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ORDENACIÓN DE JUAN PEDRO
9 de Septiembre de 2004

Queridos hermanos sacerdotes, queridos amigos y hermanos y muy particularmente querido Juan Pedro que dentro de unos momentos vas a recibir el sagrado orden del diaconado.

Hoy es un día muy feliz para la Iglesia diocesana de Getafe y para la Congregación de los Misioneros de la Preciosa Sangre. Un día de alabanza a Dios y de acción de gracias por los muchos dones que el Señor derrama continuamente sobre nosotros. Especialmente damos gracias a Dios por haber
llamado Juan Pedro al ministerio diaconal y por la respuesta generosa que él ha dado al Señor; damos gracias por su familia, que hoy vive con gozo este momento.

A ti, querido Juan Pedro, quiero dirigirme ahora de una manera más directa y personal. Hace unos instantes ha sido pronunciado tu nombre. Y tu te has levantado y has respondido a la llamada diciendo: “aquí estoy”. Después, quien te ha presentado dirigiéndose a mí me ha pedido, en nombre de la Santa Madre Iglesia, que te ordene diácono. Y yo, representando sacramentalmente a Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote, he respondido diciendo como acabas de oír: “ Con el auxilio de Dios y de Jesucristo, nuestro Salvador, elijo a este hermano nuestro para el Orden de los diáconos”. Es Jesucristo quien te ha elegido. Es el Señor quien te llama. Se están cumpliendo ahora, aquí, en ti, las palabras del Señor a los apóstoles en la última Cena: “ No me habéis elegido vosotros a mí, sino que Yo os he elegido a vosotros y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca; de modo que todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo conceda” (Jn. 15,16). La conciencia de esta elección, la seguridad de haber sido gratuitamente llamado por Él y la certeza de que tu oración será, en toda circunstancia, escuchada ha de llenar tu vida, para siempre, de una inmensa gratitud, y de un gozo desbordante, que nada ni nadie te podrá arrebatar; y de un deseo muy grande de cumplir la misión para la que Él te ha destinado. Es verdad que esa elección del Señor se ha ido manifestando poco a poco. Un día sentiste que Dios te llamaba para algo especial. Más tarde, con la ayuda de tus formadores, esa llamada fue madurando. Y hoy esa llamada es confirmada por la Iglesia con la autoridad del Señor. No tengas ningún temor. Hoy vas a recibir la gracia del Espíritu Santo para cumplir la misión que Jesucristo y la Iglesia te confía y para dar fruto abundante. Y lo que el Señor ha comenzado en ti, Él mismo lo llevará a término.

Tu misión consiste en estar donde está el Señor. Y estar como servidor: seguir al Señor como servidor de Dios y de los hombres. “Si alguno me sirve, que me siga, y donde esté yo, allí estará también mi servidor. Y mi Padre le honrará (Jn.12,26). Y estar con Jesús es estar en la gloria del Padre, es decir, en la presencia y en el amor del Padre. Y, con el Padre por medio de Jesucristo y por el don del Espíritu Santo, estar con los hombres, haciendo presente entre ellos el amor infinito de Dios: haciendo presente entre los hombres la misericordia entrañable de un Dios que, como dice el salmo 112,: “Levanta del polvo al desvalido, alza de la basura al pobre, para sentarlo con los príncipes, los príncipes de su pueblo...” Un Dios que “ a la estéril le da un puesto en su casa como madre feliz de hijos”

En nuestro mundo, aparentemente opulento y lleno de bienestar, hay muchas necesidades y también, como dice el salmo, hay mucho desvalimiento. Está el desvalimiento y la pobreza de muchos hermanos nuestros que viven en situaciones verdaderamente críticas por su falta de recursos materiales, o por su desarraigo familiar, o por su situación de emigrantes recién llegados sin papeles y sin trabajo, o por tantas y tantas causas que conducen a la marginación y a la indigencia. Pero hay también otro desvalimiento, del que se habla menos y que incluso intenta taparse, el desvalimiento espiritual: la falta de valores espirituales y morales, el desconcierto de muchas familias que no saben cómo educar a sus hijos o la confusión de muchos jóvenes que no sabe qué hacer con su vida; y que se ven diariamente engañados por falsos paraísos de felicidad, que dejan el
corazón vacío y una triste sensación de estar malgastando la vida.

Queridos Juan Pedro hoy la Iglesia te elige, te llama, te enriquece con el don del Espíritu Santo y te envía como diácono para que, en medio de este mundo, como servidor del evangelio, anuncies a Jesucristo, Salvador y Redentor, luz del mundo, en quien el hombre descubre su dignidad, su vida se llena de esperanza y el mundo entero adquiere para él consistencia y armonía.

En la oración propia esta celebración hemos pedido a Dios por ti con estas palabras: “Oh Señor concede a estos hijo tuyo que has elegido hoy para el ministerio del diaconado, disponibilidad para la acción, humildad en el servicio y perseverancia en la oración”. Esto es lo que la Iglesia pide a Dios para los diáconos: disponibilidad, humildad y perseverancia. Una disponibilidad que les llene de ardor apostólico y les haga estar siempre muy atentos a las necesidades de los hombres y a las orientaciones magisteriales de la Iglesia; una actitud humilde que les haga reconocer con gratitud, cada día, que todo lo que tienen lo han recibido de Dios, y mucha perseverancia: siendo constantes en la oración y pacientes en el trabajo apostólico, soportando las debilidades humanas, propias y ajenas, y buscando siempre, no el propio provecho, sino el bien de aquellos que la Iglesia les ha confiado.

Y en la Plegaria de ordenación la Iglesia pide al Señor por los diáconos para que “resplandezca en ellos un estilo de vida evangélico, un amor sincero, solicitud por los pobres y los enfermos, una autoridad discreta, una pureza sin mancha y una observancia de sus obligaciones espirituales”

A partir de ahora, fortalecido con el don del Espíritu Santo, tienes, como diácono, la misión de ayudar al Obispo y a su presbiterio en el anuncio de la Palabra, en el servicio del altar y en el ministerio de la caridad. Muéstrate siempre como servidor de todos: que vean en ti al mismo Cristo, que se mostró, en el lavatorio de los pies, servidor de sus discípulos, enseñándonos que “el que quiera ser grande ha de convertirse en servidor... como el Hijo del hombre que no ha venido a ser servido sino a servir y dar su vida como rescate por muchos” (Mt. 20,26-28). Cuando exhortes a los fieles, en la catequesis o en la homilía transmitiendo fielmente la fe de la Iglesia; o cuando presidas las oraciones, administres el bautismo, bendigas los matrimonios o lleves la comunión a los enfermos, que, en todo momento, sea el mismo Cristo quien actúe en ti , que te sientas siempre instrumento del Señor, hasta el punto de que el mismo Señor pueda decirte, al terminar cada jornada, como al servidor de la parábola: “Siervo bueno y fiel, en lo poco has sido fiel, te pondré la frente de lo mucho; entra en el gozo de tu Señor”(Mt. 25,23)

El ministerio del diaconado es un carisma, es un don del Espíritu, pero no solamente para el bien del que lo recibe sino para el bien de toda la Iglesia, para la edificación del Cuerpo de Cristo. Acoge este don con mucho amor:

* Acoge este don haciendo de Jesucristo el centro de tu vida, en quien todo adquiere sentido y consistencia. (cfr. Col. 1,17). Que la Eucaristía, memorial de la Pascua del Señor, el sacramento de la reconciliación y la liturgia de las horas, sean el alimento de tu fe. Vive como Él vivió, dando la vida por los demás, siendo seguidor fiel de Aquel que nos dijo: “Yo soy el buen pastor; y conozco a mis ovejas y las mías me conocen... y doy mi vida por las ovejas... nadie me la quita yo la doy voluntariamente” (Jn.10,14.15). El celibato, imitando a Jesucristo célibe, será para ti símbolo y, al mismo tiempo, estímulo para vivir la caridad pastoral y fuente de una especial fecundidad apostólica. Acepta el celibato como una regalo de Dios y señal de una particular intimidad con Él. Por tu celibato te resultará más fácil consagrarte, sin dividir el corazón, al servicio de Dios y de los hombres y con mayor facilidad serás verdadero ministros de la gracia divina.

* Acoge el don de este ministerio que la Iglesia te confía, abrazando la cruz. No son tiempos fáciles. Lo sabes. Recibe como dirigidas hoy a ti, las palabras de Pablo a su joven discípulo Timoteo: “Haz memoria de Jesucristo el Señor, resucitado de entre los muertos... por el que sufro hasta llevar cadenas como un malhechor. Pero la Palabra de Dios no está encadenada. Por eso lo aguanto todo por los elegidos, para que ellos también alcancen la salvación, lograda por Cristo Jesús, con la gloria eterna” (2 Tim. 8-13)

* Y finalmente, acoge este don de Dios, en todo momento, con un corazón agradecido y gozoso, como aquel samaritano leproso curado por el Señor, que al ver lo que Jesús había hecho con él, “se volvió alabando a Dios a grandes gritos y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias” (Lc.17,15).

Pedimos hoy para ti y por la Congregación de Misioneros de la Precisa Sangre la especial protección de la Virgen María para que os mantenga siempre fieles a vuestro carisma de misericordia y redención Y que la actitud de los que hoy nos hemos reunido para este gozoso acontecimiento sea siempre ante Dios como la de la humilde servidora del Señor y que en todo momento reconozcamos y proclamemos con gozo las maravillas de Dios. Decía Sta Teresa del Niño Jesús que Dios se sirve siempre de los humildes y pequeños para realizar sus mayores milagros. Que María, reina de los ángeles y madre de la Iglesia interceda por nosotros.