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SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI

“Glorifica al Señor Jerusalén, alaba a tu Dios Sión (...) Él ha puesto paz en tus fronteras y te sacia con flor de harina” (Sal. 147).

La fiesta del Corpus Christi, celebrada solemnemente en esta plaza de la Magdalena y la procesión posterior por las calles de nuestra ciudad proclamando públicamente nuestra fe en la presencia real de Jesucristo en el Pan y en el Vino consagrados, nos llena de alegría y de gratitud, nos hace conscientes de nuestra condición de miembros de la Iglesia que peregrina en medio del mundo unida íntimamente su Señor, y despierta en todos nosotros el deseo y el compromiso de hacer llegar a nuestros hermanos la revelación del amor divino que estos sagrados misterios nos revelan. ”En este sacramento celebramos la memoria del inmenso y sublime amor que Cristo mostró en su pasión” (Sto. Tomás de Aquino. Oficio de lecturas)

Pedimos al Señor, en este día, que nos haga experimentar los frutos de la redención.“Te pedimos Señor que nos concedas venerar de tal modo los sagrados misterios de tu Cuerpo y de tu Sangre que experimentemos constantemente en nosotros los frutos de tu redención”. Experimentar los redención significa reconocer que en Cristo hemos sido salvados del pecado. Y significa también que hemos de convertirnos en instrumentos vivos, en manos del Señor, para hacer llegar a todos los hombres, como miembros de Cristo, la vida, la salvación y la esperanza que en Él hemos encontrado.

Realmente la Eucaristía nos revela el Misterio de nuestra redención. Y nos lo revela porque, en la Eucaristía, el Señor nos ha dejado el memorial de su pasión y muerte en la cruz, por la cual el pecado fue definitivamente vencido. Y, al ser vencido el pecado, fue también vencida la muerte y quedaron abiertas para el hombre las puertas de la vida. En la Eucaristía, el Señor, muerto en la cruz por nuestros pecados, se nos manifiesta vivo y resucitado en medio de nosotros, edificando la Iglesia, realizando, por el don de su Espíritu, el milagro de la unidad y alimentándonos, con su Cuerpo y con su Sangre, en el camino de la vida, para ser testigos valientes de su Palabra salvadora.

Existe una estrecha relación entre la Eucaristía y la Iglesia. Y, entre la Iglesia y la evangelización. Quien, de una manera consciente se alimenta del pan eucarístico, se convierte en misionero y evangelizador. Al unirse a Cristo, la Iglesia y, en ella, cada uno de nosotros, se convierte en sacramento de salvación para la humanidad. Se convierte en obra de Cristo, en luz del mundo y en sal de la tierra. La misión de Cristo, su Palabra y su vida continua en su Iglesia. “Como el Padre me envió, así os envío yo” (Jn. 20,21). Por su unión con Cristo, la Iglesia recibe toda la energía necesaria para seguir creciendo y para continuar su misión perpetuando en la Eucaristía el sacrificio de la Cruz. La Eucaristía edifica y sostiene permanentemente a la Iglesia. La Eucaristía es el centro del proceso de crecimiento de la Iglesia. “Cuantas veces se celebra en el altar el sacrificio de la cruz, en el que Cristo nuestra pascua, fue inmolado ( 1 Cor. 5,7), se realiza la obra de nuestra redención. El sacramento del pan eucarístico significa y al mismo tiempo realiza la unidad de los creyentes, que forman un solo cuerpo en Cristo” (cf. 1 Cor 10,17). Y los impulsa hacia la evangelización.

En la Última Cena, Jesús nos dice: “Tomad y comed, esto es mi Cuerpo”. Nos habla del Pan que se convierte en su Cuerpo. Y su apóstol Pablo, nos dirá, en sus cartas, que la Iglesia es el Cuerpo de Cristo. Ambas afirmaciones son exactas. Realmente , lo que celebramos en el altar del Señor es el misterio mismo de la Iglesia. Cuando al acercarnos a recibir el Cuerpo del Señor se nos muestra el Pan consagrado, decimos “amen”. Y al decir este “amén”no sólo estamos haciendo un acto de fe en la presencia real de Cristo en ese Pan que se nos muestra sino que también estamos reconociendo que nosotros mismos unidos a nuestra Cabeza que es Cristo, nos convertimos en su propio cuerpo. Al mostrarnos el pan consagrado se nos esta diciendo: tu tienes que ser un auténtico miembro de Cristo para que tu “amen” sea verdadero. Al comulgar nos hacemos uno con el Señor y nos hacemos miembros de su Cuerpo que es la Iglesia para prolongar en el mundo, como evangelizadores valientes, su presencia salvadora. Sabemos que en el altar el Cristo-Cabeza está realmente presente. Pero sabemos también que, en torno al altar, la Iglesia se hace también presente, no de una forma real o física, sino de una manera mística, como Cuerpo Místico de Cristo, en virtud de la íntima conexión con Cristo su cabeza. En el altar, por tanto, se hace presente el Cuerpo real de Cristo y también su Cuerpo Místico que es la Iglesia. En el altar se realiza y edifica constantemente el Misterio de la Iglesia y brota permanentemente el manantial de vida que hace posible la evangelización.

En la celebración de la Eucaristía aparece constantemente la íntima relación entre el Cuerpo real de Cristo, su Cuerpo Místico que es Iglesia y la evangelización como energía vital que brota de esa unión íntima entre Cristo y su Iglesia.

Pero hay tres momentos en los que esta íntima relación aparece con una especial claridad.

Aparece con mucha claridad en el ofertorio. El ofertorio es el momento en el que la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo, a imitación de Jesús su Cabeza, se ofrece al Padre. El pan y el vino ofrecidos son “fruto de la tierra y del trabajo del hombre”. Fruto de la tierra porque también la tierra, es decir, la creación, participa en la Eucaristía. La creación, que salió de la manos del Creador llena de belleza y de bondad, debe volver, nuevamente hacia Aquel que le dio vida. Pero debe volver unida al trabajo del hombre. Porque la tierra, después del pecado, se hizo hostil para el hombre y sólo ahora, el hombre redimido puede devolver a la creación toda su belleza y orientarla hacia Dios según su proyecto lleno de sabiduría, haciendo que la creación sirva al hombre en su camino hacia Dios; y todas la criaturas se unan en un único canto de alabanza. La Eucaristía nos hace descubrir la armonía de la obra creadora de Dios y nos invita a hacer de nuestro trabajo cotidiano, no siempre fácil, una participación en la obra del Creador. En el pan y vino ofrecidos en el altar está todo nuestro esfuerzo diario y todas nuestras tareas cotidianas vividas con amor y cansancio, pero llenas, por la gracia redentora de Cristo, de obediencia y fidelidad al plan de salvación revelado por nuestro Señor, que no es otro que la “gloria” del hombre, imagen suya y el respeto a su dignidad.

La gotas de agua que se mezclan con el vino son también un signo de la dignidad del hombre y de su vocación a participar en la vida divina. “El agua unida al vino sea signo de nuestra participación en la vida divina de quien ha querido compartir nuestra condición humana”. Esas gotas de agua que ponemos en el cáliz expresan nuestros esfuerzos , nuestras pruebas, nuestras alegrías, proyectos y esperanzas, que se unirán íntimamente al Cáliz de la Sangre de Cristo para hacernos partícipes con Él del Misterio de la Redención y para convertir nuestros sufrimientos y alegrías en fuente de vida y salvación para todos los hombres. Todo lo que hagamos, unidos al Señor y a su sacrificio redentor se convierte en fuente de redención para el mundo y camino de santidad para nosotros.

Un segundo momento es la consagración. En el momento de la consagración la persona del sacerdote se identifica de tal manera con Cristo que sus palabras son las palabras del mismo Cristo: “Tomad y comed, esto es mi Cuerpo (...) Tomad y bebed, esta es mi sangre”. Pero al decir estas palabras, el sacerdote no está sólo. El sacerdote está con toda la Iglesia. Podemos decir que quien pronuncia estas palabras no es sólo el Cristo del Cenáculo, sino que es el Cristo total , el Cuerpo Místico de Cristo, Cabeza y miembros. Es el Cristo total, Cabeza y miembros quien dice estas palabras no sólo para nosotros sino para el mundo entero. Son palabras, por tanto, que comprometen a la Iglesia entera. En la consagración, toda la Iglesia está diciendo al mundo: “Tomad y comed este es el Cuerpo de Cristo, el Cuerpo Místico de Cristo, que esta vivo en la Iglesia y se os ofrece a vosotros . Esta es la Iglesia de Cristo que se entrega a vosotros para que tengáis vida abundante. Tomad y bebed esta es mi sangre, es decir, esta es la vida de Cristo que, en la Iglesia, en su sacramentos, en la vida de sus consagrados, en el trabajo de sus misioneros, en la entrega llena de amor de sus catequistas, en el testimonio abnegado y feliz de muchos matrimonios que, con su amor mutuo, manifiestan sacramentalmente el amor de Cristo a la Iglesia y engendrando, educando y trasmitiendo la fe a sus hijos hacen que la Iglesia crezca en el mundo. Esta es mi sangre, esta es mi vida, la vida misma de Cristo, que se entrega por vosotros.

En la consagración, el Cristo total, Cabeza y miembros, está diciendo a todos los hombres: “ Tomad y bebed esta es mi vida, la vida de la Iglesia que se entrega al mundo, y que, como la sangre de Cristo en la cruz, se derrama sobre vosotros. Esta es la sangre de la Alianza nueva y eterna que será derramada sobre vosotros para la salvación del mundo”.

Y cuado el sacerdote dice en la consagración “haced esto en memoria mía”, todos nosotros, Iglesia de Cristo, hemos de sentirnos interpelados y animados a hacer por los demás lo que Cristo hizo por nosotros. Hemos de amar como Él nos amó.Y hemos de completar en nuestra carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, para bien de su Cuerpo que es la Iglesia. (cf. Col,1,24).

El tercer momento, en que aparece con particular intensidad la unión íntima entre Eucaristía, Iglesia y evangelización es el momento de la comunión. La comunión construye a la Iglesia, en el sentido en que significa, manifiesta y realiza su unidad y cumple el deseo de Jesús: “que todos sean uno, como Tu Padre en Mi y Yo en Ti”. Hay un vínculo profundo entre consagración y comunión. Cristo se nos da como alimento en la comunión, porque antes, en la consagración, memorial de la cruz, entregó su Cuerpo al Padre como sacrificio por nosotros. El Cuerpo y la Sangre de Cristo que recibimos en la comunión, es un Cuerpo entregado al Padre, por nosotros, en la cruz, y una sangre derramada por nosotros y ofrecida al Padre por nuestra salvación. Por eso, cuando comulgamos, nos haremos capaces de darnos y entregarnos, los unos a los otros, solamente, si nos unimos antes al sacrificio de Cristo. Sólo es posible cumplir el mandamiento del Señor de amarnos los unos a los otros, si unidos a Él, en la cruz, amamos como Él, hasta dar la vida Sólo hay amor verdadero si hay cruz verdadera. Y sólo es posible la cruz verdadera, cuando llenos de la gracia y el don del Espíritu Santo nos unimos a Cristo en la Cruz y nos convertimos con Él en víctima que se inmola para la salvación del mundo. En esto consiste la espiritualidad de comunión, a la que con tanta insistencia nos invita hoy la Iglesia. Sólo hay verdadera comunión si estamos dispuestos, con Cristo, a dar la vida los unos por los otros.

Hoy es el día del “Amor Fraterno”, “Día Nacional de Caridad”. Día de Cáritas. El Ministerio de la Caridad, nace de la Eucaristía y se nutre de la Eucaristía. Que la contemplación del Misterio Eucarístico nos haga crecer en el amor y nos impulse a poner nuestra mirada, de una manera especial, en los que más necesitan amor: en los pobres, en los débiles, en los desvalidos ... en todos lo que más necesiten nuestra ayuda y nuestro afecto. Y que bebiendo de este manantial de amor que es la Eucaristía, nuestras “caritas”, diocesana y parroquiales, sea cada día el mejor instrumento para hacer visible en nuestra diócesis el amor a los pobres.

Que la Virgen, mujer eucarística, nos lleve a Jesús y nos vaya descubriendo, cada día, sus entrañas de misericordia para que, unidos a Él, seamos en el mundo reflejo de ese amor. La Eucaristía, como el canto de María, es ante todo alabanza y acción de gracias. Cuando María exclama: “proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador” lleva a Jesús en su seno. Alaba al Padre “por” Jesús, pero también lo alaba “en” Jesús y “con” Jesús. Esta es la verdadera “actitud eucarística”: alabar al Padre “por” Jesús, “con” Jesús y “en” Jesús. Que ella nos alcance del Señor la gracia de vivir también nosotros esta misma actitud. Amén