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HOMILÍA FIESTA DE LA EPIFANÍA
6 de Enero de 2005

La fiesta de hoy sigue teniendo entre nosotros, en nuestra cultura, un gran sentido familiar. Es la fiesta de los regalos. Es la fiesta de los niños. Es una fiesta que revive en todos nosotros mucha vivencias y recuerdos familiares llenos de emoción y de ternura. No podemos perder de vista el profundo valor humano que entrañan todos estas tradiciones en torno a lo que popularmente llamamos la “fiesta de los reyes magos”, especialmente si entendemos los regalos como expresión de que la vida entera es un don.

Sin embargo, estas tradiciones no pueden hacernos perder de vista el significado litúrgico de esta solemnidad.

Hoy celebramos la fiesta de la Epifanía del Señor. Una fiesta en la que celebramos el gran don, el gran regalo, de Dios a todos los hombres que es Jesucristo. Una fiesta que, aunque tuvo su origen en las Iglesias de Oriente, pronto se extendió también a las Iglesias de Occidente para ayudarnos a comprender que el acontecimiento salvador del nacimiento de Cristo, desborda todas las fronteras y llega con su luz salvadora a todas las gentes de cualquier raza o cultura.

Lo mismo que la gloria de Dios, manifestada en Belén, fue revelada prodigiosamente a los pastores (Lc.2,8-20), del mismo modo, de manera también prodigiosa, fue manifestada a unos extranjeros, a unos magos, en un lugar remoto, por medio de una estrella.

Es indudable que en este gesto revelador, en esta estrella que inesperadamente aparece en el firmamento, es Dios quien actúa y quien desvela su misterio de amor redentor e ilumina, con su Espíritu Santo, los ojos de aquellos hombres inquietos que buscan con ardor la verdad sobre Dios y sobre el hombre. En la mentalidad oriental la estrella no sólo anuncia el nacimiento de un gran personaje, sino que significa al personaje mismo. Los reyes y herederos eran también llamados “estrellas”. Por eso el evangelista, en el relato de los magos, no sólo nos dice que una estrella conduce a los magos hacia Jesús sino que Jesús mismo es esa estrella que, en la oscuridad de la fe, en la noche del mundo, guía a todos los hombres que, en medio de sus incertidumbres, buscan con todo su corazón la Verdad.

Podemos decir que, en cierta manera, en esos magos de Oriente, están representados todos los hombre de buena voluntad que, en las diversas culturas y en todas las épocas, buscan a Dios, quizás sin saberlo, con un corazón sincero. Y en este bello texto de la historia de los magos el evangelista S. Mateo dirigiéndose también a nosotros nos va a explicar las diversas etapas del camino de la fe. Va a poner ante nuestros ojos la historia de un encuentro. El encuentro de un Dios, que con de entrañas de misericordia, busca al hombre herido por el pecado; y de un hombre que, en la oscuridad de sus dudas y temores, descubre con asombro el misterio del amor divino.

Para entender esta maravillosa historia de amor, hemos de empezar diciendo, que nuestra fe no se apoya en unas ideas, o en unos mitos o en una filosofía o en un determinado comportamiento moral. Nuestra fe se apoya en unos hechos. El evangelio es historia. Narra unos hechos. Nos sitúa ante el acontecimiento histórico del nacimiento, la vida, la muerte y la resurrección de Jesucristo. Pero no es este sólo un acontecimiento del pasado. Es un acontecimiento permanentemente presente y salvador. Es un acontecimiento que sigue actuando en nosotros, que sigue siendo contemporáneo nuestro y que sigue realizando, en aquellos que se abren a su fuerza salvadora, el paso redentor del reino de las tinieblas al reino de la luz: el paso del reino del pecado al reino de la gracia.

Dentro de ese misterio de redención que es la revelación de Dios en la historia de Jesucristo, hemos de situar el relato de los magos. Es la historia de unos sabios de oriente, posiblemente del actual país de Irán ( la antigua Babilonia) que se presentan en Jerusalén, guiados por una estrella y preguntando por el rey de los judíos.

Son gente que busca la verdad:

* Han oído hablar del Mesías. No olvidemos que en Babilonia habían estado desterrados los judíos y quedaba la memoria del Mesías deseado.

* Y en el firmamento han visto algo nuevo que les ha sorprendido. Han descubierto una nueva estrella que ellos inmediatamente asocian al nacimiento de un personaje importante. Quizás tuvieran conocimiento de las palabras bíblicas del libro de los Números donde se anunciaba: “De Jacob avanza una estrella, un cetro surge de Israel” (Num. 24,17). (No vamos a entrar ahora en el hecho, que parece bastante seguro, de que precisamente en ese tiempo del nacimiento de Jesús se produce, de forma intermitente, la conjunción de dos astros, Júpiter y Saturno, en la constelación de Piscis, produciendo en el firmamento la sensación de la aparición de una nueva estrella).

Lo cierto es que en aquella estrella los magos ven un signo de Dios. Y es tan grande su deseo de Dios, su deseo de encontrar la Verdad, que no dudan en afrontar el riesgo de un largo y peligroso camino, dejándose guiar por aquella luz, hacia un lugar todavía desconocido; lo mismo que Abraham que, como nos dice la carta a los Hebreos, guiado por la luz de la fe “al ser llamado por Dios, obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia y salió sin saber a donde iba” (Hebr. 11,8), o como Moisés que “salió de Egipto sin temer la ira del Faraón y se mantuvo firme como si viera al Invisible” (Hebr.11,27)

La historia de los magos es una historia muy actual. Es la historia de los que buscan a Dios. Y, posiblemente sea también nuestra propia historia.

Nosotros también deseamos encontrarnos con Dios. En medio de nuestras dudas e inseguridades buscamos la Verdad. Queremos encontrar el sentido y el fundamento último de nuestras vidas. Hay mucha gente hoy en nuestro mundo, quizás muy cercanos a nosotros, aparentemente alejados de Dios y de la Iglesia, que en el fondo de su corazón, buscan una luz que guíe sus vidas y ponga un poco de orden en el caos en el que con mucha frecuencia se ha convertido su existencia.

Lo mismo que los magos, buscamos a Dios en la noche. No todo es fácil en la vida. Especialmente cuando vamos avanzando en edad hay tribulaciones, hay disgustos, hay temores y dudas.

Pero en esa “noche” de la vida siempre hay estrellas luminosas, siempre hay signos de Dios. Si sabemos mirar, con un corazón limpio, siempre es posible encontrar huellas de su presencia. Siempre hay personas y acontecimientos y experiencias espirituales muy íntimas que, como rayos de luz, nos hablan de Dios.

Y, es posible, que, como sucede en la historia de los magos, alguno de esos puntos de luz, alguna de esas estrellas, brille de un modo tan especial que nos conmueva interiormente y haga que nuestra vida cambie de rumbo. Verdaderamente hay momentos en la vida de todo hombre en que la noche se hace claridad. Y Dios manifiesta su luz de una manera tan intensa que uno no puede quedar indiferente.

Esos momentos no podemos dejarlos pasar. Pueden ser decisivos en nuestra vida. En esos momentos es fundamental, como hicieron los magos de nuestra historia, seguir el rastro de esa luz. Es necesario ponerse en camino.

Pero puede ocurrir, como les sucedió a los magos, que esa luz que seguimos se oculte. Son momentos de crisis, momentos que Dios permite para que le busquemos con mayor anhelo y le pidamos con insistencia, como el salmista, que nos muestre su Rostro. “Tu Rostro buscaré, Señor, no me ocultes tu Rostro”

En esos momentos hay que hacer, como hicieron los magos en Jerusalén: preguntar, buscar, leer las Sagradas Escrituras, pedir ayuda, no aislarse.

Y, cuando se busca auténticamente la luz, antes o después, la luz aparece. La estrella que nos guía en el camino siempre aparece y la alegría renace. Dice el evangelio que los magos “después de oír al rey, se pusieron en camino, y de pronto la estrella que habían visto salir comenzó a guiarles (...) Y al ver la estrella se llenaron de inmensa alegría” (Mt.2,9.10)

Pero lo más impresionante de esta historia es el final. Los signos de Dios no siempre nos llevan a donde nosotros nos imaginamos. Dios siempre nos sorprende. Va mucho más allá de lo que nuestra mente es capaz de imaginar.

Los magos cuando vieron a donde les conducía la estrella quedaron sorprendidos. Imaginaban que la estrella les iba a llevar hasta un personaje lleno de poder humano y de gloria y de fuerza, al estilo de los señores de este mundo. Pero, ante su sorpresa, la estrella les lleva a un lugar humilde y pobre: “Entraron en la casa y vieron al niño con su madre María y postrándose ante él le adoraron”

Dios se manifiesta a todos los hombres. Dios se muestra a todo el que le busca, pero siempre se muestra en la pobreza y en la humildad. Y sólo los pobres, como los pastores y los humildes, como los magos, son capaces de encontrarse con un Dios que, como nos dice el apóstol Pablo “siendo rico se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza”

Pidamos al Señor que, en esta solemnidad de la Epifanía, en la que conmemoramos su manifestación a todas las gentes, que cambie nuestro corazón soberbio y engreído en un corazón humilde y sencillo, capaz de descubrir en el Niño de Belén al Rey de la Gloria.

Que el Señor cambie nuestro corazón ambicioso, atado y esclavizado por el ansia de poseer y nos de un corazón pobre, generoso y desprendido capaz de descubrir la única riqueza verdadera, el único tesoro que llena el corazón que es Jesucristo, que sigue entregándose por nosotros en la Eucaristía, como alimento para el camino y como pan de vida que nos abre las puertas de la vida verdadera.

Y que la Santísima Virgen, estrella de la mañana, que con su luz anuncia la llegada del nuevo día, Jesucristo, nos mantenga siempre atentos y despiertos para descubrir en nuestra vida los signos de Dios y, como los magos de oriente, estemos siempre dispuestos para ponernos en camino y vivir el gozo del encuentro con el Señor.