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FUNERAL POR SANTIAGO DURÁN

Sab.4,7-15 (III) – Lc.24,13-35 (X)

Hace unos días la Iglesia nos proponía para nuestra meditación en el Oficio de Lecturas unas palabras de S. Ireneo que en este momento nos llenan de luz y nos ayudan a ver desde la fe el sentido de la vida y de la muerte de alguien, como Santi, cuya existencia ha estado siempre, desde su bautismo, íntimamente unida a Jesucristo.

“Del mismo modo que el esqueje de la vid, depositado en la tierra fructifica a su tiempo, y el grano de trigo, que cae en tierra y muere se multiplica pujante por la eficacia del Espíritu de Dios, que sostiene todas las cosas, y así estas criaturas trabajadas con destreza se ponen al servicio del hombre, y después, cuando sobre ellas se pronuncia la Palabra de Dios se convierten en la Eucaristía; es decir en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, de la misma forma nuestros cuerpos nutridos con esta Eucaristía y depositados en tierra y desintegrados en ella, resucitarán a su tiempo cuando la Palabra de Dios les otorgue de nuevo la vida para la gloria de Dios Padre. Él es quien envuelve a los mortales con su inmortalidad y otorga gratuitamente la incorrupción a lo corruptible, porque la fuerza de Dios se realiza en la debilidad” (Jueves de la 3ª semana de Pascua)

El cuerpo de Santí que se nutrió de la Eucaristía está envuelto en la inmortalidad de Dios y resucitará a su tiempo cuando la Palabra de Dios le otorgue de nuevo la vida para la gloria de Dios Padre. Esta es la fe que profesamos y proclamamos. Esta es la fe que Santi recibió de sus padres y que él mismo predicó: Cristo ha resucitado, como primicia de una nueva creación. “Si creemos - dice el apóstol S. Pablo - que Jesús ha muerto y ha resucitado, del mismo modo a los que han muerto en Jesús Dios los llevará con Él” (I Tes. 4,12-17) “Es doctrina segura: si morimos con Él, viviremos con Él. Si perseveramos con Él reinaremos con Él” (II Tim.2,8-13).”Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con Él; pues sabemos que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos ya no muere más; la muerte ya no tiene dominio sobre Él (...) Lo mismo vosotros consideraos muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús” (Rom. 6,8-11). Esta fe colmó de felicidad la vida de Santi, dio sentido pleno a sus sacerdocio y le hizo profesar siempre un profundo amor a la Iglesia, lleno de confianza en sus pastores y de disponibilidad para lo que estos le pidieran. Esta fe de Santi en Cristo resucitado ha sido un fe muy fecunda y ha hecho posible que muchos de los que ahora estáis aquí os sintierais, gracias a su palabra y a su ejemplo, mas cerca del Señor. Esta fe, enriquecida con la gracia del sacerdocio, convirtió la vida de Santi en instrumento de la misericordia divina para predicar con entusiasmo y
 convicción la Palabra de Dios, para distribuir en el sacramento de la reconciliación el perdón de los pecados, para animar a muchos en la fe y para ofrecerse con Cristo al Padre, para la redención del mundo, en la Eucaristía, celebrada todos los días, hasta prácticamente el final de su vida. Esta fe en el Dios de la Vida que hoy profesamos y proclamamos con esperanza es la que hizo de Santi un hombre lleno de vida, que amaba la vida, que transmitía vida, y que animaba a todos con su ejemplo a salir de la tristeza para entrar con Cristo en el reino de la vida que no tiene fin. Podemos decir que en él se ha cumplido la promesa del Señor: “Yo he venido para que tengan vida y una vida en abundancia”. Esta vida de Cristo le lleno de fortaleza en el sufrimiento y le purificó en su dura enfermedad y esta vida de Cristo es la que ahora llena también de fortaleza a sus padres. Vuestro hijo, queridos Chicho y Montaña, ha sido un regalo de Dios para vosotros y para la Iglesia; y, ahora el Señor en su designio misterioso de amor lo quiere para sí. Las palabras del libro de la Sabiduría, que hemos escuchado nos aproximan a ese misterio divino que nunca seremos capaces de comprender plenamente hasta que lleguemos un día a su presencia: “Vejez venerable no son los muchos días, ni se mide por el número de los años; que las canas del hombre son la prudencia, la edad avanzada un vida sin tacha. Agradó a Dios y Dios lo amó, vivía entre los pecadores, y Dios se lo llevó; la arrebató para que la malicia no pervirtiera su conciencia, para que la perfidia no sedujera su alma” (Sa. 4,7-15). Estas palabras del Libro de la Sabiduría nos invitan a ir más allá de lo que nuestros sentimientos y nuestra mente nos puedan decir. Y nos afianzan en la certeza de que la vida de Santi esta en los brazos amorosos de Dios.

Sin embargo, a pesar de todo lo que nuestra fe nos proclama, somos débiles y frágiles y no podemos evitar nuestro desconsuelo. Nos cuesta mucho aceptar el escándalo de una muerte prematura y no terminamos de comprender la eficacia redentora del sufrimiento y del dolor. Quisiéramos una realidad hecha a la medida de nuestros deseos siempre cortos y siempre limitados. Nos movemos en un mundo de valores que solo se queda en las apariencias y cierra los ojos todo lo que no pueda ser sometido al dominio de nuestros sentidos y nuestros gustos. Por eso necesitamos que el Señor salga hoy, de nuevo a nuestro encuentro, como salió al encuentro de los discípulos de Emaus para ayudarnos comprender el misterio de la cruz y para que caigamos en la cuenta de que sólo alcanzaremos la vida verdadera sumergiéndonos con Cristo en el misterio de su muerte, que es muerte al pecado y muerte a una vida sin sacrificio y sin amor. Necesitamos volver a escuchar, como aquellos discípulos entristecidos de Emaus, las palabras del Señor: “¡Qué necios y torpes sois para creer lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto para entrar en su gloria?” (Lc.24,13-35). El Mesías padeció por amor. Hablar de la cruz es hablar del amor infinito de Dios que entregó a su Único Hijo Jesucristo para liberar al hombre del abismo del pecado y abrirle las puertas de la vida. El Mesías padeció para que la humanidad destruida por el pecado, recuperara con Él la vida y entrara con Él en la gloria. Cristo murió en la cruz para que, destruido el pecado, el hombre recuperará su auténtica dignidad de hijo de Dios. La cruz es un misterio de amor. Y la fe nos dice, y hoy nos lo recuerda el Señor en esa Palabra dirigida a los de Emaús, que abrazando en nuestras vidas el misterio de la cruz nuestro corazón se une al corazón Cristo para amar como Cristo amó y para participar con Él en la
obra de su redención.

No podemos entender por qué el Señor ha llamado a Santi en una edad tan temprana, pero sí sabemos que su vida ha sido muy fecunda porque ha estado marcada y configurada por la cruz del Señor: en su bautismo, en su sacerdocio, en su vida entregada a los demás, en su entusiasmo apostólico, en su enfermedad y en su muerte. No podemos entender el misterio del dolor, pero si podemos ver con nuestros ojos los frutos de ese dolor vivido con Cristo en la cruz. Y sabemos que esos frutos del sacerdocio de Santi continuarán en aquellos que atraídos por su ejemplo sientan la llamada del Señor al sacerdocio o a la vida consagrada. Y la fecundidad de su sacerdocio la estamos viendo en todos los que gracias a su ministerio sacerdotal han conocido al Señor y sienten en este momento con fuerza la llamada a la santidad en su vida matrimonial, en su trabajo, en su oración y en su apostolado.

El relato de Emaus alcanza su momento de mayor intensidad en la “fracción del pan”, en la Eucaristía: “Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron”. Dentro de un momento nosotros vamos a repetir el mismo gesto del Señor. Y el Señor nos va acompañar y vamos a unirnos a Él en la entrega de su vida al Padre. Vamos a vivir nuevamente su entrega por amor en la cruz y su resurrección gloriosa.

Que nuestra vida, unida a la del Señor, se convierta también, como la de Santi, en ofrenda generosa de amor a Dios Padre y a nuestros hermanos. Que el Señor nos abra los ojos para descubrir que la vida y la muerte sólo tienen sentido si la vivimos unidos al Señor. Que comprendamos que sólo será fecunda nuestra vida si es el Espíritu del Señor quien la sostiene. Que el Señor nos ilumine en este día para entender, como el apóstol S. Pablo, que “ninguno de nosotros vive para sí mismo y ninguno muere para sí mismo: si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor; en la vida y en la muerte somos del Señor” (Rom.14,7-9). Este es el sentido auténtico ý último de toda vida humana: ser del Señor, vivir en el Señor, amar, gozar y sufrir en el Señor; ser en el Señor criaturas nuevas, y fermento de una humanidad redimida por el amor de Cristo. Un amor de Cristo que hemos visto y palpado y del que queremos ser verdaderos
 testigos. Realmente podemos decir con S. Juan :“Nosotros hemos conocido el amor de Dios y hemos creído en él. Porque Dios es Amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él”. Y esa permanencia en el amor de Dios, que supera las barreras de la muerte y que nos ha sido alcanzada por la muerte y la resurrección de Cristo y por el don su Espíritu es lo que nos da la seguridad de la vida futura, nos hace contemplar con esperanza la vida presente, hace que todo en nuestra vida, hasta lo más insignificante, adquiera sentido y nos da la confianza para decir que nuestro querido Santí, que siempre ha permanecido en el amor de Dios, permanece ahora y seguirá permaneciendo siempre en ese amor
divino, en el que siempre creyó, esperando el día de nuestra feliz resurrección: esperando el día de los cielos nuevos y la tierra nueva. Ese día en el que Dios enjugará las lágrimas de nuestros ojos y ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto ni dolor, el día en el que Dios lo será todo para todos. (Cf Apoc. 1,7)

La Virgen María que acompaño siempre la vida de Santi le acompañará ahora también con su amor maternal y le llevará junto a su Hijo Jesucristo para recibir de Él la recompensa por su fidelidad.

Que Ella nos acompañe también hoy a nosotros y nos llene de su consuelo. Que ella nos haga fuertes en la esperanza; y haga posible que nuestras vidas permanezcan siempre en el amor divino y sean en nuestra Iglesia diocesana de Getafe vidas luminosas que muestren a los hombres la Bondad infinita de nuestro Dios. Amén