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MISA CRISMAL - 2007

La celebración de la Misa Crismal tiene un significado muy hondo. Nos revela la estrecha relación que une a todos los miembros del Pueblo de Dios y manifiesta, con la bendición de los óleos y la consagración del Santo Crisma, la dignidad que todos los discípulos de Cristo reciben por su santificación bautismal. En el bautismo hemos sido ungidos por el Espíritu Santo y hemos quedado vinculados íntimamente a Cristo, el Ungido del Señor, para convertirnos, como dice la primera carta del apóstol Pedro en “linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido por Dios para anunciar las alabanzas de Aquel que nos ha llamado de las tinieblas a su luz admirable” (I Ptr. 2,9).

Y así, celebrando la dignidad sacerdotal, profética y real de todo el pueblo de Dios, la liturgia de hoy quiere dar un relieve especial al sacerdocio ministerial. Los que hemos recibido el sacramento del Orden, hemos sido enriquecidos para el servicio de todo el pueblo de Dios con un don peculiar que nos configura con Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote y nos otorga la responsabilidad de hacerle sacramentalmente presente con los rasgos del Buen Pastor. Como diremos en el Prefacio, el Señor “no sólo confiere el honor del sacerdocio real a todo su pueblo santo, sino también, con amor de hermano, elige a hombres de este pueblo, para que, por la imposición de las manos, participen de su sagrada misión “

A nosotros, Obispos y presbíteros de la diócesis de Getafe, la celebración de hoy nos abre el corazón para renovar, ante el Pueblo de Dios al que servimos, las promesas con las que nos vinculamos a Cristo sacerdote el día de nuestra ordenación y para volver a pronunciar, con emoción, aquel “si” inicial de la historia de nuestra vocación.

El evangelio de S. Lucas que hemos proclamado, nos recuerda el día en que Jesús se presentó por vez primera ante los de su pueblo, reunido en la sinagoga, y les leyó el texto mesiánico del libro del profeta Isaías: “El Espíritu del Señor está sobre mi, porque Él me ha ungido y me ha enviado anunciar el evangelio a los pobres...” Después de leerlo, dice el evangelio, que se sentó y empezó a hablarles. Todos tenían los ojos fijos en Él. Y Él entonces les dijo: “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oir” (Lc. 4,16-21).

Queridos hermanos sacerdotes, antes de renovar vuestras promesas sacerdotales, os invito a revivir aquel momento, que marcó vuestra vida para siempre, el momento de vuestra ordenación sacerdotal en el que vosotros también pudisteis decir: el Espíritu del Señor está sobre mi, porque el me ha ungido sacerdote suyo, ministro suyo, enviado suyo, para anunciar el evangelio a los pobres. Y os invito a repetir con Cristo: Hoy se ha cumplido y, por la misericordia de Dios, se sigue cumpliendo esta Escritura que acabáis de oír.

Seguro que tenemos muy vivo en nuestra memoria el momento en que el obispo y el colegio de los presbíteros impusieron sobre nosotros sus manos. En ese momento el Señor nos decía a cada uno: “Tu me perteneces, tu eres propiedad mía; a partir de ahora tu vida será sólo para mi; desde este momento tus palabras, tu mente y tu corazón serán pura trasparencia de mi amor; yo quiero encarnarme en ti y por eso te doy mi Espíritu, para que, por tu ministerio, los hombres me encuentren a mi y reciban, en los sacramentos que administres, mi salvación”. Y también en ese momento el Señor nos llenaba de confianza y nos decía: “no temas, tu estás bajo la protección de mi corazón, tu quedas custodiado en el hueco de mis manos, tu te encuentras dentro de la inmensidad de mi amor; ¡permanece en el hueco de mis manos y dame, si miedo las tuyas!”

El Papa Benedicto XVI recordaba a los sacerdotes, en la homilía de la Misa Crismal del año pasado, los signos de la ordenación sacerdotal y fijándose en el momento en que las manos del sacerdote son ungidas con el santo Crisma, signo del Espíritu Santo y de su fuerza, se preguntaba: ¿por qué son ungidas las manos? ¿por qué precisamente las manos?. Y él mismo nos daba la respuesta: la mano del hombre es el instrumento de su acción, es el símbolo de su capacidad de afrontar el mundo, de ”dominarlo”. Pues bien, el Señor nos impuso las manos y ahora quiere nuestras manos para que nuestras manos se transformen en la suyas. Quiere que ya no sean instrumento para tomar egoístamente las cosas, o para dominar a los hombres o para someter bajo nuestro control al mundo. Quiere nuestras manos y la unge con la fuerza de su Espíritu para que poniéndose al servicio del amor trasmitan a los hombres su toque divino. Ese toque divino del que hablaba S. Juan de la Cruz que “ a vida eterna sabe”. (Cf. Benedicto XVI. Misa Crismal. 2006)

Si las manos del hombre representan simbólicamente sus facultades y, por lo general, la técnica como poder para dominar el mundo, las manos ungidas del sacerdote deben ser signo de su capacidad de entrega y de su creatividad para ir modelando el mundo con verdadero amor: estando siempre cercano a los problemas de los hombres, escuchando, acogiendo, perdonando, buscando al que está perdido, ayudando a los pobres, consolando a los que sufren, compartiendo con los hombres sus alegrías, participando en sus fiestas, defendiendo siempre la verdad, esforzándose cada día, incluso en medio de incomprensiones, por proclamar esos valores irrenunciables en los que se sustenta la felicidad del hombre, como son la defensa de la vida, el apoyo a la familia, la libertad de los padres para educar a sus hijos; y, en todo momento, frente a intereses particulares o ideologías totalitarias, defendiendo el bien común y la dignidad de la persona humana. Y para vivir todo esto el sacerdote necesita el Espíritu Santo, que el Señor nunca le va a negar. Pongamos hoy nuestras manos a disposición del Señor y pidámosle que nos vuelva a tomar siempre de la mano y nos guíe.

En el gesto sacramental de la imposición de las manos por parte del obispo, comenta el Papa Benedicto XVI, fue el mismo Señor quien nos impuso las manos. Este signo sacramental seguro que nos hace revivir muchos momentos de nuestra vida sacerdotal. En cierta ocasión, como sucedió a los primeros discípulos, todos nosotros nos encontramos con el Señor y escuchamos su invitación a seguirle. Escuchamos ese “sígueme”, que nos llegó al corazón. Tal vez, en los comienzos, le seguimos con vacilaciones, mirando muchas veces hacia atrás y preguntándonos si era verdaderamente nuestro camino. Y tal vez, en algún momento de ese recorrido vivimos la experiencia de Pedro, después de la pesca milagrosa. Nos dice el evangelio que ante aquel hecho sorprendente, Pedro se quedó sobrecogido. También nosotros muchas veces nos hemos sentido
sobrecogidos ante la magnitud de misión que nos ha sido confiada, nos hemos sentido abrumados ante la grandeza de la tarea, que supera con creces nuestra capacidad, nos hemos visto muy pobres y frágiles y hemos dicho como Pedro: “Aléjate de mi, Señor, que soy un hombre pecador” (Lc.5,8). Pero luego el Señor, con mucha bondad, nos tomaba de la mano y nos decía: “No temas, yo estoy contigo. No te abandono. Y tu tampoco me abandones a mi”. Tal vez en mas de una ocasión nos ha sucedido lo mismo que a Pedro en otro momento, cuando caminando sobre las aguas, al encuentro del Señor, repentinamente sintió que el agua no le sostenía y que empezaba a hundirse. ¿Quién no ha sentido alguna vez que el suelo no le sostenía y que estaba como en el vacío, sólo y sin saber donde agarrarse? . Y, como Pedro, también nosotros en esos momentos gritábamos: “ ¡Señor, sálvame!. Pero al mirar hacia Él sentíamos su bondad y veíamos como Él nos tendía la mano y nos sujetaba con fuerza. Es cierto, la mano del Señor nos sostiene y nos lleva, ¡cuantas veces lo hemos experimentado!. Él nos sostiene siempre en nuestras luchas. Volvamos a fijar nuestra mirada en Él y extendamos nuestra mano hacia Él. Dejemos que su mano nos sostenga con fuerza; así nunca nos hundiremos, sino que nos pondremos al servicio de la vida que es mas fuerte que la muerte y al servicio del amor que es mas fuerte que el odio. Una de las oraciones mas conmovedoras es la petición que la liturgia pone en los labios del sacerdote antes de la comunión: “Jamás permitas que me separe de ti”. Tenemos que repetirla muchas veces: “suceda lo que suceda, jamás permitas Señor que me separe de ti”. O aquella otra oración de S. Ignacio de Loyola: “ dadme vuestro amor y gracia, que esto me basta”

El Señor nos impuso las manos y nunca nos abandonará. El significado de este gesto queda explicado en las palabras de Jesús a sus discípulos, en la última cena: “Ya no os llamo siervos sino amigos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn 5,15). El Señor nos hace sus amigos: nos lo da todo a conocer, nos encomienda lo más sagrado, nos invita a custodiar su presencia en la eucaristía y nos pide que actuemos en su nombre. No se nos puede dar más confianza. Verdaderamente podemos decir que Él se ha puesto en nuestras manos. Todos los signos esenciales de la ordenación sacerdotal son, en el fondo, manifestaciones de esa gran confianza que ha puesto en nosotros: la imposición de manos, la entrega del libro de su Palabra, que Él nos encomienda, la entrega del cáliz, con el que nos trasmite su misterio más profundo y personal, el poder de absolver, que nos hace tomar conciencia de la miseria del pecado y de toda la oscuridad del mundo y pone en nuestras manos la llave para abrir al pecador arrepentido la puerta de la casa del Padre. Todo es una inmensa prueba de co0nfianza. Ya no os llamo siervos sino amigos. Este es lo que significa ser sacerdote. Este es el sentido profundo de nuestro ministerio: llegar a ser amigo de Jesucristo. Y amistad significa comunión de vida y de pensamiento. Amistad significa tener los mismo sentimientos de Cristo y no querer hacer otra cosa mas que su voluntad. Vivir la amistad con Jesús es identificarse con su voluntad, es decir a los hombres lo que Él nos dice, es amar a los hombres como Él nos ama, es dar nuestra vida por los hermanos como Él la dio por nosotros en la cruz.

Corresponder a la amistad del Señor significa conocerle de un modo cada vez más personal, escuchándolo, viviendo con Él, estando con Él. Debemos escucharlo conociendo cada vez mejor la sagrada Escritura con una lectura y meditación continua, interior y espiritual, acudiendo a ella como acude el sediento a la fuente para calmar su sed. Así aprenderemos a encontrarnos con Jesús y a familiarizarnos con su palabra.

Los evangelistas nos dicen que el Señor, en muchas ocasiones, se retiraba al monte para orar a solas. También nosotros necesitamos retirarnos al monte de la oración. Así cultivaremos la amistad con el Señor. El simple activismo puede ser incluso heroico. Pero la actividad exterior queda sin fruto y pierde eficacia si no brota de una profunda e íntima comunión con Cristo. El tiempo que dedicamos a esto, nos dice el Papa, es realmente un tiempo de actividad pastoral, de actividad auténticamente pastoral. El sacerdote debe ser, sobre todo, un hombre de oración.

Y, siendo hombres de oración, buscaremos especialmente al Señor en la Eucaristía. La Eucaristía es nuestro centro, nuestra vida, nuestro alimento, nuestro gozo. No nos quedemos sin celebrar la Eucaristía ningún día. En la Eucaristía aprendemos a ser sacerdotes, ofrecemos con Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, nuestras vidas al Padre, nos inmolamos con Cristo para la vida del mundo, recibimos el don de su Espíritu y al comulgar el Cuerpo y la Sangre del Señor nos hacemos uno con toda la Iglesia, la del cielo y la de la tierra, para encarnar en el mundo la vida misma de Dios.

Ser sacerdote significa convertirse en amigo de Jesucristo en todo nuestra existencia. Creciendo cada día más en esta amistad, hasta que el Señor nos llame a su presencia. El mundo tiene necesidad de Dios, no de un “dios” cualquiera, hecho a la medida del hombre, sino del Dios de Jesucristo, del Dios que se hizo carne y sangre, que nos amo hasta morir por nosotros, que resucitó y que creó en sí mismo, en su cuerpo resucitado, un espacio para el hombre. Este Dios debe vivir en nosotros y nosotros en Él. Esta es nuestra vocación sacerdotal: sólo así nuestro ministerio sacerdotal puede dar fruto.

Que la Virgen María nos acerque cada día más a su Hijo Jesucristo. Que ella nos ayude especialmente en estos días del triduo sacro a vivir, los misterios de la pasión muerte y resurrección de su Hijo.

Jesús en la cruz nos la entregó como madre. Que, como el apóstol Juan, la recibamos en nuestra casa, en nuestra vida, para que ella sea nuestra maestra y nos enseñe a vivir en la fe la obediencia al Padre para que todos, fortalecidos por el Espíritu Santo, realicemos, según el designio de Dios nuestra vocación de santidad y seamos en medio del mundo fermento de una humanidad liberada del pecado y transformada por la redención de Cristo.