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VIERNES SANTO - 2006

La lectura de la Pasión del Señor siempre nos conmueve y hace que surja en nosotros la pregunta: ¿ Por qué sucedió todo esto? ¿ por qué murió Jesús en la cruz de una manera tan cruel? ¿ qué significado tiene todo esto? ¿ qué tiene esto que ver con mi vida?

La explicación del drama de la cruz nos la da el mismo Jesús en la Última Cena al bendecir el pan y el vino, antes de entregárselo a sus discípulos: “Este es mi cuerpo que será entregado por vosotros... este es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna que será derramada por vosotros”(Lc. 22.19-20). Es el mensaje que hallamos muchas veces en las cartas de Pablo y en el libro del Apocalipsis: Jesucristo nos ha redimido con su muerte.

Una vez más tenemos que preguntarnos: ¿qué significa redimir? ¿qué significa que Jesús con su muerte me ha redimido? Y para responder a esta pregunta hemos de ir muy atrás. Hemos de empezar por meditar las primeras palabras de Sagrada Escritura: “Al principio creó Dios los cielos y la tierra. Crear significa sacar de la nada. Significa que antes de la creación, antes de que Dios creara el mundo, no había absolutamente nada, ni materia, ni energía, ni imágenes de ningún tipo, no había realmente nada. Ni era necesario que hubiera nada. Fuera de Dios no hay necesidad de que exista nada. Él es el Uno y el Todo. Él lo llena todo con su presencia. Todo lo que existe viene de Dios. El hombre puede transformar lo real o producir imágenes en el espacio irreal de la fantasía, o en el espacio llamado virtual, pero igualmente irreal, de la electrónica. Pero el hombre es completamente incapaz de hacer que exista lo que no existe, de poner en el ser lo inexistente. Es incapaz de crear de la nada. La nada para él es algo incompresible, es como un muro. Sólo Dios tiene una verdadera relación con la nada, porque sólo Él puede sacar de ella una esencia y una existencia. El hombre conoce de la nada tan sólo la ausencia de sus relaciones con ella.

Pues bien, si sólo Dios puede dar el ser y mantener en el ser, el hombre que es obra de sus manos, solo tiene consistencia porque Dios se la da y sólo puede vivir si Dios le da la vida. El hombre sólo puede vivir por Dios. Pero el hombre cayó en el pecado. Y al caer en el pecado quiso suprimir la verdad esencial de su existencia. El hombre quiso ser autónomo. Quiso ser “como dios”, quiso ser “dios”. Se alejó de Dios en un sentido verdaderamente dramático. Se alejó de la realidad y se aproximó a la nada. Se alejó de Aquel que da el ser y se hundió en el vacío. La primera nada de la que Dios había sacado al hombre era la “nada buena”, pura y transparente; era sencillamente la no existencia de algo. Pero ahora, con el pecado, aparece en el horizonte la “nada mala”, la del pecado, la de la insensatez, la de la destrucción, la de la muerte, la del vacío. El hombre
hundido en el pecado se va como deslizando hacia el abismo de la nada, sin alcanzarla jamás, puesto que ello significaría su aniquilamiento. Y el hombre no habiéndose creado él a sí mismo tampoco puede anularse.

Pero la misericordia entrañable de nuestro Dios no quiso dejar al hombre en ese terrible abandono y por eso en Cristo Jesús “nos visitó el sol que nace de lo alto para iluminar a los que vivían en tinieblas y en sombras de muerte”. Dios que es Amor y fuente de amor, ha seguido al hombre en su dramático extravío, como nos los describe la parábola del pastor que busca a la oveja perdida o la parábola del padre que espera con anhelo cada día, el regreso del hijo pródigo (Lc.15). Dios ha seguido al hombre hasta el reino del abandono y de la nada maligna, hasta ese reino en que el hombre, como consecuencia de su obrar, se veía cada vez más atrapado. Dios no se limitó simplemente a dirigirle una mirada de amor compasivo, no se limitó a llamarle y atraerle, sino que descendió personalmente a las tinieblas. Desde le momento en que la Palabra se hizo carne, hubo entre los hombres, un ser, nacido en las entrañas virginales de María, que era Dios y hombre verdadero, puro como Dios, pero cargado con la responsabilidad de los hombres, asumiendo en su propia humanidad santísima, que jamás había conocido el pecado, el pecado de toda la humanidad.

El Señor, en la cruz, sin tener culpa, cargó con la culpabilidad de todos. Porque era el único capaz de hacerlo. Y ¿por qué fue esto así?. Pues porque el hombre-sólo-hombre, no es capaz de ello, no es capaz de cargar con esa culpa y no es tampoco capaz de sanarla.. El hombre-sólo-hombre es más pequeño que su pecado. Porque el pecado, al ser ofensa al Dios infinito, adquiere también unas dimensiones infinitas, que el hombre en su pequeñez es incapaz de reparar. El hombre-sólo-hombre puede cometer pecado, pero no puede tener conciencia del mal que produce con ese pecado.

El hombre cuando peca, aunque sepa que hace mal, no es capaz de calcular la importancia que eso tiene, en cuanto que es ofensa a Dios y es apartarse de Aquel que la da la vida. Y, por tanto, tampoco es capaz, de repararlo, es decir, de remediar la tragedia que ha desencadenado. A pesar de haber cometido el pecado, el hombre-sólo-hombre es completamente incapaz de cargar con las consecuencias y, por tanto, con la culpa de lo que ha hecho; y es completamente incapaz de repararlo con su vida. A pesar de ser él quien lo ha cometido no puede incorporarlo a su vida ni repararlo viviendo. El hombre se entristece, se angustia, se desespera ante el pecado, pero se siente impotente ante él. El mal que ha provocado, le supera. Sólo Dios puede dominar el pecado. Sólo Él es capaz de penetrarlo, hasta sus mismas raíces, de medirlo en todas sus dimensiones y de juzgar toda su malicia.

Dios ha querido juzgar el pecado en toda su malicia y al mismo tiempo salvar al hombre. Y eso sólo ha sido posible en Jesucristo, Dios y Hombre. La humanidad de Cristo carga con el pecado y su divinidad los destruye. Y así se inicia, también por la Palabra, pero esta segunda vez hecha hombre, un segundo Génesis, una nueva creación, una nueva humanidad, liberada por fin y definitivamente del pecado.

Jesucristo quiso someterse por amor, con plena conciencia, con entera libertad y con un corazón humano y sensible a aquella caída del hombre en el abismo de la nada, consecuencia de su rebelión contra Dios y que sólo podía llevarle a la desesperación y al aniquilamiento. En ese aniquilamiento del pecado entró Jesús. Y entró hasta sus abismos más profundos, hasta el punto de llegar a gritar desde la cruz: “Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado”. Jesús, en su humanidad, fue realmente aniquilado. Murió en la flor de la vida. Su obra fue asfixiada en el momento en que empezaba a florecer. Le arrebataron sus amigos; y su honor y dignidad fueron pisoteados. No tenía nada y ya no era nada mas que un gusano de la tierra y no un hombre. Descendió a los “infiernos” en un sentido tan profundo que resulta difícilmente expresable: a los infiernos de la nada y del aniquilamiento. Pero descendió a ellos como libertador. El Hijo amado del Padre llegó hasta los abismos más profundos del mal, para sanar el mal en su raíz, para sacar a los hombres de ese abismo en el que se habían metido y devolverles su auténtica dignidad de hijos de Dios. Desde el abismo profundo de esa nada surge la nueva creación, surge la recreación de lo ya existente, que estaba a punto de sumergirse en la nada. En el Señor Jesús, en virtud de la omnipotencia divina, se va a producir una trasmutación de la existencia: el hombre-Dios aniquilado en la cruz se va a convertir en el hombre nuevo, que abre a todos los hombres encerrados en el pecado los cielos nuevos y la tierra nueva.

¡Jesucristo en la cruz! Nadie podrá jamás llegar a comprender este misterio tan inefable. Desde que Jesús ha muerto en la cruz todo empieza a ser nuevamente verdadero y la realidad adquiere sus auténticas dimensiones. En la cruz ha sido aniquilada la mentira. En la cruz “el mundo es juzgado como reo y el crucificado exaltado como juez poderoso” que va a restaurar todas las cosas devolviéndoles su verdad original. Cristo en la cruz, entregó su vida por amor y su amor nos ha salvado.

Si alguien nos preguntara:¿qué es seguro? ¿tan seguro que podamos entregarnos a ello a ciegas? ¿Tan seguro que pueda ser la raíz y el fundamento de todas las cosas? Nuestra respuesta será siempre: la único seguro es el amor de Jesucristo. Ni nuestras personas más queridas, ni la ciencia, ni la filosofía, ni el arte, ni las más altas manifestaciones del genio humano. Nada es seguro. Todo nos puede fallar. Sólo el amor de Cristo es seguro. Y sólo por el amor de Cristo sabemos que Dios nos ama y nos perdona. En verdad, sólo es seguro lo que se manifiesta en la cruz y en el corazón lleno de amor que en ella palpita. El Corazón de Jesús es el
principio y fin de todas las cosas. En el Corazón de Cristo, en su amor hasta el extremo, todo se sustenta y todo es verdadero.

Dejémonos arrastrar por esa fuente inagotable de amor que es el Corazón de Cristo, adorémosle, démosle gracias, y en Él, por el don del Espíritu, con un corazón nuevo, apoyados en la certeza de su amor, pongamos todo nuestro ser, edifiquemos la Iglesia y seamos con Él artífices de la creación nueva.

Con la Virgen María estaremos esta tarde y mañana, hasta la Vigilia Pascual, meditando el drama del pecado, que llevó a Cristo a la cruz y contemplando con profunda gratitud el amor inmenso de Dios, que no quiso abandonarnos y en su Hijo Jesucristo, nuevo Adán, reconstruyó a la humanidad caída.

En la cruz Cristo nos entregó a María como Madre. Que ella nos acompañe siempre y jamás permita que nos apartemos de su Hijo que murió por nosotros y continuamente nos renueva y nos hace renacer en su Iglesia Santa, nacida de su amor. Amén.