VIGILIA DE LA INMACULADA – 2013

Querido hermano en el episcopado, Don José, queridos sacerdotes, seminaristas y consagrados. Queridos hermanos todos.

Hoy la Virgen María, que fue concebida sin pecado, nos convoca, como madre, para que vivamos el gozo de sentirnos, con ella, en familia junto a su Hijo Jesucristo, que es nuestra vida, nuestra alegría y nuestro mayor bien. Jesucristo es nuestro gran tesoro, que ha llegado a nosotros gracias a la generosidad de María, que supo decir SÍ, con valentía, a la voluntad de Dios, aceptando ser la Madre del Redentor, según el plan de salvación que Dios había preparado desde antiguo para la humanidad entera.

Nos sentimos felices en este momento, junto a muchas personas muy queridas para nosotros, con las que compartimos en nuestras parroquias y comunidades el camino de la fe, y junto a otras muchas que, aunque no las conocemos directamente, sabemos que están íntimamente unidas a nosotros en el amor a Jesucristo y en el amor a la Virgen María y a la Iglesia.

En un antiguo himno, del siglo VIII, por tanto de hace más de mil años, la Iglesia saluda a María, la Madre de Dios, llamándola “estrella del mar”: Ave maris stella. La vida humana es un camino; pero ¿a dónde nos conduce ese camino? ¿Hacia qué meta nos lleva? ¿Cómo podremos encontrar el verdadero rumbo? La vida es como un viaje por el mar de nuestra propia historia, a menudo oscuro y borrascoso, un viaje en el que intentamos escudriñar los astros que nos vayan indicando la ruta. Las verdaderas estrellas de nuestra vida son las personas que han sabido vivir rectamente. Ellas son para nosotros luces de esperanza. Jesucristo es ciertamente la luz por antonomasia, el sol que brilla sobre todas las tinieblas de la historia. Pero para llegar hasta Él necesitamos también luces cercanas, personas que dan luz reflejando la luz de Cristo, ofreciendo así orientación en nuestro camino por la vida. Y, ¿quién mejor que la Virgen María podría ser para nosotros estrella de esperanza? Ella con su SÍ abrió la puerta de nuestro mundo a Dios mismo. A ella nos encomendamos en esta Año de la Esperanza que acabamos de empezar.

Muchos sabéis la fuerte llamada que hace el Señor a la Iglesia entera y, en particular a nuestra diócesis, a ser misioneros, a convertir nuestra diócesis en una diócesis “en misión”; a ser, todos los que formamos esta gran familia diocesana, discípulos misioneros. El Señor nos invita a una Gran Misión que lleve el gozo del Evangelio a todos los rincones de nuestra diócesis. El Señor quiere que, guiados por María, seamos estrellas de esperanza para esa gran multitud de hermanos nuestros que vagan por el océano tempestuoso de la vida, desorientados y sin rumbo.

El pasaje del Evangelio que hemos escuchado nos va a ayudar a descubrir a la Virgen María como la maestra que nos enseña qué es, según el plan de Dios, la auténtica y verdadera Misión. Ella nos va a acompañar, como estrella de la esperanza, que guíe nuestro camino. Ella va a ser la que ponga a Jesús en nuestro corazón para que hablemos a los hombres de Él; Ella nos va a introducir en el dinamismo de la misión, escuchando devotamente la Palabra de Dios, custodiándola con celo y trasmitiéndola con fidelidad.

Os invito a contemplar a María en ese momento de la visitación a su prima Isabel que nos describe san Lucas en el Evangelio que acabamos de escuchar (cf. Lc 1, 39ss).

El Evangelio nos dice que la Virgen después de haber escuchado el mensaje del ángel y después de haber aceptado, como esclava del Señor, la misión que se le ha confiado, se levantó, se puso en camino con prisa hacia la montaña, a una ciudad de Judá; y, después de un largo y difícil camino atravesando el desierto, entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y, como fruto de ese saludo y de este encuentro, Isabel se llenó de Espíritu Santo y la casa entera se inundó de alegría. Vamos a meditar brevemente este Evangelio en cuatro puntos.

PRIMER PUNTO. Lo primero que hace la Virgen después de conocer lo que Dios quiere de ella es levantarse. La Virgen no se queda pasiva. No se queda inerte, esperando que todo se lo den hecho. Sabe que Dios cuenta con ella. El ángel ya la ha dejado y no volverá aparecer más en su vida. Es el momento de poner en acción los dones inmensos que ha recibido de Dios. María siente en su corazón el dinamismo de la misión: tiene que comunicar a Isabel la gracia que ha recibido. María siente la urgencia de llevar a Jesús, que es el Hijo del Dios Altísimo, y que, como hombre, ya ha concebido en su vientre, a su pariente Isabel para que ella también goce de esta bendita presencia.

Queridos amigos, queridos hermanos, hagamos como María. Tenemos que levantarnos. Tenemos que salir del sueño. “Daos cuenta -nos decía el domingo pasado el apóstol san Pablo- del momento en que vivís, ya es hora de despertaros del sueño (…) la noche está avanzada, el día se echa encima dejemos las actividades de las tinieblas y pertrechémonos con las armas de la luz” (Rm 13,11-14) Tenemos que despertar de nuestro tedio, tenemos que salir de una fe tibia e inoperante, para acoger al Señor. Es el mensaje del Adviento que, en este año ha de convertirse, en preparación para la venida del Señor en esta Gran Misión que nos espera. Dios nos ha enriquecido con muchos dones. Dios ha cuidado de nosotros. Dios nos ha hecho experimentar en muchos momentos el gozo de su presencia. A pesar de nuestras muchas caídas, Dios siempre nos ha perdonado y nos ha hecho sentir el consuelo de su misericordia. Es el momento de dar a los demás los dones que hemos recibido. Hay que levantarse, como María, para llevar a todos la gracia del amor divino.

SEGUNDO PUNTO. En segundo lugar, dice el Evangelio que María se puso en camino de prisa hacia la montaña a una ciudad de Judá. El camino que va a emprender María nos es un camino cualquiera, no es un paseo placentero. El camino que emprende María es un camino que tiene que atravesar un duro y peligroso desierto. Los que hemos estado en Palestina sabemos cómo es ese desierto. Es un desierto árido, seco, sin vida aparente, solitario y lleno de amenazas. Es un desierto capaz de atemorizar a cualquiera; pero María es valiente. María tiene a Cristo en su seno. María está llena de amor. No hay desierto capaz de detener el anhelo misionero de María.

Dice el Evangelio que María se puso en camino de prisa. María tiene prisa por llevar a Cristo a los demás, No se para a pensar en las ventajas e inconvenientes de ese duro y peligroso camino. María se lanza a la aventura porque el Espíritu de fortaleza, de sabiduría, de ciencia y de piedad, llena su vida. Es el Espíritu Santo el que la lleva. Y Ella no se resiste a ese impulso del Espíritu, no pone obstáculos. Le abre la puerta.

Aprendamos de María a vencer los temores que nos paralizan. Siempre andamos calculando, siempre andamos midiendo nuestras fuerzas, siempre estamos aferrados a lo que consideramos nuestros propios recursos. Pero cuando hacemos eso, ¿Qué le dejamos al Señor? ¿Dónde está nuestra confianza en Él? ¿Qué significan para nosotros su amor y su gracia?

María no tuvo miedo de entrar en el desierto. La Misión supone entrar en muchos desiertos. No tengamos miedo a los desiertos. Para evangelizar hay que entrar en los desiertos; hay que atravesar muchos desiertos. Benedicto XVI, en la Misa del inicio de su pontificado nos hablaba de los diversos desiertos en los que viven los hombres. “Hay muchas formas de desierto: el desierto de la pobreza, el desierto del hambre y de la sed; el desierto del abandono, de la soledad y del amor quebrantado. Existe también el desierto de la oscuridad de Dios y del vacío de las almas que ya no tienen conciencia de la dignidad y del rumbo del hombre”. Entremos con María en estos desiertos para ofrecerles la vida divina que es capaz de hacer fructificar hasta las tierras más áridas.

TERCER PUNTO. En tercer lugar dice el Evangelio que María entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. La virgen no se queda a la puerta, entra en la casa, entra en el corazón de esa familia, entra en su vida, en sus preocupaciones, en su intimidad, en sus sufrimientos y en sus alegrías. Y entra, no para curiosear, sino para servir y para amar.

El Papa Francisco en su Exhortación Apostólica Evangelii gaudium nos dice que una Iglesia misionera es una Iglesia que se involucra, lo mismo que se involucró Jesús con sus discípulos lavándoles los pies y poniéndose ante ellos como “el que sirve”. “El Señor -dice el Papa- se involucra e involucra a los suyos, poniéndose de rodillas ante los demás para lavarlos. Pero luego dice a los discípulos: “Seréis felices si hacéis esto” (Jn 13,17). La comunidad evangelizadora se mete con obras y gestos en la vida cotidiana de los demás, acorta distancias, se abaja hasta la humillación si es necesario y asume la vida humana, tocando la carne sufriente de Cristo en el pueblo” (EG n. 24).

Aprendamos de María a entrar en la vida de los hombres amando y sirviendo. Aprendamos a involucrarnos, como Cristo, dando la vida por ellos. En esto consiste la Misión: en llevar vida, en dar vida: una vida llena de felicidad y de esperanza.

CUARTO PUNTO. En cuarto lugar, siguiendo la meditación de este paaje del Evangelio de la Visitación, vemos que son dos los frutos del saludo de María: Isabel se llenó de Espíritu Santo y la criatura saltó de alegría en su vientre. El Espíritu Santo y la alegría son los frutos de la Misión.

El primer fruto y la fuente de todos los demás frutos es el don del Espíritu Santo. Isabel se llena de Espíritu Santo porque María está llena de Espíritu Santo, está llena de Dios. La llena de gracia, que lleva en sus entrañas al Hijo de Dios, se convierte en portadora de gracia.

María es la imagen de la Iglesia, que lleva a Cristo en su seno y tiene como misión ofrecer a los hombres la gracia divina, el don del Espíritu. La Misión de la Iglesia, nuestra Misión, es derramar sobre los hombres la gracia del Espíritu Santo. Nuestra Misión es llevarles el Espíritu Santo, que es Señor y dador de vida y que, como decimos en la secuencia de Pentecostés, es capaz de “regar la tierra en sequía, de sanar el corazón enfermo, de lavar las manchas, de infundir calor de vida en el hielo, de domar el espíritu indómito, de guiar al que tuerce el sendero”. Nuestra Misión es, como la de María, poner a los hombres junto a Jesús, el Ungido por el Espíritu Santo, que ha venido al mundo para “evangelizar a los pobres, proclamar a los cautivos la libertad y devolver la vista a los ciegos, a poner en libertad a los oprimidos y a proclamar el año de gracia del Señor” (Lc 4,19).

Pidamos a María en esta Vigilia Santa que despierte en nosotros el entusiasmo por la Misión. Que el miedo, la pereza, el desinterés o la desgana no sean capaces de amortiguar en nosotros el amor a Cristo y a los hermanos. Que pensemos en todos aquellos que por nuestra palabra, nuestro testimonio y nuestra pasión misionera, con la ayuda de la gracia divina y con su respuesta libre, pueden salir del vacío y la oscuridad de una vida sin sentido para encontrarse con la luz de Cristo, para sentir el consuelo de su misericordia y para experimentar el amor de una Iglesia que les acoge como hermanos.

El segundo fruto de la visita y del saludo de María es la alegría. La alegría inunda toda la casa. Isabel se llena de alegría, la criatura salta de alegría en su vientre y María, llena de gozo, entona un himno de alabanza a Dios diciendo: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador, porque ha mirado la humildad de su sierva” (Lc 1,47). Es la alegría que también hoy nos llena a nosotros. Es la alegría de Dios, que nadie podrá arrebatarnos. Es la alegría del Evangelio que llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús.

El Papa Francisco, al final de su Exhortación Apostólica Evangelii gaudium, nos dice que hay un estilo mariano en la actividad evangelizadora de la Iglesia, porque, cada vez que miramos a María, volvemos a creer en el valor revolucionario de la ternura y del cariño. En ella vemos que la humildad y la ternura no son las virtudes de los débiles, sino de los fuertes, que no necesitan maltratar a otros para sentirse importantes, Mirando a María descubrimos que la misma que alababa a Dios porque “derriba del trono a los poderosos y despide vacíos a los ricos” es la que pone calor de hogar en nuestra búsqueda de justicia y nos ayuda a reconocer las huellas del Espíritu de Dios en los grandes acontecimientos y también en aquellos que parecen imperceptibles.

Virgen y Madre María, tú que movida por el Espíritu Santo acogiste al Verbo de la Vida en la profundidad de tu humilde fe, llénanos de ardor misionero para llevar a todos el Evangelio de la Vida que vence la muerte.

Danos la santa audacia de buscar nuevos caminos para que llegue a todos el don de la belleza que no se apaga: Jesucristo tu Hijo que vive y reina por los siglos de los siglos. Amen (cf. EG n. 288).