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NAVIDAD-2005

Unidos a toda la Iglesia entonamos hoy en esta solemne celebración del nacimiento de Cristo un himno de acción de gracias y de alabanza a Dios porque “Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado, lleva a hombros el principado y es su nombre: Mensajero del designio divino” (Is.9,5).

Realmente en torno a la fiesta de Navidad se han ido añadiendo muchas cosas. Y casi sin darnos cuenta la cultura que intenta dominarnos y dirigir nuestras vidas está haciendo todo lo posible por vaciar de contenido religioso una fiesta que no tendría ningún sentido si la separamos del acontecimiento histórico que está en su origen. Y ese acontecimiento es algo verdaderamente insólito que cuando lo contemplamos con fe no sobrecoge y nos llena de asombro y despierta en nosotros una inmensa gratitud y un gran deseo de conformar nuestras vidas con el plan de Dios. El gran acontecimiento que celebramos es que Dios se ha hecho hombre, Dios ha asumido en las entrañas virginales de María una naturaleza humana exactamente igual a la nuestra menos en el pecado.” Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre lleno de gracia y de verdad” . Ayer escuchábamos en la Misa de medianoche las palabras de Isaías anunciando proféticamente la llegada del Mesías: “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz. ; habitaban tierras de sombras, y una luz les brilló” (Is.9,1-·3).

Ciertamente el acontecimiento histórico del nacimiento de Cristo sucedió hace dos mil años. Pero ese acontecimiento sigue vivo y el nacimiento de Cristo tiene que irse realizando en cada uno de nosotros y en nuestras familias y en nuestra sociedad. Nuestro mundo y en él cada uno de nosotros sigue siendo es pueblo que camina en tinieblas y que necesita se redimido y transformado por la luz de Jesucristo. En nuestro mundo aparentemente opulento y lleno de comodidades y bienes materiales hay muchas sombras que impiden al hombre ser feliz. Y en el trasfondo de todas esas sombras está el pecado, que es la negación de Dios. Una
negación en algunos casos explícita y quizás agresiva, pero en la mayoría de los casos, una negación silenciosa y solapada. Es la negación de Dios de todos aquellos que viven como si Dios no existiera. La negación de muchas gentes que organizan su vida sin tener en cuenta a Dios, sin abrirse a su Palabra, sin reconocer en Cristo su presencia, sin aceptar a la Iglesia como sacramento, signo e instrumento de la salvación de Dios en medio de los hombres. Entre nosotros son muchos los que sin negar su condición de cristianos viven alejados de la fe hasta el punto de llegar a producirse entre nosotros lo que Juan Pablo II, refiriéndose a Europa llamaba la apostasía silenciosa. Y esta negación de Dios va unida a la negación del hombre y de su dignidad. Y los efectos los tenemos a la vista, en los atentados contra la vida humana, en el deterioro de la familia, en las dificultades para la convivencia, en la ambición y el afán de atesorar riqueza a costa de lo que sea, en el abandono de los mayores o en el miedo a tener hijos

La Navidad tiene que producir en nosotros unas gran sacudida. Tenemos que salir del aturdimiento. Tenemos que recuperar la sencillez de los niños para contemplar con asombro el milagro de un Dios que se nos acerca en la debilidad de un recién nacido para caminar con nosotros hacia la gloria del Padre y con amor y paciencia nos invita y nos da su gracia para recuperar la belleza de nuestra dignidad de hijos de Dios. Tenemos que abrirnos a la misericordia de un Dios que ha querido cargar con nuestra debilidad y ser víctima en la cruz de nuestro pecado para librarnos del pecado y abrirnos las puertas con su resurrección a una vida nueva y feliz llena de luz y de bondad.

Los santos padres cuando hablan del nacimiento de Cristo lo hacen con un gran vigor y nos exhortan a despertar del sueño y recibir la salvación que nos viene de Cristo:

“Despiértate. Dios se ha hecho hombre por ti. Despierta tu que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz. Por ti precisamente Dios se ha hecho hombre. Hubieses muerto para siempre, si Él no hubiese nacido en el tiempo. Nunca te hubiese visto libre de la carne del pecado si Él no hubiese aceptado la semejanza de la carne de pecado. Una inacabable miseria se hubiera apoderado de ti si no se hubiera llevado a cabo esta misericordia. Nunca hubieras vuelto a la vida, si Él no hubiera venido al encuentro de la muerte. Te hubieras derrumbado si Él no te hubiera ayudado. Hubieras perecido si Él no hubiera venido” (San Agustín. Of. Lect. 24 de Dic.)

Queridos hermanos: con mucha frecuencia nos sentimos abrumados y como sin fuerzas y faltos de esperanza por las muchas dificultades sufrimientos y retos que la vida nos plantea, ya sea en nuestro trabajo o en nuestra familia o en la aceptación de nosotros mismos y de nuestras debilidades y defectos. Y queremos arreglarlo nosotros solos creyéndonos muy capaces y fuertes. Y vamos de fracaso en fracaso. Y para no aceptar ese fracaso para no enfrentarnos cara a cara con él buscamos mil evasiones o entretenimientos. Pero sabemos que eso en el fondo nos satisface y nos vemos sumidos en el vacío y la tristeza.

No nos engañemos. Despertemos del sueño, como nos dice S. Agustín y dejemos que entre en nosotros la luz de la navidad. Dejemos que entre nosotros la Palabra de Vida: “En la Palabra había vida y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla y la tiniebla no la recibió. (Jn. 1,1-18). El drama del hombre es no querer recibir la luz. El drama del hombre es la soberbia, creerse Dios. Creer insensatamente que todo debe girar entorno a él mismo, siendo el único árbitro y juez de todas sus acciones, haciendo de su conciencia la fuente única de todas sus normas de conducta.

Vivir la Navidad es descubrir que en la humildad y en el reconocimiento de nuestra propia debilidad está la verdadera sabiduría. Porque sólo el humilde se abre a la verdad y sólo el humilde, como los pastores de Belén o los magos venidos de Oriente son capaces de descubrir en la pequeñez de un niño y en el fracaso de un crucificado la sabiduría de un Dios que derriba del trono a los poderos y enaltece a los humildes.

Siendo humildes seremos capaces de entender el gozo de la Navidad. Ese gozo y esa alegría a la que nos exhorta otro santo padre: S. Leon Magno:

“Hoy, queridos hermanos, ha nacido nuestro Salvador, alegrémonos. No puede haber lugar para la tristeza cuando acaba de nacer la vida; la misma que acaba con el temor de la mortalidad y nos infunde la alegría de la eternidad prometida. Nadie tiene por qué sentirse alejado de la participación de semejante gozo. A todos es común la razón por el júbilo: porque nuestro señor destructor del pecado u dela muerte, como no ha encontrado a nadie libre de culpa, ha venido para librarnos a todos. Alégrese el justo, puesto que se acerca la victoria; regocíjese el pecador, puesto que se le invita al perdón, anímese el pagano, ya que se le llama a la vida(...) Demos, por tanto, gracias a Dios Padre por medio de su Hijo, en el E.S., puesto que se apiadó de nosotros a causa de la inmensa misericordia con que nos amó. Estando nosotros muertos por el pecado nos ha hecho vivir con Cristo para que gracias a Él, fuésemos una criatura nueva, una nueva creación. Despojémonos pues del hombre viejo con todas sus obras y ya que hemos recibido la participación de la generación de Cristo, renunciemos a las obras de la carne” (Of. Lect. 25 de Dic.).

Contemplando a Cristo en el pesebre, en la más absoluta pobreza y en la debilidad más humilde, acojámosle, abrámosle la puerta, porque acogiéndole a Él estamos acogiendo la salvación y acogiendo la salvación seremos criaturas nuevas.

Contemplemos también a María, la humilde sierva del Señor que nos muestra a su Hijo. Ella es el primer Sagrario. Ella acogiendo la Palabra de Dios hizo posible que el Dios Omnipotente se aposentara en su seno para devolver al hombre la dignidad perdida por el pecado. Gracias a María nuestros ojos, como Simeón, han visto al Salvador y en Él hemos encontrado el camino de la Vida. Que la Virgen María interceda por nosotros para vivir con gozo el misterio de la Navidad y ser testigos valientes ante el mundo de la misericordia divina. Amén