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MISA CRISMAL – 2006

El evangelio que hemos proclamado nos relata el momento en el que Jesús, después de leer el pasaje bíblico de Isaías sobre la unción del Espíritu Santo, concluye diciendo: “Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oír”. Y de la misma manera también ahora podemos decir que ese evangelio se sigue cumpliendo en nosotros.

La Misa Crismal es la Misa del Santo Crisma, es decir, la Misa en la que alabamos a Dios Espíritu Santo que unge a Jesucristo como Hijo de Dios y Enviado del Padre, unge en la ordenación sacerdotal, con su fuerza divina, a los presbíteros para hacerlos ministros de su misericordia y unge también a todo el pueblo cristiano, en el bautismo, para que sea un pueblo sacerdotal, llamado a proclamar, en medio de las realidades temporales, las maravillas de Aquel que nos ha sacado de las tinieblas y nos ha conducido al reino de su luz admirable (Cfr. I Ptr. 2,9).

La unción significa participación en la vida divina. Por eso, sólo el Espíritu Santo puede ungir. La bendición de los oleos y la consagración del Santo Crisma son el signo visible de esta unción del Espíritu Santo a la humanidad entera, por medio de los sacramentos de la Iglesia, y, al mismo tiempo, el recuerdo de las tres unciones que vamos a conmemorar en esta tarde:

- La unción personal de Jesucristo.
- La unción que nosotros, ministros ordenados, recibimos el día de nuestra ordenación.
- La unción del Espíritu Santo a todo pueblo de Dios.

* Conmemoramos, en primer lugar la unción personal de Jesucristo.

Jesucristo es el ungido, por excelencia. La unción de Cristo significa que su humanidad, cuerpo y alma, desde el primer instante de su concepción virginal, fue plenamente asumida por la divinidad, de tal manera que en Cristo todo lo humano es al mismo tiempo divino, cumpliéndose, así, las palabras del ángel a la Virgen María:.”El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra”(Lc. 1,35).

El Cuerpo humano de Cristo, engendrado en la entrañas virginales de María, es desde el primer momento, por la unción del Espíritu Santo, por obra del Espíritu Santo, como decimos en el credo, la Persona divina del Verbo .En María, por obra del Espíritu Santo, el Verbo se hizo carne. Por eso en Cristo, todo lo humano, es manifestación de Dios, es Palabra de Dios, es acción salvadora de Dios. Jesucristo, como hombre que es, habla el lenguaje de los hombres, pero su lenguaje nos transmite el mensaje de Dios. Jesús vive en las mismas circunstancias y con las mismas posibilidades y limitaciones de los hombres de su tiempo, pero sus obras son obras de Dios. Y Jesús, en su Pasión y en sus tormentos, no es sólo un hombre inocente que sufre para darnos ejemplo. En Él está sufriendo el mismo Dios. Por eso el sufrimiento de la pasión de Cristo es un sufrimiento que tiene un poder redentor, es un sufrimiento que nos salva. “Sus heridas nos han curado” Y ese sufrimiento de Cristo, su muerte en la cruz, tiene un poder redentor porque esa humanidad que sufre es una humanidad que, desde las entrañas de su Madre Santísima, ha sido ungida con el poder del Espíritu Santo.

Por eso podemos decir que Cristo es la fuente de toda unción. Es el manantial del que brota, para la salvación del mundo, el agua viva , el don del Espíritu. Es el mismo Cristo quien nos lo dice en el evangelio de S. Juan: “Si alguno tiene sed que venga a mi y beba (...) y de sus entrañas brotarán torrentes de agua viva” (Jn.7,37. Dios, en su designio salvador, para comunicar su vida divina a los hombres ha querido, en su Hijo querido, “despojarse de sí mismo, tomando la condición de siervo, y hacerse semejante a los hombres”, (Fil. 2,7). para después exaltarle , otorgarle el nombre que está sobre todo nombre y convertirle en fuente de salvación para todos los que creen en Él. Esta es la unción substancial de nuestro Señor Jesucristo. Y, en esta Misa Crismal, cuando ya nos vamos adentrando en la meditación de los misterios de la pasión , muerte y resurrección del Señor, queremos contemplarle como el hombre que, ungido por el Espíritu Santo, ha redimido al mundo y le ha devuelto la vida perdida por el pecado.

Podemos decir que la celebración de hoy es la celebración de la unción: es una fiesta en honor del Espíritu Santo que unge a Cristo. Es un momento especial en el que la Iglesia dice: gracias Espíritu Santo porque con tu poder hiciste que, en las entrañas de María, puerta del cielo y estrella de la mañana, un ser humano, fuera ungido plenamente con la vida de Dios, para que todos nosotros, todos los hombres, por medio de Él tuviéramos el camino abierta para la intimidad con Dios.

* Pero también hoy conmemoramos la unción de aquellos que hemos sido llamados por Dios para el sacerdocio ministerial.

Porque para que esa vida de Dios que la humanidad de Cristo recibe desde su concepción virginal, para que esa unción única, que es plenitud de gracia, llegue a todos los hombres, Dios ha querido elegir a los sacerdotes como instrumentos y canales de su misericordia y del don de su Espíritu. Es algo verdaderamente maravilloso, que cundo lo meditamos nos llena de asombro. Dios ha querido ungirnos con el don del Espíritu Santo, el día de nuestra ordenación, a nosotros, sacerdotes, pobres hombres, llenos de debilidades, “vasijas de barro” para que, íntimamente unidos a la humanidad de Cristo, su vida divina llegue sacramentalmente a todos los hombres.

En nuestra Diócesis de Getafe, lo mismo que en todas la diócesis del mundo, el obispo, con sus presbíteros, somos el instrumento para llevar la vida de Dios a todos los hombres: para llevar, como decía S. Juan de Ávila “el sabor de Dios” a un mundo que vive alejado de Él. Somos los elegidos para llevar el perdón de Dios al pueblo que peca; y para llevar el alimento de la Palabra y del Pan de Vida, al pueblo que necesita alimentarse ; y para introducir en la Iglesia y librar del pecado original al niño que nace; y para llevar la fuerza de Dios, en la confirmación, a los que quieren ser testigos de Cristo; y para santificar el amor entre un hombre y una mujer que quieren hacer de ese amor una señal del amor de Cristo a su Iglesia. El Señor, en fin , ha querido servirse de nosotros para estar muy cerca de los hombres en lo momentos difíciles y muy especialmente en la enfermedad para confortarles con la oración de la Iglesia y con el óleo santo.

Ciertamente, el ministerio sacerdotal sólo puede ser entendido, en su sentido más auténtico, desde la fe Y un mundo tan alejado de Dios como el nuestro difícilmente puede entenderlo. Por eso hoy el sacerdote es, muchas veces, injustamente vilipendiado o calumniado, y su ministerio es, con frecuencia, despreciado. No tiene que extrañarnos. Pero hay algo que todo hombre de buena voluntad sí es capaz de entender: la generosidad y el desprendimiento en el servicio a los más pobres. materialmente o espiritualmente, y la alegría sencilla de una vida cargada de humanidad , volcada totalmente en la entrega a los hermanos, y llena al mismo tiempo de esa experiencia íntima y luminosa de Dios que brota de un trato permanente con Él en la oración y en el encuentro sacramental con Cristo y con la Iglesia. Y, por eso, en medio de las dificultades, vivimos con mucho gozo nuestro ministerio, porque diariamente experimentamos cómo Dios revela los secretos de su Reino a los pequeños y a los humildes de corazón haciéndoles reconocer la belleza del Evangelio y de la vida cristiana. Y podemos decir, con S. Pablo que estamos contentos en nuestras tribulaciones porque si “nos vemos entregados a la muerte por causa de Jesús” es para que,” la vida de Jesús se manifiesta en nuestra carne mortal” ( 2 Cor. 4,11)

Vivimos momentos en los que tenemos que crecer en unidad y en coraje apostólico, para que le mundo crea que Jesucristo es el enviado del Padre. Tenemos que crecer en radicalismo evangélico. No son tiempos para “medias tintas”. Hay que ser muy firmes en las convicciones iluminadas y clarificadas por el magisterio de la Iglesia y muy humildes para poner nuestra fuerza, no en nuestra sabiduría o en la sabiduría de un mundo descreído, sino en la sabiduría de la cruz y en la gracia divina.

Tenemos que dejar que sea el Espíritu Santo el gran protagonista de nuestra vida sacerdotal. Él es el que constantemente, a través de las vicisitudes de nuestro trabajo apostólico, va creando en nosotros un corazón nuevo lleno de caridad pastoral. Hemos de vivir siempre con la certeza de que nunca nos va a faltar la gracia del Espíritu Santo como don totalmente gratuito, a pesar de nuestras infidelidades, y como permanente invitación a vivir con generosidad y responsabilidad la misión que Cristo nos ha confiado. La conciencia de poseer ese don mantendrá en nosotros una confianza inquebrantable, que ninguna fuerza humana será capaz de destruir. El Espíritu Santo nos irá guiando, así, por el camino de la santidad. Esa es nuestra vocación: la santidad. La Iglesia necesita
sacerdotes santos. Y la santidad es intimidad con Cristo; la santidad es imitación de Cristo pobre, casto y humilde; la santidad es amor sin reservas a todos los hombres y búsqueda incesante de su verdadero bien, incluso yendo en contra de la mentalidad dominante; santidad es amor a la Iglesia, que nos quiere santos, porque esta es la misión que nos ha encomendado. Hemos de ser santos para ayudar a los hermanos a seguir también su vocación de santidad.(Cfr. PDV 33). Todo esto es lo que dentro de un momento expresaremos cuando renovemos nuestros compromisos sacerdotales.

* Y finalmente también conmemoramos hoy la unción del Espíritu Santo a todo el Pueblo cristiano.

La Unción que celebramos en esta Misa Crismal, no sólo se refiere a la unción que Cristo recibe en su naturaleza humana y que le une íntimamente a la naturaleza divina; y no sólo a la unción con la que nosotros, los presbíteros, fuimos ungidos el día de nuestra ordenación sacerdotal, sino también a esa unción que todos recibimos el día de nuestro bautismo y de nuestra confirmación.

Nosotros, sacerdotes, sabemos que nos hemos ordenado para servir al Pueblo de Dios, que es Pueblo sacerdotal.(cfr. 1 Pe.2,4-10) Nos hemos ordenado para participar con ellos en la misión evangelizadora de la Iglesia animándoles a ser apóstoles en medio del mundo y a vivir su apostolado sabiendo que ese deber y ese derecho del apostolado deriva, no de una tarea que nosotros, ocasionalmente, les confiamos, sino de su misma unión con Cristo; y que han sido consagrados, en el bautismo y la confirmación, como sacerdocio real y nación santa para presentar a Dios la ofrenda de sus obras, en su vida familiar, en su trabajo y en su servicio a la sociedad; y para dar testimonio de Cristo en el mundo. (cfr. A.A.3)

Hemos de sentir todos, en esta celebración del Espíritu Santo un impulso muy grande para la misión. Los hombres de nuestro tiempo no pueden vivir sin Dios. Su alejamiento de Dios les conduce al vacío interior, a la pérdida de la alegría y a la desesperanza, se sienten incapaces de asumir compromisos definitivos, los valores morales se relativizan y todo se convierte en provisional. Hoy la Iglesia tiene el sagrado deber de ayudar al hombre a descubrir el misterio de su propia identidad y a encontrar en la familia, según el proyecto divino original, según lo que siempre fue “desde el principio” la experiencia de un amor primero y gratuito que da sentido a toda la existencia.

Tenemos una gran misión que realizar y estamos seguros de que la fuerza y el gozo del Espíritu santo nos acompañará en esa misión.

Queridos hermanos, vamos a celebrar en la consagración de las tres ánforas que, dentro de un momento serán presentadas en el altar, esta triple consagración: la consagración de Cristo, el Sacerdote eterno, el Profeta único, el Rey que ha querido convertir en cauces de su gracia a los sacerdotes y ha ungido a todo el Pueblo de Dios para que , en todo momento, y de una manera especial en estos días de la Semana Santa pueda celebrar y vivir con gozo las maravillas de la redención.

La Virgen María, llena de gracia, madre de la Iglesia, que, por la unción del Espíritu Santo, dio a Jesucristo un cuerpo de carne nos acompaña en estos momentos e intercede por nosotros para que seamos en el mundo presencia viva de Jesucristo, Redentor de todos los hombres. Amen