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Virgen de la Caridad
Illescas-2005

“El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rom.5,5) El Espíritu Santo es la fuente del amor, el manantial inagotable de la caridad.

Por la gracia de Dios y su misericordia, todos los que estamos aquí recibimos un día el sacramento del bautismo y con él la semilla de la fe, que iría desarrollándose después en nosotros por la enseñaza de la Iglesia, de nuestros padres y de nuestros catequistas y por nuestra respuesta cada vez más libre y consciente a esa enseñanza. Y, recibimos también el don del Espíritu Santo. Ese Espíritu Santo nos hace partícipes del amor divino. Por el Espíritu Santo, que fue derramado en nuestros corazones en el sacramento del bautismo y sigue derramándose en nosotros permanentemente en el sacramento de la reconciliación y en la Eucaristía, en el alma de todo cristiano nace y continuamente se fortalece un amor nuevo, por el cual participa en el amor mismo de Dios. En el lenguaje teológico ese amor nuevo, recibe el nombre de caridad. La caridad es un amor nuevo que supera al hombre. Es un don sobrenatural que el hombre por sí mismo no puede alcanzar. La caridad es la capacidad, concedida al hombre, como don gratuito de Dios, que permite amar a sus hermanos con el mismo amor con el que Dios nos ama a todos los hombres.

Santo Tomás nos dirá que la caridad no es sólo la más noble de todas las virtudes, sino también “la forma” de todas las virtudes (II-II, q.23,aa. 6 y 8) es decir, la virtud que orienta y da sentido y significado a todas las virtudes. “Si no tengo caridad no soy nada” (I Cor.13)

La caridad es la virtud que configura al hombre nuevo nacido del bautismo, revestido de Cristo. “Todos los bautizados en Cristo, os habéis revestido de Cristo” (Gal.3,27). Si comparamos la vida cristiana con un edificio en construcción podríamos decir que la fe es el fundamento de todas las virtudes que componen ese edificio. Pero la caridad es su culminación. Hacia la caridad tiende todo el edificio. La caridad es su finalidad. Todas las virtudes están orientadas hacia la caridad. Si no culmina en la caridad, el edificio de la vida cristiana sería un fracaso. Todo en la vida cristiana está orientado a la caridad. La unión con Dios mediante la fe tiene por finalidad la unión con Él en el amor y, por tanto, la participación en su amor como fuerza interior que pone en movimiento todo nuestro ser y le da unidad y armonía.

El Espíritu Santo, derramado en nuestros corazones, al comunicar a nuestra pobre naturaleza humana, tan llena de limitaciones, el impulso vital de la caridad, nos hace capaces de amar a Dios con todo nuestro corazón, con toda nuestra ama y con todo nuestro ser y de amar al prójimo como a nosotros mismos.

No hace capaces, en primer lugar de amar a Dios con toda nuestra mente y todo nuestro ser. Y amar a Dios de esta manera es reconocerle como Padre, es sentirse verdaderamente hijo de Dios. “No habéis recibido un espíritu de esclavitud para recaer en el temor, sino un Espíritu de hijos adoptivos que nos hace gritar ¡Abba!, Padre” (Cf. Gal.4, 6. Rom. 8,15). El Espíritu Santo nos hace vivir constantemente aquella misma experiencia de misericordia y amor entrañable que vivió el hijo pródigo de la parábola, cuando, a pesar de haber abandonado la casa paterna y haber dilapidado malamente toda la herencia, cuando al final, muerto de hambre y arrepentido, regresa al hogar pidiendo, por lo menos, ser admitido como siervo, recibe el abrazo emocionado del Padre, que nunca, en ningún momento ha dejado de considerarle como hijo.

Y a partir de esta experiencia de hijos, el Espíritu Santo, por la virtud teologal de la caridad, nos ayuda a comprender y a vivir la experiencia del amor al prójimo.”Este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado”. El amor al prójimo al que nos invita Jesús no es un amor cualquiera. Nos invita a amar al prójimo como Él nos ha amado, es decir , con su mismo amor. Hemos de amar con el mismo amor de Cristo: como participación del amor de Cristo. Esto supera la capacidad del hombre. Esto sólo es posible por la acción del Espíritu Santo que ha sido derramado en nuestros corazones y que, de una manera misteriosa pero real nos introduce en ese mismo amor que une a las Tres Divinas Personas. “Les he dado a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tu me has amado esté en ellos y yo en ellos” (Jn17,26). La Iglesia, viviendo el mandamiento del amor, es reflejo en el mundo del amor que une la Trinidad Santa y se convierte, como nos dice el Concilio, en signo y sacramento eficaz de la unión de los hombres con Dios y de la unidad de todo el género humano. En este mismo sentido nos habla Juan Pablo II en ChL :”la comunión de los cristianos entre sí nace de su comunión con Cristo: todos somos sarmientos e la única vid que es Cristo. El Señor Jesús nos indica que esta comunión fraterna es reflejo maravilloso y la misteriosa participación de la vida íntima de amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo: “que todos sean uno. Como tú, Padre, en mi y yo en ti, que ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado”(Jn.17,21) (ChL.18)

Sin embargo esta verdad tan extraordinaria se nos hace difícil de entender y de vivir cuando descendemos a la realización concreta del precepto del amor y a la realidad, muchas veces sentida, de nuestras infidelidades y pecados. Por eso todos los días hemos de pedir al Señor la virtud de la caridad como un don que viene del Espíritu. Y guiados por el mismo Espíritu hemos de ejercitarnos en el camino de la verdadera libertad. “Donde está el Espíritu del Señor hay libertad”. Sólo es verdaderamente libre aquel que llena su vida de la caridad que viene de Dios. Lo afirma con mucha claridad S. Pablo en su carta a los Gálatas cuando les exhorta a vivir en la libertad que da la nueva ley del amor. “Pues toda la ley alcanza su plenitud en este sólo precepto: amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Y después de advertirles que no tomen la libertad como pretexto para la carne, les dice: “Por mi parte os digo: si vivís según el Espíritu, no daréis satisfacción a las apetencias de la carne (Gal.5,13-16), indicándoles, de esta manera, que el amor de caridad es el primer fruto del Espíritu Santo y el fundamento de toda libertad. Y que, si es el Espíritu quien nos guía, superaremos todos los obstáculos y observaremos con asombro y gratitud que el amor es posible.

En su primera carta a los Corintios desciende, San Pablo, al modo concreto de vivir la virtud teologal de caridad. En su conocido canto al amor del capítulo trece encuadra la virtud teologal de la caridad en el tema de los diversos carismas o dones especiales que existen en la Iglesia. Es verdad que el Espíritu Santo ha derramado, multitud de dones y carismas en su Iglesia. Lo vemos todos los días: hay quien siente una llamada especial de Dios para los enfermos, o para los ancianos o para la catequesis, o para la enseñanza... Esto es una gran riqueza para la Iglesia. Pero hay un carisma que supera a todos. En realidad sólo hay un carisma absoluto. Y ese carisma es el amor. Un amor que se dirige conjuntamente a Dios y a los hombre, nuestros hermanos.

Ya en los capítulos anteriores S.Pablo ha ido preparándonos al decirnos que el amor ha de ser la norma suprema que guíe nuestro comportamiento en las diversas circunstancias de la vida “porque el saber envanece y sólo el amor es provechoso” (I Cor. 8,1-3). Pero será en el himno de amor donde el apóstol despliegue toda su fuera expresiva: “El amor es comprensivo, el amor es servicial y no tiene envidia: el amor no presume ni se engríe; no es mal educado ni egoísta; no se irrita, no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin límites. El amor no pasa nunca” (I Cor. 12,31-13,13)

Sin amor, hasta las mejores cosas se reducen a la nada. Ni las cualidades más apreciadas, ni el conocimiento más sublime, ni la fe más arraigada, ni la limosna más generosa valen nada si no van acompañadas por el amor. En todas esas situaciones, incluso en la fe, aunque esto pueda parecer asombroso, el hombre puede buscarse a sí mismo, puede buscar su vanidad, separándose así de lo que es un seguimiento de Cristo, desprendido y limpio de cualquier otra apetencia humana.

Realmente el amor, como fruto del Espíritu, es el manantial de todos los bienes. Y al describirnos las cualidades del amor se diría que el apóstol está describiendo las cualidades de Jesús y, por tanto, también las cualidades del hombre nuevo que, configurado con Cristo, vive su vocación de santidad.

El amor es paciente, como paciente es el amor de Dios con los pecadores.”El hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar al que está perdiudo”. Y Jesús salva con un amor lleno de paciacia. El evangelio nos habla del escándalo que producía a los escribas y fariseos el que Jesús se sentara a comer con los publicanos y pecadores.

El amor es servicial como lo fue la vida de Jesús. En la Última Cena, el evangelista S. Juan dice que, después del lavatorio de los pies, signo supremo de la actitud servicial, el Señor les dice sus discípulos:”Vosotros me llamáis Maestro y Señor y decís bien pues lo soy. Pues si yo, el Maestro y el Señor os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies los unos a los otros” (Jn 13,14). El hombre en la medida en que convierte su vida en disponibilidad y servicio a los hermanos más se asemeja a Dios.

El amor no es mal educado ni egoísta. El amor no busca su propio interés. El amor, fruto del Espíritu Santo, es como el amor de Jesús siempre dispuesto a hacer a todos los creyentes partícipes del amor del Padre. “Como el Padre me ha amado, así os he amado yo”. Seguir a Jesús, guiado por el Espíritu Santo, es estar dispuesto a dar la vida, como el Señor, por amor. Es unirse a la “hora” del Señor. Aquella “hora” en la que Jesús “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo los amó hasta el extremo”.

El amor, concluirá S. Pablo, no se irrita ni lleva cuentas del mal: disculpa sin límites, cree sin límites, aguanta sin límites. Es el amor lleno de mansedumbre de Jesús que muere en la cruz perdonando a su verdugos y abriendo las puertas del paraíso al buen ladrón. Continuamente, en el evangelio, Jesús invita a sus discípulos a perdonar. Un perdón que ha de brotar de quien continuamente se sabe perdonado por Dios.

Queridos hermanos pidamos a la Santísima Virgen de la Caridad que interceda por nosotros para que crezcamos cada día más en el amor a Dios y en el amor a los hermanos, especialmente a los más desvalidos y necesitados. La Virgen María, la llena del Espíritu Santo, Madre de Aquel en quien se manifestó, en plenitud, el amor y la misericordia entrañable de nuestro Dios será siempre para nosotros el modelo de un vida totalmente dócil a la Palabra divina y totalmente entregada a los hermanos. Que Ella nos conduzca hasta Jesús y con Él, por la gracia del Espíritu Santo, seamos en el mundo instrumentos de la misericordia divina y cantemos eternamente las maravillas de Dios.