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Homilía de D. Joaquín María López de Andújar, Obispo de Getafe, con motivo de la PROFESIÓN DE SOR MARÍA MAGDALENA (Valdemoro - 20 de Enero de 2008)

Demos gracias a Dios en este día por haber llamado a nuestra hermana Sor María Magdalena de Jesús Eucaristía, a vivir en íntima comunión con Él, haciendo de su vida un himno de alabanza a Dios y un “signo de la unión exclusiva de la Iglesia-Esposa con su Señor” (Vita Consecrata n. 59).

Juan Pablo II nos dice en su Exhortación Apostólica “Vita Consecrata”: “La vida de las monjas de clausura, ocupadas principalmente en la oración, la ascesis y el progreso ferviente de la vida espiritual, no es otra cosa que un viaje a la Jerusalén celestial y una anticipación de los últimos tiempos cuando la Iglesia entera viva completamente abismada y absorta en la posesión y contemplación de Dios” (n. 59). Una vida abismada y absorta en la contemplación de Dios: esa es la vocación última a lo que todos estamos llamados, ahí encontraremos la felicidad definitiva. Pero esa vocación última, con frecuencia se nos olvida. Y nuestra vida se ve dividida, dispersa y atraída por muchos intereses. Por eso podemos decir que las comunidades de vida contemplativa son un gran don para la Iglesia y para la humanidad. Podemos decir, con toda verdad, que las comunidades de clausura puestas como ciudades en el monte y como luces en el candelero prefiguran visiblemente la meta hacia la cual camina toda la Iglesia y nos recuerdan constantemente, a los que vivimos en medio de las actividades y responsabilidades de la vida ordinaria, que nuestra meta es el cielo, que somos ciudadanos del cielo, que, como decía Jesús a los apóstoles “nuestros nombres están inscritos en el cielo” (Lc 10,20) y que, por tanto, nuestro destino último es alcanzar la plenitud del amor divino, en el Misterio inefable de la Santísima Trinidad. Y todo lo demás sólo vale si nos ayuda a alcanzar esta meta definitiva.

En la oración de consagración pediremos especialmente por Sor María Magdalena para que, cumpliendo esta maravillosa misión “sea siempre fiel a Jesucristo, su único Esposo, ame a la Madre Iglesia con una caridad activa y sirva a todos los hombres con amor sobrenatural, siendo para ellos testimonio de los bienes futuros y de la esperanza bienaventurada”.

La historia de la vocación de Sor María Magdalena es, como toda vocación cristiana, una vocación de amor. Pero en ella, esta vocación de amor, por una gracia especial del Señor tiene un carácter muy especial y muy excepcional; y, por tanto, muy difícil de entender para mentalidades sumergidas en una cultura que sólo valora lo que podemos palpar con los sentidos y tocar con nuestras manos. Para entender la vocación de Sor María Magdalena hay que entrar en el camino de la fe. Y, por este camino, descubrir que si somos criaturas de Dios, si Dios está en el origen de nuestro ser y Dios es nuestro último fin, si Dios es la fuente del amor y de la vida, cuanto más directa y más prolongada y más íntima sea nuestra relación con Él, mayor será nuestra felicidad y más fecunda será nuestra vida.

El profeta Oseas, tal como hemos escuchado en la primera lectura, describe bellamente esta íntima relación con Dios, como una relación esponsal de mutua donación y de mutua entrega. El alma enamorada que busca a Dios es como la esposa que busca el amor del esposo y sólo en él, en la intimidad con él, lejos de otros intereses y afanes, encuentra su reposo y su felicidad: “Esto dice el Señor: yo la cortejaré y me la llevaré al desierto y le hablaré al corazón (...) Aquel día –oráculo del Señor – me llamará “esposo mío”, no me llamará “ídolo mío”. Me casaré contigo en matrimonio perpetuo, me casaré contigo en derecho y justicia, en misericordia y compasión, me casaré contigo en felicidad y te penetrarás del Señor” (Os 2,14-16).

Sólo una gracia especial de Dios, como la que ha recibido Sor María Magdalena, puede hacer posible este deseo íntimo de unión exclusiva con Dios, renunciando a muchos bienes terrenales y a muchos amores humanos, y entrando en un camino de renuncia y soledad en la vida escondida del claustro. Sólo un amor muy grande, un amor y un gozo que supera todos los amores y gozos de este mundo, puede explicar unas renuncias tan grandes. Es un amor que llena de dicha y que queda marcado de forma indeleble en el corazón.

“Dichoso aquel -decía Santa Clara a Inés de Praga– a quien le es dado alimentarse en el banquete sagrado y unirse en lo más íntimo del corazón a Aquel cuya belleza admiran sin cesar las multitudes celestiales: cuyo afecto produce afecto, cuya contemplación da nueva fuerza, cuya benignidad sacia, cuya suavidad llena el alma, cuyo recuerdo ilumina suavemente (...) Él es el espejo que debes mirar cada día ¡oh reina, esposa de Jesucristo! Y observar en Él reflejada tu faz (...) en ese espejo brilla la dichosa pobreza, la santa humildad y la inefable caridad”.

Ciertamente cuando uno se siente tocado por esta gracia divina no hay fuerza humana que pueda contenerle. Eso es lo que le sucedió a Santa Clara cuando, a los dieciocho años, en aquella noche memorable del domingo de Ramos del año 1212 huye de su casa, donde le esperaba un porvenir muy brillante, y se lanza sin titubeos a una aventura, para los ojos del mundo descabellada. El descubrimiento del evangelio, predicado por Francisco de Asís, como una perla preciosa, cautiva su corazón y llena su vida de una inmensa luz; y, a partir de aquel momento, toda su existencia queda sumergida en el Corazón de Cristo, pobre y crucificado, viendo cómo esa unión con el Señor la transforma: “Coloca tus ojos - escribe también a Inés de Praga – ante el espejo de la eternidad, coloca tu alma en el esplendor de la gloria, coloca tu corazón en Aquel que es figura de la sustancia divina y transfórmate totalmente, por medio de la contemplación, en la imagen de su divinidad. Entonces también tú experimentarás lo que está reservado únicamente a sus amigos y gustarás la dulzura secreta que Dios ha reservado, desde el inicio, a los que ama. Sin conceder siquiera una mirada a las seducciones que en este mundo falaz y agitado tienden lazos a los ciegos para atraer hacia ellas su corazón, con todo tu ser ama a Aquel que por tu amor se entregó” (Cartas III 12-15 FF 2888-2889).

Hoy se cumple, Sor María Magdalena, lo que hemos cantado en el salmo 44. El Señor se ha fijado en ti y te llama para estar siempre con Él y vivir sólo para Él y gozar y sufrir siempre en Él. Y te pide que respondas a su llamada con un “sí” confiado y gozoso como el “sí” de la Virgen María en la Anunciación. Hoy el Señor te dice con las palabras del salmo: “Escucha hija, mira: inclina el oído, olvida tu pueblo y la casa paterna, prendado está el rey de tu belleza, póstrate ante Él, que Él es tu Señor”.

Sí, Sor María Magdalena, no tengas ningún temor, póstrate ante Él, que Él es tu Señor y Él nunca te va a defraudar. Ofrécele a Dios tu vida, como sacrificio de alabanza y verás cómo tu vida se convertirá en faro luminoso para la Iglesia y para la humanidad entera, verás cómo el ejemplo de tu vida, con la ayuda del Señor, moverá al Pueblo de Dios a dar frutos de santidad y a crecer en fecundidad apostólica. Y así, llena de Dios, verás cómo tu capacidad de amor irá aumentando de día en día: amor de esposa, amor de hermana y amor de madre.

Con tu amor de esposa te sentirás cada día más atraída y seducida por Jesucristo, tu Esposo y, en los momentos de oscuridad, te agarrarás a su cruz, participando con Él misteriosamente en la redención del mundo.

Con tu amor de hermana vivirás con tu comunidad el gozo de la fraternidad y te sentirás feliz viviendo con tus hermanas la alegría del evangelio y compartiendo con ellas la oración y la formación y la pobreza y el trabajo ¡toda la vida!

Y, con tu amor de madre, como virgen fecunda, igual que María, entregarás tu vida para que otros tengan vida y esperanza y, junto con tus hermanas, harás de este monasterio un lugar de oración y una casa de acogida para todas aquellas personas, especialmente jóvenes, que buscan una vida sencilla y transparente, que les hable de Dios. Decía Benedicto XVI: “Cuanto más profundamente sumergida esté una época en la noche del sufrimiento, de la desesperanza y del “sin sentido”, tanto más se necesitan almas que estén íntimamente unidas a Jesucristo y que nos hagan comprender que Cristo no quita nada de lo que hay de hermoso y grande en nuestra vida, sino que lo lleva todo a su perfección” (XX Jornada Mundial de la Juventud, Colonia, 18.VIII.2005).

Esta es tu vocación Sor María Magdalena ¡ que hermosa vocación! Vocación de amor, en la intimidad con Dios y en el corazón de la Iglesia: amor de esposa, amor de hermana, amor de madre. Que el Señor te llene siempre de sus bendiciones y te haga sentir el gozo de su presencia.

Y Que la Virgen María sea el ejemplo permanente de la entrega plena a la voluntad divina. En el Evangelio que ha sido proclamado la hemos visto a los pies de su Hijo crucificado pronunciando un segundo “Fiat”, un segundo “hágase”, como el de la anunciación: “Jesús, al ver a su madre y al discípulo que tanto quería, dijo a su madre: ahí tienes a tu hijo; luego dijo a su Hijo: ahí tienes a tu madre. Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa” (Jn 19,26-27). A partir de ese momento la Madre del Redentor, empieza también a ser la Madre de los redimidos.

A ella le encomendamos, en este día de su profesión solemne, a Sor María Magdalena y a esta Comunidad de Hermanas Clarisas de Valdemoro tan querida en nuestra Diócesis:

Virgen María, tú que siempre has hecho la voluntad del Padre, tú que has vivido con docilidad la obediencia, has sido intrépida en la pobreza y acogedora en la virginidad fecunda, alcanza de tu Divino Hijo, que esta hermana nuestra que ha recibido el don de seguirlo en la vida contemplativa, sepa testimoniarlo con una vida transformada, caminando gozosamente, junto con las hermanas de su comunidad hacia la patria celestial y la luz que no tiene ocaso (cf. VC 112). Amén.