Homilía de D. Joaquín María López de Andújar, Obispo de Getafe, con motivo de las Ordenaciones de presbíteros y diáconos, celebradas el 12 de octubre de 2013, en el Santuario del Sagrado Corazón de Jesús, del Cerro de los Ángeles.

Querido hermano en el episcopado, D. José, queridos sacerdotes, queridos seminaristas, consagrados y consagradas, queridos hermanos y hermanas. Saludo con mucho afecto a los padres y familiares de los que hoy van a recibir el sagrado orden del diaconado y del presbiterado.

“Ya no os llamo siervos (…) a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer”. Durante la última Cena, Jesús dirige estas palabras a los apóstoles, al instituir el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre, a la vez que les encargaba: “Haced esto en conmemoración mía”.

Estas palabras de Jesús, van dirigidas hoy a vosotros, queridos ordenandos, de una manera especial, Son palabras íntimamente relacionadas con la vocación sacerdotal. Cristo hace sacerdotes a los apóstoles, confiando en sus manos el Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre: ese Cuerpo que será ofrecido en la cruz, esa Sangre, que será derramada, constituye la memoria del sacrificio de la cruz de Cristo.

Y en este contexto tan solemne y, a la vez, tan íntimo, Jesús llama a los apóstoles, amigos: “a vosotros os llamo amigos”. Y les llama amigos porque les está entregando su Cuerpo y su Sangre. Está poniendo en las manos de los apóstoles su misma vida. Jesús, les está diciendo que quiere vivir en ellos, que quiere hacerse vida para el mundo en ellos, que quiere que el mundo reconozca la presencia de Cristo en ellos. A partir de aquel momento, realizando sacramentalmente este sacrificio eucarístico, los apóstoles van a empezar a actuar en su nombre, van a representarle personalmente, van a actuar in persona Christi.

En esto consiste la grandeza del sacerdocio ministerial que hoy, los que vais a ser ordenados presbíteros, vais a recibir. Es este un día muy importante en vuestra vida y en la vida de la Iglesia y en nuestra Diócesis.

La liturgia de hoy en la ordenación de los diáconos, pero sobre todo en la ordenación de los presbíteros, manifiesta de modo muy profundo la verdad sobre la vocación sacerdotal. Quiero destacar cuatro aspectos importantes de la vocación sacerdotal:

1.- En primer lugar: la vocación sacerdotal es ante todo una iniciativa de Dios. Dios llama continuamente al sacerdocio, como anteriormente había llamado al profeta Jeremías. Es muy impresionante la descripción que Jeremías hace de esta llamada. “Antes de haberte formado yo en el seno materno te conocía”. El “conocer” de Dios es una elección, es una llamada a participar en su plan de salvación sobre los hombres. A la luz del misterio de la encarnación esta elección, y esta llamada, hay que verlas íntimamente relacionadas con el sacerdocio de Cristo. Es una llamada a participar en el sacerdocio de Cristo.

2.- En segundo lugar: en la vocación sacerdotal, junto a esa elección fruto de una iniciativa divina, junto a esta llamada, viene la consagración. “Antes de que nacieses te tenía consagrado”. La consagración a Dios significa dedicación plena a Él, significa dedicación total de la vida a una misión, bajo la acción del Espíritu Santo que unge y envía.

Por la ordenación sagrada el sacerdote participa de la unción y misión de Cristo Sacerdote y Buen Pastor, “ungido y enviado por el Espíritu Santo para anunciar a los pobres la Buena Nueva” (Lc 4,18). Lo que se produce en el sacerdote, en virtud de la ordenación sacerdotal, es una verdadera expropiación. El sacerdote, con la gracia del Espíritu Santo, deja de pertenecerse a sí mismo, para pertenecer sólo a Dios; y llegar a reproducir en él la experiencia de san Pablo: “ya no soy yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20).

Queridos ordenandos: si la vocación sacerdotal es un don tan grande para la Iglesia, ello quiere decir que ya no os pertenecéis a vosotros mismos, sino que sois propiedad de Cristo que vive en la Iglesia y que os espera en los múltiples campos del apostolado.

3.- En tercer lugar, podemos decir que el compromiso del sacerdocio, porque supone una pertenencia plena y exclusiva al Señor, lleva el sello de lo eterno. Sois consagrados para siempre. No es una decisión sujeta al vaivén del tiempo ni a las visicitudes de la vida. Ni puede fundarse en sentimientos o emociones pasajeras. Implica, como el verdadero amor la permanencia de la fidelidad. Sois llamados a estar siempre con el Señor, a perpetuar día a día su amistad para moldearos en su Corazón. Sólo a la luz del amor del Corazón de Cristo comprenderéis y viviréis las exigencias evangélicas del sacerdocio ministerial. Vuestra juventud la habéis de poner plenamente, sin reservas, al servicio de Cristo para convertiros en instrumentos de salvación en todo el mundo.

4.- Y, en cuarto lugar, esta elección del Señor va siempre acompañada de una presencia suya, que nos llena de paz y nos ayuda a superar todos los temores. Es una presencia que nos capacita para realizar la misión que nos confía. Cuando pensamos en una entrega tan plena, surge siempre en nosotros el temor de no ser capaces de ello. Pero el Señor responde a nuestros miedos diciéndonos con las palabras del profeta Jeremías. “No les tengas miedo”. No te dejes invadir por dudas y desalientos. “yo estoy contigo”. La debilidad humana, que Dios conoce, no es obstáculo para cumplir la misión que el Señor te confía. Si, con humildad, sabes reconocer tu fragilidad y te sabes poner confiadamente en sus manos, experimentarás continuamente en tu vida, con asombro, la fortaleza que viene de Dios.

Cuando reconocemos la propia debilidad es cuando somos fuertes  (cf. 2, Cor 12,10). “Muy a gusto presumo de mis debilidades - nos dice el apóstol san Pablo – porque así residirá en mi la fuerza de Cristo. Por eso vivo contento en medio de mis debilidades. (…) Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte.” (2 Co 12,9-10).

Jesús resucitado, ante las dudas de los apóstoles les dice: “¿Por qué os alarmáis? ¿Por qué surgen dudas en vuestro corazón? Mirad mis manos y mis pies; soy yo en persona” (Lc 24,36). “Yo estaré con vosotros” (Mt. 28,30”. “A dondequiera que yo te envíe irás” (Jr 1,7) “Mira, he puesto mis palabras en tu boca” (Jr 1,9). Son palabras de vida eterna” (Jn 6,68).

Podemos tener miedo a la debilidad humana; pero nunca hemos de tener miedo a la llamada que viene de Dios. La llamada que viene de Dios indica siempre un camino maravilloso. Es una llamada que nos invita a participar en las grandes cosas de Dios. Es un camino que nos introduce en la intimidad de Dios, para ser testigos de su amor entre los hombres. “Vosotros sois mis amigos”.

Somos los amigos del Señor.

La segunda lectura, de la carta a los Efesios, se refiere a nuestro modo de vivir. No podemos vivir de cualquier manera. No podemos acomodarnos a los usos de este mundo que pasa. El apóstol nos invita a un modo de vivir que favorezca y refleje la vocación a la que hemos sido llamados. Los que, por la misericordia de Dios hemos tenido la dicha de haber sido llamados a una misión tan grande y tan bella hemos de estar muy atentos a las palabras del apóstol: “Yo, el prisionero por el Señor; os ruego que andéis como pide la vocación a la que hemos sido convocados. Sed siempre humildes y amables, sed comprensivos, sobrellevaos mutuamente con amor; esforzaos en mantener al unidad del Espíritu con el vínculo de la paz.” (Ef 4,1-7).

Queridos ordenandos: tenéis que estar a la altura de la vocación a la que habéis sido llamados. Pensad, en todo momento, que el camino hacia la santidad sacerdotal y el apostolado es un camino de pobreza interior, de desprendimiento, de humildad y de confianza en el Señor. Esta actitud de humildad, que, en el fondo, es una actitud de autenticidad y de verdad, os hará reconocer con gozo que la vocación sacerdotal es un don del Corazón de Cristo y una opción que llega a lo más profundo de vuestro ser.

San Juan de Ávila exhortaba con vehemencia a los sacerdotes a identificarse con Cristo, no sólo en el sacrificio eucarístico, sino en toda su vida. “El sacerdote, que en el consagrar y en los vestidos sacerdotales representa al Señor en su pasión y en su muerte, que le representa también en la mansedumbre con que padeció, en la obediencia, aun hasta la muerte de cruz; en la limpieza de la castidad, en la profundidad de la humildad, en el fuego de la caridad que haga al sacerdote rogar por todos con entrañables gemidos y de ofrecerse a sí mismo a pasión y muerte por el remedio de ellos, si el Señor le quisiere aceptar” (Tratado del sacerdocio, n.26)

El apóstol san Pablo, en su carta a los Efesios, nos invita también a ser vínculo de unidad en la Iglesia. “Un sólo cuerpo y un solo Espíritu como una sola es la esperanza de la vocación a la que habéis sido convocados” (Ef 4. 7-13). Si bien es verdad que la gracia del sacerdocio es un don que Dios os hace a cada uno de vosotros, esta gracia es, sobre todo, un don para la Iglesia. Es un don, no para vosotros, sino para la Iglesia. Lo que vais a recibir no es para vosotros, para que lo guardéis y disfrutéis vosotros; es un don que está al servicio de la Iglesia.

Y en la Iglesia, como nos enseña el mismo apóstol, existen dones diferentes: “A cada uno de nosotros le ha sido concedida la gracia según la medida del don de Cristo” (Ef 4,7). Todos los diversos dones y carismas forman parte esencial e irrepetible del don de Cristo. Todas las gracias y ministerios sirven conjuntamente para “edificar el cuerpo de Cristo”. Entre todos estos dones, el sacerdocio tiene una especial importancia.

El carisma del sacerdocio es el carisma de la unidad; es el carisma integrador de todos los carismas; es el carisma que, por participar de modo singular en el sacerdocio de Cristo, acoge todos los carismas, como dones del Espíritu, y los orienta hacia la edificación de la Iglesia, Cuerpo de Cristo. El carisma del sacerdocio es el carisma de la comunión.

La diversidad y la peculiaridad de los dones hay que reconocerla, amarla y vivirla, precisamente, para construir el único Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, animada por un único Espíritu. En la medida en que améis gozosamente vuestro sacerdocio, os sentiréis llamados a apreciar, respetar, suscitar y cultivar todos los carismas de la comunidad eclesial, para construir el Cuerpo de Cristo hasta la perfección y la plenitud. La identidad sacerdotal es una realidad gozosa que se experimenta especialmente cuando amamos el don recibido para servir mejor a los demás con la actitud de “dar la vida” como el Buen Pastor.

Este corazón de pastor, este amor a la Iglesia, esta acogida de todos los carismas que la enriquecen, despertará constantemente en vosotros el ardor misionero y os hará sentir cada día, con mayor anhelo, el deseo ardiente de Cristo de llegar a todos aquellos que no han tenido la dicha de conocer al Señor. “También tengo otras ovejas que no son de este redil” (Jn 10,16). Es la llamada del Señor a la Misión: “id al mundo entero y predicad el evangelio a toda criatura” (Mc 16,15). Id a los que están lejos. Id a tantos hijos pródigos, que después de malgastar los dones de Dios, viven en tierra extranjera, muriéndose de hambre: hambre de amor y hambre de verdad.

Concluyo invitándoos, queridos ordenandos, a tener muy grabada en vuestro corazón la parábola de Buen Samaritano Está parábola será el referente bíblico para la Gran Misión que estamos preparando. Cristo es el verdadero buen samaritano que nos llama a salir a los caminos del mundo para buscar a los hombres heridos por el pecado. Cristo es el verdadero  prójimo del hombre caído, es el Bendito que viene en el nombre del Señor, el Dios con nosotros, el Dios que estará con nosotros hasta el fin del mundo, el Buen Pastor que busca la oveja perdida.

El despojo que supone esta apertura del Señor, esta cercanía, este dejarse tocar por la gente que lo reclama y lo va como “deshilachando”, sacándole gracia tras gracia, es un despojo total que culminará en la Cruz.

Los sacerdotes hemos de hacer sacramentalmente presente entre los hombres a Cristo, buen samaritano; y, lo mismo que Él, identificados con Él, hemos de tener bien abiertos los ojos del corazón para ver, para conmovernos y para acercarnos a tantos hermanos nuestros que viven sin fe, sin esperanza, sin ilusión, solos y abatidos, intentando llenar su sed de felicidad con alimentos que no sacian. No estemos siempre esperando a que estos hombres, alejados de la fe, vengan a nosotros; acerquémonos nosotros a ellos, como el buen samaritano. Tomemos nosotros la iniciativa. Esa es la Misión a lo que os invito, a vosotros y a toda la diócesis.

Os invito a acercaros a todos los que viven abatidos. Para que, como el buen samaritano, curéis sus heridas. Y después de curar sus heridas, en un diálogo lleno de respeto y de amor, los traigáis a la posada, que es la Iglesia, para cuidarles y sanarles con la Palabra de Cristo y con los sacramentos de la salvación.

Queridos ordenandos, queridos sacerdotes, queridos seminaristas, el Señor nos llama a compartir con Él esta búsqueda, este despojo total de nosotros mismos y esta cruz, fuente de vida. Démosle gracias por haber puesto su mirada en nosotros.

Y que la Virgen María, Madre del Señor, en esta fiesta del Nuestra Señora del Pilar, interceda por nosotros.

En este momento tan solemne, miremos a María, Madre amorosa de los sacerdotes, y pidámosle que nos enseñe a amar a Jesús, como Ella lo amó, y nos enseñe a mirar el mundo con una mirada apostólica, con la mirada de Jesús, buen samaritano.

Madre de la Iglesia, madre de los sacerdotes, ruega por nosotros.

+ Joaquín María López de Andújar
Obispo de Getafe