Ungidos con óleo de alegría

Querido, D. José, queridos hermanos en el sacerdocio. Queridos hermanos todos. Me vais a permitir que hoy me dirija de una manera especial a los sacerdotes.

En el Jueves Santo, que por razones pastorales celebramos hoy anticipadamente, hacemos memoria del día feliz de la Institución de la Eucaristía y del Sacerdocio; y también del de nuestra propia ordenación sacerdotal.

El Señor nos ha ungido en Cristo con óleo de alegría y esta unción nos invita a recibir y hacernos cargo de este gran regalo. Es un verdadero regalo de Dios ser sacerdotes, un regalo para nosotros y un regalo para la Iglesia. Y os invito a sentir hoy, de una manera especial, la alegría y el gozo sacerdotal.

La alegría del sacerdote es un bien precioso no sólo para él sino también para todo el pueblo fiel de Dios: ese pueblo fiel del cual es llamado el sacerdote para ser ungido y al que es enviado para ungir. Hemos sido ungidos con óleo de alegría para ungir con óleo de alegría. La alegría sacerdotal tiene su fuente en el Amor del Padre, y el Señor desea que la alegría de este Amor “esté en nosotros” y “sea plena” (Jn 15,11).

Cuando hablamos de alegría, nuestra mente y nuestro corazón se vuelven a la Virgen María. Ella es, como decimos en el rosario, causa de nuestra alegría. Ella es la madre del Evangelio viviente, ella es manantial de alegría para los pequeños. Mirando a María descubrimos que la misma que alaba a Dios porque “derriba de su trono a los poderosos” y “despide vacíos a los ricos” es la que sabe reconocer las maravillas que Dios en los pequeños. Tenemos que pedir a María que nos enseñe a los sacerdotes a sentirnos pequeños como ella y a vivir el gozo de nuestra pequeñez: una pequeñez en la Dios hace cosas grandes.

Los sacerdotes somos persona muy pequeñas y pobres. La grandeza inmensa del don que nos ha sido dado en el ministerio sacerdotal nos hace sentir los más pequeños de los hombres. El sacerdote es el más pobre de los hombres, si Jesús no lo enriquece con su pobreza, es el más inútil siervo, si Jesús no lo llama amigo, es el más necio de los hombres, si Jesús no lo instruye pacientemente como a Pedro y es el más indefenso de los cristianos, si el Buen Pastor no lo fortalece en medio del rebaño. Nadie más pequeño que un sacerdote dejado a sus propias fuerzas; por eso tenemos que estar constantemente dirigiéndonos al Señor para decirle con las palabras de la Virgen María, nuestra madre soy sacerdote porque Él miró con bondad mi pequeñez (cf. Lc 1,48). Y desde esa pequeñez asumimos nuestra alegría. ¡ La alegría en nuestra pequeñez!

Podemos descubrir tres rasgos significativos en nuestra alegría sacerdotal: es una alegría que nos unge, es una alegría incorruptible y es una alegría misionera, que irradia y atrae a todos, comenzando por los más lejanos.

En primer lugar es una alegría que nos unge, es decir, es una alegría que penetra hasta lo más íntimo de nuestro corazón, llena todo nuestro ser. Penetra de tal manera que lo configura y lo fortalece sacramentalmente. Los signos de la liturgia de la ordenación nos hablan del deseo maternal que tiene la Iglesia de transmitir y comunicar todo lo que el Señor nos dio: la imposición de manos, la oración de consagración, la unción con el santo Crisma, el revestimiento con los ornamentos sagrados, la participación inmediata en la primera Plegaria Eucarística…, todo en la liturgia de nuestra ordenación nos habla de esta alegría que penetra hasta lo más intimo de nuestro ser. La gracia nos colma y se derrama íntegra, abundante y plena en cada sacerdote. Ungidos hasta lo más íntimo; y nuestra alegría, que brota desde dentro, es el eco de esa unción.

En segundo lugar, una alegría incorruptible. La integridad del Don, a la que nadie puede quitar ni agregar nada, es fuente incesante de alegría: una alegría incorruptible, que el Señor prometió y que nadie nos la podrá quitar (cf. Jn 16,22). Puede estar adormecida o taponada por el pecado o por las preocupaciones de la vida, pero, en el fondo, permanece intacta como el rescoldo de un tronco encendido bajo las cenizas, y siempre puede ser renovada. La recomendación de Pablo a Timoteo sigue siendo actual: Te recuerdo que avives el fuego del don de Dios que hay en ti por la imposición de mis manos (cf. 2 Tm 1,6) .

Y en tercer lugar, una alegría misionera. Este tercer rasgo lo quiero compartir y recalcar especialmente: la alegría del sacerdote está en íntima relación con el santo pueblo fiel de Dios porque se trata de una alegría eminentemente misionera. La unción es para ungir al santo pueblo fiel de Dios: para bautizar y confirmar, para curar y consagrar, para bendecir, para consolar y evangelizar a los que están cerca y a los que están lejos. Y también para orar, porque en el silencio de la oración el pastor, que adora al Padre, está ungiendo a su pueblo con el amor que viene de Dios.

Y como es una alegría que sólo fluye cuando el pastor está en medio de su rebaño es una “alegría custodiada” y cuidada con mucho amor por ese mismo rebaño. ¡Cuantas cosas podríamos decir de los detalles de cariño y ternura que el pueblo de Dios tiene con sus sacerdotes! Incluso en los momentos de tristeza, en los que todo parece ensombrecerse y el vértigo del aislamiento nos seduce, esos momentos apáticos y aburridos que a veces nos sobrevienen en la vida sacerdotal, aun en esos momentos el pueblo de Dios es capaz de custodiar la alegría, es capaz de protegerle, de abrazarle, de ayudarle a abrir el corazón y reencontrar una renovada alegría.

La alegría del sacerdote, dice el Papa Francisco es una” alegría custodiada” por el rebaño y custodiada también por tres hermanas que la rodean, la cuidan, la defienden: la hermana pobreza, la hermana fidelidad y la hermana obediencia.

La alegría sacerdotal es una alegría que se hermana con la pobreza. El sacerdote es pobre en alegrías meramente humanas y mundanas Y como es pobre, él, que da tantas cosas a los demás, la alegría tiene que pedírsela al Señor y al pueblo fiel de Dios. No se la tiene que procurar a sí mismo.

Y sabemos que nuestro pueblo es muy generoso en agradecer a los sacerdotes los mínimos gestos de bendición y de manera especial los sacramentos. El sacerdote sólo encontrará la alegría saliendo de si mismo, saliendo en busca de Dios en la adoración y dando al pueblo lo que el pueblo más quiere y necesita que es la cercanía del amor de Dios, la presencia viva de Cristo, que en el sacerdote se hace visible, cuando visita y unge a los enfermos, cuando inicia en la fe a los niños, cuando consuela a los que están atribulados, cuando cuida y acompaña a las familias y les habla de Dios, cuando sabe gozar con los gozos grandes y pequeños de los que le han sido confiados y especialmente cuando unido al Señor y actuando en su nombre, celebra la Eucaristía y perdona los pecados. Y no necesita nada más para llevar una vida feliz porque el mismo pueblo se encargará de hacerle sentir y gustar quién es y cómo se llama y cuál es su identidad y le alegrará con el ciento por uno que el Señor prometió a sus servidores.

La alegría sacerdotal es una alegría que se hermana a la fidelidad. No principalmente en el sentido de que seamos todos “inmaculados” ya que somos pecadores, pero sí en el sentido de renovada fidelidad a su única Esposa, a la Iglesia. Aquí está el sentido profundo del celibato sacerdotal y clave de la fecundidad apostólica. Los hijos espirituales que el Señor le da a cada sacerdote, los que bautizó, las familias que bendijo y ayudó a caminar, los enfermos a los que sostiene, los jóvenes con los que comparte la catequesis y la formación, los pobres a los que socorre… son esa “Esposa” a la que le alegra tratar como predilecta y única amada y serle renovadamente fiel.

Es la Iglesia viva, con nombre y apellido, que el sacerdote pastorea en su parroquia o en la misión que le fue encomendada, la que lo alegra cuando le es fiel, cuando hace todo lo que tiene que hacer y deja todo lo que tiene que dejar con tal de estar firme en medio de las ovejas que el Señor le encomendó: Apacienta mis ovejas, le dice el Señor todos los días (cf. Jn 21,16.17).

La alegría sacerdotal es una alegría que se hermana con la obediencia. Obediencia a la Iglesia en la Jerarquía que nos da, por decirlo así, no sólo el marco más externo de la obediencia: la parroquia a la que se me envía y la tarea particular, que se nos encomienda, sino también la unión con Dios Padre, del que desciende toda paternidad y la obediencia a la Iglesia en el servicio, en la disponibilidad y en la prontitud para cuidar a todos, siempre y de la mejor manera.

Esta disponibilidad del sacerdote hace de la Iglesia casa de puertas abiertas, refugio de pecadores, hogar para los que viven en la calle, casa de bondad para los enfermos, comunidad para los jóvenes, escuela de fe y de amor para los niños y familia de familias para todos. Allí donde el pueblo de Dios tenga un deseo o una necesidad, allí ha de estar el sacerdote para escuchar con atención y para sentir el mandato amoroso de Cristo que lo envía a socorrer con misericordia esa necesidad o para alentar los buenos deseos de los que buscan Dios con un corazón sincero.

Los que hemos sido llamados por Dios para este ministerio sacerdotal, al renovar hoy nuestras promesas sacerdotales, hemos de pedirle al Señor que nos haga comprender que existe en este mundo una alegría genuina y plena: la alegría inmensa de ser sacado del pueblo al que uno ama para ser enviado a él como dispensador de los dones y consuelos de Jesús, el único Buen Pastor que, compadecido entrañablemente de todos los pequeños y excluidos de esta tierra que andan agobiados y oprimidos como ovejas que no tienen pastor, quiso asociarnos, a pesar de nuestra indignidad y pecado, a su ministerio para estar y obrar Él mismo, en la persona de sus sacerdotes, para bien de su pueblo.

En esta Misa Crisma pidamos al Señor Jesús que haga descubrir a muchos jóvenes ese ardor del corazón que enciende la alegría apenas uno tiene la audacia feliz de responder con prontitud a su llamado. Que no tengan miedo a la llamada de Dios, porque en la respuesta a esa llamada encontrarán la mayor alegría.

Pidamos también al Señor Jesús que cuide el brillo alegre en los ojos de los sacerdotes más jóvenes y de los recién ordenados, que salen a comerse el mundo, a desgastarse en medio del pueblo fiel de Dios, que gozan preparando la primera homilía, la primera misa, el primer bautismo, la primera confesión… Es la alegría de poder compartir –maravillados–, por vez primera como ungidos, el tesoro del Evangelio y sentir que el pueblo fiel te vuelve a ungir de otra manera: con sus necesidades, pidiéndote que los bendigas, acercándote a sus hijos, pidiendo por sus enfermos… Que el Señor cuide en los jóvenes sacerdotes la alegría de salir de si mismos, de hacerlo todo como nuevo Que el señor les conceda la alegría de quemar su vida por Él.

Pidamos al Señor que confirme la alegría sacerdotal de los que ya tenemos varios o muchos años de ministerio. Cuida Señor la profundidad y la sabia madurez de la alegría de los sacerdotes mayores. Que sepamos rezar todos los días con las palabras del profeta Nehemías: “la alegría del Señor es mi fortaleza” (cf. Ne 8,10).

Pidamos finalmente al Señor Jesús que resplandezca la alegría de los sacerdotes ancianos, sanos o enfermos. Es la alegría de la Cruz, que mana de la conciencia de tener un tesoro incorruptible en una vasija de barro que se va deshaciendo. Que sepan estar bien en cualquier lado, sintiendo en la fugacidad del tiempo el gusto de lo eterno. Que sientan, Señor, la alegría de pasar la antorcha, la alegría de ver crecer a los hijos de los hijos y de saludar, sonriendo y mansamente, las promesas, en esa esperanza que no defrauda. Amen