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JUEVES SANTO – 2006

El jueves santo está todo él centrado en el recuerdo de la Cena del Señor. La liturgia de este día nos invita a la gratitud, a la confianza, al amor y a la adoración. Dios ha querido convocarnos esta tarde para conmemorar aquella Cena memorable en la que Jesucristo su Hijo confió a su Iglesia el banquete de su amor, el sacrificio de la Nueva Alianza. Al comenzar la celebración le hemos pedido que la conmemoración de estos misterios nos lleve a alcanzar plenitud de amor y de vida. (cfr. Oración Colecta).

El centro de este día es la Eucaristía. Y la Eucaristía es Jesucristo mismo, entregándose por nosotros. La Eucaristía es Jesucristo entregado por nosotros en su pasión y en su cruz para darnos vida y para hacer posible que participemos con Él en su resurrección gloriosa. Toda la existencia cristiana ha de vivir de la Eucaristía. La Eucaristía es nuestro alimento, es nuestra vida , es nuestra esperanza. No podemos vivir sin la Eucaristía.

La Eucaristía es revelación de la intimidad divina. En ella descubrimos todo el amor que Dios nos tiene y descubrimos cual ha de ser nuestra actitud ante Jesucristo. Y es que el cristiano no debe situarse delante de Jesucristo, sino que debe situarse en Jesucristo. “En Él vivimos, nos movemos y existimos”. La Eucaristía nos revela que nuestro vivir ha de ser un vivir en Cristo. La vida del cristiano es una vida en Cristo. Así lo entendía S. Pablo cuando llega a decir: “ para mi la vida es Cristo”. Nuestra vida es Cristo. Nuestro vivir tiene que ser un vivir en Cristo y para Cristo.

En el discurso de despedida, que sigue a la escena del lavatorio de los pies y que nos relata el evangelista S. Juan, Jesús les dice a sus discípulos: “Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mi no de fruto, lo cortará; y todo el que de fruto lo podará para que de más fruto (...) Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mi y yo en él, ese da mucho fruto porque sin mi no podéis hacer nada (...) Como el Padre me ha amado así os he amado yo, permaneced en mi amor” (Jn.15,1-10).

Realmente lo que las palabras del Señor nos manifiestan es que sin Él no puede haber vida verdadera. Él es el Viviente, el que da vida, el que hace posible que nosotros vivamos. Por eso dice: “El que permanece en mi, ese da mucho fruto, porque sin mi no podéis hacer nada”. Cristo es esencialmente viviente y creador de vida. Él es el Pan de la vida. Él es la resurrección y la vida. Él es el camino, la verdad y la vida. Él es la Vida misma. (cfr. Jn.11,25) Él es la fuente divina de la nueva vida en la cual deben participar todos los que creen en Él (cfr.Jn. 11,26). La otra vida, es decir, la vida que viene de nosotros, es una vida que conduce a la muerte . Es una vida precaria, frágil, inconsistente, que poco a poco se va desvaneciendo y se va precipitando en la nada. Sin embargo la vida, en Cristo, es vida que crece en nosotros y crece hasta la vida eterna. Es un vida que produce frutos abundantes de caridad, de alegría y de paz. La vida en Cristo es una vida que llena el corazón de plenitud.

Lo que hoy celebramos, al contemplar al Señor, rodeado de sus discípulos entregándoles el pan y el vino y diciéndoles “Tomad y comed, esto es mi Cuerpo que será entregado por vosotros (...) Tomad y bebed, esta es mi Sangre que será derramada por vosotros” es la vida de Cristo entregada en la cruz, permanentemente reproducida y actualizada por la Iglesia en el Misterio Eucarístico.

Y esto es posible porque el Señor al decir a sus apóstoles: “Haced esto en memoria mía” instituyó el sacramento del Orden y por medio de él, quiso perpetuar sacramentalmente su presencia, como Pastor, en unos hombres elegidos por Él para anunciar el evangelio y para renovar cada día el sacrificio de su Cuerpo entregado y de su Sangre derramada para la vida del mundo.

Hoy, Jueves Santo, es también el día en el que tenemos que dar muchas gracias al Señor por regalar a su Iglesia el ministerio sacerdotal, por medio del cual su Palabra es anunciada y experimentamos constantemente su presencia viva en la Eucaristía y su misericordia en el sacramento de la reconciliación. Cada vez que un sacerdote repite las palabras del Señor, el misterio de su pasión se hace presente entre nosotros. La Pasión del Señor, enraizada en la eternidad, entra en la liturgia de tal manera, que podemos decir que en este Pan y en este Vino, que acaban de ser consagrados, están verdaderamente el Cuerpo y la Sangre del Señor. Y podemos decir también que comiendo este Pan y bebiendo este Cáliz, participamos de la vida de Cristo, vivimos la vida de Cristo, nos convertimos en sarmientos unidos a la vid y podemos crecer por la sabia que nos trasmite. Y, así, unidos a Cristo, viviendo la vida de Cristo, nos unimos, en Cristo, a la Iglesia entera y somos con Cristo, como Cabeza, el Cuerpo de Cristo, para la salvación del mundo.

En el discurso del Pan de Vida, ya el Señor había dicho: “El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mi y yo en él, y yo le resucitaré el último día” (Jn. 6,51-54). Y sabemos que esas palabras provocaron un gran escándalo y que, a partir de ese momento muchos le abandonaron. La Eucaristía siempre provoca escándalo. Porque nos introduce en el Misterio de un Dios, que no ha sido inventado por el hombre. No es el “dios” hecho a la medida de los hombres, sino el Dios que desborda las limitaciones de nuestros cortos razonamientos y se acerca a nosotros; y se nos muestra como verdadero derroche de amor. Por eso cuando queremos meter a Dios en nuestra mente, nuestros razonamientos fracasan, pero cuando nuestro corazón se abre a la fe nos damos cuenta de que las palabras del Señor son verdaderamente palabras de vida eterna, que iluminan nuestra mente y la abren a verdades inefables.

Ante un Misterio tan grande no podemos quedar indiferentes. Nuestra vida necesariamente tienen que cambiar. Vivir de la Eucaristía es vivir, en Cristo un vida nueva. La Eucaristía nos invita a la conversión

Ya el Señor, en la misma Cena, con el gesto del lavatorio de los pies, que reproduciremos dentro de un momento; y después, con el mandamiento nuevo del amor, nos dice cómo ha de ser esa vida nueva.

Para que la Eucaristía sea verdaderamente el centro de la vida cristiana , es necesario acoger también la llamada del Señor a la conversión y reconocer nuestros propios pecados, en el sacramento del perdón. Continuamente tenemos que convertirnos al amor y a la misericordia. Tenemos que salir de esa mentalidad egoísta que nos cierra a los hermanos para situarnos, como hizo el Señor, en la actitud del servidor. Después de lavarles los pies el Señor les dice. “Si Yo el Maestro y Señor os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies los unos a los otros” (Jn.13,1-15)

Realmente el gesto del lavatorio está cargado de significado y simbolismo. Y nos ayuda a entender la vida nueva que brota de la Eucaristía. Vivir la Eucaristía es compartir con Cristo su entrega a los hombres. Es amar, como Él nos ha amado.

El lavatorio de los pies debió ser desconcertante para los discípulos. Es un gesto que trastorna por completo las relaciones y comportamientos habituales entre el maestro y los discípulos. Jesús mismo dirá que lo normal es que el maestro sea honrado y servido. Pero Él realiza con sus discípulos un gesto de siervo y de esclavo. Y si lo contemplamos, sabiendo que Jesús es el Señor, el Hijo de Dios, Dios mismo entre nosotros, el desconcierto es mayor. Vemos a un Dios sirviendo a los hombres. Un Dios que se pone a merced de los hombres, se pone a sus pies. El que vino de Dios y a Dios retorna, se pone en la actitud humilde de servir al hombre, incluso de servir a aquel que sabe que le va a traicionar. El lavatorio nos pone ante el “Misterio” de un Dios que se manifiesta sirviéndonos. El lavatorio de los pies significa que el servir es una acción divina y que cuanto más servicial es nuestra vida mejor manifestamos el “Misterio” de Dios. El servicio al hermano es algo divino, es algo que procede de Dios. Lo que `procede de Dios no es el mandar con arrogancia, no es el poder que avasalla, sino el servir con humildad y con amor.“Aprended de mi, que soy manso y humilde corazón” Dios, decimos en la liturgia, manifiesta su poder con el perdón y la misericordia (Cfr. Colecta. Domingo XXIV. TO)

Del lavatorio de los pies nace una Iglesia y un cristiano que se hace prójimo para los demás, que se hace buen samaritano para el mundo. El lavatorio de los pies nos revela a un Dios sirviendo en las realidades más humildes. Solamente descubriendo esto podremos entender el “Misterio” de la Cruz, podremos entender la pasión del Señor, podremos entender la vida entera de Jesús y podremos entender también que nuestra vida sólo tendrá sentido y podremos afrontar lo que en ella haya de sufrimiento y de cruz si es vivida incorporada a Cristo en el servicio humilde a todos los hombres. Y, así, ira naciendo en nosotros el hombre nuevo, según Cristo, llamado a la resurrección.

Pero el Señor Jesús no es solamente un ejemplo de vida para nosotros. Es mucho más. Podemos decir que la ejemplaridad de Jesús consiste en que en Él empieza la existencia cristiana. Él funda la posibilidad de ser cristiano; muestra lo que significa ser cristiano y da las fuerzas necesarias para realizarlo. Seguir las huellas de Jesús significa vivir en Él, hacer nuestros sus sentimientos, estar con Él y confiar en Él.

Nuestra celebración culminará llevando en procesión al Señor, presente en la Eucaristía, para colocarlo en el Monumento y adorarlo.

Que estas horas, hasta la celebración litúrgica de mañana, en las que el Señor estará solemnemente expuesto, las vivamos con mucha intensidad y con mucho amor. Cristo se entregó a la muerte para salvarnos. Acerquémonos nosotros a Él. Junto a su Madre Santísima, adorémosle y démosle gracias. Y que el Señor nos conceda, una vez más la gracia de la conversión para estar siempre con Él y ser, en medio de los hombres testigos de su amor. Amen.