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NATIVIDAD DEL SEÑOR
(Misa del día)

“A Dios nadie le ha visto jamás. El Hijo Unigénito que está en el seno del Padre nos lo ha revelado (...) De su plenitud hemos recibido gracia tras gracia”. En todo ser humano hay un deseo de infinito, hay una sed de amor y vida abundante. En el fondo de todo ser humano hay un profundo anhelo de ver a Dios. Pero a Dios nadie le ha visto jamás. El hombre trata de llenar su sed de plenitud de muchas maneras. Pero, aunque es verdad que todos necesitamos de los bienes materiales para poder vivir, sin embargo el afán desordenado de bienes materiales no es capaz de calmar esa sed. Y, aunque todos necesitamos encontrar respuesta a nuestra necesidad de afecto, no es dando rienda suelta a los afectos y dando satisfacción a cualquier sentimiento como llenamos la sed de amor que hay en el corazón. Y, aunque todos necesitamos un reconocimiento de nuestras cualidades y el ser valorados en nuestro trabajo profesional, cuando sólo centramos la vida en el trabajo tampoco llegamos a encontrar respuesta a nuestro deseo de vida y paz interior.

Hoy hay mucha gente que vive experiencias de una gran frustración. Buscan y no encuentran, tratan de llenarse de muchas cosas y en ninguna de ellas encuentran verdadera satisfacción. Y es que en realidad se cumple lo que nos decía S. Agustín: “Nos hiciste, Señor, para it y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en ti”.

Celebrar la Navidad con fe es vivir el gozo del encuentro con Aquel que ha venido a dar respuesta a nuestras preguntas: es encontrarnos con Aquel que ha venido a llenar nuestra sed de infinitud y a curar la herida del pecado para que recuperemos íntegramente nuestra dignidad de hijos de Dios. “A Dios nadie le ha visto jamás. El Hijo Unigénito que está en el seno del Padre es quien nos lo ha dado a conocer”. El misterio inefable de Dios se ha desvelado. La Palabra eterna del Padre, por la cual todo ha sido creado, se ha hecho carne. Aquella Palabra que existía desde el principio, que estaba en Dios y era Dios, ha venido a visitarnos. “La Palabra se ha hecho carne y habita entre nosotros y hemos contemplado su gloria, gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad”.

El drama de la humanidad es no querer recibir esa Palabra. “Vino a los suyos y los suyos no le recibieron”. La luz vino a las tinieblas, pero las tinieblas no quisieron recibir la luz. El peor de los pecados es cerrarse a la verdad. La mayor desgracia para el hombre es negarse a buscar la verdad, encerrándose en un modo de vida intrascendente y banal, relativizando todo y fabricándose pequeños oasis de aparente felicidad que, al final terminan por descubrir su propia falsedad.

Sin embargo a cuantos recibieron la Palabra, luz verdadera, les dio poder para ser hijos de Dios. Nosotros, por la misericordia de Dios, hemos recibido esta luz y hemos conocido el amor de Dios. Nosotros hemos experimentado cómo la vida del hombre se llena de esperanza cuando recibe a Jesús; y hemos visto cómo la gracia divina es capaz de curar las heridas que deja el pecado.

Vivir la Navidad es abrirse a la gracia que nos viene de Dios: es recibir a Dios, es acogerle, es dejar a un lado una vida superficial y egoísta que nos aparta de Aquel que da verdadero sentido a la vida.

Hay actitudes que tenemos que promover en nosotros para acoger la gracia que nos viene del Misterio de la Navidad.

La sencillez de corazón: “Te doy gracias Padre porque has revelado a los pequeños los misterios del reino”. Para entrar en el misterio de Belén hay que hacerse pequeño, hay que hacerse pobre, hay que hacerse niño.

La sinceridad con nosotros mismos: no pretender engañarnos “con grandezas que superan nuestra capacidad” (salmo 130); buscar al Señor con todo el corazón, entregarle no una parte de nuestra vida o unos momentos, abriéndonos a Él sólo en circunstancias especiales o cuando sentimos nostalgia de Él, sino dándole todo lo que somos.

El deseo y la necesidad de acudir a los cauces que la Iglesia nos ofrece para recibir la gracia divina.:
· el cauce de la oración: buscar el silencio interior, sentir la presencia de Dios, descubrirle en sus criaturas.
· El cauce de la Palabra divina: acudir a la Palabra con una actitud de escucha, no de una manera individual y subjetiva, sino en el seno de La Iglesia.
· Y, sobre todo, unirnos al Misterio de la Pascua del Señor, en al Eucaristía.

“Concede, Señor Todopoderoso, a los que vivimos inmersos en la luz de tu Palabra hecha carne, que resplandezca en nosotros la fe que haces brillar en nuestro espíritu” (Oración de Navidad)