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DOMINGO DE RESURRECCIÓN – 2007

Nos unimos al gozo de toda la Iglesia al celebrar en este día la Resurrección del Señor. Es la fiesta más grande del año. Lo que hoy celebramos es el acontecimiento más esperado y esencial de la historia. Dios se compadece de la situación equivocada en que viven los hombres y, por su Hijo Jesucristo, decide intervenir en la historia humana tan llena de tinieblas y sombras de muerte para reorientarla y guiarla a su verdadero destino u vocación. Y el destino y vocación de los hombres no puede ser otro que el de llegar a ser en plenitud hijos de Dios. Cristo asume la condición humana: vive y sufre con los hombres compartiendo con ellos su debilidad; y llevando hasta el extremo su amor, es despojado de todo y muriendo por nosotros en una cruz. Pero al tercer día resucita y su resurrección ilumina y da sentido a todo lo anterior. Y este hecho portentoso es el hoy la Iglesia celebra llena de júbilo. ¡Cristo ha resucitado!. Y esto es lo que anunciamos y proclamamos a todos los hombres. Y no lo hacemos como meros cronistas. Lo hacemos como testigos. Cuando celebramos la resurrección del Señor nos introducimos en ese acontecimiento y ofrecemos a todos la posibilidad de hacerlo.

Así fue como lo hicieron los apóstoles. La primera lectura de hoy recoge el testimonio de Pedro. Él ha vivido con Jesús y sabe todo lo que ha sucedido. Sabe cómo Jesús de Nazaret, ungido por la fuerza del Espíritu Santo pasó por el mundo haciendo el bien. Y sabe cómo lo mataron colgándolo de un madero. Y sabe, sobre todo, cómo Dios lo resucitó al tercer día y se lo hizo ver encargándoles anunciar todo lo que habían visto y oído. En el discurso que acabamos de escuchar Pedro interpreta la vida de Jesús a la luz de la Resurrección. Aquella, su primera manifestación como Mesías en el Jordán (Lc. 3,22), en la que Jesús fue ungido por el Espíritu Santo fue como un anuncio profético de la unción gloriosa de la Resurrección. Jesús, en la Resurrección, ungido por el Espíritu Santo queda definitivamente y públicamente constituido como Mesías(ungido)-Señor. El Mesías-Redentor queda constituido por su resurrección gloriosa en Mesías-Señor. Así lo proclama S. Pablo en su carta a los romanos: “El Hijo de Dios nacido de David, según la carne, a raíz de la Resurrección, fue constituido Hijo de Dios en poder según el Espíritu” (Rom. 1,4).

A partir de la Resurrección Jesús sigue vivo y presente en medio de nosotros pero de un modo nuevo. Él es el Señor (Hch 2,6), el Jefe y Salvador de vivos y muertos (Hch.5,31), el Señor de la Gloria, el Hijo de Dios con poder (Filp. 211), el Espíritu Vivificante (1 Cor. 15,45). Y Él con su poder, que es poder misericordioso, nos invita a la conversión y nos propone vivir con el , por el don de su Espíritu Santo una vida nueva Nos propone resucitar con Él para vivir nuestra vida cotidiana, con sus trabajos, sus sinsabores y sus pequeñas o grandes alegrías de cada día participando ya , con Él, de la vida eterna. “Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios” (Col.3 1-4). La Resurrección de Cristo es para todos una llamada apremiante a la conversión.

Vemos como S. Pablo, a la luz de la Resurrección de Cristo ilumina la esencia y las exigencias de la vida cristiana. Es una vida en Cristo que comienza en el bautismo. El bautismo es un morir y resucitar con Cristo: es un morir a la vida oscura y sombría del pecado y de las seducciones del maligno, para renacer a una vida según la luz de Cristo. En los primeros siglos de la Iglesia el bautismo se hacía por inmersión. El que iba a ser bautizado descendía a la piscina bautismal, renunciando a su vida de pecado, se sumergía en el agua bautismal, símbolo del mar rojo, que destruyó al faraón y a su ejército, símbolo de la sepultura de Cristo y después emergía, salía del agua, como un hombre nuevo, liberado ya de la muerte del pecado, salvado de la esclavitud como fue salvado el pueblo de Israel en el mar Rojo y hecho partícipe de la Resurrección gloriosa de Cristo y de su Espíritu Santo, para vivir, a partir de aquel momento como una criatura nueva limpia de toda mancha de pecado. Por eso, después del bautismo se les imponía los neófitos una vestidura blanca, significando con ello que quedaban revestidos de Cristo. En el bautismo se hacían uno con Cristo y con su Cuerpo que es la Iglesia. Su vida empezaba a ser transparencia de Cristo.”Sois ya criaturas nuevas y os habéis revestido de Cristo. Recibe la vestidura blanca que has de llevar sin mancha hasta la vida eterna”. (cf. Ritual del bautismo).

El bautismo con sus ritos de inmersión y emersión significan nuestro morir con Cristo al pecado y nuestro resucitar con Cristo a la nueva vida de la gracia. El hombre viejo, la “herencia de Adán”, que podemos ver en muchos actitudes, comportamientos y valores de nuestro entorno cultural, que desprecian, la vida, la familia y la libertad y la dignidad del ser humano, esa herencia del pecado, todavía en vigor en muchos ambientes y que nos sigue influyendo y tentando, ha de quedar sepultada en las aguas bautismales. Y , sepultada esa herencia que nos destruye, hemos de renacer a la vida de la gracia Por eso en este día, si no lo hemos hecho ya en la Vigilia Pascual es muy importante hacer la renovación nuestros compromisos bautismales. Compromisos que suponen afianzar la vocación a la que Dios nos ha llamado: como sacerdotes, como consagrados, como esposos, o como padres, siendo conscientes de que el Señor nos llamada a
la plenitud de la vida cristiana que es la santidad.

El bautismo debe marcar con su sello todo el ser y todo el vivir del cristiano. El bautismo nos tiene que ayudar a reconocer que nuestro verdadero tesoro no son los bienes caducos y efímeros de este mundo, sino los bienes que Cristo nos ha alcanzado con su muerte y resurrección. El bautismo nos tiene que hace comprender que, en realidad, nuestra verdadero tesoro es Cristo. Y quien tiene a Cristo lo tiene todo.

El evangelio nos muestra a Pedro y a Juan caminando hacia el sepulcro. Y su sorpresa al verlo vacío. Y nos muestra también su fe reconociendo en este hecho la resurrección del Señor. A partir de ese momento empiezan a comprender todo lo que el Señor les había dicho mientras estaba con ellos. En ese momento entendieron sus promesas y entendieron también el misterio de la cruz. Comprendieron que Jesús es la Vida. Comprendieron que con su muerte en la cruz, la muerte y el pecado han sido vencidos. El sepulcro vació fue para ellos el testimonio de la victoria del resucitado.

Todo ocurrió el primer día de la semana. Por eso el domingo para el cristiano no es un día cualquiera. El domingo es el día de la victoria de Cristo sobre la muerte y el día también de nuestra victoria. Es el día de la nueva ceración, un día de descanso, un día de familia, un día en el que la celebración de la Eucaristía sea su centro, su luz y su esperanza. En la Eucaristía, la Iglesia peregrina conmemora la redención, la actualiza y se prepara para el retorno glorioso del Señor.

Pedro y Juan “ven y creen”: el sepulcro vacío les abre los ojos para entender lo que tantas veces les había profetizado Jesús, de que al tercer día resucitaría. Luego en las apariciones les hará ver cómo las profecías mesiánicas hablaban de un Mesías Redentor que moriría por nuestro rescate y resucitaría para nuestra justificación; el Mesías que a través de la muerte es nuestra vida, nuestro nuevo Adán, nuestro Espíritu Vivificante.

Que la celebración de la Pascua afiance en nosotros nuestra viocaión de apóstoles y de testigos. La esencia de la evangelización es el testimonio. La Iglesia en su conjunto y cada uno de nosotros, según su vocación, tiene la misión de mostrar la eficacia redentora de la Resurrección de Cristo. Así lo ha ido haciendo a lo largo de su historia en la fortaleza de sus mártires, en la vida fiel de sus innumerables confesores, en la integridad de vida y la heroicidad de muchos jóvenes, en la sabiduría de sus doctores, en el cuidado paternal de sus pastores, en la abnegación de una multitud de padres y madres, en la generosidad de los que entregan su vida sirviendo a los enfermos y a los pobres.

Ojalá nosotros nos unamos, con María nuestra Madre, a esa nube de testigos para que, por nuestro testimonio, el mundo acoja el don del Resurrección de Cristo y viviendo con Él una vida transformado por el amor encuentre el camino de la verdadera felicidad.