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SOLEMNIDAD DEL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS
(Jornada de oración por la santificación de los sacerdotes)

Todos los textos litúrgicos de esta solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús son una proclamación de la grandeza del amor de Dios a los hombres manifestada en Cristo, cuyo corazón traspasado en la cruz fue la prueba máximo de su total entrega y la fuente de la que manaron los sacramentos de la Iglesia. “Concédenos recibir de esta fuente divina una inagotable abundancia de gracia” (Colecta)

La primera lectura, del profeta Oseas, habla del amor de Dios paternal y misericordioso, siempre fiel, a pesar de la ingratitud del hombre. “Yo enseñé a andar a Efraín, le alzaba en brazos y él no comprendía que yo le curaba (...) me inclinaba y le daba de comer” (Os. 11, 3-4.8-9). Es un amor lleno de ternura.

En la segunda lectura, el apóstol Pablo hace un acto de fe y de adoración ante la riqueza insondable que es Cristo y pide al Padre que de a conocer a los cristianos de Éfeso los tesoros de su gloria y los robustezca en lo profundo de sus ser: “Doblo las rodillas ante el Padre (...) pidiéndole que de los tesoros de su gloria, os conceda por medio de su Espíritu: robusteceros en lo profundo de vuestro ser; que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, que el amor sea vuestra raíz y vuestro cimiento (...) Ef. 3, 8-12; 14-19).

Y finalmente, en el evangelio aparece el misterio de Cristo clavado en la cruz, con el corazón abierto por la lanza del soldado. (cf. Jn. 19,31- 37)

La meditación de estos textos no invita a introducirnos en el misterio de Dios y de su amor, dejándonos transformar por él. Es el amor de un Dios que, nos ha dicho quien es y nos ha revelado su intimidad, a través de la encarnación de su Hijo. En Cristo, Dios se ha hecho visible. Sólo en la relación con Cristo podremos reconocer quien es verdaderamente Dios. Y, puesto que el amor de Dios ha encontrado su expresión más profunda en la entrega que Cristo hizo de su vida en la Cruz, al contemplar su sufrimiento y muerte podemos reconocer de manera cada vez más clara el amor sin límites de Dios por nosotros. “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo Único para que tengamos vida por medio de Él” (Jn.3,16). La devoción al Corazón de Jesús, es algo más que una devoción. En realidad, sólo se puede ser verdaderamente cristiano mirando “al que traspasaron” (cf. Zac. 12,10). La contemplación del “costado traspasado por la lanza”, en la que resplandece la voluntad de salvación sin límites de Dios no puede considerarse como una forma pasajera de culto o de devoción. Es, en su sentido más profundo, la adoración del amor de Dios, que ha encontrado en el símbolo del “corazón traspasado” una forma de devoción privilegiada para llegar a una relación viva con Dios. La experiencia del amor que surge del culto al Corazón traspasado del Redentor nos protege del riesgo de replegarnos egoístamente sobre nosotros mismos y nos hace más disponibles para entregar nuestras vidas a los demás .”En esto hemos conocido lo que es el amor: en que Él dio su vida por nsoostros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos” ( 1 Jn. 3,16) (cf. Hauriétis.Aquas. 62,38))

En la Solemnidad del Corazón de Jesús celebramos, en comunión con toda la Iglesia y por voluntad expresa del Santo Padre, la jornada mundial de oración por la santificación de los sacerdotes. Una jornada que nos ofrece la oportunidad de rendir un homenaje de gratitud a los sacerdotes que este año celebran sus bodas de plata sacerdotales y, a la vez, nos permite dar gracias a Dios por el don del sacerdocio, pedir por la santificación de los sacerdotes y reflexionar, junto con todos los fieles cristianos, sobre el significado y la misión del ministerio sacerdotal.

El Santo Padre Benedicto XVI, en su homilía de la Misa Crismal hizo una preciosa reflexión sobre el ministerio sacerdotal fijándose en los signos mediante los cuales la Iglesia nos entregó a los sacerdotes este sacramento. Con el gesto de la imposición de manos, decía el Papa, Jesucristo tomó posesión de cada uno de nosotros diciéndonos: “Tu me perteneces”. Y , al decirnos “tu me perteneces”, también nos estaba diciendo: “Tu estás bajo la protección de mis manos. Tu estás bajo la protección de mi corazón. Tu quedas custodiado en el hueco de mis manos y precisamente así te encuentras dentro de la inmensidad de mi amor. Permanece en el hueco de mis manos y dame las tuyas”.

En el gesto sacramental de la imposición de manos por parte del obispo fue el mismo Señor quien nos impuso las manos. Ese signo sacramental resume lo que es la vida del sacerdote. “En cierta ocasión, como sucedió a los primeros discípulos, todos nosotros nos encontramos con el Señor y escuchamos su invitación: “Sígueme”. Tal vez al inicio lo seguimos con vacilaciones, mirando hacia atrás y preguntándonos si era ese nuestro camino. Y tal vez en algún punto del recorrido vivimos la misma experiencia de Pedro después de la pesca milagrosa, es decir, nos hemos sentido sobrecogidos, ante la grandeza de la tarea y ante la insuficiencia de nuestra pobre persona, hasta el punto de querer dar marcha atrás: “Aléjate de mi, Señor, que soy un hombre pecador” (Lc.5,8). Pero luego, con gran bondad, el Señor nos tomó de la mano y nos dijo: “No temas. Yo estoy contigo”. No te abandono. Y tu no me abandones a mi”Tal vez en mas de
una ocasión a cada uno de nosotros nos ha acontecido lo mismo que a Pedro cuando, caminando sobre las aguas al encuentro del Señor, repentinamente sintió que el agua no lo sostenía y que estaba a punto de hundirse. Y, como Pedro, gritamos: "Señor, ¡sálvame!" (Mt 14, 30). (...) Pero entonces miramos hacia él... y él nos cogió la mano (...) Dejemos que su mano nos agarre con fuerza; así no nos hundiremos, sino que nos pondremos al servicio de la vida que es más fuerte que la muerte, y al servicio del amor que es más fuerte que el odio.(...)

El Señor nos impuso sus manos. El significado de ese gesto lo explicó con las palabras: "Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer" (Jn 15, 15). Ya no os llamo siervos, sino amigos (...)

Este es el significado profundo del ser sacerdote: llegar a ser amigo de Jesucristo. Por esta amistad debemos comprometernos cada día de nuevo. Amistad significa comunión de pensamiento y de voluntad. (...) Y esta comunión de pensamiento no es algo meramente intelectual, sino también una comunión de sentimientos y de voluntad y por tanto también es una comunión en el obrar.

Los evangelistas nos dicen que el Señor en muchas ocasiones -durante noches enteras- se retiraba "al monte" para orar a solas. También nosotros necesitamos retirarnos a ese "monte", el monte interior que debemos escalar, el monte de la oración. Sólo así se desarrolla la amistad. Sólo así podemos desempeñar nuestro servicio sacerdotal; sólo así podemos llevar a Cristo y su Evangelio a los hombres.

El simple activismo puede ser incluso heroico. Pero la actividad exterior, en resumidas cuentas, queda sin fruto y pierde eficacia si no brota de una profunda e íntima comunión con Cristo.(...)

Ya no os llamo siervos, sino amigos. El núcleo del sacerdocio es ser amigos de Jesucristo. Sólo así podemos hablar verdaderamente in persona Christi, (...) Ser amigo de Jesús, ser sacerdote significa, por tanto, ser hombre de oración. Así lo reconocemos y salimos de la ignorancia de los simples siervos. Así aprendemos a vivir, a sufrir y a obrar con él y por él.

La amistad con Jesús siempre es, por antonomasia, amistad con los suyos. Sólo podemos ser amigos de Jesús en la comunión con el Cristo entero, con la cabeza y el cuerpo.”

Ser sacerdote significa convertirse en amigo de Jesucristo, y esto cada vez más, con toda nuestra existencia. El mundo tiene necesidad de Dios, no de un dios cualquiera, sino del Dios de Jesucristo, del Dios que se hizo carne y sangre, que nos amó hasta morir por nosotros, que resucitó y creó en sí mismo un espacio para el hombre. Este Dios debe vivir en nosotros y nosotros en él. Esta es nuestra vocación sacerdotal: sólo así nuestro ministerio sacerdotal puede dar fruto.” (cfr. Homilía Misa Crismal. 2006)

Realmente cuando el sacerdote vive con integridad su entrega sacerdotal, su vida se convierte en experiencia permanente del amor de Dios. Es el amor de Dios el que nos sostiene en nuestra debilidad. Es el amor de Dios el que nos hace sentir la alegría del pastor que da su vida por las ovejas, especialmente cuando vemos que un pecador se convierte o que un hombre perdido descubre por fin, en Cristo y en la Iglesia, la salvación y el hogar tantas veces añorado. En medio de las dificultades y del cansancio el Señor nos hace sentir constantemente su consuelo, cuando fiándonos totalmente de Él ponemos en sus manos nuestras vidas y nos dejamos conducir por Él.

El Papa nos invitaba a recordar también ese momento de nuestra ordenación en el que nuestras manos eran ungidas con el santo crisma, signo del Espíritu Santo y de su fuerza. Si las manos del hombre representan simbólicamente, decía él, su facultades, su capacidad de poder dominar el mundo, cuando estas manos son ungidas se convierten en signo de su capacidad de entrega y de donación. Con la unción, las manos del sacerdote se llenan de creatividad para modelar el mundo con el amor de Dios. Una capacidad y una creatividad que sólo son posibles por el don del Espíritu Santo. Por la unción con el santo crisma, nuestras manos, es decir, nuestra capacidad de transformar el mundo, con nuestra inteligencia y nuestra afectividad y nuestra imaginación se convierten en instrumentos dóciles del Espíritu Santo para llevar a los hombre a Cristo, manantial vivo del amor divino.

Démosle gracias a Dios en este día por el don del sacerdocio y recibamos ese don con verdaderos deseos de santidad. Pidamos por la santificación de todos los sacerdotes para que la Iglesia entera pueda sentir, por nuestro ministerio, la cercanía de Jesucristo Buen Pastor.

La solemnidad del Corazón de Jesús nos invita a vivir la inmensa alegría, esa alegría que supera a cualquier otra: la alegría de la caridad, la alegría de la entrega incondicional a los demás. Cada mañana podemos decir, al comenzar el día: “Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas”. El Señor nos hace contemplar, en cada jornada, cómo en nuestro ministerio sacerdotal, a pesar de nuestra debilidad, de nuestra pobreza e incluso de nuestro pecado, el Señor sigue manifestando a los hombres las maravillas de su amor.

Nuestra vida es, queridos hermanos sacerdotes, un misterio de predilección divina y un don de su misericordia. En nosotros se cumple la Palabra de Dios que escuchó el profeta Jeremías: “Antes de haberte formado en el seno materno te conocía y antes de que nacieses te tenía consagrado; yo te constituí profeta de las naciones .” (Jer.1,5).

Y, esta especial predilección, esta inmensa gracia del sacerdocio nos está pidiendo a los sacerdotes una generosa correspondencia. No podemos ni debemos escatimar esfuerzos. Los hombres necesitan y desean contemplar en el sacerdote el rostro de Cristo. Los hombres necesitan y desean encontrar en el sacerdote a la persona que, como nos dice la carta a los hebreos esté puesta “a favor de los hombres en lo que se refiere a Dios”. ¡Ojalá pudiéramos siempre decir los sacerdotes las palabras de S.Agustín: “Nuestra ciencia es Cristo y nuestra esperanza también es Cristo. Es Él quien infunde en nosotros la fe con respecto a las realidades temporales y es Él quien nos revela esas verdades que se refieren a las realidades eternas” (De Trinitate 13. 19. 24)

Que la Virgen Santa María, Reina de los Apóstoles, Madre de los sacerdotes interceda por nosotros para que , en el Corazón de Cristo, como sus amigos más íntimos, llenos de su amor, ofrezcamos a los hombres por nuestro ministerio sacerdotal la riqueza inagotable de su misericordia. AMEN.