icon-pdfDescarga la homilía en formato PDF

DOMINGO DE RAMOS – 2006

Nos encontramos en el pórtico de la Semana Santa. La liturgia de hoy, con la solemne procesión de Ramos y la proclamación de la Pasión, nos introduce, en el Misterio de Cristo, Redentor del hombre. Su entrada triunfal en Jerusalén, entre aclamaciones y cantos de alabanza ,va a ser el punto de partida para contemplar y revivir todo el Misterio Pascual.

La Celebración de la Semana santa comienza con el “Hosanna” jubiloso de este domingo de Ramos y llegará a su momento culminante en el “crucifícalo” del Viernes Santo. Parece un contrasentido, parece una terrible contradicción. Pero no es así. Cristo sabe lo que va a pasar, conoce las maquinaciones que traman los príncipes de los sacerdotes y los escribas; y sabe ya la determinación del Sanedrín de acabar con Él: “ ... os conviene que uno muera por el pueblo y que no perezca la nación entera” (Jn.11,45-47) .Jesús podía haber huido de Jerusalén. Pero no lo hizo. Podía haberse aprovechado de esa primera reacción de júbilo de las gentes que le aclaman como Mesías para hacer frente a los fariseos, pero renunció a cualquier forma de violencia o triunfalismo. Jesús, obediente al Padre, sigue el camino de humillación del Siervo de Yahvé. “Cristo se humilló,
haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Fil.2,8) Jesús camina hacia la pasión sabiendo donde va. “Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita: yo la doy voluntariamente” (Jn.10,18). Jesús va a la pasión, libremente, voluntariamente. Él mismo, buscando en todo la voluntad del Padre, sabe que ha llegado la hora de la manifestación suprema del amor divino y acepta esa voluntad entregando su vida por amor a los hombres. “Sabiendo que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amando a los suyos que estaban en el mundo los amó hasta el extremo” (Jn.13,1)

Jesús, obediente a la voluntad del Padre, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad, camina hacia la cruz, cargando sobre sus hombros nuestros pecados. “Como un cordero al degüello era llevado (...) fue arrancado de la tierra de los vivos y por la rebelión de su pueblo ha sido herido” (Is. 53, 7-9). Jesús llevó nuestros pecados a la cruz y nuestros pecados llevaron a Jesús a la cruz.

Al contemplar, estos días, a Cristo en la cruz hemos de contemplar los sufrimientos de la humanidad. Y al contemplar los sufrimientos de la humanidad, hemos de contemplar también la causa de esos sufrimientos que no es otra que el pecado, es decir, la rebeldía del hombre frente al plan de Dios, la negación de la hombre a ser hijo de Dios, la obstinación del ser humano y su afán de suficiencia que acaba sucumbiendo, como diría el evangelista S. Juan, en su primera carta, ante :”la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la arrogancia del dinero” ( I Jn. 16). Esa triple concupiscencia que lleva al hombre a su destrucción. Porque cuando el hombre se aparta del autor de la vida ya no hace sino generar a su alrededor una cultura de muerte: una cultura que no respeta la dignidad del hombre y que convierte al hombre en enemigo de sí mismo.

Pero Dios misericordioso no abandona al hombre. Y en su Hijo Jesucristo, muerto en la cruz, nos ofrece continuamente la salvación. Si el hombre es obstinado en su pecado, Dios es infinitamente grande en su misericordia.

Hemos de entrar en la Semana santa con unos grandes deseos de recibir esa salvación y de conocer su voluntad. Hemos de acercarnos con un amor muy gran a Aquel que con sus heridas nos ha curado.

Realmente todos, de una manera o de otra, nos sentimos abrumados, por el peso del pecado del mundo y por el peso también de nuestros propios pecados.¡Como no sentirse sobrecogidos ante todo lo que esta sucediendo en el mundo y, también en nuestro propio país, cuando vemos cómo el bien se confunde con el mal y el mal se confunde con el bien o cuando descubrimos tantas familias destruidas y tantos seres inocentes maltratados o cuando vemos cómo diariamente se está atentando contra la vida y la dignidad humana! Todo esto sucede, es verdad; pero el amor que Dios nos manifiesta en Jesucristo, su Hijo, es infinito.

Hemos de contemplar, en estos días, con una inmensa gratitud ese infinito amor. Hemos de contemplar con asombro al Cordero de Dios, que con su muerte redentora quitó el pecado del mundo. Cristo, aunque no tenía pecado, tomó sobre sí y sigue tomando sobre sí, lo que el hombre no podía soportar, aquello que le estaba destruyendo. Cargó sobre sí, como víctima inocente, la injusticia, el mal, el pecado, el odio, el sufrimiento y, por último la muerte. En Cristo, Hijo del hombre, humillado y sufriente Dios nos manifiesta su amor infinito y su deseo de sacarnos del abismo del pecado, un abismo del que el hombre no puede salir por sus propios medios. En Cristo, nuestro Señor y Salvador, Dios ama a todos y perdona a todos y da a todos el sentido último de su existencia.

Querido hermanos acerquémonos hoy al Señor, que camina hacia la cruz. “Corramos a una con quien se apresura a su pasión e imitemos a quienes salieron a su encuentro. Y no para extender, a su paso ramos de olivo, vestiduras o palmas, sino para prosternarnos nosotros mismos con la disposición más humillada de que seamos capaces y con el más limpio propósito, de manera que acojamos al Verbo que viene, y así logremos captar a aquel Dios que nunca puede ser captado totalmente por nosotros” (S. Andrés de Crerta. Oficio de lectura del Domingo de Ramos).

Recibamos, hermanos, su mensaje de amor y preguntémosle “Señor ¿qué quieres de nosotros?. Y el Señor, sin duda, nos va a pedir que le acompañemos en su pasión. Nos va a ofrecer que bebamos con Él el cáliz de la pasión y nos va a hacer la misma invitación que hizo a sus discípulos: “ si alguno quiere venir en pos de mi, (...) que tome su cruz y me siga. Porque quien quiera salvar su vida la perderá, pero quien pierda su vida por mi, la encontrará” (Mt. 16, 24-25).

La contemplación de los misterios de la pasión y muerte del Señor nos llenará de fortaleza para crecer en la fe y en el testimonio cristiano, hoy tan necesario. La contemplación de Cristo en la cruz hará que no nos desalentemos ante las derrotas ni nos envanezcamos por las victorias. Porque, en realidad, la única victoria es la fidelidad a la misión que hemos recibido del Padre. Busquemos, con todo el corazón, al Señor; y que el misterio de su cruz gloriosa se convierta para todos nosotros en el gran don y en el gran signo de la madurez cristiana. No hay verdadera vida cristiana sin cruz.. Que la cruz, símbolo del amor universal guíe nuestras vidas, transforme nuestros corazones y, por la fortaleza de nuestra fe, transforme también la sociedad en la que vivimos.

Lo mismo que aquella multitud que, el domingo de ramos, aclamaba a Jesús en Jerusalén, aclamémoslo hoy también nosotros y reconozcámoslo como el Mesías, el salvador, el maestro, el guía y el verdadero amigo de nuestra vida. Sólo Él conoce auténticamente lo que hay en el corazón humano, sólo Él le abre al misterio de la verdad y le enseña a llamar a Dios con el nombre de Padre, “Abba”. Sólo Él lo capacita para amar al prójimo con un amor gratuito y para acogerlo y reconocerlo como hermano.

Salgamos hoy de aquí, llenos de co0nsuelo y de gozo y con el firme deseo de aprovechar bien estos días para buscar al Señor y para encontrarlo en la acogida de su Palabra y en el encuentro sacramental con Él, en la Eucaristía y en el sacramento de la reconciliación. Vivamos estos días íntimamente unidos a Él, en la fidelidad a su evangelio, que nos resulta exigente hasta el sacrificio, pero que, en realidad, es la única fuente de esperanza y de auténtica felicidad.

Y que la Virgen Santísima, Madre del Redentor y Madre de los redimidos, sea nuestra guía en el camino de la fe y nuestro modelo de fortaleza y confianza en Dios, en nuestros momentos difíciles, junto a la cruz de su Hijo. Amén