icon-pdfDescarga la homilía en formato PDF

ORDENACIONES - 2011

En el evangelio que acaba de ser proclamado Jesús se define a sí mismo como el buen Pastor que da la vida por las ovejas. El mercenario, que no siente como suyas las ovejas, ante las dificultades y los peligros, huye. El buen pastor, en cambio, que conoce a cada una de sus ovejas, establece con ellas una relación de familiaridad tan grande y tan profunda, que está dispuesto a dar su vida por ellas.

Jesús, ejemplo sublime de entrega amorosa, invita a sus discípulos, y en particular a sus sacerdotes, a seguir sus mismas huellas. Llama a cada presbítero a ser buen pastor de la grey que la Providencia le confía.

Muy queridos ordenandos, diáconos y presbíteros, hoy también vosotros vais a ser configurados, por el don del Espíritu Santo, con Jesucristo, Buen Pastor, convirtiéndoos en colaboradores de los sucesores de los apóstoles. 

Os saludo con mucho afecto a todos, queridos amigos y hermanos. Saludo a D. Rafael, Obispo electo de Cádiz y Ceuta. Saludo al rector y formadores del Seminario, que han velado por vuestra formación, a los vicarios generales, a los sacerdotes concelebrantes, a los seminaristas, a los consagrados, al coro diocesano y a todos los que habéis venido a participar con gozo en esta solemne celebración.

Quiero también saludar y expresar mi agradecimiento a las comunidades parroquiales de las que procedéis y a todos cuantos os han ayudado a reconocer y acoger la llamada del Señor y, especialmente a vuestras familias, que os han educado en la fe y hoy se sienten muy felices junto a vosotros.

Queridísimos ordenandos, este día será inolvidable para cada uno de vosotros. Hoy vais a ser “promovidos para servir a Cristo maestro, sacerdote y rey, participando en su ministerio, que construye sin cesar la Iglesia aquí en la tierra como pueblo de Dios, cuerpo de Cristo y templo del Espíritu Santo” (P.O. 1).

Jesús nos acaba de decir en el evangelio: “El Buen Pastor da su vida por las ovejas” (Jn.10,11).. Estas palabras, sin duda, se están refiriendo al Sacrificio de la Cruz, que fue el acto definitivo y culminante del sacerdocio de Cristo: el acto en el cual Jesús lleva hasta las últimas consecuencias, “hasta el extremo”, la entrega de su vida por la salvación de los hombres. Y, también, nos están indicando a todos nosotros, a quienes Cristo, mediante el sacramento del orden, ha hecho partícipes de su sacerdocio, el camino que hemos de recorrer. Estas palabras nos están diciendo que la razón de ser de nuestra vida sacerdotal es la solicitud pastoral, la caridad pastoral, hasta dar la vida, con una entrega como la de Cristo, en la cruz. Nos esta diciendo que viviendo esa caridad pastoral, en comunión con Cristo crucificado, encontraremos el pleno sentido de nuestra vida, de nuestra perfección y de nuestra santidad. Este deseo del Señor se expresa, en el rito de la ordenación sacerdotal, cuando el obispo, al entregar al nuevo presbítero las ofrendas del pan y del vino, le dice: “Recibe la ofrenda del pueblo santo para presentarla a Dios. Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor”

Realmente cuando pensamos en la cruz no podemos evitar una primera reacción de repulsa. La cruz significa dolor, desprendimiento, desasimiento, abnegación y purificación interior. Y eso instintivamente nos cuesta y procuramos evitarlo. Además vivimos en un clima cultural que nos invita a huir del esfuerzo y a evitar todo tipo de sufrimiento. Sin embargo la cruz es también fuente de vida. La cruz de Cristo es amor. Y el amor, aunque exige sufrimiento y esfuerzo, siempre va unido a la alegría. No hay mayor fuente de alegría que el amor. Abrazar la cruz de Cristo, hasta dar la vida, nos introduce en el camino del amor de Cristo, que es camino de luz y de inmensa alegría. Una alegría que supera cualquier otra alegría humana. Una alegría que llena la vida. Una alegría que ha de ser el distintivo propio de un sacerdote que ama apisonadamente a Cristo y se entrega de corazón a sus hermanos.

Parece una contradicción unir sufrimiento y alegría, unir la cruz con el gozo. Y, sin embargo la experiencia nos dice que , cuando estamos unidos al Señor en el Misterio de su cruz, nuestra vida se llena de gozo y se convierte en fuente de gozo y redención para los demás. Se convierte en don y regalo para todos.

S. Juan de Ávila, en su obra Audi Filia, dirigiéndose a Jesús crucificado le dice: “Señor,¿de que se alegra tu corazón en el día de tus trabajos? ¿De que te alegras entre los azotes y clavos y deshonras y muerte?. Te lastiman, ciertamente (...) pero porque te lastiman más nuestras lástimas, quieres sufrir de muy buena gana las tuyas, porque con aquellos dolores nos quitas los nuestros (...) Y como el esposo desea el día de su desposorio para gozarse, tu deseas el día de tu pasión para sacarnos con tus penas de nuestros trabajos (...) Pudo más tu amor que la aversión de los sayones que te atormentaban (...) Por eso, aunque los tormentos te daban tristeza y dolor muy de verdad, tu amor se alegraba del bien que de allí nos venía” (Audi Filia. Cap. 69).

San Juan de Ávila nos dice que en la cruz, se produce un desposorio gozoso: el desposorio entre Cristo y su Iglesia.

¡ Ojalá todos los sacerdotes, especialmente cuando celebramos la Eucaristía, vivamos con Cristo este desposorio santo!¡Ójala todos los sacerdotes conformemos nuestras vidas con el Misterio de la Cruz del Señor, y encontremos siempre en ella la fuente de nuestras mayores alegrías.!

Queridos ordenandos, no tengáis miedo a la cruz. Cristo os llama a ser pastores que dan la vida. Y dando la vida, por la salvación del mundo, conformando vuestra vida con la cruz del Señor, encontraréis vuestra mayor felicidad.

Esta solicitud particular por la salvación de los demás, por el servicio de la verdad, por el amor y la santidad de todo el Pueblo de Dios y por la unidad espiritual de toda la Iglesia la realiza el sacerdote de muy diversas formas y con muy diversas actividades; pero en cualquier actividad que realice, por humilde e insignificante que parezca, aunque sea barrer la Iglesia, el sacerdote siempre es portador de la gracia de Jesucristo!, Sumo y Eterno Sacerdote y del carisma del Buen Pastor; el sacerdote hace presente a Dios entre los hombres, hace presente su misericordia. La vida del sacerdote debe hablar de Dios y conducir a Dios.

El Señor ha querido elegirnos, de entre muchos y ha querido enriquecernos a los sacerdotes con la fuerza del Espíritu Santo para que, con la entrega de la vida, por nuestra predicación, la Palabra del Evangelio dé fruto en el corazón de los hombres. El Señor se ha fijado en nosotros y nos envía (como diremos en la plegaria de consagración) para que el Pueblo de Dios se renueve en el bautismo con el baño del nuevo nacimiento y se alimente con el Pan de la vida, para que los pecadores sean reconciliados, los enfermos confortados, los pobres acogidos con caridad y todas las gentes, dispersas por el pecado, sean congregadas en Cristo formando un único Pueblo, que alcance su plenitud en el Reino de Dios.

Queridos hermanos: la vida sacerdotal está construida sobre la base del sacramento del Orden, que imprime en nuestra alma el signo de un carácter indeleble. Este signo marcado en lo más profundo de nuestro ser humano, tiene una “dinámica personal” y exige una determinada forma de vida. La personalidad sacerdotal debe ser para los demás una clara señal, a la vez que una indicación, de cual es nuestra misión. Y cuando esa personalidad sacerdotal, que es fruto del Espíritu Santo, se vive con integridad, nos quedamos sorprendidos al ver cómo es acogida por multitud de personas, no sólo cercanas, sino también lejanas a la Iglesia, que , en el fondo de su corazón buscan una luz que oriente sus pasos y necesitan ver en el sacerdote a un hombre que cree en Dios profundamente, que manifiesta con valentía su fe, que reza con fervor, que enseña con íntima convicción, que sirve con generosidad, que pone en practica en su vida el programa de las bienaventuranzas, que sabe amar desinteresadamente y que está cerca de todos y especialmente de los más necesitados.

Dentro de esta dinámica personal propia del sacerdote y de esta determinada forma de vida, el carisma del celibato sacerdotal tiene un profundo significado.

Jesucristo, después de haber presentado a los discípulos la cuestión de la renuncia al matrimonio por el Reino de los Cielos, añade: “el que pueda entender que entienda”(Mt. 19,12). Se trata de un carisma, de un don, al que son llamados pocos y que el mismo Señor reconoce que no todos son capaces de entender. Y ¿ por qué la Iglesia ha querido unir este don al ministerio de los sacerdotes? y ¿ por que lo defiende con tanto ahínco?. La Iglesia lo mantiene y lo defiende porque sabe que el celibato por el Reino de los cielos además de ser un signo escatológico, es decir, un signo que anuncia y anticipa la plenitud de los tiempos, cuando Dios lo sea todo en todos, es también un medio para que el sacerdote pueda vivir plenamente dedicado al servicio de la Iglesia y una expresión de su amor incondicional apasionado e indiviso a Jesucristo y a la Iglesia.

El sacerdote con su celibato, llega a ser “el hombre para los demás”. Y lo es de una forma distinta a como lo es uno que uniéndose conyugalmente a su mujer, llega a ser también , como esposo y como padre “hombre para los demás” especialmente en su vida familiar. También el casado viviendo santamente su vocación matrimonial puede ser y debe ser un “hombre para los demás”, pero lo es, siéndolo, en primer lugar, para su esposa, y junto con ella, para los hijos a los que da la vida.

El sacerdote, en cambio, renunciando a esta paternidad que es propia de los esposos, busca otra paternidad, y casi, podríamos decir, apoyándonos en las palabras de S. Pablo, otra maternidad. S. Pablo llega a decir a los cristianos de Corinto; “Ahora que estáis en Cristo tendréis mil tutores, pero padres no tenéis muchos; por medio del evangelio soy yo quien os ha engendrado en Cristo Jesús” (I Cor. 4,15). Y a los Gálatas les dice: “Hijos míos por quienes sufro dolores de parto hasta que Cristo se forme en  vosotros” (Gal. 4,19). Hoy, nuestro mundo vive una gran orfandad espiritual, especialmente los jóvenes. El sacerdote, haciendo presente a Cristo en la vida de los hombres esta llamado a llenar este vacío. Esta llamado a ser, como Abraham, padre en la fe de una multitud.

Aquellos cristianos a los que el apóstol ha evangelizado son hijos de su espíritu, hombres encomendados por el Buen Pastor a su solicitud. Y él se siente padre y madre de ellos. Estos hombres son mucho mas numerosos que los que pueda abarcar un simple familia humana. La vocación pastoral del sacerdote es grande, llega a muchas personas, por eso su corazón debe estar siempre disponible y libre para poderles servir, dándoles su vida.

Queridos hermanos este es un día en el que vamos a sentir sobre nosotros de una manera muy intensa y viva, la misericordia de Dios. Correspondamos a esta gracia divina, tanto los que vais a ser ordenados como todos los sacerdotes que os acompañamos, con un verdadero deseo de conversión y de santidad.

Los sacerdotes debemos convertirnos cada día. Si tenemos el deber de ayudar a los demás a convertirse, lo mismo debemos hacer continuamente en nuestra vida. Convertirse significa retornar, constantemente, a la gracia misma de nuestra vocación, meditar la inmensa bondad y el amor infinito de Cristo, que se ha dirigido a cada uno de nosotros, llamándonos por nuestro nombre, y diciéndonos personalmente a cada uno : “Sígueme”. Convertirse quiere decir dar cuenta en todo momento de nuestro servicio, de nuestro celo, de nuestra fidelidad, ante el Señor que nos ha amado hasta el extremo, para que seamos ministros de Cristo y administradores fieles de los misterios de Dios. (Cf. I Cor. 4,1). Convertirse significa también dar cuenta de nuestras negligencias y pecados, de la cobardía, de la falta de fe y esperanza, de pensar únicamente de modo “humano” y no “divino”. Convertirse quiere decir para nosotros buscar de nuevo el perdón y la fuerza de Dios en el sacramento de la Reconciliación y así volver a empezar siempre, avanzar cada día, crecer en ímpetu apostólico y dar alegremente nuestra vida al Señor. Convertirse quiere decir “orar en todo tiempo y no desfallecer” (Lc. 18,1; Jn.4,35)

Jesús, sacerdote eterno, guarda a tus sacerdotes bajo la protección de tu Sagrado Corazón, donde nada pueda mancillarlos; guarda inmaculadas sus manos ungidas que tocan cada día tu Sagrado Cuerpo; guarda inmaculados sus labios, diariamente teñidos con tu preciosa Sangre; guarda puros y despojados de todo afecto terrenal sus corazones, que Tu has sellado con las sublimes marcas del sacerdocio. Que tu santo amor los rodee y los preserve siempre del contagio del mundo. Bendice sus tareas apostólicas con abundante fruto, y haz que las almas confiadas a su celo y dirección sean su alegría aquí en la tierra y formen en el cielo su hermosa e inmarcesible corona.

¡ Santa María, Madre del Sumo y Eterno Sacerdote, Virgen del Pilar, en este veinte aniversario de la Diócesis que hoy celebramos, ruega por estos nuevos diáconos y presbíteros, ruega por todos los sacerdotes, ruega por los seminaristas, ruega por las futuras vocaciones, ruego por nosotros. Amen