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FIESTA DEL SANTÍSIMO CRISTO
Brunete - 2007

En torno a la mesa del altar, en esta fiesta del Santísimo Cristo que tantas resonancias afectivas despierta, especialmente en los que habéis nacido y vivido siempre en Brunete, el Señor nos convoca y nos llama para estar con Él, para escuchar su Palabra, para manifestarle con gozo que queremos seguirle y para caminar con Él en el camino de la vida. Y nosotros hemos respondido a su llamada con nuestra presencia aquí, en un ambiente de fraternidad y de fiesta y queremos hoy acompañarle con nuestros cantos, con nuestra plegaria y con nuestra fe. En medio de la rutina diaria necesitamos estos momentos de expansión, de fiesta y de encuentro familiar para que Cristo desde la cruz nos recuerde las cosas esenciales de la vida y nos consuele en la tribulación. Contemplando el rostro del Señor, crucificado por amor, queremos hoy renovar nuestro deseo más íntimo de quitar de nosotros todo lo que estorba para el encuentro con Cristo, de acudir a los sacramentos, particularmente al sacramento de la reconciliación para recibir el perdón de los pecados, actualizar en nosotros la gracia bautismal y orientar nuestra vida definitivamente según la luz del Evangelio.

Celebramos esta fiesta del Santísimo Cristo en el marco litúrgico de la fiesta de la exaltación de la Santa Cruz. En el oficio de lecturas leíamos esta mañana estas preciosas palabras de san Andrés de Creta: “Por la Cruz, cuya fiesta celebramos, fueron expulsadas las tinieblas y devuelta la luz. Celebramos hoy la fiesta de la cruz y, junto con el Crucificado, nos elevamos hacia lo alto, para, dejando abajo la tierra y el pecado, gozar de los bienes celestiales (...) Quien posee la cruz posee un tesoro. Y, al decir un tesoro, quiero significar con esta expresión a aquel que es, de nombre y de hecho el más excelente de todos los bienes, en el cual, por el cual, y para el cual culmina nuestra salvación y se nos restituye al estado de justicia original”

Este misterio de amor que es la cruz de Cristo quiso el Señor anticiparlo, en la Última Cena, en el Misterio Eucarístico. Os invito especialmente en este día a contemplar el rostro de Cristo en el pan y en el vino consagrados, donde el Señor ha querido permanecer con nosotros, acompañando y dando unidad a su Iglesia hasta el final de los tiempos.

Esta presencia viva del Señor la estamos experimentando continuamente en medio de nosotros. En los pocos años de vida de nuestra joven diócesis de Getafe, Dios nos está bendiciendo y estamos siendo testigos de muchos signos de su misericordia. Muchos laicos, jóvenes y adultos, hombres y mujeres, matrimonios y consagrados, en los más diversos campos del apostolado seglar están siendo semilla fecunda de una humanidad nueva nacida del amor de Cristo. Debemos dar gracias a Dios por la conciencia, cada vez más clara, que muchos van adquiriendo de su dignidad de bautizados, que les va haciendo vivir con gozo su encuentro con Cristo y les va impulsando a compartir con otros la alegría de este encuentro. Estamos viendo cómo, en el mundo de los jóvenes, Jesucristo está siendo anunciado por los mismos jóvenes; en el mundo de la cultura, en los Colegios, Institutos y Universidades, un importante número de cristianos está abriendo caminos para el dialogo entre la fe y la razón, entre el evangelio y la inteligencia para que la luz de Cristo llene de sentido la vida de muchos niños, jóvenes y adultos que viven envueltos en un mar de incertidumbres; y en el mundo de la familia, el testimonio de la belleza del plan de Dios sobre el matrimonio y la vida, manifestado, experimentado y vivido felizmente por un número creciente de familias cristianas está siendo fuente de múltiples iniciativas pastorales.

A la vez que damos gracias a Dios tenemos también que abrir los ojos para contemplar, con la compasión de Cristo, la realidad de una sociedad que, alejándose de Dios, se está también alejando de forma alarmante del hombre mismo, de su dignidad y de sus derechos más esenciales: una sociedad, muy vacía de valores, que está generando grandes tensiones sociales, la destrucción de muchas familias y la confusión y el sufrimiento de un gran número de personas, especialmente niños y jóvenes.

Tenemos que ver también cómo todo esto repercute en la vida misma de la Iglesia y en el modo de ser y de actuar de no pocos bautizados. Ciertamente este clima de secularismo generalizado que estamos viviendo afecta de forma muy negativa a muchos creyentes, deficientemente iniciados en la fe. Muchos sienten la tentación de alejarse de la Iglesia y, por desgracia, se dejan contagiar por la indiferencia religiosa del ambiente o aceptan compaginar su débil vida cristiana con los valores de la cultura dominante.

Tenemos que pedirle al Señor en este día de su fiesta una revitalización interna de nuestra fe y un fuerte impulso misionero. La misión no es algo que se añade a la vocación cristiana. La misión forma parte de la vocación. Como nos recuerda el Vaticano II, la vocación cristiana es por su misma naturaleza vocación al apostolado (Vaticano II. Apostolicum Actuositatem, 2). Y el apostolado no es otra cosa que el anuncio de Cristo. Tenemos que sentir la urgencia de anunciar a Cristo con el testimonio de vida y con la palabra. El anuncio de Cristo antes de ser un compromiso estratégico y organizado es sobre todo comunicación personal y directa de nuestra experiencia de amor a Cristo y a su Iglesia. La madurez evangélica tanto en las personas como en los grupos se manifiesta sobre todo en su celo misionero y en su capacidad de ser testigos de Cristo en todas las situaciones y en todos ambientes sociales, culturales o políticos.

Para que todos asumamos en la Iglesia el papel evangelizador que nos corresponde es de gran importancia clarificar bien lo que significa la verdadera identidad cristiana. Es necesario despertar la conciencia dormida de muchos cristianos para descubrirles los sólidos fundamentos de nuestra fe, de nuestro bautismo y de nuestra vocación de santidad; y es urgente animarles a un mayor compromiso apostólico. Hay preguntas esenciales que ningún cristiano debe evitar: ¿qué he hecho de mi bautismo y de mi confirmación? ¿Es Cristo verdaderamente el centro de mi vida? ¿ Qué sentido tiene en mi vida la oración? ¿Qué significan para mi la Eucaristía y el sacramento de la Reconciliación? ¿Vivo mi vida como una vocación y una misión?.

Queridos hermanos, que vivís vuestra fe en medio de las visicitudes mundo. ¡Escuchad la llamada de Cristo!. La Iglesia os necesita y cuenta con vosotros. Cristo os envía a ese mundo en el que estáis para llevar la luz del evangelio a muchas gentes que están perdidas, como ovejas sin pastor. ¡Ayudadles a descubrir su dignidad y su vocación! “La promoción y la defensa de la dignidad y de los derechos de la persona humana, hoy más urgente que nunca, exige la valentía de personas animadas por la fe, capaces de un amor gratuito y lleno de compasión, respetuosas de la verdad del hombre, creado a imagen de Dios y destinado a crecer hasta llegar a la plenitud de Cristo Jesús (cf. Ef. 4,13). No os desaniméis ante la complejidad de las situaciones. Buscad en la oración la fuente de toda fuerza apostólica; hallad en el evangelio la luz que guíe vuestros pasos” (Juan Pablo II. Mensaje al Congreso Internacional del Laicado, nº4. 21 de Noviembre de 2000).

Ante los muchos problemas que tenemos delante y cuya complejidad muchas veces nos desborda no hemos de tener miedo. Cristo, que nos ha enviado al mundo, camina a nuestro lado. “Lo que tengáis que hablar se os comunicará en aquel momento. Porque no seréis vosotros los que habléis, sino el Espíritu del Padre el que hablará por vosotros” (Mt.10,19-20). El evangelio y, sobre todo, la intimidad con el Señor nos hará fuertes para abrir en este mundo caminos de libertad, paz y justicia, fundamentados en la verdad sobre el hombre, en la comunión y en la solidaridad.

Afiancemos nuestra identidad cristiana: una identidad cristiana firme y clara. La forma que hoy se emplea para desanimar a los cristianos y destruir la Iglesia consiste en proponer modelos de vida que siembran en los discípulos de Cristo confusión y ambigüedades. La cultura que vivimos del llamado “pensamiento débil” genera personalidades frágiles, fragmentadas e incoherentes. Y, a pesar de sus continuas llamadas a la tolerancia, de hecho no tolera la más mínima diversidad. En la actual sociedad supuestamente pluralista toda expresión explícita de la propia identidad cristiana viene etiquetada como fundamentalismo o integrismo. Por ello la fe se convierte en un hecho rigurosamente confinado a la esfera de la vida privada”(Mons. Rilko. Congreso de Apostolado Seglar. Madrid, 2004). Y, ante este acoso, muchos sienten la tentación de refugiarse en esa esfera privada y no manifestar públicamente su fe.

La sociedad de hoy, dominada por una cultura secularista y agnóstica, sólo acepta a los cristianos “invisibles”, los cristianos que no dan la cara, los cristianos acomodaticios que fácilmente integran acriticamente en su vida los “postulados” y los “dogmas” de lo “políticamente correcto”. Hay muchos cristianos sólo de nombre que, por temor o por ignorancia corren tras los dictados de la cultura dominante, imitando los discursos de este mundo y olvidando quienes son.

Pero frente a esto, tenemos que reaccionar con claridad y valentía. Hoy, más que en otras épocas, se necesitan cristianos coherentes, con una fuerte conciencia de su vocación y de su misión. Para un cristiano ser “uno mismo” es fundamental. “El nuestro es un tiempo de continuo movimiento, que a menudo desemboca en el activismo, con el riesgo del “hacer por hacer”.Tenemos que resistir a esa tentación, buscando el ser antes que el hacer” (Juan Pablo II. Novo millenio ineunte, n. 15). Tenemos que vivir intensamente la esencia del cristianismo. Y la esencia del cristianismo es el encuentro con Cristo: un Cristo vivo en la Iglesia. Tenemos que redescubrir el cristianismo como un acontecimiento real que ocurre aquí y ahora en nuestras vidas, como ocurrió en las vidas de los primeros discípulos. El cristianismo no es una doctrina por aprender, ni tampoco un conjunto de preceptos morales. El cristianismo es una Persona, la Persona viva de Cristo que hay que encontrar y acoger en la propia vida, porque sólo este encuentro cambia radicalmente la existencia, fundamenta la moral y da el sentido último y definitivo a nuestro destino. “No será una fórmula la que nos salve, sino una Persona y la certeza que ella nos infunde” (Ibidem, n. 29). Cristo es el que nos salva. “El es el centro de la historia y del universo; él nos conoce y nos ama, compañero y amigo de nuestra vida, hombre de dolor y de esperanza; Él, ciertamente, vendrá de nuevo y será finalmente nuestro juez y también, como esperamos, nuestra plenitud de vida y nuestra felicidad” (Pablo VI. Homilia pronunciada en Manila el 29 de Noviembre de 1970).

Estamos en unos momentos en los que tenemos que reconocer y proclamar con valentía y sin complejos el valor y la belleza de la vocación cristiana. Hemos de vivir con gozo y ofrecer al mundo la radical novedad cristiana que se deriva del bautismo.

Muchas veces nos preocupa el que seamos pocos los que afirmamos con claridad nuestra fe en Cristo y en la Iglesia. Pero lo que más nos tiene que preocupar no es el ser pocos, sino el ser irrelevantes y marginales. La sal en las comidas es poca, pero da sabor; la cantidad de levadura en la masa es pequeña, pero la hace fermentar. Lo que tiene que preocuparnos es la mediocridad. “Si la sal se vuelve sosa sólo sirve para que la pise la gente”(Mt. 5,13). Lo que verdaderamente debe inquietarnos es el conformismo y la pasividad. La cultura dominante es muy seductora y uno cae muy fácilmente en sus redes. Tenemos que estar muy vigilantes para no sucumbir ante esa tentación. Tenemos que recuperar un cristianismo verdaderamente audaz e incisivo que reclame su puesto y su presencia pública en la sociedad. Es un deber de caridad: el mundo necesita esa presencia. La sociedad, dominada por una cultura que ahoga valores muy sagrados de la persona humana esta reclamando esa presencia activa y transformadora de los cristianos; y no se lo podemos negar. “La creación con expectación desea vivamente la manifestación de los hijos de Dios “ (Rom. 8,19).

Los cristianos tenemos el derecho y la obligación de hacernos oír en la sociedad. Es mucho lo que tenemos que ofrecer y no nos lo podemos guardar para nosotros por egoísmo o por miedo. Lo que hemos recibido gratis, lo hemos de dar gratis (cf. Mt. 10,8). Como cualquier ciudadano tenemos el derecho y la obligación de participar activamente en la vida pública y en los debates culturales, económicos y políticos poniendo de manifiesto la visión del hombre que brota de nuestra fe en Jesucristo. Tenemos que manifestar con todos los medios legítimos que tengamos a nuestro alcance el derecho a la vida de todo ser humano desde que es concebido hasta su muerte natural; tenemos que defender el valor de la familia tal como la ley natural y la revelación divina nos la presentan, tenemos que exigir el derecho de los padres a educar a sus hijos, según sus convicciones, sin intromisiones totalitarias de ningún gobierno; tenemos que sentirnos siempre muy cerca, poniéndonos en su lugar, de las personas más débiles y desvalidas defendiendo sus derechos y prestándoles nuestra voz; tenemos que reclamar para nosotros y para todos el derecho a la libertad religiosa y no permitir, con nuestro silencio, que nuestros símbolos religiosos más queridos sean profanados; tenemos, en fin, que trabajar por el bien común ofreciendo nuestra visión cristiana de la vida , que es patrimonio de todos, al servicio de la justicia y de la paz. Juan Pablo II nos decía: “Si sois lo que debéis ser, es decir, si vivís el cristianismo sin componendas, podréis incendiar el mundo” (Juan Pablo II. Jubileo del apostolado de los laicos, 26 de Noviemre de 2000). Y Benedicto XVI nos decía recientemente: “Llevad a este mundo turbado el testimonio de la libertad con la que Cristo nos ha liberado (cf. Gal.5,1). La extraordinaria fusión entre el amor a Dios y el amor al prójimo embellece la vida y hace que vuelva a florecer el desierto en el que a menudo vivimos”

Acudamos hoy con mucha confianza al Señor para que nos alcance la gracia de sentir el gozo y la belleza de la vida cristiana, y para que, dejándonos transformar por Él, contribuyamos con nuestro esfuerzo a la construcción de un mundo en el que, respetando las legítimas diferencias, resplandezca la dignidad del hombre, imagen de Dios.

Que la cruz salvadora de Cristo nos llene de su luz y todos los días podamos decir como el apóstol Pablo: “”vivo yo, pero no soy yo es Cristo quien vive en mi. Y, mientras vivo en esta carne, vivo en la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mi” (Gal. 2,19 sig.)

Que la santísima Virgen, Madre del Redentor y Madre nuestra, que junto a la cruz de su Hijo permaneció obediente a la voluntad del Padre interceda por nosotros y nos conduzca a la gloria de la resurrección. Amen.