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DOMINGO DE RAMOS - 2007

(Cf. Homilía de Benedicto XVI - Domingo de Ramos de 2006)

Como habéis visto la celebración de hoy consta de dos partes: la conmemoración de la entrada de Jesús en Jerusalén con la bendición de los ramos y la Eucaristía que nos lleva a recordar al Siervo de Dios que sufre, muere y finalmente resucita lleno de gloria.

La entrada de Jesús en Jerusalén es un gesto profético que anticipa su triunfo en la resurrección y al recordar este momento le pedimos al Señor que acreciente nuestra fe para que los que alzamos hoy los ramos en honor de Cristo victorioso, permanezcamos también con Él en la cruz y demos frutos abundantes de buenas obras.

Las lecturas de este día son muy significativas, forman una unidad y expresan el mensaje del Jesús doliente que, fiel a la voluntad del Padre entrega su vida por amor. Jesús es el Siervo de Yahvé, anunciado por Isaías, que permanece siempre atento a la Palabra de Dios y la anuncia a pesar de ser ultrajado: “Mi Señor me ha dado una lengua de iniciado para saber decir al abatido una palabra de aliento. Cada mañana me espabila el oído para que escuche como los iniciados. El Señor me abrió el oído y yo no me resistí ni me eché atrás” (Is. 5º,4-7). En estos días de la semana santa tenemos que sumergirnos en ese misterio de fe y obediencia al Padre.

Jesús entra en la ciudad santa montado en un borriquillo, es decir, en el animal de la gente sencilla del campo, y además un borriquillo que no le pertenece. Es un borriquillo prestado. No llega en una lujosa carroza real, ni a caballo como los personajes importantes de este mundo. Llega en un borriquillo prestado. San Juan nos dice que los discípulos, al principio no lo entendieron. Sólo después de la Pascua cayeron en la cuenta de que Jesús, al actuar así, cumplía lo que habían anunciado los profetas. Recordaron, dice S. Juan, lo que había dicho el profeta Zacarías: “No temas, hija de Sión, mira que viene tu Rey montado en un pollino de asna” (Jn. 12,15; cf. Zac. 9,9).

Para comprender el significado de la profecía y por tanto el sentido de la actuación de Jesús debemos tener en cuenta lo que Zacarías dice a continuación: “Él destruirá los carros de Efraín y los caballos de Jerusalén; romperá el arco de combate, y el proclamará la paz a las naciones. Su dominio irá de mar a mar y desde el río hasta los confines de la tierra” (Za. 9,10. Vemos que en este texto el profeta afirma tres cosas sobre ese futuro rey. Son tras afirmaciones que se van a cumplir plenamente en Jesús.

En primer lugar se dice que será el rey de los pobres y para los pobres . La pobreza en este caso se entiende en el sentido de los pobres de Yahvé (“anawin”), es decir, toda esa gente sencilla, humilde y creyente que sigue a Jesús y le escucha con atención. Se refiere a los pobres de espíritu de la primera bienaventuranza. Uno puede ser materialmente pobre pero tener el corazón lleno de afán de riqueza material y de ese ansia de poder que se apoya en la riqueza material. Porque cuando uno vive dominado por la envidia y la codicia, aunque no posea muchos bienes materiales, pertenece, sin duda, al mundo de los ricos. Desea ciertamente que los bienes se repartan, pero para llegar a estar él mismo en la situación de los ricos de antes.

La pobreza, en el sentido que le da Jesús - el sentido de los profetas – presupone, sobre todo, estar libres interiormente de la avidez por la posesión y del afán de poder. Se trata de una realidad superior y distinta del mero reparto de los bienes que se limitaría exclusivamente al reparto material y, al final, terminaría también endureciendo los corazones. (Pensemos en lo que sucede en el reparto de muchas herencias). Se trata de algo más. Se trata de la purificación del corazón, gracias a la cual se reconoce la posesión como responsabilidad, como tarea con respecto a los demás, poniéndose bajo la mirada de Dios y dejándose guiar por Cristo que siendo rico se hizo pobre por nosotros” (Cf. 2 Cor. 8,9)

Jesús nos enseña a vivir la libertad interior que es el presupuesto para superar la codicia y el afán de riquezas que está arruinando el mundo y sembrando discordias. Esa libertad sólo la conseguiremos si Dios es nuestra verdadera riqueza. Es un libertad que sólo puede alcanzarse con la paciencia de las renuncias diarias que la vida misma y la fidelidad a nuestras responsabilidades nos va planteando.. Al rey que nos indica el camino para esta libertad , a Jesús, es al que en este domingo de ramos aclamamos y le pedimos que nos lleve con Él en este camino.

En segundo lugar, el profeta nos muestra que este rey será un rey de paz. Un rey que hará desaparecer las carros de guerra y los caballos de batalla, romperá los arcos y anunciará la paz. En Jesús esto se hace realidad mediante el signo de la cruz. La nueva arma que Jesús pone en nuestras manos es la cruz, signo de perdón y de reconciliación. La cruz es el signo del amor que es más fuerte que la muerte. Cada vez que miramos a Cristo en la cruz, cada vez que hacemos el signo de la cruz, hemos de acordarnos de no responder a la injusticia con la injusticia, al insulto con el insulto y a la violencia con la violencia. Cada vez que contemplemos a Cristo en la cruz hemos de caer en la cuenta de que el odio ha de ser vencido con el amor, la mentira con la verdad y el mal con el bien.

La tercera afirmación del profeta es la universalidad. El profeta Zacarías dice que el reino de este rey de paz se extiende “de mar a mar (...) hasta los confines dela tierra”. La antigua promesa de la tierra, hecha a Abraham y a los Padres, se sustituye aquí con una visión nueva y sugestiva.: el espacio de este rey mesiánico, el espacio del reino de Dios anunciado por Jesús ya no va a ser un país determinado, ni una cultura determinada, ni una época histórica determinada. El espacio de Jesús y por tanto el espacio de sus discípulos y de la Iglesia es el mundo entero con su pluralidad de culturas y su inmensa diversidad. La Iglesia, en la que permanentemente se actualiza, en la Eucaristía, el misterio dela muerte y de la resurrección de Jesús, tiene como vocación ser sal , luz y levadura para la humanidad entera. Jesús quiere construir su reino de paz en todas las realidades humanas y en todas las culturas. Y quiere que todos los hombres, unidos a Él formen un único cuerpo en el que cada hombre encuentren su lugar, su lenguaje propio, y su auténtica vocación. Jesús quiere convertirse en nuestro pan, en nuestro alimento y así construir con todos nosotros su reino.

El evangelio dice que, en este domingo de ramos, la multitud aclamaba a Jesús diciendo: “Hosanna, bendito el que viene en el nombre del Señor” (Mc.11.9; Sal 118,25). En Jesús reconocen a Aquel que verdaderamente viene en nombre del Señor y les trae la presencia de Dios: hace presente a Dios en medio de ellos. Es todo un grito de esperanza: grito de esperanza que la Iglesia repite en la celebración de la Eucaristía, al final del Prefacio, después de aclamar al Dios tres veces santo. En la Eucaristía, Jesús, sigue haciendo que el Dios, encarnado en nuestra humanidad, permanezca siempre presente entre nosotros. Con el grito “Hosanna” saludamos a Aquel que, en su carne y en su sangre, trajo la gloria de Dios a la tierra. Saludamos a Aquel que vino y, sin embargo, sigue siendo Aquel que debe venir. Saludamos a Aquel que en la Eucaristía viene siempre de nuevo a nosotros en nombre del Señor, uniendo así a los hombres y abrazando a este mundo nuestro, tan desgarrado, con un abrazo de paz.

La tres características anunciadas por el profeta - pobreza, paz y universalidad – se resumen en el signo de la cruz. El relato de la pasión nos ha sumergido en el misterio de la cruz. Que estos días de semana santa nos ayuden a vivir este inefable misterio de amor. Que el Dios todopoderoso nos conceda , como decíamos en la oración del quinto domingo de cuaresma, vivir siempre de aquel mismo amor que movió a su Hijo Jesucristo a entregarse a la muerte por la salvación del mundo.

Y que vivamos todo esto muy unidos a María, que nos fue entregado como madre por su Hijo en el mismo suplicio de la cruz. La Madre del redentor, se convirtió en ese momento en la Madre de los redimidos. Que la Virgen María nos acompañe siempre, con su ejemplo y con su intercesión, en nuestro camino de fidelidad a Cristo y de participación en su misterio redentor y nos ayude a vivir esta semana santa con verdadero fervor y devoción. Amén