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Domingo IV de Cuaresma

En el camino cuaresmal vamos avanzando hacia la luz de Cristo resucitado. Y en este cuarto domingo la liturgia nos pide que apresuremos nuestros pasos para celebrar las próximas fiestas pascuales con fe viva y entrega generosa. Así se lo hemos pedido a Dios en la oración propia de este día: “Señor que reconcilias a los hombres contigo por tu Palabra hecha carne, haz que el pueblo cristiano se apresure, con fe viva y entrega generosa, a celebrar las próximas fiestas pascuales”. Y para que nos sintamos confortados en medio de las dificultades del camino hoy la Palabra de Dios nos invita a contemplar la misericordia entrañable de nuestro Dios. “Gustad y ved qué bueno es el Señor ... contempladlo y quedaréis radiantes ... si el afligido invoca al Señor, Él lo escucha y lo libra de sus angustias” (s.33).

El evangelio que hemos proclamado nos ofrece una de las parábolas más bellas que nos han conservado los evangelistas: la parábola del hijo pródigo o, más bien podríamos decir, la parábola del padre misericordioso, la parábola del padre bueno. Es una parábola pronunciada por Jesús en un contexto polémico. Lo escribas y fariseos no entienden a Jesús, no quieren entenderle. Les resulta poco menos que escandalosa la benevolencia de Jesús con los pecadores y su trato amistoso con ellos. Murmuran contra Él diciendo: “Este acoge a los pecadores y come con ellos”La parábola del “hijo pródigo” es la respuesta de Jesús a estas murmuraciones.

En la primera parte de la parábola los protagonistas son el padre y el hijo menor; en la segunda parte los protagonistas son el padre y el hijo mayor. La conclusión de la parábola, donde aparece clara su intención, es la defensa que el padre hace de su proceder con el hijo malo ante el hijo supuestamente bueno. Y mas en concreto, la defensa que hace Jesús de su proceder con los publicanos y pecadores ante los escribas y fariseos. Dice el evangelio que los publicanos y pecadores se acercaban al Señor para oírle. Jesús es el santo de Dios, el reflejo de la gloria del Padre. De su persona brota, como de un manantial inagotable la bondad y la comprensión sin límites. Los pecadores y la gente que lleva una vida irregular y que es consciente de que su vida no está a la altura de lo que Dios quiere de ellos se siente cautivada por la actitud acogedora de Jesús; mientras que los fariseos, representantes del poder y de la cultura dominante, muy seguros de sí mismos, se sienten escandalizados.

La parábola es una invitación a acudir a Jesús con plena confianza. Todos somos pecadores. Todos sabemos que nuestra vida esta muy lejos de lo que estamos llamados a ser. Todos hemos abandonado en muchos momentos la casa del Padre y hemos despilfarrado malamente la herencia preciosa que un día recibimos. Y, quizás ahora, todavía, por nuestra negligencia y abandono, seguimos estando lejos de la casa del Padre y seguimos dilapidando la herencia gastando nuestras energías en cosas y en modos de vivir que, en el fondo, nos producen hastío y que, al final, como al hijo menor de la parábola, nos hacen sentir solos, vacíos y
desilusionados.

Pero el hijo menor de la parábola no puede soportar más ese vacío y decide regresar. Esta muerto de hambre. Y su hambre no es sino el reflejo del hambre de mucha gente o quizás de muchos de nosotros: hambre de amor, hambre de conocer la verdad, hambre de valores espirituales. El primer efecto del pecado es la tristeza y la soledad. Cuando uno se aleja de Dios su vida se convierte en un desierto.

Pero Dios nunca abandona al hombre. “Nuestro Dios - dice el salmo - es compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en clemencia”. Pocas veces el amor compasivo de Dios Padre ha sido expresado de forma tan conmovedora como en la parábola del hijo pródigo. Toda la parábola nos habla del amor divino a la humanidad. Un amor incondicional, un amor siempre fiel, un amor que existe desde el principio y existirá para siempre. En esta parábola el pecado y el perdón se abrazan, lo divino y la humano se hacen uno: es el encuentro entrañable entre la misericordia del Padre y la herida, todavía abierta, del pecador arrepentido. En esta parábola, podemos decir que lo más divino, el amor de Dios, está captado y expresado en lo más humano: en el abrazo de un padre y de un hijo, que han estado separados y al fin se encuentran. En la parábola vemos la compasión infinita, el amor incondicional y el perdón eterno brotando de un Padre que es el Creador del universo. Lo humano y lo divino, lo frágil y lo poderoso, lo viejo y lo eternamente joven están plenamente expresados en ese abrazo entre el padre y el hijo. Es el abrazo del perdón que Jesús ofrece a los pecadores. Un abrazo que sigue vivo y eternamente presente en la Iglesia mediante el sacramento de lo reconciliación. Cuando con verdadero arrepentimiento nos acercamos a Cristo, vivo en la Iglesia, confesando con dolor nuestros pecados se produce ese abrazo de la misericordia divina que, como al hijo menor de la parábola, nos hacer renacer a una vida nueva. Por eso dirá el apóstol Pablo, como hemos escuchado: “El que es de Cristo, es una criatura nueva: la antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado” (2 Cor. 5,17)

En la segunda parte de la parábola entra en escena la “lógica” humana del hermano mayor, que es muy diferente de la lógica divina. Estaba el hermano mayor en el campo y, al volver a casa, oyó la música y el griterío. Llamando a uno de los criados, este le dijo: ha vuelto tu hermano y tu padre ha matado el ternero cebado porque lo ha recobrado sano. Él se irritó y no quería entrar.

En esta segunda parte de la parábola asistimos a la airada protesta de los escandalizados fariseos que hablan por boca del hijo mayor. No quiere entrar en la casa y sumarse al regocijo del padre. Este hijo mayor tenía, en cierto modo, razón. Sus argumentos tienen una lógica: “ De modo que mi hermano se marcha de casa, se lleva la herencia, se gasta todo en orgías, vuelve a casa sin nada y mi padre le recibe con todos los honores, le viste con la mejores galas, le pone el anillo, le calza y manda matar para él, el ternero cebado”.Este hijo mayor tenía su parte de razón. Tenía razón, sí. Pero no tenía amor.

Con esta parábola, Jesús nos está queriendo decir que Dios es Amor. Un amor que supera toda lógica humana. Un amor que supera toda lógica humana. Una amor que se convierte en perdón y que abre las puertas al pecador para que, reconociendo su pecado, pueda comenzar una vida nueva.

El padre trata de convencer al hijo irritado: “ hijo, tu siempre estás conmigo y todas mis cosas son tuyas... tal vez nunca te di un cabrito para comerlo con tus amigos, pero tu felicidad no puedes ponerla ni en la comida con tus amigos, ni en la fiesta, ni en las cosas, tu felicidad consiste en estar conmigo. Tu estás siempre conmigo y todas mis cosas son tuyas y las tuyas mías”

Ahora nosotros podemos también reflexionar, a la luz de la parábola, y llegar a comprender que la verdadera felicidad no podemos ponerla en cosas efímeras. La verdadera felicidad consiste en vivir con Cristo. “Para mi la vida es Cristo”, dirá S. Pablo. La verdadera felicidad consiste en vivir con Cristo el amor del Padre y contemplar el mundo con la misericordia del Padre, viviendo con el Padre el gozo del encuentro con el que se siente perdido. El padre de la parábola concluye su diálogo con el hijo mayor diciendo: “hijo, convenía hacer una fiesta porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado.”

En esta parábola, Jesús no revela el Rostro amoroso de Dios. Nos muestra el corazón de Dios y su amor a los que están perdidos y buscan un hogar. Y, al mismo tiempo nos invita a los que ya hemos encontrado en la Iglesia ese hogar a participar en ese amor. Nos invita a ser instrumentos y cauces de ese amor. Jesús quiere que seamos en el mundo prolongación de ese amor: sacramento y signo de ese amor. Y , de esta manera, por el don del Espíritu Santo, convertirnos en misioneros y evangelizadores. En esta parábola Jesús nos propone: “sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso, tened entrañas de misericordia con todos aquellos que, como el hijo menor se sienten perdidos y sin hogar y también con aquellos que, como el hijo mayor, no han conocido todavía el gozo de vivir en la casa del padre y su corazón no es capaz de perdonar”. Esta es nuestra vocación: ser instrumentos de la misericordia del Padre, ser sacramento de la paternidad amorosa de Dios.

Y es que, cuando Jesús nos habla de la misericordia del Padre no lo hace sólo para mostrarnos lo que Dios siente por cada uno de nosotros. No lo hace sólo para decirnos que Dios perdona nuestros pecados y nos ofrece una vida nueva. Sino que también lo hace para invitarnos a ser como el Padre. Nos invita a vivir, en Cristo, el amor de Dios a los hombres: nos llama a seguir a Cristo, en quien se revela el amor infinito de Dios. Jesús nos revela, en su persona, y nos habla en sus parábolas de la misericordia del Padre para que nosotros seamos tan misericordiosos con los demás como el Padre lo es con nosotros.

Si en la historia del hijo pródigo viéramos solamente la historia de un pecado, de un arrepentimiento y de un perdón y nos quedáramos sólo en eso, en el fondo nos resignaríamos a instalarnos cómodamente en nuestra debilidad esperando que Dios estuviera continuamente cerrando los ojos, como un padre tolerante y bonachón, dejándonos entrar en la casa a pesar fechorías. Pero ciertamente este mensaje sentimental y blando no es el mensaje del evangelio.

A lo que nos invita el evangelio, tanto si somos como el hijo menor, rebeldes y licenciosos, como si somos como el hijo mayor, rencorosos y resentidos, es a hacer verdad en nuestras vidas nuestra condición de hijos arrepentidos y perdonados. Porque siendo hijos seremos también herederos. Así nos lo dice S. Pablo: “El Espíritu de Dios se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios y si somos hijos de Dios somos también herederos de Dios y coherederos con Cristo, de tal manera que si ahora padecemos con Él, seremos glorificados con Él” (Rom. 8,16- 17).

Y así, siendo hijos y herederos seremos también sucesores, es decir continuadores en el mundo de la obra del Padre. Cada uno de nosotros está destinado a estar en el lugar del Padre: está llamado a ser imagen del Padre, está llamado a ser con Cristo, en la Iglesia, imagen viva del Padre compasivo y misericordioso.

Esta invitación a vivir con Cristo y en Cristo, el amor del Padre es lo que nos mueve a la misión evangelizadora. Evangelizar es anunciar la Buena Nueva del amor del padre, es acercarse a los que están perdidos para mostrarles el camino hacia el Padre y celebrar con ellos el banquete de la reconciliación con Dios y con los hombres.

Nuestra diócesis de Getafe, junto con los diócesis de Madrid y de Alcalá de Henares está viviendo con entusiasmo este año la Misión-Joven. En ella, los jóvenes que han conocido a Cristo y viven ya la alegría de estar en el hogar del Padre de la misericordia, se están convirtiendo este año en los mensajeros del Evangelio para hacer llegar la noticia del amor de Dios a esa gran multitud de jóvenes que viven en estos momentos confusos y aturdidos, sin saber cómo orientar sus vidas hacia el bien y la verdad.

Pedimos al Señor, en esta Eucaristía que llene a estos jóvenes misioneros, algunos de los cuales participan hoy con nosotros en esta Eucaristía, de fortaleza apostólica para vencer todas las dificultades y que abra los corazones de aquellos que, sintiéndose perdidos como los dos hijos de la parábola, puedan descubrir en Cristo la fuente de donde brota una vida llena de belleza, de luz y de esperanza.

Pedimos también el gozo del Espíritu para los jóvenes que se prepara en nuestros seminarios para ser sacerdotes. Aunque es mañana cuando se celebra el día del Seminario, algunas diócesis por no ser mañana día festivo lo han adelantado al día de hoy. Que nuestros seminaristas se preparen como dice el lema de este día para ser verdaderos testigos del amor de Dios. Que el señor mantenga fieles y generosos en su vocación a los que escucharon su llamada y que ayude a vencer los miedos y resistencias a aquellos que, habiendo escuchado la llamada, aún no se han atrevido a responder.

Y que la Virgen María, nuestra madre, nos acompañe y proteja en nuestro camino hacia Cristo y ella que es madre de misericordia, interceda por nosotros para ser apóstoles valientes y testigos auténticos del infinito amor de Dios a los hombres.