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JUEVES SANTO - 2007

Nos reunimos en esta tarde del Jueves Santo para celebrar el solemne memorial de la Cena del Señor. Hoy es el día en que recordamos la institución de la Eucaristía, manantial inagotable de amor divino. La Eucaristía es el sacramento admirable que constituye a la Iglesia en su realidad más auténtica, como sacramento de caridad y salvación. No hay Eucaristía sin Iglesia y no hay Iglesia sin Eucaristía.

En la Eucaristía la Iglesia anuncia, da gracias al Padre y vive el misterio de la redención. En la Eucaristía la Iglesia entera se siente reconfortada y cada cristiano afianza en su corazón su vocación de amor y santidad.

La celebración de hoy nos lo recuerda con elocuencia La primera lectura del libro del Éxodo evoca el momento de la historia del pueblo de la Antigua Alianza en el que con más claridad se prefigura el misterio de la Eucaristía. Es el momento de la institución de la Pascua. El pueblo debía ser liberado de la esclavitud de Egipto, debía dejar la tierra de la esclavitud; y el precio de este rescate era la sangre del cordero. Aquel cordero de la Antigua Alianza ha encontrado plenitud de significado en la Nueva Alianza. Tal como lo indicó Juan el Bautista cuando el Señor se acercó al Jordán para recibir el bautismo, Jesús es el cordero de Dios que quita el pecado del mundo

“Jesús inserta su novedad radical dentro de la antigua cena sacrificial judía (...) El antiguo rito ya se ha cumplido y ha sido superado definitivamente por el don de amor del Hijo de Dios encarnado (S.Car. 11).

Jesús nos introduce así, mediante este sacramento, según hemos escuchado hace un momento en el evangelista S. Juan, en su “hora”, en la “hora” en que “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo los amó hasta el extremo”, la “hora”, del amor supremo, la “hora “ de su sacrificio redentor. La Eucaristía nos adentra en el sacrificio de Cristo y hace posible nuestra participación en ese sacrificio, convirtiendo también nuestras vidas en un don para los demás. Cuando recibimos la Eucaristía, nos dice el Papa “nos implicamos en la dinámica de su entrega”. Él nos atrae hacia sí. La conversión sustancial del pan y del vino en su cuerpo y en su sangre introduce en la creación el principio de un cambio radical en lo más íntimo del ser (...) un cambio destinado a suscitar un proceso de transformación de la realidad, cuyo término último será la transfiguración del mundo entero, el momento en que Dios será todo para todos (cf. 1 Cor 15,28)” (S. Car.11).

Esta dinámica de entrega, este cambio de valores, esta transformación radical del comportamiento humano aparece expresada de modo conmovedor en el hecho inaudito del lavatorio de los pies, que dentro de un momento repetiremos nosotros. Al lavar los pies a sus discípulos el Maestro les propone como actitud esencial en sus vidas, la actitud del servicio. “Vosotros me llamáis Maestro y Señor y decís bien pues lo soy. Pues si yo, el Maestro y Señor os he lavado los pies, vosotros debéis lavaros también los pies unos a otros” (Jn.13,13-14). Con este gesto Jesús nos revela un rasgo característico de su misión. “Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve” (Lc.22,27). Realmente este gesto de Jesús debió ser desconcertante para los discípulos. Es un gesto que trastorna por completo las relaciones y comportamientos habituales entre el maestro y los discípulos. Jesús mismo dirá que lo normal es que el maestro sea honrado y servido. Pero Él aquí hace justo lo contrario. Él realiza ante sus discípulos un gesto de siervo y esclavo. Y si contemplamos este gesto sabiendo que Jesús es el Señor, el Hijo de Dios, Dios mismo entre nosotros, el desconcierto es mayor. Vemos a un Dios sirviendo a los hombres. Un Dios que se pone a merced de los hombres, se pone a sus pies. El que vino de Dios y a Dios retorna se pone en la actitud humilde de servir al hombre, incluso de servir a aquel que sabe que le va a traicionar. El lavatorio nos pone ante el misterio de un Dios que se manifiesta sirviéndonos. El lavatorio significa que el servir es una acción divina y que cuanto más servicial es nuestra vida mejor manifestamos el misterio de Dios. El servicio al hermano es algo divino, es algo que procede de Dios. Del lavatorio de los pies nace una Iglesia y un cristiano que se hace prójimo de los demás, que se hace buen samaritano para el mundo El lavatorio de los pies nos revela a un Dios que se hace prójimo, por medio de la Iglesia, sirviendo en las realidades más humildes. Solamente entendiendo esto podremos entender el misterio de la cruz, podremos entender la pasión del Señor y podremos entender la Eucaristía. Solamente desde este misterio de amor podremos entender que nuestra vida como discípulos de Jesús sólo tendrá sentido y podremos afrontar lo que en ella hay de sufrimiento, si la vivimos, unidos al Señor, sirviendo humildemente a los hermanos. Así irá naciendo en nosotros el hombre nuevo, llamado a participar en la resurrección gloriosa del Señor. Con este gesto del lavatorio, Jesús nos está diciendo también que la solicitud por las necesidades del prójimo constituye la esencia de la verdadera autoridad. Aquí Jesús da un sentido nuevo al modo de ejercer la autoridad. Esto debemos entenderlo muy bien todos los que hemos recibido del Señor alguna responsabilidad sobre los demás: los padres, los educadores, los gobernantes y muy especialmente los sacerdotes. El ministerio sacerdotal, cuya institución hoy celebramos y veneramos supone una actitud de humilde disponibilidad, sobre todo con respecto a los más necesitados. Es un ponerse a los pies de los hermanos para servirles.

Sólo desde esta perspectiva podemos entender plenamente el acontecimiento de la última cena que estamos conmemorando. La liturgia define el Jueves santo como el día en el que nuestro Señor encomendó a sus discípulos la celebración del sacramento de su Cuerpo y de su sangre y como el día del mandamiento nuevo y del sacerdocio. Antes de ser inmolado en la cruz , el viernes santo, Jesús instituyó el sacramento que perpetua su ofrenda permanente y eterna, la ofrenda que constituye y edifica la Iglesia. Sólo insertándonos en esa ofrenda de amor y servicio de Jesús podremos considerarnos verdaderos discípulos suyos.

Ante la Eucaristía no podemos quedarnos indiferentes. La Eucaristía, como nos recuerda el Papa en su reciente exhortación apostólica es un misterio de fe que nos sólo hemos de creer y hemos de celebrar, sino que también lo hemos de vivir. “El misterio creído y celebrado contiene en sí un dinamismo que hace de él principio de vida nueva en nosotros y forma de la existencia cristiana (...) Comulgando el Cuerpo y la Sangre de Cristo se nos hace partícipes de la vida divina de un modo cada vez mas adulto y mas consciente” (S. Car. 70). Y lo propio de la vida divina es el amor, es el servicio, el don y la entrega. Por eso la Eucaristía toca nuestra existencia en lo más íntimo. La Eucaristía abarca todos los aspectos de la vida cristiana transfigurándola. “Cuando comáis o bebáis o hagáis cualquier cosa hacedlo todo para gloria de Dios” (1 Cor.10,31). Todo lo que hay de auténticamente humano encuentra en la Eucaristía la forma adecuada para ser vivido en plenitud. La Eucaristía como don inagotable del amor de Dios a los hombres y como signo y sacramento de comunión de vida y de fe entre todos los que formamos la Iglesia se convierte para nosotros, cada día, en un modo un nuevo de vivir todas las circunstancias de la existencia, en la que cada detalle, incluso aquellos que más trabajo nos cuesta aceptar, queda exaltado y dignificado al ser vivido dentro de la relación con Cristo como ofrenda a Dios. (cf. S. Car. 72)

El asombro por el don que Dios nos hecho entregándonos a su Hijo Jesucristo imprime a nuestra vida un dinamismo nuevo y nos convierte en testigos de su amor. Y somos testigos cuando por nuestras acciones, nuestras palabras y nuestro modo de ser estamos dando a conocer a Aquel que llena nuestra vida de esperanza. Somos testigos cuando, por medio de nosotros, llega al hombre de hoy la verdad del amor de Dios revelada en la cruz de Cristo. Realmente la verdad del amor de Dios es la única verdad que saca al hombre de su oscuridad y le invita a acoger libremente la novedad radical de una vida que se fundamenta en la certeza de un amor indestructible. Lo que angustia al hombre es la inseguridad de su destino, lo que le paraliza y le encierra en un egoísmo vacío y estéril es el miedo a perder su vida. Lo que rompe la convivencia entre los hombres, lo que produce agresividad y violencia, es la falta de confianza en uno mismo y en los demás. Por eso el hombre sin fe se agarra con fuerza a pequeñas seguridades y a placeres, sin terminar nunca de llenar su sed de vida, su anhelo de amor y su necesidad de verdades sólidas que den sentido a su vida.

En cada Eucaristía Jesús nos implica, nos compromete y nos hace testigos de la compasión de Dios por cada hermano. Así la Eucaristía se convierte en la fuente del servicio y de la caridad para con el prójimo. Una caridad que consiste justamente en que, en Dios y con Dios, soy capaz de amar a la persona que sufre y de amar a la persona que no me agrada y de amar incluso al que no conozco. Bebiendo de la fuente de la Eucaristía me convierto en “buen samaritano” que no pasa de largo ante el que está herido, ni cierro los ojos ante la miseria y el desamparo de tanta gente marginada. Bebiendo en la fuente de la Eucaristía puedo, incluso, llegar a conseguir lo que el hombre sólo con sus fuerza es incapaz de alcanzar : puedo ser capaz de perdonar al que me ofende y de orar por el que me persigue .( cf. S. Car. 88)

Ciertamente todo esto sólo puede llevarse a cabo a partir del encuentro íntimo con Dios. Sólo entonces viviendo esta intimidad con el Señor, especialmente en la adoración eucarística aprenderé a mirar a cada persona, no ya sólo con mis ojos y mis sentimientos sino con los ojos y sentimientos del mismo Cristo. Aprenderé a ver las cosas desde la perspectiva de Jesucristo. Y de esta forma, en cada persona que encuentre reconoceré al hermano por el que el Señor ha dado su vida amándole hasta el extremo.

En la celebración de la Eucaristía hemos de ser cada vez más conscientes de que el sacrificio de Cristo es para todos y que, por eso, la Eucaristía impulsa a todo el que cree en Él a hacerse pan partido, pan que se parte y se reparte para la vida del mundo.

María, la Virgen, la Madre, nos enseña la esencia del verdadero amor . A María queremos hoy acudir para que nos eduque en el amor auténtico y nos lleve a la Eucaristía, fuente de todo amor. A ella confiamos la Iglesia y su misión al servicio del amor.

Termino con la oración a María con la que Benedicto XVI concluye su encíclica “Dios es amor”:


Santa María, Madre de Dios,
tu has dado al mundo la verdadera luz,
Jesús, tu Hijo, el Hijo de Dios.
Te has entregado por completo
a la llamada de Dios,
y te has convertido así en fuente
de la bondad que mana de Él.
Muéstranos a Jesús. Guíanos hacia Él.
Enséñanos a conocerlo y amarlo,
para que también nosotros
podamos llegar a ser capaces
de un verdadero amor
y ser fuentes de agua viva
en medio de un mundo sediento”
(D.C.E. 42