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NOCHEBUENA - 2005

Extrañeza de quien no sepa nada de esta noche. Uno que no sepa nada de la Navidad se preguntará: “ en una noche de invierno ¿quiénes serán estos que salen de sus casas a una hora muy avanzada, se reúnen en la Iglesia, se les ve contentos, charlan animados, se abrazan y felicitan unos a otros ... y después, en un ambiente recogido y a la vez festivo rezan y cantan y alaban a Dios?. Algo pasa aquí. Algo muy importante deben celebrar... pero ¿quiénes son? ¿qué es lo que celebran? ¿en qué medida eso que celebran afecta a sus vidas?”

Quienes somos. Hay de todo. Somos muy distintos: muchas edades, diversas situaciones. Somos como los demás. Cada uno con sus preocupaciones, alegrías y esperanzas. Viviendo, eso sí, un ambiente social y cultural que nos afecta a todos y que a todos preocupa. Es verdad que hay muchas cosas buenas y positivas de las que estamos muy contentos; pero también hay cosas que nos inquietan: el trabajo que cada día resulta más difícil, la convivencia entre unos y otros, el futuro de los hijos y su educación ... Vemos gente desilusionada, vidas frustradas, violencia e injusticias. Como todo el mundo nos sentimos preocupados e incluso, algunas veces agobiados, por todo eso. Pero hay algo que nos distingue, algo que afecta a lo más íntimo de nuestro ser. Es la fe. Es la certeza de ser amados por Dios. Es la confianza en Aquel que vela por nosotros, nos saca del abismo del pecado y nos da una Vida, capaz de vencer todos “las muertes”

Hoy celebramos que un día, en medio de las tinieblas, brilló una luz. “El Pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierras de sombras y una luz les brilló” (Is.9, 1-3). Nosotros hemos visto esa luz. Una luz que se renueva, en nosotros cada año.. Y hoy lo celebramos. El “hoy” de la liturgia, que escucharemos y cantaremos repetidas veces, debe interpretarse como una actualización repetida del acontecimiento salvador de la Navidad. En la celebración litúrgica, nos hacemos contemporáneos de aquello que sucedió y que sigue sucediendo en nosotros. Hoy, en efecto viene Jesús a su Iglesia reunida en asamblea festiva y llega para salvarnos. Llega para sacarnos de ese abismo oscuro que es el pecado, para liberarnos, como dice el salmo “de la fosa profunda y e la charca fangosa”. El hombre no podía salir por sí sólo de la tragedia en la que le había sumergido su desobediencia a Dios. Cuando el hombre se separa de Dios se hunde en la desesperanza. El hombre sin Dios es como un vagabundo, sin rumbo, que busca saciar su sed de felicidad con bienes efímeros. Es como el que intenta buscar el agua viva en un desierto árido y reseco.

Pero Dios, en su misericordia, no deja sólo al hombre. Sale a su encuentro y, gracias a María la Virgen Inmaculada, “Arca de la nueva Alianza”, asume nuestra condición humana, entra en el abismo de nuestra pobreza y nos invita a caminar con Él hacia la gloria del Padre restaurando y rehaciendo en nosotros la imagen de Dios que había quedado destruida por el pecado. Por eso el apóstol Pablo confiesa con gratitud:”Ha parecido la gracia de Dios que trae la salvación para todos los hombres” (Tit.2,11- 14) Desde que Dios se hizo hombre, la vida del hombre ya no es un callejón sin salida. Hay caminos de esperanza. Cristo nacido en Belén es nuestra esperanza. Él es la luz que alumbra nuestras tinieblas. Una luz que aparece con fuerza cada año al celebrar la Navidad.

En esta noche celebramos que el miedo ha sido vencido. Hoy resuena también entre nosotros aquella voz que escucharon los pastores de Belén: “Un ángel del Señor se les presentó y la gloria del Señor los envolvió de claridad (...) No temáis, os traigo la Buena Noticia, la gran alegría para todo el Pueblo. Hoy en la ciudad de David os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor”.

Hay una auténtica ironía, llena de intención, en el relato de S. Lucas. A primera vista parece que el hombre poderoso de este relato es el emperador, que en un acto de poder despótico ha obligado a aquellas pobres gentes a un largo y fatigoso viaje para empadronarse en sus lugares de origen. El emperador se hacía llamar “señor” y “salvador”. Pero el verdadero señorío y la verdadera salvación no nos viene de los poderes de este mundo, no nos viene ni del poder del dinero, ni del poder de las armas. El verdadero “señorío” y la verdadera “salvación”, que viene de Dios, se ha revelado en la debilidad de un recién nacido “envuelto en pañales y recostado en un pesebre”. Ese recién nacido nos dice el evangelista es el verdadero Mesías y Señor. Y los primeros en recibir la Buena Noticia de su nacimiento van a ser unos pobres pastores que en la noche guardan sus rebaños.

Al principio los pastores tiene miedo. No acaban de creerlo. Pero después su miedo se transforma en alegría.

Hoy también el Dios nacido en Belén quiere que acudamos a su presencia. Quiere que le recibamos. Quiere nacer en medio de nosotros: en nuestras casas, en nuestras familias, en nuestra sociedad. Y no sólo eso. Él quiere nacer dentro de cada uno de nosotros. Y para que nazca dentro de nosotros sólo hace falta una cosa: que le abramos la puerta, que le dejemos entrar, que dejemos a un lado nuestras fantasías de poder y nuestro afán de suficiencia, que nos hagamos pobres y pequeños como los pastores, y que avivemos en nosotros el deseo de amor y de verdad. Solo los que buscan el amor y la verdad, los limpios de corazón, verán a Dios.

Dejad que hoy la luz de Dios nazca en vosotros y vuestros temores se convertirán en fortaleza y vuestras tristezas encontrarán consuelo. Dejad que nazca en vosotros la Vida misma. Jesús es la Palabra de Vida : “en la Palabra había vida y la vida era la luz de los hombres”.

Hoy es un día para renacer a la Vida. Para descubrir en el Niño del pesebre al Autor de la Vida. Dejemos a un lado todo lo viejo: nuestros temores, rencillas, complejos y cansancios, nuestro egoísmo, nuestra insolidaridad y nuestra rutina. Dejemos que entre a raudales la Vida nueva del Niño recién nacido.

Hemos de salir de aquí con una esperanza renovada. Hoy es, ante todo, un día de esperanza. Una esperanza renovada en su raíz. Una esperanza que se apoya en la seguridad del amor inmenso de un Dios que es capaz de entrar en la debilidad humana para salvarnos. “Cantad al Señor un cántico nuevo, cantad al Señor toda la tierra; cantad al Señor y bendecid su nombre” (S.95)

Que la Virgen María nos ayude recibir a su Hijo Jesús con el mismo amor con que ella lo recibió. Y caminando en la fe, en la escuela de María, lleguemos un día a la comunión perfecta con Cristo en la gloria (Cf. Postcomunión)