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MISA CRISMAL - 2008

El Señor nos convoca, un año más, en esta solemne liturgia de la Misa Crismal para cantar las misericordias de Aquel que, como hemos escuchado en el libro del Apocalipsis, “nos amó, nos ha librado de nuestros pecados por su sangre, nos ha convertido en un reino y nos ha hecho sacerdotes de Dios, su Padre”.(Apoc.1,5-8).

En esta celebración, el obispo y sus presbíteros, unidos por el sacramento del orden, para cumplir el mandato del Señor de anunciar a todos los hombres el Evangelio de Cristo, bendeciremos el óleo de los enfermos “para que cuantos sean ungidos por él sientan en su cuerpo y en su alma la protección divina y experimenten alivio en sus enfermedades y dolores”; y bendeciremos el óleo de los catecúmenos “ para que aumente en ellos el conocimiento de las realidades divinas y la valentía en el combate de la fe”; y consagraremos el crisma para que los consagrados por esta unción “libres del pecado en que nacieron, y convertidos en templo de la presencia divina, exhalen el perfume de una vida santa”

Por medio de estos óleos la gracia divina se derramará sobre las almas dándoles luz, apoyo y fortaleza, nuestra Iglesia Diocesana se edificará en los sacramentos; y se derramará sobre todos nosotros la misericordia divina.

La liturgia de la Misa Crismal exalta de forma especial la dignidad que por el bautismo reciben los discípulos de Cristo; y manifiesta claramente la belleza de todo el Pueblo de Dios, como pueblo consagrado y reino de sacerdotes, enriquecido por Dios con una gran diversidad de dones, carismas y ministerios.

El pasaje evangélico que se acaba de proclamar nos recuerda que Jesucristo es el primero de los consagrados y el principio y la fuente de toda consagración. En Jesús se cumple plenamente lo que había anunciado el profeta Isaías: “El Espíritu del Señor está sobre mi, porque Él me ha ungido y me ha enviado para dar la Buena Noticia a los que sufren”. (Is.61.1-3). Nuestro Dios y Padre que, por la unción del Espíritu Santo ha constituido a su Hijo Jesucristo como Mesías y Señor, ha querido también hacer a todos los bautizados partícipes de esa misma unción para convertirnos en testigos fieles de la redención. (cf. Oración Misa Crismal). Todos los cristianos somos, por tanto, ungidos y consagrados en Cristo, para hacer presente en medio del mundo la infinita misericordia de Dios. Todos somos ungidos para que resplandezca en nosotros la claridad de Cristo y el evangelio sea anunciado a todos los hombres.

Y en este contexto litúrgico, celebrando la dignidad sacerdotal, profética y real de todo el Pueblo de Dios, la Iglesia ha querido, en este día reservar y prestar una especial atención al sacerdocio ministerial. Nuestro Señor Jesucristo “no sólo ha conferido el sacerdocio real a todo su Pueblo Santo, sino también, con amor de hermano, ha elegido a hombres de este Pueblo, para que, por la imposición de las manos, participen de su sagrada misión. Ellos renuevan en nombre de Cristo el sacrificio de la redención, preparan el banquete eucarístico, presiden en el amor al Pueblo Santo, lo alimentan con la Palabra divina y lo fortalecen con los sacramentos” (Cf Prefacio de Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote).

La celebración de hoy nos invita a los que hemos recibido el sacramento del Orden, no sólo a renovar los compromisos vinculados a la ordenación, sino también a reavivar los sentimientos que inspiraron nuestra entrega al Señor profundizando y gustando sin cesar aquel inolvidable momento en el que respondiendo a la llamada de la Iglesia decidimos seguir de cerca la Señor. Es verdad que nuestra primera y radical dignidad deriva del hecho de habernos convertido, junto con todos los bautizados, en discípulos del Señor. Pero el Señor ha querido enriquecernos también con un don peculiar que implica una especial configuración con Él y una responsabilidad que marca y orienta nuestra vida de forma radical. Hemos recibido el don y la tarea de haber sido puestos al servicio del Pueblo de Dios. Y esto repercute de forma definitiva en nuestro modo de ser , de vivir y de actuar. Hemos sido llamados a prestar un servicio a favor de los demás hombres y mujeres, en nombre de Dios, para hacer cercano y visible, en medio de ellos, a Jesucristo, Buen Pastor. Quien se acerque a nosotros, tiene que encontrarse, no con nosotros, sino con Cristo. Tienen que ver en nosotros al mismo Cristo que les acoge y da su vida por ellos.

Realizar esta misión, a la vez que es un extraordinario privilegio es también una grandísima responsabilidad. El bien espiritual de muchas personas está vinculado a nuestra santidad de vida y a nuestro ardor pastoral.

El día de nuestra ordenación sacerdotal, cuando después de escuchar nuestro nombre, nos levantamos con emoción diciendo: “adsum”, “presente”, “aquí estoy”, estábamos poniendo nuestra vida a disposición del Señor. Eso es lo que hoy queremos renovar. Hoy también queremos decir: “Señor, aquí estoy, como el día de mi ordenación, para que tu puedas disponer de mi, porque toda mi vida te pertenece. Aquí estoy Señor porque quiero y deseo con la ayuda de tu gracia que todos puedan ver en mi tu Rostro misericordioso, y en mis palabras, en mi vida y en mi amor, vean en mi al Buen Pastor; y todos, en mi persona, se sientan acogidos por ti y te sigan llenos de confianza. Señor, lléname de la luz de tu Espíritu Santo. Ilumina mi mente y mi corazón, como a los discípulos de Emaus, para que las pruebas y sufrimientos que tenga que pasar, nunca me alejen de ti, sino que me ayuden a comprender que sólo siguiéndote en el camino de la cruz descubriré la fecundidad del verdadero amor que nos salva.

Hoy tenemos que escuchar como dirigidas directamente a cada uno de nosotros las palabras de Pablo a su discípulo Timoteo: “Te recomiendo que reavives el carisma de Dios que está en ti por la imposición de mis manos. Porque no nos dio el Señor a nosotros un espíritu de timidez sino de fortaleza, de caridad y de templanza” (II Tim. 1,7). Y para reavivar ese carisma es bueno que en este día recordemos algunos aspectos de nuestra vida sacerdotal, que son esenciales para vivir nuestra vocación.

Es esencial, en primer lugar, recordar que es en el ejercicio de nuestro ministerio donde encontraremos la fuente principal de nuestra espiritualidad sacerdotal. Existe una íntima relación entre la vida espiritual del presbítero y el ejercicio de su ministerio. Y esta relación nos la confirma la experiencia misma de cada día. La predicación de la Palabra de Dios nos introduce en la meditación y en la contemplación de esa Palabra, convirtiéndola en alimento de nuestra vida y en la luz que va iluminando nuestras dudas y oscuridades; y el sacramento de la reconciliación nos hace comprender con humildad nuestro propio pecado y nos hace experimentar continuamente en nosotros y en nuestros hermanos la misericordia entrañable de nuestro Dios; y cuando escuchamos y acogemos a los niños, a los jóvenes o a los adultos, en las más diversas circunstancias, con corazón de pastor, el Señor nos hace descubrir la grandeza y la dignidad de todo ser humano y su sed insaciable de vida y de plenitud y su vocación de santidad; y cuando compartimos con las familias, el gozo del amor esponsal y la gratuidad generosa y sacrificada del amor de los padres a los hijos y la confianza de los hijos en el amor de sus padres, damos gracias a Dios por el don de la vida y sentimos la responsabilidad de cuidar con la gracia del Señor, que viene de los sacramentos, a todas las familias, para que ellas mismas sean las primeras en evangelizar el mundo de la familia, tan necesitado de luz.. Pero es especialmente en la Eucaristía, donde encontraremos, la principal fuente de nuestra vida espiritual y de nuestro trabajo pastoral. Porque al celebrar cada día la Eucaristía, participamos con Cristo en el misterio de la redención; y con Cristo, en el misterio de la cruz, entregamos nuestra vida a los hombres, y nos desvivimos por ellos; y toda nuestra entrega, muchas veces oscura, difícil y hasta dolorosa, adquiere todo su sentido luminoso en la cruz del Señor y se convierte en vida abundante para nuestros hermanos y en fortaleza y consuelo para nosotros. En el ejercicio del ministerio sacerdotal, el sacerdote va comprendiendo que la relación con Cristo ha de llenar todo su ser: su mente, sus sentimientos, sus sacrificios, sus alegrías. Todo en la vida del sacerdote ha de llenarse de su relación con Aquel que dio su vida por nosotros y ahora nos elige y nos envía para que su vida divina llegue a todos los hombres.

Un segundo aspecto, esencial para vivir nuestra vocación es caer en la cuenta de que el ejercicio de nuestro ministerio no lo realizamos asilados, en solitario, de una manera individual. Nuestro ministerio lo realizamos en el seno de una fraternidad presbiteral. No somos sólo presbíteros, sino co-presbíteros. Aprendemos a ser presbíteros en el ejercicio del propio ministerio, pero también en la comunión del presbiterio. La fraternidad sacerdotal es una exigencia de la caridad pastoral. El sacerdote que se aísla no sólo se hace daño a sí mismo, sino también hace daño a toda la Iglesia y hace daño a la comunidad cristiana que se le ha confiado. El sacerdote que se aísla está privando a su comunidad cristiana de la riqueza que supone la vida diocesana. Y no basta sólo una comunión en el deseo o una comunión genérica y abstracta. La comunión ha de vivirse en lo concreto. Hemos de cuidar entre nosotros el conocimiento y la ayuda mutua, para enriquecernos espiritualmente y pastoralmente, especialmente en los arciprestazgos, escuchándonos unos a otros, secundando las iniciativas diocesanas, y viendo en la diversidad de los distintos modos de existencia sacerdotal una oportunidad para ahondar en la llamada que el Señor nos hace y para atender las realidades cada vez más complejas que aparecen en nuestro mundo.

Y finalmente, la celebración de hoy nos urge a orientar la mirada hacia la misión. Jesús se compadecía ante las multitudes hambrientas. Y nosotros no podemos permanecer insensibles ante un mundo que se aleja de Dios. La mayor pobreza del hombre es no conocer a Cristo. Y nosotros , que hemos conocido a Cristo, hemos de sentir de forma muy viva la urgencia de la misión: que toda nuestra vida, nuestro tiempo, nuestras amistades, nuestra forma de vivir, nuestras inquietudes intelectuales, que todo en nosotros esté orientado a la misión. Pero no con una actitud recelosa, a la defensiva, como en retirada, echándonos las culpas unos a otros; sino, llenos de esperanza, con la seguridad y la confianza que nos da la certeza de que aquel que se encuentra con Cristo es más feliz. Con la seguridad de que quien sigue a Cristo descubre que, caminando con Él, su modo de vivir, su familia y su trabajo es más humano y mas conforme con lo que el ser humano necesita y desea. Dios que conoce y ama al hombre, porque lo ha creado, sabe lo que le conviene. Y por eso el hombre sólo encontrará en Dios lo que su corazón desea.

Renovando hoy nuestras promesas sacerdotales y unidos a todo el pueblo de Dios, pidamos al Señor su gracia para que la luz del evangelio, entre por medio de los cristianos, en todas las realidades humanas, en la cultura, en la ciencia, en la economía, en el arte. Que la luz de Cristo, cuyo misterio pascual nos disponemos a celebrar, entre en el corazón del mundo para surja una verdadera cultura de la vida, en la que el hombre, dejando entrar en su vida la gracia redentora de Cristo, viva reconciliado consigo mismo, con la creación y con Dios.

Que la Virgen María, Madre de la Iglesia, sea siempre el faro luminoso que nos guíe hacia Cristo. Que Ella, que fue la primera redimida, antes de su concepción, interceda por nosotros, para que cada uno, en el estado de vida al que haya sido llamado, sea fiel a su misión. Que la Virgen María nos cuide con amor maternal y haga que la Iglesia sea un hogar donde todos se sientan reconocidos y queridos. Amen