icon-pdfDescarga la homilía en formato PDF

HOMILÍA VIERNES SANTO
2005

“Muerto ya el Señor, dice el evangelio, uno de los soldados se acercó con la lanza y le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua: agua como símbolo del bautismo, sangre, como figura de la Eucaristía. El soldado le traspasó el costado, abrió una brecha en el muro del templo santo, y yo encuentro el tesoro escondido y me alegro con la riqueza hallada. Esto fue lo que ocurrió con el cordero: los judíos sacrificaron el cordero, y yo recibo el fruto del sacrificio”. Son palabras de S. Juan Crisóstomo leídas esta mañana en el oficio divino.

Queridos hermanos: hoy la Iglesia sobrecogida ante el drama del calvario, calla, adora en silencio y se postra ante el Misterio de la Cruz de nuestro Señor Jesucristo. “Te adoramos Cristo y te bendecimos porque con tu Santa Cruz redimiste al mundo””¡ Oh cruz fiel, jamás el bosque dio mejor fruto en hoja, en flor y en fruto!

La lecturas de la liturgia de hoy nos introducen en este misterio sublime de la pasión y muerte del Señor. Un misterio que supera cualquier razonamiento humano. Algo que es tan inmenso y tan lleno de luz y de realidad que ningún concepto humano es capaz expresarlo adecuadamente.

Las lecturas bíblicas nos ofrecen tres aproximaciones al Misterio que hoy contemplamos. El Señor crucificado aparece en la primera lectura bajo la figura del Siervo de Yahvé, en la segunda bajo la figura de Sumo Sacerdote y en el evangelio bajo la figura de Rey. Estas tres aproximaciones tienen algo en común. Y este algo en común es que el milagro inagotable e inefable de la cruz se ha realizado “por nosotros”. “Por nosotros y por nuestra salvación padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, murió y fue sepultado.” (decimos en el credo)

En la primera lectura vemos como el Siervo de Yahvé es ultrajado por nosotros, por su pueblo. “Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores (...) Todos errábamos como ovejas, cada uno siguiendo su camino, y el Señor cargó sobre Él todos nuestros crímenes.”(Is.52,13- 53) Ciertamente en la Sagrada Escritura encontramos muchos amigos de Dios que interceden por su pueblo. Abraham intercedió por Sodoma, el pueblo corrompido por el pecado. Moisés hizo penitencia durante cuarenta días y cuarenta noches por el pecado de Israel y suplicó a Dios que no abandonara a su pueblo. Profetas como Jeremías y Ezequiel tuvieron que sufrir las pruebas mas terribles por su pueblo. Pero ninguno de ellos llegó a sufrir tanto como el misterioso Siervo de Yahvé de la primera lectura. “El varón de dolores, despreciado y evitado por todos, herido de Dios y humillado, traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes ... que entregó su vida como expiación” Pero este sacrificio produce su efecto. “Sus cicatrices nos han curado”. Verdaderamente este Siervo de Yahvé es una anticipación profética del crucificado. Los evangelistas vieron en el Siervo de Yahvé a Jesús. Jesús es el Siervo de Yahvé, obediente hasta la muerte, en quien el Padre se ha complacido. Jesús, el Señor crucificado que cargando con nuestros crímenes, nos ha sacado del abismo del pecado, nos ha salvado y ha restaurado en nosotros la imagen de Dios destruida por el pecado. Contemplemos hoy con asombro y gratitud este misterio de amor y redención . Mis pecados han llevado a Cristo a la muerte. Él ha cargado con mis pecados y me ha salvado. Que hoy mirando al crucificado nos sintamos fortalecidos para luchar contra el mal. A pesar de nuestras debilidades y continuas caídas, El siempre está esta ahí para consolarme y salvarme.

El Sumo sacerdote de la segunda lectura, a gritos y con lágrimas se ha ofrecido a sí mismo como víctima a Dios para convertirse por nosotros en el autor de la salvación. “se convirtió en causa de salvación para los que le obedecen”(Hebr.l5,9). En la Antigua Alianza el sumo sacerdote podía entrar una vez al año en el santuario y rociarlo con la sangre del animal sacrificado. Pero ahora, como hemos escuchado en la carta a los Hebreos, el sumo sacerdote por excelencia, Jesús, entra “con su propia sangre” (Hebr.9,12), es decir, entra como sacerdote y como víctima en el verdadero y definitivo santuario, en el cielo, ante el Padre, para interceder por nosotros y prepararnos un lugar. “En la casa de mi Padre hay muchas moradas (...) voy a prepararos un lugar. Volveré y os tomaré conmigo para que donde yo estoy, estéis también vosotros” (Jn.14,2). Por nosotros, nuestro Señor Jesucristo, sumo sacerdote de la alianza nueva y eterna, ha sido sometido a la tentación humana; por nosotros ha orado y suplicado a Dios, en la debilidad humana, en cuanto hombre igual a nosotros en todo menos en el pecado, “a gritos y con lágrimas”; y por nosotros el Hijo, dócil a la voluntad del Padre “aprendió” sufriendo a obedecer, convirtiéndose así en autor de salvación eterna para todos nosotros.

Y, finalmente en el evangelio encontramos a Cristo bajo lo figura del rey. Jesús es el rey de los judíos que, tal como lo describe la pasión según S. Juan, ha “cumplido” por nosotros todo lo que exigía la Escritura, para finalmente, por la sangre y el agua que brotan de su costado traspasado, fundar la Iglesia para la salvación del mundo.

En la pasión según S. Juan, Jesús se comporta en todo momento como un auténtico rey en su sufrimiento. Se deja arrestar voluntariamente.

Con la dignidad de un rey responde a Anás que Él ha hablado abiertamente al mundo. Y con soberana libertad declara su realeza ante Pilato, una realeza que consiste en ser testigo de la verdad, es decir, en dar testimonio, con su sangre de que Dios ha amado al mundo hasta el extremo. Esa es la gran verdad, la verdad que da sentido a la vida del hombre, la verdad que ilumina todas las realidades humanas: que Dios nos ama, que Dios es Padre, que en Dios y solo en Él podremos entrar la fuente del verdadero amor. Esa es la gran verdad que nos revela Cristo y por la que Cristo entregó su vida por nosotros. Esa es la gran verdad en la que se fundamenta la realeza de Cristo. Pilato le presenta como un rey inocente ante el pueblo, ciego y manipulado, que grita “crucifícalo”:¿ A vuestro rey voy a crucificar?, pregunta Pilato, y, tras entregar a Jesús para que lo crucificaran, manda irrevocablemente poner sobre la cruz un letrero, en tres lenguas, en el que estaba escrito “el rey de los judíos”.

La cruz es el trono real desde el que Jesús “atrae hacia Él” a todos los hombres; la cruz es el trono desde que Él funda la Iglesia; la cruz es el trono desde el que nos entrega a su Madre como Madre nuestra y la confía al discípulo amado, para que este la introduzca en la comunidad de los apóstoles. La cruz es el trono que quiere compartir con nosotros, para que no vivamos como esclavos y participemos en su realeza, siendo testigos de la verdad, y, haciendo nuestro el dolor de nuestros hermanos y el vacío de los que no tienen fe, les atraigamos a Cristo, fuente de salvación eterna para los que en Él confían.

Los tres caminos: el camino de Jesucristo Siervo, el camino de Jesucristo Sumo Sacerdote y el camino de Jesucristo Rey, conducen al refulgente misterio de la cruz. Ante esta suprema manifestación del amor de Dios, el hombre sólo puede postrarse en tierra y adorar, como haremos dentro de un momento, poniendo ante su mirada misericordiosa, en una oración universal, las necesidades de todos los hombre”Te adoramos Cristo y te bendecimos porque con tu santa cruz redimiste al mundo”. Amen