MISA DE ACCION DE GRACIAS
Sábado, 26 de junio de 2021 (Memoria de San Josemaría Escrivá de Balaguer)
Basílica del Sagrado Corazón de Jesús, Cerro de los Ángeles, Getafe (Madrid)


Para que se cumpliera lo dicho por medio del profeta Isaías: «Él tomó nuestras dolencias y cargó con nuestras enfermedades» (Mt 8, 17).

Querido don Ginés, hermano en el episcopado que me trata con corazón de padre;
querido don Joaquín, padre en el episcopado, que me ha acogido siempre como hermano;
queridos hermanos sacerdotes, que me habéis sostenido con vuestra oración, sobre todo, en la Eucaristía, durante estos nueve años; diáconos y seminaristas;
queridas personas consagradas, seglares y familias, que, con vuestra vocación propia, me ayudáis a amar cada día más a nuestra Madre la Iglesia.

Permitidme que me dirija con agradecimiento a quienes, desde diversas instituciones, me honráis en esta mañana con vuestra presencia: al alcalde de Villanueva de la Cañada, a los representantes de las corporaciones municipales de Getafe, Leganés, Cubas de la Sagra, Boadilla del Monte, Brunete y Arroyomolinos; al Coronel de la Base Aérea, don Santiago; al Capitán de la Guardia Civil; a los representantes de la Casa de Andalucía y de Extremadura; al Hermano Mayor y representantes de la Congregación de Nuestra Señora de los Ángeles; a los miembros del Consejo Diocesano de Pastoral, del Consejo Económico y del Equipo de personal del Obispado; a los Presidentes y representantes de la Fundación Jesús y san Martín, Fundación Educatio Servanda y Fundación Arenales. Hermanas y hermanos todos en el Señor.

La liturgia nos invita en este día a fijar la mirada de fe en el testimonio de san Josemaría Escrivá de Balaguer para acudir a su intercesión. Exactamente hace hoy 9 años el Nuncio entonces de Santidad en España me comunicaba que el Papa Benedicto XVI me había nombrado obispo auxiliar de Getafe. El Señor en su Providencia ha querido regalarme para mi ministerio episcopal la especial protección y amistad de san Josemaría. Doy gracias al Señor por ello y por el fruto precioso de tantas personas buenas, hijos espirituales de san Josemaría, que me han acompañado durante estos años en la diócesis de Getafe.

En la oración central de la liturgia de este día se destaca que Dios ha «suscitado en la Iglesia a san Josemaría, sacerdote, para proclamar la vocación universal a la santidad y al apostolado». Cuando doy gracias a Dios por estos nueve años como obispo auxiliar de Getafe, el testimonio de este santo me hace volver la mirada a lo verdaderamente importante: hemos sido creados para una vida santa, la santidad es nuestra vocación, y todo cuanto nos aleje de esta meta es empeño inútil. Resuenen siempre con fuerza en nuestro interior las palabras audaces de san Juan de la Cruz: «¡Oh almas criadas para estas grandezas y para ellas llamadas!, ¿qué hacéis?, ¿en qué os entretenéis? Vuestras pretensiones son bajezas y vuestras posesiones miserias» (Cant. B, 39, 7). En la Palabra de Dios que la liturgia nos regala en este día encontramos señalado el camino: Abrahán, que vio a Tres y adoró a Uno, se postró en tierra y dijo: “Señor mío, si he alcanzado tu favor, no pases de largo junto a tu siervo” (Gén 18, 3). San Mateo, por su parte, al relatar las curaciones de Jesús, reconoce cumplida la palabra del Señor por Isaías: Él tomó nuestras dolencias y cargó con nuestras enfermedades (Mt 8, 17; Is 53, 4). Responder a la llamada de Dios a una vida santa pasa siempre por dejarse curar por la misericordia divina, postrarse ante la Trinidad Santa, Origen y Meta de nuestra vida y de todo cuanto existe, y experimentar el consuelo de su amor infinito que cura. Por eso, si en este tiempo que el Señor me ha regalado con vosotros como vuestro obispo auxiliar no he sido instrumento útil en manos del Señor para encender vuestro corazón en el amor de Dios, si con mis palabras y silencios no he ayudado a que creciera en vosotros el deseo del Cielo, sin con mis acciones y forma de padecer no os he ayudado a reconocer a Cristo en su Palabra y en los Sacramentos -especialmente en la Eucaristía-, en la Iglesia y en los más necesitados, os pido de corazón que me perdonéis. Seguid ayudándome, con vuestra oración y ejemplo, para ser pastor según el Corazón de Cristo.

En mis primeras palabras como obispo auxiliar, os pedí vuestra ayuda para cumplir la tarea que la Iglesia me encomendaba. Y bien sabe el Señor que esa ayuda me la ha dado por medio vuestro con sobreabundancia. Permitidme que resuma en tres expresiones mi agradecimiento inmenso por esta ayuda.

La primera expresión me la habéis oído muchas veces: “qué pequeño es el mundo y qué grande es la Iglesia”. La he repetido cuando me he encontrado con nuestras consagradas de clausura, cuando he visto vuestra entrega apostólica en las familias, en los colegios, en los centros penitenciarios, en las casas de acogida, en los movimientos y en las parroquias. Cuando el mundo nos marca tantas veces como enemigos de la alegría que reclama el corazón, doy gracias a Dios por vosotros, porque me habéis ayudado a contemplar la belleza de la Iglesia y a experimentar la alegría indecible de ser hijo de la Iglesia Católica.

La segunda expresión os la he oído a muchos de vosotros, padres y madres de familia, con palabras parecidas: “las preguntas de nuestros hijos, nos han devuelto a la Iglesia” o “la fe inocente de los pequeños nos ha hecho recuperar la alegría de creer”. ¿No este acaso uno de los signos más claros de que la nueva etapa evangelizadora en la que nos encontramos ya inmersos debe dar más protagonismo a los preferidos del Señor? Doy gracias a Dios porque en estos años me ha regalado el testimonio limpio del amor de Dios en tantos niños: en Carmen de Pinto, que me agarró de la mano con cuatro años y me guió por su parroquia la primera vez que la visité; o María y sus hermanos, de la parroquia de la Asunción de Móstoles, que también con cuatro años recibió la insignia de los Tarsicios como niña adoradora de la Eucaristía, gracias a la valiente iniciativa del que entonces era vicario parroquial en su parroquia, el sacerdote Pedro Sánchez Buendía; o Guille y su grupo, de la parroquia de los Santos Justo y Pastor, de Parla, cuya petición para que sea siempre su obispo auxiliar, espero que se cumpla, al menos, en el corazón; o de tantos monaguillos, entre los cuales, dejadme que mencione a David, de Chapinería, el que explicó la sucesión apostólica acuñando el nombre “Joaquinés”; o que, hace apenas unas semanas, en la visita pastoral a su parroquia nos ha preguntado a los obispos por qué en la Iglesia utilizamos nombres tan raros; su propuesta de llamar al báculo “bastón”, a la mitra “gorro”, y al solideo “gorrillo” ya la estamos considerando. Doy gracias a Dios por el testimonio de todos ellos que nos recuerda la verdad de las palabras de Cristo: De los que son como ellos es el Reino de los Cielos (Mt 19, 14).

La última expresión es consigna para una vida: ¡Nada sin María, todo con Ella! El día que fui consagrado obispo aquí, en el entonces Santuario del Sagrado Corazón de Jesús, también pedí al Señor lágrimas y me las ha concedido con abundancia, casi siempre en la sola compañía del Señor, unas veces de dolor y otras de inmensa alegría. Entre estas últimas, guardaré para siempre las que me ha concedido al acompañar la imagen de la Patrona, Nuestra Señora de los Ángeles, principalmente en el día grande de la bajada de la Virgen, fiesta que forma parte constitutiva de la identidad de esta ciudad. Querido don Cándido, Hermano Mayor de la Real e Ilustre Congregación de Nuestra Señora de los Ángeles, trabajad sin descanso para que Getafe siga siendo siempre tierra de María.

Hace nueve años quise empezar mis primeras palabras como obispo recuperando la sencilla jaculatoria que la piedad popular nos ha transmitido. Dejadme que ahora estas sean también mis últimas palabras: ¡Sagrado Corazón de Jesús, en vos confío!