveja perdida (Cf. Lc 15,1-7). Es una búsqueda que nace de lo íntimo de Dios. Y, ¿por qué lo busca? Lo busca porque lo ama y sabe que alejándose de Dios el hombre se pierde.

El hombre de nuestros días, hijo de una cultura inmanentista, se ha alejado de Él, escondiéndose como Adán entre los árboles del paraíso terrestre (Cf. Gen 3,8-10). Satanás lo ha engañado persuadiéndole de ser él mismo Dios y de poder conocer como Dios, el bien y el mal, gobernando el mundo a su arbitrio sin tener que contar con la voluntad divina.

Buscando al hombre a través del Hijo, Dios quiere que alcance su verdadera dignidad. Dios quiere inducirlo a abandonar los caminos del mal. Y en esta búsqueda, Dios nos invita a participar. Eso es la Misión.

3. Con qué actitudes hemos de vivir la Misión.

La Exhortación Apostólica de Pablo VI, Evangelii nuntiandi hace una descripción muy certera de las actitudes del evangelizador, «actitudes interiores que deben animar a los obreros de la evangelización»:

* Vivir siempre bajo el aliento del Espíritu. Lo volvemos a repetir: no habrá nunca evangelización posible sin la acción del Espíritu. «Las técnicas de evangelización son buenas, pero ni las más perfeccionadas podrán reemplazar la acción discreta del Espíritu. La preparación más refinada del evangelizador no consigue absolutamente nada sin Él. Sin Él la dialéctica más convincente es impotente frente al espíritu de los hombres. Sin Él los esquemas elaborados sobre bases sociológicas o psicológicas se revelan pronto desprovistas de valor».

* Ser testigos auténticos. Nuestro mundo tiene sed de verdad y sed de autenticidad. «Tácitamente o a grandes gritos, pero siempre con fuerza, se nos pregunta: ¿creéis verdaderamente en lo que anunciáis? ¿Vivís lo que creéis? ¿Predicáis lo que creéis? Hoy especialmente el testimonio de vida se ha convertido en una condición esencial para evangelizar. (...) El mundo exige y espera de nosotros sencillez de vida, espíritu de oración, caridad para con todos, especialmente para los pequeños y los pobres, obediencia y humildad, despego de sí mismo y renuncia. Sin esta marca de santidad, nuestra palabra difícilmente abrirá brecha en el corazón de los hombres de este tiempo. Corre el riesgo de hacerse vana e infecunda».

* Buscar de la unidad. Tenemos que evangelizar la cultura de la violencia, de la muerte y de la confrontación siendo agentes de unidad y promotores de paz, reconciliación y vida. La unidad entre los discípulos de Jesús es una condición indispensable para la evangelización: «Que todos sea uno como tú Padre en Mí y Yo en Ti (...) para que el mundo crea que Tú me has enviado» (Jn 15,21).

En su testamento espiritual el Señor nos dice que la unidad entre sus seguidores no es solamente la prueba de que somos suyos, sino también la prueba de que Él es el enviado del Padre, es la prueba de credibilidad no sólo de los cristianos sino también del mismo Cristo.«Nosotros debemos ofrecer no la imagen de hombres divididos y separados por luchas internas que no sirven para nada, sino la de hombres adultos en la fe, capaces de encontrarse más allá de las tensiones reales gracias a la búsqueda común, sincera y desinteresada de la verdad».

* Estar al servicio de la verdad. Jesús, Hijo de Dios hecho hombre, es la Verdad. El Evangelio que nos ha sido confiado es la Palabra de la Verdad. «Una Verdad que nos hace libres y que es la única que procura la paz del corazón. Esto es lo que la gente va buscando cuando les anunciamos la Buena Nueva: van buscando la verdad acerca de Dios, la verdad acerca del hombre y de su misterioso destino, la verdad acerca del mundo».

Nosotros no somos los dueños de la verdad. Somos servidores de la verdad, herederos de la verdad. Estamos al servicio de la verdad. Una verdad que nos ha sido entregada por la Iglesia. «El evangelizador será aquel que, aun a costa de sacrificios y renuncias, busca siempre la verdad que debe transmitir a los demás. Ni vende, ni disimula la verdad por deseo de agradar a los hombres o de causar asombro, ni por originalidad o deseo de aparentar. No oscurece la verdad revelada por pereza de buscarla, por comodidad o por miedo. No deja de estudiarla. La sirve generosamente sin avasallarla».

*Actuar siempre por amor. La obra de la evangelización supone en el evangelizador un amor fraternal siempre creciente hacia aquellos a los que evangeliza. Mirar el mundo como lo mira Dios, acercarnos a los hombres con el mismo respeto, amor y paciencia con que el mismo Dios se acerca.

San Pablo decía a los cristianos de Tesalónica: «Llevados de nuestro amor por vosotros queremos no sólo daros el Evangelio sino aun nuestras propias vidas: tan amados vinisteis a sernos» (1 Tes 2,6). Evangelizar es participar con Jesús en su misión salvadora, es hacer presente el amor de Jesús, es dedicarse sin reservas, y sin mirar atrás, al anuncio de Jesucristo. Y este dedicarse sin reservas supone necesariamente el fervor de la santidad.

*Con el fervor de los santos: «Conservemos el fervor espiritual. Conservemos la dulce y confortadora alegría de evangelizar, incluso cuando hay que sembrar entre lágrimas. Hagámoslo como Juan Bautista, como Pedro o como Pablo, como los otros apóstoles, como esa multitud de admirables evangelizadores que se han sucedido a lo largo de la historia de la Iglesia, con un ímpetu interior que nada ni nadie sea capaz de extinguir. Sea esta la mayor alegría de nuestras vidas entregadas. Y, ojalá que el mundo actual que busca, a veces con angustia, a veces con esperanza, pueda así recibir la Buena Noticia, no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo, y aceptan consagrar su vida a la tarea de anunciar el Reino y de implantar la Iglesia en el mundo».

2012-06-15 cartaCarta para la Gran Misión Diocesana, con motivo del 25 aniversario de la creación de la Diócesis de Getafe
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PRIMERA PARTE

LLENOS DE AMOR POR EL HOMBRE

«Jesús, al ver a las muchedumbres, se compadecía de ellas (...) porque estaban como ovejas sin pastor» (Mt 9,36).

Muy queridos amigos y hermanos:

La celebración del 25 aniversario de la creación de la Diócesis de Getafe, que tendrá lugar en el año 2016, nos ofrece la oportunidad de dar gracias a Dios por todo lo que Él ha ido realizando estos años en nosotros y por las personas, sacerdotes, consagrados y laicos que, fieles a su llamada, han sido instrumentos dóciles y eficaces de la gracia divina.
Y también es un momento propicio para mirar el futuro con esperanza y dar un nuevo y vigoroso impulso al mandato de Jesús de llevar a todos los hombres por su camino de bondad, de perdón y de amor, para que, por ese camino, lleguen a la salvación. La mejor forma de celebrar este aniversario, tan significativo para nosotros, es promoviendo una Gran Misión.

1. Por qué una Gran Misión.

El Señor nos invita a trabajar para hacer discípulos de todas las gentes. Es un deseo que nace de esa mirada de Jesús, llena de amor, que se conmovía al ver las gentes «extenuadas y abandonadas como ovejas que no tienen pastor» (Mt 9,36). Es una llamada que nos anima a mirar el mundo con esa mirada y a preguntarnos: ¿Qué busca la gente hoy? ¿Cuáles son sus grandes necesidades, temores y esperanzas? ¿Cuál debe ser la aportación que nuestra Iglesia Diocesana debe hacer? En realidad, como nos decía Benedicto XVI en Santiago de Compostela: «Nuestra aportación debe centrarse en una realidad tan sencilla y decisiva como ésta: que Dios existe y que es Él quien nos ha dado la vida. Sólo Él es absoluto. Sólo Él es amor fiel e indeclinable, meta infinita que se trasluce detrás de todos los bienes, verdades y bellezas admirables de este mundo; admirables pero insuficientes.(...) Es una tragedia que en Europa, sobre todo en el siglo XX, se afirmase y se divulgase la convicción de que Dios es el antagonista del hombre y el enemigo de la libertad. Con esto se quería ensombrecer la verdadera fe bíblica en Dios, que envió al mundo a su Hijo Jesucristo a fin de que nadie perezca, sino que todos tengan vida eterna (cf. Jn 3,16). (...) Dios es el origen de nuestro ser y cimiento y culmen de nuestra libertad.

(...) Es necesario que Dios vuelva a resonar bajo los cielos de Europa y que esa palabra santa no se pronuncie en vano».

La Misión es urgente: «Caritas Christi, urget nos» (2 Cor 5,14). Tenemos que abrir los ojos de los hombres a la trascendencia y a la fraternidad. Tenemos que moverles hacia el Dios vivo y verdadero desde el hombre vivo y verdadero. Tenemos que velar por Dios y velar por el hombre desde la comprensión que de ambos nos ofrece Jesucristo. Evangelizar no es para nosotros un motivo de gloria, sino una necesidad: «Ay de mí si no evangelizare» (1 Cor 9,16).

La Iglesia existe para la Misión. La Iglesia lo sabe. Evangelizar constituye la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. «Ella existe para evangelizar, es decir, para predicar y enseñar, ser canal del don de la gracia, reconciliar a los pecadores con Dios, perpetuar el sacrificio de Cristo en la Santa Misa, memorial de su muerte y resurrección gloriosa». La Misión es parte constitutiva de la identidad de la Iglesia. Por eso la Misión ha de despertar en todos nosotros la alegría y la fecundidad de ser discípulos. Cuando el discípulo está enamorado de Cristo, no puede dejar de anunciar al mundo que sólo Él nos salva.

Los cambios amplios y profundos de esta sociedad hacen que esta tarea sea cada vez más urgente y, en cierta medida, nueva. En realidad, podemos decir que en la Iglesia siempre hay novedad. Y la novedad está dada por los desafíos que marcan la época que a cada uno le ha tocado vivir. El desafío de esta época es lo que Benedicto XVI ha llamado “eclipse de Dios”.

El Espíritu Santo, que es el alma de la Iglesia, nos explica en cada momento las enseñanzas de Jesús y su misterio, nos muestra también los vacíos y desiertos del hombre y nos inspira los nuevos caminos de evangelización que hemos de abrir. La novedad no viene de nosotros. La novedad viene del Espíritu Santo. Nunca habrá novedad sin el Espíritu Santo. Nunca habrá evangelización posible sin la acción del Espíritu Santo3. El Espíritu siempre sopla para encontrar lo nuevo en lo ordinario, renovando lo cotidiano, porque es Cristo el que hace nuevas todas las cosas. «No recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo; mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis? Abriré un camino en el desierto, corrientes de agua en el yermo» (Is 43,18-19).

Pero, me preguntaréis: ¿Por qué una Misión en nuestra Diócesis de Getafe? ¿Por qué ahora? ¿Por qué es urgente? ¿Por qué afrontar una acción de esta envergadura que no puede ser llamada “una actividad más”?

Por un lado, porque la historia de nuestra Diócesis no es ajena a la historia de la Salvación. Nos insertamos en la historia de la Iglesia que nos ofrece un testimonio ejemplar y, a la vez, un respaldo pastoral a la Gran Misión Diocesana de Getafe. La obra misionera de Cristo fue continuada por sus discípulos en los Hechos de los Apóstoles y por el Apóstol de los Gentiles como leemos en sus cartas. Posteriormente la misión expandió la Palabra por todo el Mediterráneo siendo fecundada por la sangre de los primeros mártires. La Iglesia no dejó la misión cuando las invasiones germánicas terminan con el Imperio Romano de Occidente sino que la fe fue asumida por estos pueblos bárbaros. Posteriormente la fe se expandió por el Norte y el Este de Europa. Luego le tocó el turno a la costa subsahariana de África. Después, el mundo contempló la gran gesta misionera de España y Portugal en América. Ya en el siglo XVI los misioneros tuvieron que “reevangelizar” por primera vez un territorio, Europa, tras la Reforma Protestante. Mas tarde, desde la Ilustración, fueron constantes las oleadas misioneras para impedir la secularización de Occidente.

Los siglos XX y XXI han vuelto a ser regados masivamente con la sangre del martirio en los cinco continentes. En la Edad Contemporánea no sólo encontramos las misiones populares en las zonas rurales sino que, actualmente, la misión ha adquirido el tono de las sociedades avanzadas y proyectos de largo alcance. Por eso, la Misión de la Diócesis de Getafe nace también con la referencia de la intención de Benedicto XVI al crear un Consejo Pontificio para la Nueva Evangelización y desde la experiencia de la actual Misión Continental de América y los últimos Congresos para la Nueva Evangelización de Viena, París, Lisboa, Bruselas, Budapest Manresa, así como de las misiones de otras diócesis europeas como Roma o Toulon.
Unido a esta perspectiva, esta Gran Misión tiene lugar ahora en nuestra Diócesis porque después de 25 años de ser erigida canónicamente por el Beato Juan Pablo II, aún son cientos de miles las personas sin evangelizar.

Convoco esta Gran Misión desde la convicción de que ahora estamos preparados para ello, pues estos años han ido configurando nuestra “historia familiar” con una identidad y personalidad propia. Entre los grandes hitos de estos años que han forjado nuestra singularidad, quiero recordar ahora aquel 12 de octubre de 1991 en que se leyeron las Letras Apostólicas de erección de la Diócesis en la Catedral, el despertar de nuestro querido Seminario, la creación de tantas nuevas parroquias, la celebración del Jubileo del año 2000, la impactante muerte de nuestro querido primer Obispo Don Francisco, la alegría de las peregrinaciones de jóvenes, la aparición de la figura del Obispo Auxiliar, los tres años de la Misión Joven, el Congreso del Apostolado Seglar, la restauración de la Catedral, el Año Jubilar Mariano y, por último nuestra condición de Subsede de la Jornada Mundial de la Juventud.

Los próximos años de Misión serán también un momento de fortalecer nuestros vínculos diocesanos y de reflexionar juntos sobre los logros y retos que nos suponen estos 25 años de historia. Nuestro futuro tiene una orientación a partir de unas raíces concretas.

2. Qué es la Misión.

Misión significa envío. «Como el Padre me ha enviado así os envío yo» (Jn 20,21). La Misión nos llama a escuchar nuevamente este envío del Señor y a responderle con entusiasmo y ardor. El Señor nos llama a todos y a cada uno para que, en el seno de la Iglesia, en nuestra diócesis, y animados por el Espíritu Santo, anunciemos el Evangelio a los que no lo han recibido plenamente; a los que lo recibieron pero se alejaron de la Iglesia, y también, respetuosamente, a los no creyentes o a quienes se confiesan agnósticos o abiertamente ateos.

Cuando hablo de misión me refiero a un proceso evangelizador. «Ninguna definición parcial y fragmentaria refleja la rica realidad, compleja y dinámica que comporta la evangelización, si no es con riesgo de empobrecerla o incluso mutilarla. (...) Evangelizar significa llevar la Buena Nueva a todos los ambientes de la humanidad y, con su influjo, transformar desde dentro, renovar a la misma humanidad. (...) La finalidad de la evangelización es este cambio interior, y si hubiere que resumirlo en una palabra, lo mejor sería decir que la Iglesia evangeliza cuando, por la sola fuerza divina del Mensaje que proclama, trata de convertir al mismo tiempo la conciencia personal y colectiva de los hombres, la actividad en la que ellos están comprendidos, su vida y ambiente concretos»

En nuestro envío misionero nos vamos a encontrar, lo mismo que en los tiempos apostólicos, personas que se abren gozosas a la Palabra de Dios y también personas que se cierran. Vamos a encontrar acogida y también rechazo y modos de pensar y de vivir que están lejos de la búsqueda de Dios y de la verdad.

El hombre contemporáneo está a menudo confuso y no consigue encontrar respuestas a tantas preguntas que agitan su mente con respecto al sentido de la vida y a las cuestiones que le inquietan en lo profundo del corazón. En muchos casos, intenta no hacer caso a esas inquietudes. Pero el hombre, por muchas evasiones que busque, no puede eludir esas preguntas que afectan al significado de sí mismo y de la realidad. No puede vivir siempre de forma banal. Cuando menos se lo espera surgen circunstancias que le obligan a plantearse: ¿Qué estoy haciendo con mi vida? ¿Hacia dónde voy? ¿Por qué no consigo apartar de mí esta tristeza y esta sensación de vacío y de frustración que con tanta frecuencia me invaden? La crisis que estamos viviendo está desenmascarando muchos dramas interiores y está sacando a la luz las consecuencias trágicas de una cultura sin Dios.

Estamos ante una situación propicia para ayudar a los hombres a dirigir su mirada hacia Jesús, el Ungido de Dios que ha venido al mundo para «evangelizar a los pobres, proclamar a los cautivos la libertad y a los ciegos la vista, a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor» (Lc 4,18).

El hombre no puede vivir sin Dios. Y, por eso, lo mismo que en los comienzos de la Iglesia, la Palabra de Dios sigue creciendo y difundiéndose. Lo estamos viendo en nuestra Diócesis. Seguimos creando parroquias porque el Pueblo de Dios nos lo pide y seguimos necesitando sacerdotes santos, que cuiden a este pueblo y salgan a buscar a las «ovejas perdidas» (Cf. Lc 15) porque «la mies es mucha y los obreros pocos» (Lc 10,2).

Nos podemos preguntar: ¿Cómo es posible que en un ambiente social que intenta, desde hace siglos, borrar a la Iglesia del mapa cultural, se siga manteniendo vivo el Evangelio, crezca la fe de los que siguen a Cristo y se acreciente cada vez más entre los hombres de la “postmodernidad” el deseo de Dios y el hambre de valores espirituales? Y, todo esto, a pesar del pecado y de las debilidades de los que formamos la Iglesia. ¿Cómo puede ser esto?

Podemos descubrir fácilmente algunos motivos. El primero es que la fuerza de la Palabra no depende, en primer lugar, de nuestra acción, de nuestros medios, de nuestro “hacer”, sino de Dios que esconde su poder bajo los signos de la debilidad, que se hace presente en la brisa ligera de la mañana(Cf. I Reg. 19,12), que se revela en el leño de la cruz. ¡Debemos creer siempre en el humilde poder de la Palabra de Dios y dejar que Dios actúe!

El segundo motivo es que la semilla de la Palabra de Dios, como narra la parábola evangélica del sembrador, cae también hoy en un terreno bueno que la acoge y produce fruto (Cf. Mt 13, 3-9). Nosotros, como nuevos evangelizadores, hemos de ser parte de este campo que permite al Evangelio crecer en abundancia y transformar la propia vida y la de los demás. En el mundo, aunque el mal hace más ruido, continúa existiendo en abundancia el terreno bueno.

El tercer motivo es que el anuncio del Evangelio ha llegado efectivamente a los confines del mundo. Incluso en medio de la indiferencia, incomprensión y persecución muchos continúan, aun hoy, con valentía abriendo el corazón y la mente para acoger la invitación de Cristo y convertirse en sus discípulos. No hacen ruido, pero son el grano de mostaza que se convierte en árbol, la levadura que fermenta la masa, el grano de trigo que se destruye para crear la espiga. Todo esto, por un lado, da consuelo y esperanza porque demuestra un incesante fermento misionero que anima a la Iglesia, y por el otro debe colmar a todos de un renovado sentido de responsabilidad con la Palabra de Dios y la difusión del Evangelio.

Aunque es cierto que hoy, al menos en teoría, no están en discusión valores como la solidaridad, el compromiso por los demás, la responsabilidad por los pobres y los que sufren, sin embargo falta lo más importante. Falta el fundamento y la razón última que motive y dé sentido a estos valores. Falta la fuerza interior que sea capaz de animar a las personas y a los grupos sociales a las renuncias y sacrificios que la defensa de esos valores lleva consigo. El conocimiento y la voluntad no están en armonía. Porque cuando la voluntad está esclavizada por el puro interés egoísta, el entendimiento se oscurece. Y un entendimiento oscurecido y, por tanto, debilitado nunca es capaz de mover la voluntad.

¿Dónde está la luz que pueda iluminar nuestro conocimiento no sólo con ideas generales sino con compromisos concretos? ¿Dónde está la fuerza que eleve hacia lo alto nuestra voluntad? Estas son las preguntas a las que debe responder nuestra Misión. La verdadera crisis que está viviendo Europa, causa última de todas las demás crisis, es una crisis de fe. Si no encontramos una respuesta para ella, si la fe no adquiere nueva vitalidad, con una convicción profunda y una fuerza real gracias al encuentro con Jesucristo, todos los demás intentos de renovación serán inútiles.

Lo que el mundo necesita hoy de manera especial es el testimonio creíble de los que, iluminados en la mente y en el corazón por la Palabra del Señor, son capaces de abrir el corazón y la mente de muchos al deseo de Dios y de la vida verdadera, esa vida que no tiene fin.

Pero lo que más debe animarnos para la Misión, no es sólo la necesidad y la búsqueda de Dios que hay en el hombre sino, sobre todo, la certeza de que Dios también busca al hombre. En Jesucristo, Dios no sólo habla al hombre sino que lo busca. La Encarnación del Hijo de Dios testimonia que Dios busca al hombre. De esta búsqueda Jesús habla como del hallazgo de la oveja perdida (Cf. Lc 15,1-7). Es una búsqueda que nace de lo íntimo de Dios. Y, ¿por qué lo busca? Lo busca porque lo ama y sabe que alejándose de Dios el hombre se pierde.

El hombre de nuestros días, hijo de una cultura inmanentista, se ha alejado de Él, escondiéndose como Adán entre los árboles del paraíso terrestre (Cf. Gen 3,8-10). Satanás lo ha engañado persuadiéndole de ser él mismo Dios y de poder conocer como Dios, el bien y el mal, gobernando el mundo a su arbitrio sin tener que contar con la voluntad divina.

Buscando al hombre a través del Hijo, Dios quiere que alcance su verdadera dignidad. Dios quiere inducirlo a abandonar los caminos del mal. Y en esta búsqueda, Dios nos invita a participar. Eso es la Misión.

3. Con qué actitudes hemos de vivir la Misión.

La Exhortación Apostólica de Pablo VI, Evangelii nuntiandi hace una descripción muy certera de las actitudes del evangelizador, «actitudes interiores que deben animar a los obreros de la evangelización»:

* Vivir siempre bajo el aliento del Espíritu. Lo volvemos a repetir: no habrá nunca evangelización posible sin la acción del Espíritu. «Las técnicas de evangelización son buenas, pero ni las más perfeccionadas podrán reemplazar la acción discreta del Espíritu. La preparación más refinada del evangelizador no consigue absolutamente nada sin Él. Sin Él la dialéctica más convincente es impotente frente al espíritu de los hombres. Sin Él los esquemas elaborados sobre bases sociológicas o psicológicas se revelan pronto desprovistas de valor».

* Ser testigos auténticos. Nuestro mundo tiene sed de verdad y sed de autenticidad. «Tácitamente o a grandes gritos, pero siempre con fuerza, se nos pregunta: ¿creéis verdaderamente en lo que anunciáis? ¿Vivís lo que creéis? ¿Predicáis lo que creéis? Hoy especialmente el testimonio de vida se ha convertido en una condición esencial para evangelizar. (...) El mundo exige y espera de nosotros sencillez de vida, espíritu de oración, caridad para con todos, especialmente para los pequeños y los pobres, obediencia y humildad, despego de sí mismo y renuncia. Sin esta marca de santidad, nuestra palabra difícilmente abrirá brecha en el corazón de los hombres de este tiempo. Corre el riesgo de hacerse vana e infecunda».

* Buscar de la unidad. Tenemos que evangelizar la cultura de la violencia, de la muerte y de la confrontación siendo agentes de unidad y promotores de paz, reconciliación y vida. La unidad entre los discípulos de Jesús es una condición indispensable para la evangelización: «Que todos sea uno como tú Padre en Mí y Yo en Ti (...) para que el mundo crea que Tú me has enviado» (Jn 15,21).

En su testamento espiritual el Señor nos dice que la unidad entre sus seguidores no es solamente la prueba de que somos suyos, sino también la prueba de que Él es el enviado del Padre, es la prueba de credibilidad no sólo de los cristianos sino también del mismo Cristo.«Nosotros debemos ofrecer no la imagen de hombres divididos y separados por luchas internas que no sirven para nada, sino la de hombres adultos en la fe, capaces de encontrarse más allá de las tensiones reales gracias a la búsqueda común, sincera y desinteresada de la verdad».

* Estar al servicio de la verdad. Jesús, Hijo de Dios hecho hombre, es la Verdad. El Evangelio que nos ha sido confiado es la Palabra de la Verdad. «Una Verdad que nos hace libres y que es la única que procura la paz del corazón. Esto es lo que la gente va buscando cuando les anunciamos la Buena Nueva: van buscando la verdad acerca de Dios, la verdad acerca del hombre y de su misterioso destino, la verdad acerca del mundo».

Nosotros no somos los dueños de la verdad. Somos servidores de la verdad, herederos de la verdad. Estamos al servicio de la verdad. Una verdad que nos ha sido entregada por la Iglesia. «El evangelizador será aquel que, aun a costa de sacrificios y renuncias, busca siempre la verdad que debe transmitir a los demás. Ni vende, ni disimula la verdad por deseo de agradar a los hombres o de causar asombro, ni por originalidad o deseo de aparentar. No oscurece la verdad revelada por pereza de buscarla, por comodidad o por miedo. No deja de estudiarla. La sirve generosamente sin avasallarla».

*Actuar siempre por amor. La obra de la evangelización supone en el evangelizador un amor fraternal siempre creciente hacia aquellos a los que evangeliza. Mirar el mundo como lo mira Dios, acercarnos a los hombres con el mismo respeto, amor y paciencia con que el mismo Dios se acerca.

San Pablo decía a los cristianos de Tesalónica: «Llevados de nuestro amor por vosotros queremos no sólo daros el Evangelio sino aun nuestras propias vidas: tan amados vinisteis a sernos» (1 Tes 2,6). Evangelizar es participar con Jesús en su misión salvadora, es hacer presente el amor de Jesús, es dedicarse sin reservas, y sin mirar atrás, al anuncio de Jesucristo. Y este dedicarse sin reservas supone necesariamente el fervor de la santidad.

*Con el fervor de los santos: «Conservemos el fervor espiritual. Conservemos la dulce y confortadora alegría de evangelizar, incluso cuando hay que sembrar entre lágrimas. Hagámoslo como Juan Bautista, como Pedro o como Pablo, como los otros apóstoles, como esa multitud de admirables evangelizadores que se han sucedido a lo largo de la historia de la Iglesia, con un ímpetu interior que nada ni nadie sea capaz de extinguir. Sea esta la mayor alegría de nuestras vidas entregadas. Y, ojalá que el mundo actual que busca, a veces con angustia, a veces con esperanza, pueda así recibir la Buena Noticia, no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo, y aceptan consagrar su vida a la tarea de anunciar el Reino y de implantar la Iglesia en el mundo».

Segunda parte

SEGUNDA PARTE

CON LA ANTORCHA DE CRISTO EN LA MANO

I. PREPARACIÓN PARA LA MISIÓN

«Llamó a los que quiso (...) para que estuvieran con Él» (Mc 3, 13).

Después de tratarlo con Dios en la oración, meditarlo, reflexionarlo mucho y hablar con los principales órganos de gobierno y de consulta de la Diócesis, estoy convencido de que para que la Misión dé frutos abundantes es muy importante implicar y entusiasmar a la Iglesia entera: sacerdotes, seminaristas, religiosos, consagrados y laicos. Y no sólo de una manera personal sino también comunitaria, en cuanto pertenecientes a familias religiosas, portadoras de un carisma o, en cuanto miembros de movimientos, asociaciones de fieles o comunidades que viven su fe de forma asociada o sencillamente formando parte activa de una comunidad parroquial. Y, todo esto, dando un especial relieve al papel esencial e imprescindible de la familia cristiana, a la defensa y cuidado de la vida y al fomento de las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada. Todos los discípulos del Señor, y todas las comunidades en las que estos discípulos viven su fe, han de participar en la Misión. La Iglesia entera es llamada a la Misión, bajo la guía, el aliento y el ejemplo de sus pastores.

La Misión tendrá tres años de preparación, pues no es una actividad más, y ha de ser conveniente pensada, cuidada, motivada y organizada. Los tres años que dedicaremos a la preparación para la Misión se orientan, por tanto, preferentemente a la Comunidad Diocesana. Estos años serán una invitación a una auténtica y renovada conversión al Señor, único salvador del mundo15. Una conversión que acreciente en nosotros el gozo de haber sido llamados por el Señor para «estar con Él» (cf. Mc 3,13).

Para ello es necesario que todos, con humildad, nos abramos a la luz del Espíritu Santo para que Él nos dé fortaleza en la fe, seguridad en la esperanza y constancia en el amor. Hemos de prepararnos con la oración, la vida sacramental y la formación, para confirmar nuestra fe en el Dios revelado en Cristo, sostener la esperanza prolongada en la espera de la vida eterna y vivificar la caridad apostólica, comprometida activamente en el servicio de los hermanos.

El fruto de acoger a Cristo y de «estar con Él» (cf. Mc 3,13) es una vida que se despliega según las tres virtudes teologales. Se trata de prepararnos para la misión acercándonos al Señor con corazón sincero y llenos de fe, de mantenernos firmes con la esperanza que profesamos y de crecer en la atención constante para realizar, junto con los hermanos, la caridad y las buenas obras (Cf. Heb 10,22-24).

Así pues, dedicaremos un año a la fe (curso 2012–2013), otro año a la esperanza (curso 2013-2014) y otro año a la caridad (curso 2014-2015), para culminar en el curso 2015-2016 con la celebración de la Gran Misión, coincidiendo con el 25 aniversario de la creación de nuestra Diócesis.

La Virgen María será nuestra gran maestra e intercesora. María, dedicada constantemente a su divino Hijo, será para nosotros modelo de fe hecha vida. María que concibió al Verbo encarnado por obra del Espíritu Santo, será contemplada por nosotros como la mujer dócil a la voz del Espíritu, mujer del silencio y de la escucha, mujer de la esperanza, que supo acoger como Abraham la voluntad de Dios «esperando contra toda esperanza» (Rom 4,18). María, hija predilecta del Padre, se presentará ante nuestra mirada como ejemplo perfecto de amor, tanto a Dios como al prójimo.

Esta preparación se hará preferentemente en las parroquias, movimientos o asociaciones, colegios de inspiración cristiana, teniendo como documentos de referencia: el primer año, la Exhortación Apostólica Porta fidei y los documentos que con motivo del año de la fe nos vengan de la Santa Sede (en este año, probablemente, tendremos algunos actos comunes con las Diócesis hermanas de Madrid y Alcalá de Henares); el segundo año tendremos como documento base la encíclica Spe salvi y el tercer año la encíclica Deus Caritas est. Y durante los tres años tendremos como guía el Catecismo de la Iglesia Católica.

Año de la fe

(Curso 2012-2013)

Comenzaremos nuestro camino hacia la Misión respondiendo con entusiasmo a la convocatoria del Año de la Fe que el Papa Benedicto XVI ha hecho a toda la Iglesia. Comenzará el 11 de Octubre de 2012, en el cincuenta aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II, y terminará en la solemnidad de Jesucristo Rey del Universo, el 24 de Noviembre de 2013. En la fecha del 11 octubre de 2012, se celebrarán también los veinte años de la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica.

Este año, como nos pide el Papa, debe introducir a toda la comunidad diocesana en un tiempo especial de reflexión y redescubrimiento de la fe para reanimarla, purificarla, confirmarla y confesarla. Tenemos que volver a descubrir, con alegría y admiración, como si fuera la primera vez, de una manera personal y en nuestras comunidades y grupos apostólicos, el camino de la fe para iluminar de manera cada vez más clara nuestro encuentro personal con Jesucristo. La fe es, ante todo, adhesión a Cristo; una adhesión gozosa que cambia nuestra vida y nos mueve al testimonio y a la misión: “La urgencia de la actividad misionera, brota de la radical novedad de vida, traída por Jesucristo y vivida pos sus discípulos”. La fe verdadera siempre es una fe confesante. No podemos dejar que la sal se vuelva sosa y la luz permanezca oculta (Cf. Mt 5,13-16). Como la samaritana hemos de sentir de nuevo la necesidad de acercarnos al pozo para escuchar a Jesús que nos invita a creer en Él y a extraer el agua viva que mana de su fuente (Cf. Jn 4,14). Debemos descubrir de nuevo el gusto de alimentarnos de la Palabra de Dios, transmitida fielmente por la Iglesia, y del Pan de la Vida, ofrecido como sustento a todos los que son sus discípulos (Cf. Jn 6,51). El Señor nos sigue diciendo con insistencia: «Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna» (Jn 6,27).

Para celebrar de manera digna y fecunda este Año, el Papa nos invita a intensificar la reflexión sobre la fe, a vivir con mayor profundidad y esplendor la celebración de la fe y a fortalecer el testimonio de la caridad.
Redescubrir los contenidos de la fe profesada, celebrada, vivida y rezada y reflexionar sobre el mismo acto con el que se cree, es un compromiso que todo creyente debe interiorizar constantemente y hacer suyo propio.

1.1. Intensificar la reflexión sobre la fe.

Durante este Año, hemos de prepararnos para la Misión dirigiéndonos, en primer lugar, a todos los creyentes en Cristo para ayudarles a que su adhesión al Evangelio sea más consciente y vigorosa, sobre todo en un momento de cambio profundo como el que la humanidad está viviendo. Este Año debe suscitar en todos los creyentes la aspiración a confesar la fe con plenitud y renovada convicción, con confianza y esperanza.

Siguiendo las orientaciones del Santo Padre, hemos de recorrer en este Año un camino que sea útil para comprender de manera más profunda no sólo los contenidos de la fe sino también el acto con el que decidimos entregarnos totalmente y con plena libertad al Señor.

Hemos de vivir, en nuestra vida espiritual, en nuestros comportamientos morales, en nuestra relación con la Iglesia y en nuestros compromisos apostólicos, la unidad profunda que existe entre el acto con el que se cree y los contenidos a los que prestamos nuestro asentimiento. Nadie puede decir “yo creo a mi manera”. El que cree, o cree y confiesa la fe de la Iglesia o no cree. El apóstol Pablo nos ayuda a entrar en esta realidad cuando escribe: «Con el corazón se cree y con los labios se profesa» (Cf. Rom 10,10). Con estas palabras, el apóstol no sólo nos dice que el corazón, auténtico sagrario de la persona, ha de estar abierto a la gracia para mirar con profundidad y comprender que lo que se anuncia con los labios es la Palabra de Dios, sino también que la fe implica un testimonio y un compromiso público. El cristiano no puede pensar nunca que creer es un hecho privado. La fe es decidirse a estar con el Señor para vivir con Él. Y este “estar con el Señor” nos lleva a la responsabilidad de comprender las razones por las que se cree. Sobre esta responsabilidad hemos de insistir en este Año de la fe.

La fe, precisamente porque es un acto de la libertad, exige también la responsabilidad social de lo que se cree y, por tanto, la exigencia de saber qué es lo que creemos y por qué lo creemos. El conocimiento de los contenidos de la fe es esencial para dar el propio asentimiento, es decir, para adherirse plenamente con la inteligencia y la voluntad a lo que propone la Iglesia y para dar público testimonio de ello.

El Papa nos invita, en este Año de la fe, a redescubrir y estudiar los contenidos de la fe, sintetizados sistemática y orgánicamente en el Catecismo de la Iglesia Católica. En él se pone de manifiesto la riqueza de la enseñanza que la Iglesia ha recibido, custodiado y ofrecido en sus dos mil años de historia. Desde la Sagrada Escritura a los Padres de la Iglesia, de los Maestros de teología a los santos de todos los siglos, el Catecismo ofrece una memoria permanente de los diferentes modos en que la Iglesia ha meditado sobre la fe y ha progresado en la doctrina, para dar certeza a los creyentes en su vida de fe.

El Catecismo de la Iglesia Católica ha de ser en este año, y en toda la preparación de la Misión, un verdadero instrumento de apoyo, especialmente para sacerdotes, catequistas, educadores cristianos, padres de familia y, en general, para todos aquellos que, fieles al Señor, quieran profundizar en su fe y prepararse para ser auténticos misioneros de Cristo en el mundo.

Por otra parte, la fe en nuestros días está siendo sometida, más que en el pasado, a una serie de interrogantes que provienen de un cambio de mentalidad que pretende reducir el ámbito de las certezas racionales al de los logros científicos y tecnológicos. Pero la Iglesia nunca ha tenido miedo a mostrar cómo entre la fe y la verdadera ciencia no puede haber conflicto alguno, porque ambas, aunque por caminos distintos, tienden a la verdad.

Por eso, a lo largo de este año, el Papa también nos pide que hagamos un recorrido por la historia de nuestra fe. Durante este tiempo, tendremos la mirada fija en Jesucristo «que inició y completa nuestra fe» (Heb 12,2): en Él encuentra su cumplimiento todo afán y todo anhelo del corazón humano. La alegría del amor, la respuesta al drama del sufrimiento y del dolor, la fuerza del perdón ante la ofensa recibida y la victoria de la vida ante el vacío de la muerte, todo tiene su cumplimiento en el Misterio de la Encarnación, en el misterio de un Dios, que se hace hombre y comparte nuestra debilidad para transformarla con la fuerza de su resurrección.

En Jesucristo, muerto y resucitado por nuestra salvación, se iluminan plenamente los ejemplos de fe que han marcado, desde sus orígenes hasta nuestros días, la historia de la Iglesia. En este año hemos de recorrer, con una mirada llena de admiración y gratitud, esta admirable historia de fe.

Por la fe, María acogió la voz del Ángel y creyó en el anuncio de que sería la Madre de Dios en la obediencia de su entrega (Cf. Lc 1,38). Por la fe, los Apóstoles dejaron todo por seguir al Maestro (Cf. Mt 10,28). Por la fe, los discípulos formaron la primera comunidad reunida en torno a la enseñanza de los Apóstoles, la oración y la Eucaristía, poniendo en común todos sus bienes para atender las necesidades de los hermanos (Cf. Hech 2,42-47). Por la fe, los mártires entregaron su vida como testimonio de la verdad del Evangelio, que los había transformado y hecho capaces de llegar hasta el mayor don del amor con el perdón de sus perseguidores. Por la fe, hombres y mujeres han consagrado su vida a Cristo, dejando todo para vivir en la sencillez evangélica la obediencia, la pobreza y la castidad, signos concretos de la espera del Señor que no tarda en llegar. Por la fe, muchos cristianos han promovido acciones de justicia, para hacer concreta la Palabra del Señor, que ha venido a proclamar la liberación a los oprimidos y un año de gracia para todos (Cf. Lc 4,18-19). Por la fe, hombres y mujeres de toda edad cuyos nombres están inscritos en el Libro de la Vida (Cf. Apoc 7,9; 13,8), han confesado a lo largo de los siglos la belleza de seguir al Señor Jesús allí donde se les llamaba a dar testimonio de su ser cristianos: en la familia, la profesión, la vida pública y el desempeño de carismas y ministerios que se les confiaba.

1.2. Vivir con mayor profundidad y esplendor la celebración de la fe.

En este Año de la Fe hemos de esforzarnos por cumplir el ardiente deseo de la Iglesia, manifestado en el Concilio Vaticano II, de llevar a todos los fieles a la participación plena, consciente y activa en las celebraciones litúrgicas, de forma que éstas sean la primera y más necesaria fuente en la que ellos puedan beber el espíritu verdaderamente cristiano23. Vivir con mayor profundidad y esplendor la celebración de la fe, será la mejor preparación para la Misión.

Y para ello, siguiendo la doctrina del Catecismo de la Iglesia Católica (nn. 1136-1186), hemos de dar respuesta, en nuestras catequesis y planes de formación, a estas cuatro importantes cuestiones: quién celebra, cómo celebrar, cuándo celebrar, dónde celebrar.

1.2.1 Quién celebra.

La liturgia es acción del “Cristo total”: Cristo que es la Cabeza y la Iglesia que es su Cuerpo; y quienes celebran esta acción participan ya de la liturgia del Cielo, allí donde la celebración es enteramente Comunión y Fiesta (Cf. Apoc 4,2; 5,6; 22,1; 21,6). El Espíritu y la Iglesia nos hacen participar a cada cristiano, siempre que celebramos, en los sacramentos el Misterio de la Salvación en esta liturgia eterna.

Por tanto, es muy importante tener siempre en cuenta que cuando celebramos la fe es toda la Comunidad, el Cuerpo de Cristo unido a su Cabeza, quien celebra. Las acciones litúrgicas no son acciones privadas sino celebraciones de la Iglesia, que es sacramento de unidad, esto es, pueblo santo, congregado y ordenado bajo la dirección de los obispos. Así pues, estas acciones sagradas pertenecen a todo el Cuerpo de la Iglesia, influyen en él y lo manifiestan, pero afectan a cada miembro de este Cuerpo de manera diferente, según la diversidad de órdenes y funciones.

De todo esto se deduce que «todos los miembros no tienen la misma función» (Rom 12,4). Algunos son llamados por Dios, en y por la Iglesia, a un servicio especial a la comunidad. Estos servidores son escogidos y consagrados por el Señor en el sacramento del Orden, por el cual el Espíritu Santo los hace aptos para actuar en representación de Cristo-Cabeza para el servicio de todos los miembros de la Iglesia25. El ministro ordenado es como el “icono” de Cristo Sacerdote. Por ser en la Eucaristía donde se manifiesta plenamente la sacramentalidad de la Iglesia, es también en la presidencia de la Eucaristía donde el ministerio del obispo aparece en primer lugar y, en comunión con él, el de los presbíteros y los diáconos.

En orden a ejercer las funciones del sacerdocio común de los fieles existen también otros ministerios particulares, no consagrados por el sacramento del Orden. «Los acólitos, lectores, comentadores y los que pertenecen a la “schola cantorum”, desempeñan un auténtico ministerio litúrgico»26. Así, en la celebración de los sacramentos, participa toda la asamblea, cada cual según su función, pero en la unidad del Espíritu que actúa en todos.

1.2.2. Cómo celebrar.

La celebración litúrgica comprende signos y símbolos que se refieren a la creación (luz, agua, fuego), a la vida humana (lavar, ungir, partir el pan) y a la historia de la salvación (los ritos de la Pascua). Insertos en el mundo de la fe y asumidos por la fuerza del Espíritu, estos elementos cósmicos, estos ritos humanos, estos gestos que nos hacen recordar a Dios, se hacen portadores de la acción salvadora y santificadora de Cristo. Hemos de cuidar mucho estos signos, para que ellos mismos nos hablen de Dios y nos introduzcan en su misterio inefable.

Junto a los símbolos está la Palabra. La liturgia de la Palabra es parte esencial de la celebración. El sentido de la celebración es expresado por la Palabra de Dios, que es anunciada y por el compromiso de la fe, que responde a ella. Por ello, para nutrir la fe de los fieles, los signos de la Palabra de Dios deben ser puestos de relieve: el libro de la Palabra (leccionario o evangeliario), su veneración (procesión, incienso, luz), su lectura audible e inteligible, sin improvisar, hecha por lectores bien formados, la homilía del ministro bien preparada, que prolonga su proclamación, y las respuestas de la asamblea (aclamaciones, salmos responsoriales, letanías, confesiones de fe...), que nunca pueden ser sustituidos arbitrariamente por otras aclamaciones o cantos según nuestro gusto.

También el canto y la música están en estrecha conexión con la acción litúrgica. Serán criterios para un uso adecuado de ellos: la belleza expresiva de la oración, la participación unánime de la asamblea y el carácter sagrado de la celebración.
Igualmente, las imágenes sagradas, presentes en nuestras iglesias y en nuestras casas, están destinadas a despertar y alimentar nuestra fe en el Misterio de Cristo y en el amor y veneración a la Virgen María y a todos los santos. Pongamos mucha atención, sentido religioso y buen gusto a la hora de elegir nuestras imágenes.

1.2.3. Cuándo celebrar.

El Domingo es el “día del Señor”, es el día principal de la celebración de la Eucaristía porque es el día de la Resurrección. Es el día de la asamblea litúrgica por excelencia, el día de la familia cristiana, el día del gozo y del descanso del trabajo. Él es fundamento y núcleo de todo el Año Litúrgico29. Tenemos que seguir fomentando con insistencia, en nuestras catequesis y planes de formación, en la importancia de la Misa dominical, esencial para vivir nuestra fe, destacando especialmente la Misa en familia.

También hay que señalar la importancia del Año Litúrgico. La Iglesia a lo largo del año desarrolla todo el Misterio de Cristo, desde la Encarnación y la Navidad hasta la Ascensión, Pentecostés y la expectativa de la dichosa esperanza y venida del Señor. Y, haciendo memoria de los santos, en primer lugar de la Santa Madre de Dios, seguida de los apóstoles, los mártires y los otros santos, en días fijos del Año Litúrgico, la Iglesia de la tierra manifiesta que está unida a la liturgia del cielo, alaba a Cristo por haber realizado su salvación en sus miembros glorificados y nos estimula con su ejemplo en el camino hacia el Padre.

Finalmente, tenemos que dar gracias a Dios por el número, cada vez mayor de fieles, especialmente jóvenes, que se unen a la oración de la Iglesia en la Liturgia de las Horas. De esta manera se unen a Cristo, nuestro Sumo Sacerdote, por la oración de los salmos, de los cánticos y de las bendiciones y por la meditación de la Palabra de Dios, para asociarse a su oración incesante y universal que da gloria al Padre e implora el don del Espíritu sobre el mundo entero.
Y también hemos de resaltar la importancia del Santo Rosario que, gracias a Dios, sigue siendo práctica habitual en muchas familias.

1.2.4 Dónde celebrar.

Cristo es el verdadero Templo de Dios, el “lugar donde reside su Gloria”. Y, por la gracia de Dios, los cristianos son también templos del Espíritu Santo, piedras vivas con las que se construye la Iglesia.

Sin embargo, la Iglesia, en su condición terrena, tiene necesidad de lugares donde la comunidad pueda reunirse: nuestros templos visibles, lugares santos, imágenes de la Ciudad Santa, la Jerusalén celestial hacia la cual caminamos como peregrinos.

Nuestra Diócesis está haciendo un extraordinario esfuerzo para que todos los nuevos barrios y urbanizaciones tengan su parroquia y que todas las parroquias tengan su templo. Cuidemos nuestros templos y sigamos ayudándonos unos a otros en la construcción de los nuevos, para que en ellos la Iglesia pueda celebrar el culto público para gloria de la Santísima Trinidad, pueda escuchar la Palabra de Dios y cantar sus alabanzas, pueda elevar su oración y ofrecer el Sacrificio de Cristo, sacramentalmente presente en medio de la asamblea.

1.3. Fortalecer el testimonio de la caridad.

San Pablo nos recuerda: «Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de ellas es la caridad» (1 Cor 13,13). Con palabras más fuertes, que afectan también a los cristianos, el apóstol Santiago dice: «¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe si no tiene obras? ¿Podrá acaso salvarlo esa fe? Si un hermano o una hermana andan desnudos y faltos de alimento diario y alguno de vosotros le dice: “Id en paz, abrigaos y saciaos”, pero no les da lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así es también la fe: si no tiene obras está muerta por dentro» (St 2,14-18).

Aunque dedicaremos el tercer año de la preparación para la Misión a la virtud teologal de la caridad, ya en este año de la fe, como nos lo recuerda el Papa, hemos de tener muy claro que la fe sin caridad no da fruto y la caridad sin fe puede convertirse en un mero sentimiento a merced de la duda. La fe y el amor se necesitan mutuamente, de modo que una permite a la otra seguir su camino. Nuestro servicio a los pobres ha de brotar siempre de nuestro encuentro con Cristo. Él es el que nos abre los ojos y nos empuja hacia los pobres. Es admirable ver en nuestras comunidades cómo muchos cristianos dedican su vida con amor al que está solo, marginado o excluido, considerándolo como al primero que hay que atender porque, precisamente por su fe, son capaces de ver reflejado en su rostro sufriente, el mismo rostro de Cristo. Gracias a la fe podemos reconocer, en quienes piden nuestro amor, el rostro del Señor que nos dice: «Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40). Estas palabras suyas son una advertencia que nunca hemos de olvidar y una invitación perenne a devolver al Señor ese amor con que Él cuida de nosotros. Es la fe la que nos permite reconocer a Cristo y es su mismo amor el que nos impulsa a socorrerlo cada vez que se hace nuestro prójimo en el camino de la vida.

Año de la esperanza

2. Año de la Esperanza.

(Curso 2013-2014)

En este segundo año hemos de afianzar en nosotros la virtud teologal de la esperanza. El Catecismo de la Iglesia Católica nos dice que la virtud de la esperanza se corresponde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre, asume las pequeñas esperanzas que inspiran las actividades de los hombres, las purifica ordenándolas al Reino de los cielos, protege del desaliento, sostiene en todo desfallecimiento, dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza eterna. El impulso de la esperanza preserva del egoísmo y conduce a la dicha de la caridad34. Nuestro mundo está muy necesitado de esperanza. Faltan razones para la esperanza y, por ello, a muchos la vida les resulta insoportable y la convivencia muy difícil. Uno de los objetivos de la Misión es recordar a los hombres la esperanza que no defrauda.

A lo largo de este curso podemos plantearnos dos cuestiones importantes: primero, ¿qué nos da la virtud de la esperanza?; y segundo, ¿por qué caminos podemos hacer más fuerte nuestra esperanza?

2.1. Qué nos da la virtud de la esperanza.

La actitud fundamental de la esperanza, de una parte, mueve al cristiano a no perder de vista la meta final que da sentido y valor a la existencia entera y, de otra, ofrece motivaciones sólidas y profundas que ayudan al esfuerzo cotidiano en la transformación de la realidad para hacerla conforme al proyecto de Dios35. Vamos a fijarnos en estos aspectos de la esperanza.

2.1.1. Nos ayuda a no perder de vista la meta final.

En su Carta Encíclica sobre la esperanza, el Papa nos invita a reflexionar sobre el diálogo con el cual el rito del Bautismo expresa la acogida del recién nacido en la comunidad de los creyentes y su renacimiento en Cristo36. El sacerdote pregunta, ante todo a los padres, qué nombre han elegido para el niño y continúa después preguntando: ¿Qué pedís a la Iglesia? Se responde, la fe. Y, ¿qué da la fe? La vida eterna.

Según este diálogo, los padres buscan para el niño la entrada en la fe, la comunión con los creyentes, porque ven en la fe la llave para la “vida eterna”. Pero entonces, surge la cuestión: ¿Qué es la vida eterna?. Y nos podemos preguntar: ¿De verdad queremos vivir eternamente? ¿Queremos que esta vida que llevamos ahora no termine nunca? Por un lado, es verdad, no queremos morir y los que nos aman no quieren que muramos. Pero, por otro lado, tampoco deseamos seguir existiendo ilimitadamente. ¿Qué ocurriría en el mundo si nadie muriera? Entonces, ¿qué es lo que realmente queremos?

Esta paradoja de nuestra propia actitud suscita una pregunta más profunda: ¿Qué es realmente la vida? Y, ¿qué significa verdaderamente “eternidad”? En el fondo, queremos sólo una cosa, “la vida bienaventurada”, la vida que simplemente es “vida”, la vida que es “felicidad”. Pensándolo bien no sabemos lo que deseamos, no sabemos lo que concretamente buscamos, no somos capaces de definirlo. Desconocemos del todo esa realidad, incluso en aquellos momentos en que nos parece tocar la “felicidad” con la mano, no la alcanzamos realmente. No sabemos lo que queremos realmente, no conocemos esa “vida verdadera”. Y, sin embargo, lo deseamos ardientemente. Y es lo que los padres piden a la Iglesia en el bautismo para sus hijos.

Pues bien, esa realidad desconocida, que anhelamos pero que aún no conocemos, es la verdadera esperanza que da sentido y valor a la existencia entera. Esa realidad es la auténtica esperanza que no sólo nos empuja sino que, al mismo tiempo, su desconocimiento es causa de todas las desesperanzas. La expresión “vida eterna” trata de dar nombre a esta “desconocida realidad conocida”.

Nuestra fe nos dice que esa realidad que llamamos “vida eterna” no es un continuo sucederse de días en el calendario, sino ese momento pleno de satisfacción en el cual la totalidad nos abraza y nosotros abrazamos la totalidad. Es el momento de sumergirse en el océano del Amor infinito de Dios, en el cual el tiempo, el antes y el después, ya no existe. Podemos pensar que este momento es la vida en sentido pleno, es sumergirse en la inmensidad del ser, es sentirse desbordados por una alegría infinita. En el Evangelio de San Juan, Jesús lo explica así: «Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y nadie os quitará vuestra alegría» (Jn 16,22). Esta esperanza sólo nos puede venir de Cristo, que venció la muerte y nos abrió las puertas de la Vida. Sólo en Él descansará nuestro corazón. Sólo Él dará sentido y valor a toda nuestra existencia.

2.1.2. Nos da motivaciones para transformar la realidad.

A propósito de los avances de la humanidad nos dice Benedicto XVI: «En el conocimiento progresivo de las estructuras de la materia y en relación con los inventos, cada día más avanzados, hay claramente una continuidad del progreso hacia un dominio cada vez mayor de la naturaleza. En cambio en el ámbito de la conciencia ética y de la decisión moral no existe esa posibilidad similar de incremento por el simple hecho de que la libertad del ser humano es siempre nueva y tiene que tomar, de nuevo, sus decisiones. (...) Esto significa que el recto estado de las cosas humanas, el bienestar moral del mundo, nunca pueden garantizarse solamente a través de las estructuras por muy válidas que estas sean».

Las buenas estructuras ayudan, pero por sí solas no bastan. El hombre nunca puede ser redimido sólo desde el exterior. No es la ciencia la que redime al hombre. Lo que redime al hombre es el amor. Y lo que da motivaciones al hombre para transformar la realidad es el amor. Cuando uno experimenta un gran amor en su vida, está viviendo un momento de “redención” que le da motivaciones en su relación con los demás y en su trabajo dando, en cierto modo, un sentido nuevo a su existencia.

Pero, en seguida, uno se da cuenta también de que el amor que ha encontrado no puede, por sí solo, solucionar el problema de su vida. Se da cuenta de lo frágil que es todo amor humano. Es un amor que puede ser destruido por la muerte. El ser humano necesita un amor incondicional. Necesita esa certeza por la que pueda decir: «Ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad podrá apartarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rm 8,38-39).

Sólo si existe la certeza absoluta de ese amor absoluto el hombre, suceda lo que suceda, es redimido. Sólo con esa certeza el hombre es capaz de afrontar las transformaciones que la sociedad necesita, asumiendo riesgos y desprendiéndose de esas pequeñas “seguridades” y “comodidades” que le impiden ser libre.

Esto es lo que se ha de entender cuando decimos que Jesucristo nos ha redimido. Por medio de Él estamos seguros de Dios, de un Dios que no es una lejana “causa primera” del mundo, sino el Hijo Unigénito del Padre que se ha hecho hombre y del cual, cada uno, como el apóstol San Pablo puede decir: «Vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí» (Ga 2,20).

En este sentido podemos decir que quien no conoce a Dios, aunque tenga múltiples esperanzas, en el fondo está sin esperanza, sin la gran esperanza que sostiene toda la vida (cf. Ef 2,12). La verdadera esperanza, la gran esperanza del hombre que resiste a todas las desilusiones y que le da fuerza para afrontar todas las tareas, sólo puede ser Dios, el Dios que nos ha amado y nos sigue amando «hasta el extremo», «hasta el total cumplimiento» (Cf. Jn 13, 1; 19,30).

Quien ha sido tocado por el amor de Jesucristo empieza a intuir lo que es la “vida”. Empieza a intuir qué quiere decir la palabra “esperanza” que hemos encontrado en el rito del Bautismo. Empieza a entender que de la fe en el amor de Cristo se espera la “vida eterna”, la vida verdadera que, totalmente y sin amenazas es, sencillamente, vida en toda su plenitud.

Jesús, que dijo de sí mismo que había venido para que nosotros tengamos Vida y la tengamos en abundancia (Cf. Jn 10,10), nos explicó también qué significa “vida”. «Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios verdadero y a tu enviado Jesucristo» (Jn 17,3). La vida sólo es vida en plenitud si se vive en Cristo. La vida verdadera consiste en vivir con Cristo, conocer a Cristo, amar a Cristo, estar con Cristo. La vida eterna es relación con el que es la fuente de la vida. Si estamos en relación con Aquél que no muere, que es la Vida misma y el Amor mismo, entonces estamos en la vida. Entonces “vivimos” y somos capaces de transformar la realidad llenándola de vida, dándole vida, orientándola hacia la plenitud del amor.

2.2. Caminos para hacer más fuerte la esperanza.

El Papa Benedicto XVI nos indica en su Carta Encíclica Spe salvi tres caminos para crecer en la virtud teologal de la esperanza: la oración, el actuar y el sufrir y el juicio de Dios. Son tres líneas de reflexión y de aprendizaje que hemos de desarrollar ampliamente en este “Año de la Esperanza”.

2.2.1. La oración como escuela de esperanza.

Cuando ya nadie me escucha, Dios todavía me escucha. Cuando ya no puedo hablar con ninguno, ni invocar a nadie, siempre puedo hablar con Dios. Si no hay nadie que pueda ayudarme, en necesidades y expectativas que superan la capacidad humana de esperar, Él puede ayudarme. Si me veo en la más absoluta soledad, Dios siempre me acompaña. El que reza nunca está totalmente solo. La escucha de Dios, el poder hablarle, es una fuerza de creciente esperanza.

Pero hay que entender bien lo que es la oración. San Agustín define la oración como un ejercicio del deseo. El hombre ha sido creado para una gran realidad, para Dios mismo, para ser colmado por Él. Pero su corazón es demasiado pequeño para la gran realidad que se le entrega. Tiene que ser ensanchado. Dios retardando su don ensancha el deseo, con el deseo ensancha el alma y ensanchándola la hace capaz del don.

Rezar no significa salirse de la historia y retirarse en el rincón privado de la propia felicidad. El modo apropiado de orar es un proceso de purificación interior que nos hace capaces para el encuentro con Dios y, precisamente por eso, capaces para el encuentro con los demás.

En la oración el hombre ha de aprender lo que verdaderamente puede pedirle a Dios, lo que es digno de Dios. Ha de aprender que no puede rezar contra el otro. Ha de aprender que no puede pedir cosas superficiales y banales. Ha de purificar sus deseos y sus esperanzas. Debe liberarse de las mentiras ocultas con las que se engaña a sí mismo. Ha de abrirse a la absoluta Verdad, a la Belleza infinita, al supremo Amor.

El encuentro con Dios despierta la conciencia del hombre para que ésta no busque autojustificaciones, ni sea un simple reflejo de sí mismo y de las personas que le rodean sino que se transforme en capacidad para escuchar al Bien mismo.
Con la oración nos hacemos capaces de la gran esperanza y nos convertimos en misioneros de la esperanza. La esperanza cristiana siempre es esperanza activa, que nos hace luchar contra el mal y nos da fuerza para mantener al mundo abierto a Dios. Porque sólo en un mundo abierto a Dios pueden permanecer las esperanzas verdaderamente humanas.

2.2.2. El actuar y el sufrir: lugares de aprendizaje de la esperanza.

El trabajo y el esfuerzo humano pueden llegar a hacerse insoportables si no están iluminados por la luz de aquella esperanza más grande, que no puede ser destruida ni por las pequeñas frustraciones de cada día ni por los grandes fracasos de importancia histórica. Sólo la gran esperanza, la gran certeza de que, a pesar de todas las frustraciones, mi vida personal y la historia en su conjunto están custodiadas por el poder indestructible del Amor y que, gracias a él, todo adquiere sentido e importancia, sólo así puedo encontrar ánimo para actuar y continuar, incluso en las circunstancias más adversas.

Nos llena de esperanza la certeza de que nuestro obrar y el desarrollo de la historia no son indiferentes ante Dios. Nos llena de fortaleza la seguridad de que podemos abrirnos nosotros mismos y podemos abrir el mundo para que entre Dios y, con Él, la verdad, el amor y el bien. Esto es lo que han hecho los santos. Fijémonos en ellos. Que en este “Año de la esperanza" ellos sean nuestros grandes maestros.

Invito a las Sociedades de Vida Apostólica y a los Institutos de Vida Consagrada de la Diócesis, cuyos fundadores han sido canonizados, a que divulguen el testimonio de vida y las enseñanzas de estos grandes testigos de esperanza para que toda la Comunidad diocesana, empezando por ellos mismos, siguiendo su ejemplo se abra al Amor divino y crezca en esperanza. En la Misión ejercerán un papel fundamental los trece monasterios de vida contemplativa. No podemos olvidar que, precisamente, una religiosa de clausura, Santa Teresa del Niño Jesús, es Patrona Universal de las Misiones.

Al igual que el obrar, también el sufrimiento forma parte de la existencia humana. Este sufrimiento nos viene, por una parte, de nuestras mismas limitaciones y debilidades y, por otra, del mal que existe en el mundo. Tenemos que hacer todo lo posible por disminuir el sufrimiento, impedir hasta donde sea posible el sufrimiento de los inocentes, luchar contra el mal y aliviar, hasta donde la ciencia llegue, los dolores físicos y psíquicos.

Es cierto que debemos hacer todo lo posible para superar el sufrimiento, pero extirparlo del mundo por completo no está en nuestras manos. Simplemente porque no podemos desprendernos de nuestra limitación y porque ninguno de nosotros es capaz de eliminar el poder del mal y de la culpa, que es, como diariamente vemos, una fuente continua de sufrimiento. Esto sólo podría hacerlo Dios y sólo un Dios que, haciéndose hombre, entrase personalmente en la historia y sufriese en ella. Nosotros sabemos que ese Dios existe y que, por tanto, este poder que «quita el pecado del mundo» (Jn 1,29) está presente en el mundo. La fe en este Dios es nuestra mayor fuente de esperanza. Una esperanza que, en los momentos de mayor sufrimiento, nos hace comprender que lo que cura al hombre no es esquivar el sufrimiento y huir ante el dolor, sino la capacidad de aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un sentido mediante la unión con Cristo, que ha sufrido con amor infinito.

San Bernardo de Claraval decía que Dios no puede padecer, pero puede compadecer. El hombre tiene un valor tan grande para Dios que se hizo hombre, Él mismo, para “com-padecer” con el hombre de modo muy real, en carne y sangre, como nos manifiesta el relato de la Pasión de Jesús. Por eso, en cada pena humana ha entrado uno que comparte el sufrir y el padecer. Y así, todo sufrimiento se ilumina y adquiere sentido con el consuelo del amor participado de Dios y de este modo, en todo sufrimiento, vivido con fe, aparece la estrella de la esperanza.

La Misión hemos de prepararla en la escuela de los santos, por lo que he decidido nombrar Patronos de la Gran Misión a nuestros intercesores de nuestro Calendario Litúrgico Diocesano: Santa Maravillas de Jesús, San Isidro Labrador, Santa María de la Cabeza, San Simón de Rojas, San Benito Menni, San Alonso Orozco, San Josemaría Escrivá, San Diego de Alcalá, Santos Justo y Pastor, San Faustino Míguez, San José María Rubio, Beata María de los Ángeles, San Braulio María Corres, San Pedro Poveda y San Jacinto Hoyuelos.

2.2.3. El juicio como lugar de aprendizaje y ejercicio de la esperanza.

Decimos en el Credo, refiriéndonos a Cristo Resucitado: «De nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos». Ya, desde los primeros tiempos, la perspectiva del juicio ha influido en los cristianos, también en su vida diaria, como criterio para ordenar la vida presente, como llamada a la conciencia y, al mismo tiempo, como esperanza en la justicia de Dios. La fe en Jesucristo nunca ha mirado sólo hacia atrás, ni sólo hacia arriba, sino siempre adelante hacia la hora de la justicia que el Señor había anunciado repetidamente.

El ateísmo de los siglos XIX y XX, por sus raíces y su finalidad, pretende ser como una nueva moral, una protesta contra las injusticias del mundo y de la historia universal. Un mundo en el que hay tanta injusticia –pensaban-tanto sufrimiento de los inocentes y tanto cinismo del poder no puede ser obra de un Dios bueno. Hay que negar este Dios. Y hay que negarlo, precisamente en nombre de la moral. Y, puesto que no hay un Dios que crea justicia, parece que ahora es el hombre mismo quien está llamado a establecer la justicia. Sin embargo, esta pretensión de que la humanidad pueda y debe hacer lo que ningún Dios hace ni es capaz de hacer, además de ser presuntuosa es intrínsecamente falsa. Y de ella se han derivado, como la historia lo ha confirmado, las más grandes crueldades y violaciones de la justicia.

Un mundo que tiene que crear su justicia por sí mismo es un mundo sin esperanza. Nadie ni nada responde del sufrimiento de los siglos. Nadie ni nada garantiza que el cinismo del poder, bajo cualquier seductor revestimiento ideológico que se presente, no siga mangoneando el mundo.

La protesta contra Dios, en nombre de la justicia, no vale. Un mundo sin Dios es un mundo sin esperanza (Cf. Ef 2,12). Sólo Dios puede crear justicia. Y la fe nos da esta certeza.

La imagen del juicio final no tenemos que verla como una imagen terrorífica sino más bien como una imagen de esperanza. Quizás la imagen más decisiva de la esperanza. Dios es justicia y crea justicia. Este es nuestro consuelo y nuestra esperanza.

Ciertamente la imagen del juicio final supone afrontar la vida con responsabilidad. Pero nunca con miedo, porque en la justicia de Dios está también la gracia. Esto lo descubrimos dirigiendo la mirada a Cristo crucificado y resucitado. Pero ambas, justicia y gracia, han de ser vistas en su justa relación interior. La gracia no excluye la justicia. No convierte la injusticia en un derecho. No es un cepillo que borra todo, de modo que cuanto se ha hecho en la tierra acabe por tener siempre el mismo valor. No es un “todo vale”.

La opción que cada uno ha ido fraguando en el transcurso de toda la vida puede tener distintas formas. Pensemos en las distintas opciones que pueden darse.

Puede haber personas que han destruido en sí mismas el deseo de la verdad y la disponibilidad para el amor. Personas en las que todo se ha convertido en mentira, personas que han vivido para el odio y que han pisoteado en ellas el mismo amor. Es esta una perspectiva terrible, pero en algunos casos de nuestra propia historia podemos distinguir con horror figuras de este tipo. En semejantes individuos no habría ya nada remediable y la destrucción del bien sería irrevocable, esto es lo que se indica con la palabra infierno.

Por otro lado puede haber personas purísimas que se han dejado impregnar completamente de Dios y, por consiguiente, están totalmente abiertas al prójimo. Personas cuya comunión con Dios orienta ya desde ahora todo su ser y cuyo caminar hacia Dios les lleva sólo a culminar lo que ya son. A esta culminación la llamamos cielo.

No obstante, según nuestra experiencia, ni lo uno ni lo otro son el caso frecuente de la existencia humana. Podemos suponer que, en la mayor parte de los hombres queda en lo más profundo de su ser una última apertura interior a la verdad, al amor, a Dios. Pero en las opciones concretas de la vida, esta apertura se ha empañado con nuevos compromisos con el mal y hay mucha suciedad que recubre la pureza, de la que, sin embargo, queda la sed y que, a pesar de todo, rebrota una y otra vez desde el fondo de la inmundicia y está presente en el alma. ¿Qué sucede con estas personas cuando comparecen ante el Juez?

En el encuentro con Jesucristo toda falsedad desaparece. Pero Jesucristo a la vez que es Juez, también es Salvador. Su mirada, el toque de su corazón, nos cura. Y esa curación llega a través de una transformación ciertamente dolorosa. Pero es un dolor bienaventurado, en el cual, el poder santo del amor divino nos penetra como una llama permitiéndonos ser nosotros mismos y, con ello, totalmente de Dios. Es lo que conocemos con la palabra purgatorio.

Así se entiende con toda claridad la compenetración entre justicia y gracia: nuestro modo de vivir no es irrelevante. Pensar que “todo vale” sería descorazonador. Pero nuestra inmundicia no nos ensucia eternamente, al menos si permanecemos orientados hacia Cristo, hacia la verdad y el amor.

El juicio de Dios es esperanza, tanto porque es justicia como porque es gracia. Si fuera solamente gracia que convierte en irrelevante todo lo terrenal, Dios seguiría debiéndonos aún la respuesta a la pregunta sobre la justicia, una pregunta decisiva para nosotros ante la historia y ante Dios mismo. Si fuera solamente justicia, podría ser al final puro temor para todos nosotros.

La encarnación de Dios en Cristo ha unido lo uno y lo otro -el juicio y la gracia– de tal modo que aunque la justicia se establece con firmeza, la gracia nos permite a todos esperar y encaminarnos llenos de confianza al encuentro con el Juez, que conocemos como nuestro Abogado y Paráclito. (Cf. 1 Jn. 2,1).

Año de la caridad

3. Año de la Caridad

(Curso 2014-2015)

3.1. La Caridad brota de nuestra unión con Cristo.

La caridad es la virtud teologal por la cual amamos a Dios sobre todas las cosas, por Él mismo, y a nuestro prójimo como a nosotros mismos, por amor a Dios. Jesús hace de la caridad el mandamiento nuevo (Cf. Jn 13,34). Amando a los suyos «hasta el fin» (Cf. Jn. 13,1), manifiesta el amor del Padre que ha recibido. Amándose unos a otros, los discípulos imitan el amor de Jesús que reciben también ellos. Por eso Jesús dice: «Como el Padre me amó yo os he amado a vosotros; permaneced en mi amor» (Jn. 15,9). Y también: «Este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15,12).

En este tercer año de preparación para la Misión hemos de resaltar especialmente la virtud teologal de la caridad, recordando la sintética y plena afirmación de la primera carta de San Juan: Dios es amor (4, 8). La caridad, en su doble faceta de amor a Dios y amor a los hermanos, es la síntesis de la vida moral del creyente.

Hemos de crecer en este año en nuestra adhesión a Jesucristo contemplando cómo en Él, el propio Dios va tras la «oveja perdida», la humanidad doliente y extraviada. Cuando Jesús habla en sus parábolas del pastor que va tras la oveja descarriada, de la mujer que busca la dracma, del padre que sale al encuentro del hijo pródigo y lo abraza (Cf. Lc. 15), no se trata sólo de meras palabras sino que es la explicación de su propio ser y actuar. En su muerte en la cruz, entregándose para dar nueva vida al hombre y salvarlo, nos revela hasta dónde llega su amor. Hemos de poner siempre la mirada en el costado traspasado de Cristo (Cf. Jn 19,37) para llenarnos de su amor y saber cómo hemos de orientar nuestro vivir y nuestro amar.

3.2. Eucaristía y Caridad.

Jesús ha querido perpetuar este acto suyo de entrega a los hombres mediante la institución de la Eucaristía, durante la Última Cena. En ella anticipa su muerte y resurrección, dándonos, en el pan y en el vino, su Cuerpo y su Sangre e implicándonos así en el dinamismo de su entrega. Es fundamental que durante este año profundicemos en el significado y la importancia de la Eucaristía. Sin Eucaristía no hay vida cristiana, no hay Iglesia. Sin Eucaristía es imposible vivir la caridad. La Eucaristía es la fuente del amor.

Es muy importante que entendamos no sólo el carácter personal de la Eucaristía, en cuanto unión de cada uno con Jesucristo, sino también su carácter social. La unión con Cristo en la Eucaristía es al mismo tiempo unión con todos los demás a los que Él se entrega. No puedo tener a Cristo sólo para mí, únicamente puedo pertenecerle en unión con todos los que son suyos o lo serán. La comunión me hace salir de mí mismo para ir hacia Él y, por tanto, hacia todos aquellos por los que Él dio su Sangre, es decir, hacia todos los hombres.

Ahora bien, no hemos de caer en una concepción genérica del amor. El amor ha de hacerse concreto. La parábola del buen Samaritano (Cf. Lc 10, 25-37) nos lleva sobre todo a dos aclaraciones importantes. Mientras el concepto de “prójimo” hasta entonces se refería esencialmente a los conciudadanos y a los extranjeros que se establecían en la tierra de Israel y, por tanto, a la comunidad compacta de un país o de un pueblo, ahora este límite desaparece. Mi prójimo es cualquiera que tenga necesidad de mí y que yo pueda ayudar. Se universaliza el concepto de prójimo, pero permaneciendo concreto. Aunque se extienda a todos los hombres, el amor al prójimo no se reduce a una actitud genérica y abstracta, poco exigente en sí misma, sino que requiere un compromiso práctico aquí y ahora.

En este sentido, hemos de recordar la parábola del Juicio Final (Cf. Mt 25, 31-46), en el cual el amor se convierte en el criterio para la decisión definitiva sobre la valoración positiva o negativa de una vida humana. Jesús se identifica con los pobres: los hambrientos y sedientos, los forasteros, los desnudos, enfermos o encarcelados. «Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicísteis» (Mt 25, 40). Amor a Dios y amor al prójimo se funden entre sí: en el más humilde encontramos a Jesús mismo y en Jesús encontramos a Dios. El amor al prójimo es un camino para encontrar a Dios, y cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte en ciegos ante Dios.

3.3. La caridad, tarea de la Iglesia

El amor al prójimo, enraizado en el amor a Dios es ante todo una tarea para cada fiel, pero lo es también para toda la comunidad eclesial, y esto en todas su dimensiones: desde las parroquias y movimientos hasta la Diócesis, hasta abarcar a la Iglesia universal en su totalidad. También la Iglesia, en cuanto comunidad, ha de poner en práctica el amor. En consecuencia el amor necesita una organización, como presupuesto para un servicio comunitario ordenado.

Si bien la expresión de la caridad va más allá de las instituciones que la fomentan, en este año nos tenemos que plantear un reforzamiento de la organización de la caridad en nuestra Diócesis. Para ello hemos de tener en cuenta dos datos esenciales:

a) La naturaleza íntima de la Iglesia se expresa en una triple tarea: anuncio de la Palabra de Dios, celebración de los Sacramentos y servicio de la caridad. Son tareas que se implican mutuamente y no pueden separarse una de otra. Para la Iglesia, la caridad no es una especie de actividad de asistencia social que también se podría dejar a otros, sino que pertenece a su naturaleza y es manifestación irrenunciable de su propia esencia.

b) La Iglesia es la familia de Dios en el mundo. En esta familia no debe haber nadie que sufra por falta de lo necesario. Pero la caridad supera los confines de la Iglesia. El amor ha de ser universal y debe llegar todos los que tengan cualquier tipo de necesidad. Pero, quedando clara esta universalidad, hay una exigencia eclesial que hemos de tener en cuenta siguiendo las palabras de Pablo a los Gálatas: «Mientras tengamos oportunidad, hagamos el bien a todos, pero especialmente a nuestros hermanos en la fe» (Gal 6,10)53. Hemos de empezar viviendo en el seno mismo de la Iglesia, en el seno de nuestra Diócesis, la comunicación cristiana de bienes, tanto espirituales como materiales.

3.4. Justicia y Caridad.

Para definir con precisión la relación entre el compromiso necesario por la justicia y el servicio de la caridad hay que tener en cuenta dos situaciones de hecho:

a) El orden justo de la sociedad y del Estado es una tarea fundamental de la política. La justicia es el objeto y, por tanto, también la medida intrínseca de toda política. El Estado se tiene que estar plateando constantemente la cuestión de cómo realizar la justicia aquí y ahora. Pero esta cuestión presupone una pregunta más radical: ¿Qué es la justicia? Este es un problema que concierne a la razón práctica, pero para llevar a cabo rectamente su función, la razón ha de purificarse constantemente porque, como diariamente estamos viendo, su ceguera ética, que deriva del ansia de poder y de la seducción del dinero, es un peligro que nunca se puede descartar totalmente.
Pues bien, en este punto, política y fe se encuentran. En este punto se sitúa la Doctrina Social de la Iglesia que, en modo alguno, pretende otorgar a la Iglesia un poder sobre el Estado, sino que desea sencillamente servir a la Sociedad contribuyendo a la purificación de la razón y aportando su propia ayuda para que lo que es justo aquí y ahora pueda ser reconocido y después puesto en práctica.
La Doctrina Social de la Iglesia es un elemento esencial de la evangelización. Por eso en este año hemos de dar un gran empuje a la formación de los fieles en las cuestiones básicas de la Doctrina Social.

b) La Caridad siempre será necesaria, incluso en la sociedad más justa. No hay orden estatal, por justo que sea, que haga superfluo el servicio del amor. Quien intenta desentenderse del amor se dispone a desentenderse del hombre en cuanto hombre. Siempre habrá sufrimiento que necesite consuelo y ayuda. Siempre habrá soledad. Siempre se darán también situaciones de necesidad material en las que es indispensable una ayuda que muestre un amor concreto al prójimo.
3.5. Papel específico de la actividad caritativa de la Iglesia.

Es muy importante que la actividad caritativa de la Iglesia mantenga todo su esplendor y no se diluya en una organización asistencial genérica, convirtiéndose en una ONG más. Pero, ¿cuáles son los elementos que constituyen la esencia de la caridad cristiana y eclesial?

1.- Siguiendo el modelo expuesto en la parábola del buen Samaritano la caridad cristiana es, ante todo y simplemente, la respuesta a una necesidad inmediata en una determinada situación: los hambrientos han de ser saciados, los desnudos vestidos, los enfermos atendidos, los prisioneros visitados, etc.

Hemos de cuidar, en este año, no sólo en los voluntarios de Cáritas, sino en toda la Comunidad diocesana, la “formación del corazón”. Se les ha de guiar hacia ese encuentro con Dios en Cristo, que suscite en ellos el amor y abra su espíritu al otro, de modo que, para ellos, el amor al prójimo no sea un mandamiento, por así decir, impuesto desde fuera, sino una consecuencia que se desprende de su fe, la cual actúa por la caridad (Cf. Gal 5,6).

2.- La actividad caritativa cristiana ha de ser independiente de partidos e ideologías. No es un medio para transformar el mundo de manera ideológica y no está al servicio de estrategias humanas, sino que es la actualización aquí y ahora del amor que el hombre siempre necesita. El programa del cristiano -el programa del buen samaritano, el programa de Jesús– es un “corazón que ve”. Este corazón ve dónde se necesita amor y actúa en consecuencia. Obviamente, cuando la actividad caritativa es asumida por la Iglesia como iniciativa comunitaria, a la espontaneidad del individuo debe añadirse también la programación, la previsión, la colaboración con otras instituciones similares.

3.- La caridad nunca ha de ser un medio en función de lo que hoy se considera proselitismo. El amor es gratuito, no se practica para obtener otros objetivos. Pero esto no significa que la acción caritativa deba, por decirlo así, dejar de lado a Dios y a Cristo. Siempre está en juego todo el hombre. Con frecuencia, la raíz más profunda del sufrimiento es precisamente la ausencia de Dios.

Quien ejerce la caridad en nombre de la Iglesia nunca tratará de imponer a los demás la fe de la Iglesia. Es consciente de que el amor, en su pureza y gratuidad, es el mejor testimonio del Dios en el que creemos y que nos impulsa a amar. El cristiano sabe cuando es tiempo de hablar de Dios y cuando es oportuno callar sobre Él, dejando que hable sólo el amor. Sabe que Dios es amor y que se hace presente justo en los momentos en que no se hace más que amar. La mejor defensa de Dios y del hombre consiste precisamente en el amor.

Desarrollo de la misión

II. DESARROLLO DE LA MISIÓN

(Curso 2015-2016)

Dividiremos la Misión en dos periodos o etapas: periodo de formación espiritual y misionera (primer trimestre), periodo de realización intensiva (segundo y tercer trimestre). Una vez concluida y clausurada la Misión trabajaremos, con la ayuda del Señor, para que los frutos de la Misión se consoliden y permanezcan. Y, si se ve conveniente, lo concretemos en un Plan Pastoral.

Usaremos en el desarrollo de estas etapas los criterios de flexibilidad (teniendo en cuenta las circunstancias de cada lugar o grupo), irradiación (las etapas y los equipos se sustentan entre sí), sencillez (procuraremos aprovechar las estructuras pastorales que ya tenemos) y austeridad (evitaremos gastos innecesarios).

La coordinación general de la Misión la llevará a cabo una comisión nombrada por el Obispo a propuesta del Consejo Diocesano de Pastoral.

1. Periodo de Formación espiritual y misionera.

(Primer Trimestre)

Es el momento de constituir los equipos, de preparar los proyectos, de formar espiritualmente a los misioneros y de anunciar públicamente el comienzo de la Misión.

1.1. Constitución de los equipos:

Se constituirán tres tipos de equipos:

a) Equipos misioneros de zonas territoriales (parroquias y arciprestazgos), coordinados por las personas que las propias parroquias o arciprestazgos designen.
b) Equipos misioneros de sectores pastorales. Proponemos, de momento, once sectores: niños, jóvenes, familias, colegios, universidad y cultura, hospitales, cárceles, profesionales de la salud, mundo de la política y la vida pública; economía y mundo del trabajo; y el campo de los medios de comunicación. Serán designados por las delegaciones episcopales competentes.
c) Equipos misioneros de instituciones eclesiales. Aunque todas las instituciones eclesiales estarán implicadas en la Misión de formas muy diversas e incluso muy intensas, vemos conveniente que se formen algunos equipos misioneros para cuidar estas instituciones de forma especial, teniendo algunos momentos dedicados directamente a ellas: seminario, presbiterio diocesano, comunidades de vida consagrada, asociaciones de fieles, movimientos apostólicos. Serán designados por las propias instituciones.

1.2. Preparación de los proyectos misioneros.

Todos los equipos deberán hacer un proyecto misionero56. A lo largo de los tres años de preparación para la Misión se podrán ir perfilando estos proyectos, o incluso anticiparlos, con la ayuda de algunas comisiones de trabajo que constituiremos para este fin: litúrgica, catequética, medios de comunicación, diálogo razón y fe, doctrina social y vida pública. Estas comisiones de trabajo empezarán a funcionar desde el primer año de preparación para la Misión (año de la fe) y nos ofrecerán materiales de apoyo para el trabajo pastoral de estos años.

En estos proyectos hay que saber combinar: la proclamación de la fe, el testimonio y el diálogo personal. Puede haber encuentros festivos, encuentros litúrgicos y encuentros formativos. Puede haber exposiciones de arte, conciertos, obras teatrales o manifestaciones artísticas, deportivas o culturales de cualquier tipo. Todo puede ayudar para expresar la fe y para manifestar la cultura que genera la fe.

En la medida de lo posible hay que pedir la colaboración de los ayuntamientos, de los colegios y de los centros universitarios, para manifestar en foros públicos (parques, centros culturales, polideportivos, aulas universitarias, etc.) nuestra visión del hombre, de la libertad, de la familia, de la enseñanza, del trabajo, de la economía... y dar testimonio de nuestra fe. Tenemos que entrar en “el atrio de los gentiles”.

1.3. Formación espiritual de los misioneros.

A lo largo de este primer Trimestre organizaremos Retiros, Ejercicios Espirituales y Convivencias para que la Misión esté fundamentada en la oración y en el encuentro personal de cada misionero con Jesucristo. Él es quien nos envía y será el Espíritu Santo quien nos guíe, nos fortalezca, nos llene de su luz y nos consuele en la Misión. Hemos de poner los medios necesarios para que todos los que sean enviados a la Misión vivan estos momentos intensos de intimidad con el Señor.

Será también conveniente que los equipos misioneros puedan tener algún encuentro por zonas territoriales, o áreas pastorales, para recibir algunas orientaciones pedagógicas, cambiar impresiones y compartir sus respectivos proyectos misioneros.

1.4. Anuncio público de la Misión.

Durante este periodo habrá que ir anunciando, con todos los medios que tengamos a nuestro alcance, que la Misión está en marcha e iremos indicando las diversas convocatorias y los diferentes puntos de encuentro tanto a nivel territorial como sectorial, que a partir de los diversos proyectos misioneros se vayan programando.

Será también oportuno en este periodo ofrecer y difundir testimonios de santos misioneros. En esta tarea pueden ayudar mucho la diversas Congregaciones religiosas de la Diócesis.

Tendremos en este periodo, como es lógico, la inauguración de la Misión y el envío de los misioneros. Será una solemne Eucaristía en la Catedral. Propongo el día de la Inmaculada Concepción, de forma que tengamos tiempo suficiente para que los equipos misioneros estén todos constituidos y suficientemente preparados y motivados. En esta celebración pondremos en manos de la Virgen María los frutos de la Misión, nos consagraremos a ella y la proclamaremos Patrona, Maestra y Guía de la Misión. Si es posible traeremos las imágenes de la Virgen más veneradas en la Diócesis.

2. Periodo de realización intensiva.

(Segundo y tercer trimestre)

Es el momento de «cruzar a la otra orilla» (Cf. Mc 4,35). Jesús, después de pasar cuarenta días en el desierto, comienza su ministerio público. Enterado de que Juan el Bautista ha sido arrestado, se retiró a Galilea (Cf. Mt 4,12). Allí va recorriendo la región proclamando el Evangelio, obrando milagros y llamando a los discípulos. Galilea es el lugar donde Jesús enseñó, hizo caminar al paralítico, le dio la vista al ciego, multiplicó los panes y calmó la tempestad en el lago. Jesús eligió Cafarnaún como lugar de residencia, allí tenía su hogar. Cafarnaún era su ciudad y su casa. Era para Él un lugar familiar, tranquilo, seguro, conocido. Pero un día decide “cruzar a la otra orilla”, dejar su “hogar”, su ciudad y su casa.

“Cruzar a la otra orilla” es dejar la seguridad. La barca es insegura, se mueve. “Cruzar a la otra orilla” es enfrentarse con el peligro y las amenazas del mar. «Entonces se desató un fuerte vendaval, y las olas entraban en la barca, que se iba llenando de agua» (Mc 4,37). “Cruzar a la otra orilla” es ir a otro territorio, a la región de Gerasa, a otra cultura, a gente pagana. También a nosotros se nos está pidiendo “cruzar a la otra orilla”.

Benedicto XVI, haciendo balance de la JMJ y reconociendo en este hecho grandioso una expresión de lo que debe ser la nueva evangelización, indica los caminos que este acontecimiento ha producido y nos anima a trabajar apostólicamente buscando y pidiendo a Dios esos frutos.

El Papa señala cinco caminos. Son los objetivos que también nosotros hemos de buscar en esta Misión.

Primero: Mostrar al mundo la belleza de una Iglesia que es católica y universal.

Hemos de decir a los hombres de nuestro tiempo que en la Iglesia hay lugar para todos y que, aunque seamos diferentes, todos nos conocemos y aunque hablemos lenguas diversas o tengamos los más variados hábitos de vida o nos expresemos en distintas formas culturales, todos nos encontramos de inmediato unidos y juntos, como una gran familia.

En una sociedad donde hay tantas personas venidas de los más diversos lugares del mundo, tenemos que decir que en la Iglesia se relativiza la separación y la diversidad exterior porque todos estamos tocados por el único Señor Jesucristo en el cual se ha mostrado el verdadero ser del hombre y, a la vez, el rostro mismo de Dios.

Tenemos que mostrarles que, siendo muy distintos unos de otros, nuestras oraciones son las mismas. Y que, en virtud del encuentro interior con Jesucristo, todos hemos recibido la misma formación de la razón, de la voluntad y del corazón.

Tienen que ver con sus propios ojos que el hecho de que todos los seres humanos seamos hermanos y hermanas no es sólo una idea, sino que, en la Iglesia, se convierte en un hecho real y común que produce alegría.

Hemos de hacer comprender, de manera concreta y testimonial, al mundo de hoy que, no obstante todas las fatigas y oscuridades, es hermoso pertenecer a la Iglesia universal, a la Iglesia católica, que el Señor nos ha dado.

Segundo: Anunciar que, del encuentro con Jesucristo, nace un hombre nuevo.

El encuentro con Jesucristo enciende en el hombre el amor por Dios y por los demás y, superando la gran tentación de preocuparse únicamente de sí mismo, le hace descubrir que la vida sólo tiene valor cuando se entrega a los demás.

Hemos de hacer tangible y visible en la Misión la felicidad que el hombre siente cuando entrega su tiempo a los demás y al entregar su tiempo entrega su propia vida. Hacer el bien, aunque sea costoso y suponga sacrificios, es algo hermoso. Es hermoso ser para los demás. Esta es la actitud propiamente cristiana. Esta es la actitud del hombre que se encuentra con Jesucristo. Este es el nuevo modo de vivir el ser hombres de los discípulos del Señor.

Tercero: Invitar a la adoración.

Hay muchos que dicen creer en Jesucristo, pero en realidad su vida está lejos de Él. A estos hay que invitarles a la adoración. Adorar es un acto de fe en el que no hay engaño. Cuando el hombre se postra ante Dios para adorarlo, su vida queda al descubierto y surge el deseo de conversión.

Es muy importante tener en la Misión momentos de adoración, en silencio, ante el Santísimo Sacramento. La presencia corpórea de Cristo resucitado no puede dejar impasible al hombre. El Resucitado está entre nosotros. Y entonces no podemos sino decir con el apóstol: «Señor mío y Dios mío» (Jn 20,28). Él está allí. Y si Él está presente yo me inclino ante Él. Entonces razón, voluntad y corazón se abren hacia Él. En Cristo resucitado está presente el Dios que se hecho hombre, que sufrió por nosotros porque nos ama. Entramos en esa certeza del amor corpóreo de Dios por nosotros y lo hacemos amando con Él. Esto es adoración y esto marca después mi vida.

Cuarto. Reconocer que todos tenemos continuamente necesidad de perdón y que perdón significa responsabilidad.

Nuestro mundo necesita comprender que existe en el hombre, proveniente del Creador, la disponibilidad para amar y la capacidad de responder a Dios en la fe.

Pero proveniente de la historia pecaminosa del hombre (la doctrina de la Iglesia habla del pecado original) existe también la tendencia contraria al amor: la tendencia al egoísmo, al encerrarse en sí mismo, más aún, al mal. Mi alma se mancha una y otra vez por esa fuerza de gravedad, que me atrae hacia abajo. Por eso necesitamos la humildad que siempre pide de nuevo perdón a Dios; que se deja purificar y que despierta en nosotros la fuerza contraria, la fuerza positiva del Creador que nos atrae hacia lo alto. Tenemos que ofrecer, en la Misión, momentos tranquilos y lugares adecuados para el Sacramento de la Penitencia. Y, si es posible, organizar alguna gran celebración del Perdón.

Quinto: Manifestar a todos el gozo de la fe.

Lo importante no es sólo que los hombres vean en nosotros la alegría de ser cristianos. Sino, sobre todo, que entiendan de dónde viene y cómo se explica esa alegría.

Juan Pablo II decía a los jóvenes: «Los hombres de hoy están cansados de palabras y discursos vacíos de contenido, que no se cumplen. (…) Seréis verdaderos testigos cuando vuestra vida se transforme en interrogante para los que os vean y se pregunten: ¿Por qué actúa así este joven?, ¿por qué se le ve tan feliz?, ¿por qué procede con tanta seguridad y libertad? Si vivís así, obligaréis a los demás a confesar que Cristo está vivo y presente».

Lo decisivo para encontrar la alegría más auténtica es la certeza, que proviene de la fe, de ser amado. Yo soy amado. Tengo un cometido en la historia. Soy aceptado, soy querido. El hombre puede aceptarse a sí mismo sólo si es aceptado por algún otro. Tiene necesidad de que haya otro que le diga, y no sólo de palabra: “Es bueno que tú existas”. Sólo a partir de un “tu”, el “yo” puede encontrarse a sí mismo. Sólo si es aceptado el “yo” puede encontrarse a sí mismo. Quien no es amado ni siquiera puede amarse a sí mismo. Este ser acogido proviene sobre todo de otra persona.

Pero toda acogida humana es frágil. A fin de cuentas, tenemos necesidad de una acogida incondicional. Sólo si Dios me acoge, y estoy seguro de ello, sabré definitivamente: “es bueno que tú existas”, es bueno ser una persona humana. Allí donde falta la percepción del hombre de ser acogido por parte de Dios, de ser amado por Él, la pregunta sobre si es verdaderamente bueno existir como persona humana, ya no encuentra respuesta alguna. La duda acerca de la existencia humana se hace cada vez más insuperable. Cuando llega a ser dominante la duda sobre Dios, surge inevitablemente la duda sobre el mismo ser del hombre. Hoy vemos cómo esa duda se difunde. Lo vemos en la falta de alegría, en la tristeza interior que se puede leer en tantos rostros humanos.

Sólo la fe me da la verdadera alegría. Sólo la fe me da la certeza: “es bueno que yo exista”, es bueno existir como persona humana, incluso en tiempos difíciles. La fe alegra desde dentro. Este es el mensaje que hemos de proclamar en la Misión. Y hemos de proclamarlo sabiendo que sin relación personal no hay evangelización sólida.

3. Consolidación y Permanencia.

La solemne clausura de la Misión será en el Cerro de los Ángeles, en la Solemnidad de Sagrado Corazón de Jesús. En ese momento presentaremos al Señor los frutos de la Misión y toda la Diócesis se consagrará a su Sagrado Corazón.

A partir de la experiencia de la Misión y bajo la luz del Corazón Misericordioso de Cristo, nos preguntaremos qué está pidiendo el Señor a nuestra Iglesia Diocesana de Getafe. La Misión termina, pero la evangelización prosigue. La Misión ha de hacernos más misioneros. La Misión nos va a hacer ver que hemos de convertirnos más al Señor, que hemos de crecer más en la fe, que hemos de corregir muchas actitudes de pereza y negligencia. La Misión ha de ser una medicina contra el cansancio de creer y ha de despertar en nosotros un modo nuevo y rejuvenecido de ser cristianos.

La Misión va ayudar a ver las cosas desde la perspectiva de la “Nueva Evangelización”. Tendremos que hacer una revisión a fondo y una puesta al día de todas nuestras estructuras pastorales diocesanas pero sobre todo cada uno, según su vocación, habrá de preguntarse qué quiere el Señor de él: los sacerdotes, los consagrados y los laicos.

Después de la Misión hay que continuar profundizando en la pastoral de la santidad mediante la pastoral vocacional y familiar, la dirección espiritual, la iniciativa social, etc.

Para esta Misión elaboraremos una publicación, recogiendo las iniciativas que lleve a cabo cada institución, lo cual supondrá no sólo un aliciente para todos sino un modo de compartir la creatividad y el ardor apostólico.

Los sacerdotes.

La Misión tiene que ayudar a los sacerdotes a seguir viviendo santamente su vocación de servicio al Pueblo de Dios. Si para todos los cristianos, sin excepción, la santidad es una exigencia fundamental e irrenunciable, que brota de la llamada de Cristo a seguirlo e imitarlo, en virtud de la íntima comunión de vida con Él, realizada por el Espíritu, esta misma exigencia se presenta a los sacerdotes, no sólo porque están “en” la Iglesia, sino también porque están “al frente” de ella, al estar configurados con Cristo Cabeza y Pastor, capacitados y comprometidos para el ministerio ordenado y vivificados por la caridad pastoral.

La Misión hará ver a los sacerdotes la necesidad que el Pueblo de Dios tiene de sacerdotes santos. Y les hará experimentar con mucho gozo lo fecunda que es su misión cuando se entregan a ella, dando su vida por amor a Dios y a los hombres que el Señor ha puesto bajo su cuidado.

Los consagrados.

Estoy seguro de que la Misión hará revivir en ellos las bellas palabras que les dirige el Beato Juan Pablo II en su Exhortación Vita consecrata:

«Vivid plenamente vuestra entrega a Dios, para que no falte a este mundo un rayo de la divina belleza que ilumine el camino de la existencia humana. Los cristianos inmersos en las ocupaciones y preocupaciones de este mundo, pero llamados también a la santidad, tienen necesidad de encontrar en vuestros corazones purificados que “ven” a Dios en la fe, personas dóciles a la acción del Espíritu que caminen libremente en la fidelidad al carisma de la llamada y de la misión».

Deseo, de todo corazón, que la presencia de los consagrados en la Misión sea visible y luminosa, para que el signo de su entrega a Dios en los votos de castidad, pobreza y obediencia, junto con el carisma de sus fundadores, brille con intensidad y nos enriquezca a todos. Y como fruto de la Misión los consagrados de nuestra Diócesis sean más conocidos y queridos, y la necesaria participación de las instituciones que dependen de ellos en el gran reto de la Nueva Evangelización, sea cada vez fecunda.

Los laicos.

Su participación en la Misión va a ser muy intensa. Continuamente, en las Parroquias, Comunidades y Movimientos, están ya dando pruebas abundantes de amor a la Iglesia y de espíritu apostólico.

La Misión ha de reforzar su vocación de santidad, en medio de las realidades del mundo. El Señor les llama a santificarse en la vida familiar y en la vida profesional y social. Ellos son la levadura en medio de la masa del mundo. Son los trabajadores incansables del crecimiento del reino de Dios en la historia. La Misión ha de animarles a seguir siendo testigos valientes de la fe mostrando a los hombres, con el testimonio de su propia vida personal y familiar, que Jesucristo constituye la única respuesta plenamente válida a los problemas y expectativas que la vida plantea hoy al hombre y a la sociedad. La Misión les ayudará también a superar en ellos mismos esa fractura que, con frecuencia, existe entre el evangelio y la vida, recomponiendo en su vida cotidiana, en el trabajo y en la sociedad esa unidad de vida que en el evangelio encuentra inspiración y fuerza para realizarse en plenitud.

Conclusión

CONCLUSIÓN

Queridos fieles de la Diócesis: Cuando realizo las visitas pastorales siempre termino dando gracias a Dios por la vitalidad que veo en las distintas parroquias y grupos de la Diócesis, y por la sintonía que observo entre vuestros corazones y el mío en el dolor por los que en nuestros barrios y pueblos aún no creen y la esperanza de que en nuestra unión está la fuerza de la misión. Por eso, para concluir, pienso que son oportunas las palabras de la constitución pastoral Gaudium et spes, citadas por el Beato Juan Pablo II al final de su Carta Tertio millenio adveniente:

«La Iglesia cree que Cristo muerto y resucitado por todos da al hombre luz y fuerzas por su Espíritu, para que pueda responder a su máxima vocación; y que no ha sido dado a los hombres bajo el cielo ningún otro nombre en el que puedan salvarse. Igualmente cree que la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se encuentra en su Señor y Maestro. Afirma además la Iglesia que, en todos los cambios, subsisten cosas que no cambian y que tienen su fundamento último en Cristo, que es el mismo ayer, hoy y por los siglos. Por consiguiente a la luz de Cristo, Imagen del Dios invisible, Primogénito de toda criatura, el Concilio pretende hablar a todos para iluminar el misterio del hombre y para cooperar en el descubrimiento de la solución de los principales problemas de nuestro tiempo» (GS 10).

Espero que la Misión sea un gran bien para todos. La celebración del veinticinco aniversario de la creación de nuestra Diócesis llena nuestro corazón de inmensa gratitud al Señor y queremos corresponder a tantos dones recibidos, aceptando con entusiasmo su mandato: «Id al mundo entero y predicad el evangelio a toda criatura» (Mc 16,15).

Invito a toda la Comunidad Diocesana a elevar al Señor insistentes oraciones para obtener las luces y las ayudas necesarias para la preparación y celebración de esta Misión. Y os pido todos, sacerdotes, seminaristas, consagrados y laicos que abráis el corazón a las inspiraciones del Espíritu santo. Él no dejará de mover los corazones para que se dispongan a participar con entusiasmo en este importante acontecimiento diocesano.

Confío esta tarea a la materna intercesión de la Virgen María. Ella, la Reina de los Ángeles, será para todos nosotros, la Estrella que guíe nuestros pasos al encuentro del Señor.

Con mi bendición y todo mi afecto:

Getafe, a 15 de junio de 2012, en la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús.

+ Joaquín María López de Andújar y Cánovas del Castillo.
Obispo de Getafe