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FIESTA DEL SAGRADO CORAZÓN – 2004
Jornada de oración por la santificación de los sacerdotes

Significado de esta Jornada. En la Solemnidad del Corazón de Jesús celebramos, en comunión con toda la Iglesia y por voluntad expresa del Santo Padre, esta jornada mundial de oración por la santificación de los sacerdotes. Una jornada que nos ofrece la oportunidad de rendir un homenaje de gratitud a los sacerdotes que este año celebran sus bodas de plata sacerdotales y, a la vez, nos permite dar gracias a Dios por el don del sacerdocio, pedir por la santificación de los sacerdotes y reflexionar, junto con todos los fieles cristianos, sobre el significado y la misión del ministerio sacerdotal.

En sintonía con la carta encíclica “Ecclesia de Eucaristía”, que el Santo Padre quiso regalarnos el Jueves Santo del año pasado, el tema que se nos propone para nuestra meditación en esta jornada es “La Eucaristía, manantial de santidad en el ministerio sacerdotal”

Ciertamente la vocación de todo cristiano es la santidad, pero de una manera especial la vocación sacerdotal es esencialmente una llamada a la santidad, que brota del mismo sacramento del orden. “Sed santos, porque yo el Señor, vuestro Dios, soy santo” (Lev.19,2). Con estas palabras el libro del Levítico nos recuerda que la gracia y la meta de todo creyente y , de una manera especial, de todo ministro ordenado, es la santidad: una santidad que es esencialmente intimidad con Dios y amor sin reservas, amor hasta dar la vida, a la Iglesia y a todos los hombres. Un amor desbordante a Dios, a la Iglesia y a la humanidad.

El sacerdote está llamado, allí donde Dios le ha colocado y en las circunstancias en las que su vida se desarrolle, a encontrar a Cristo, conocer a Cristo y amar a Cristo en el ejercicio de su ministerio y a identificarse cada día más con Él.

En esta solemnidad del Corazón de Jesús nosotros, sacerdotes verdaderamente enamorados de la misión tan grande que el Señor ha querido confiarnos, hemos de poner nuestra mirada en Jesucristo el único sumo y eterno sacerdote y ampliar el horizonte de nuestras preocupaciones más allá de las fronteras de nuestra vida cotidiana para sentir la urgencia de la evangelización. “Alzad vuestros ojos - nos dice el Señor – y ved los campos, que blanquean ya para la siega” (Jn. 4,25). Tenemos una inmensa misión que realizar, en esta nuestra querida Diócesis de Getafe y en toda la Iglesia. Nuestro oficio sacerdotal, dirá S. Agustín, es un “oficio de amor”. Nuestra misión es prolongar en la historia y hacer presente en nuestro mundo la misión de amor del Verbo encarnado: ser ministros de la misericordia entrañable de nuestro Dios.

Por la mediación sacramental de nuestro ministerio sacerdotal, Cristo crucificado y resucitado sigue estando presente entre nosotros como Cabeza y Pastor de la Iglesia. Los “Hechos de los Apóstoles” nos recuerdan que ese mismo Jesús con el que los apóstoles habían comido y compartido el cansancio de cada día, sigue estando ahora presente en la Iglesia. Cristo está presente, no sólo porque sigue atrayendo hacia sí a todos los fieles desde su cruz redentora (Cf. Col 1,20) formando con todos los hombres de todos los tiempos un solo Cuerpo, sino también porque Él está siempre presente, a lo largo de la historia, como Cabeza y Pastor que enseña, santifica y guía a su Pueblo. Y ese modo de presencia absolutamente insustituible, la realiza a través del ministerio sacerdotal que Él quiso instituir la tarde del Jueves Santo en el seno de la Iglesia y que hoy, por su infinita misericordia, ha querido confiarnos a nosotros en esta porción de la Iglesia que es la diócesis de Getafe.

Esa vida de Cristo, Cabeza y Pastor, de la que somos portadores es como el agua que fecunda la tierra “reseca, agostada y sin agua” en la que, como vosotros sabéis muy bien, se ha convertido la existencia de muchos hermanos nuestros que viven alejados de Dios. Con la venida de Cristo la historia de los hombres deja de ser tierra árida, para llenarse de esperanza y asumir un pleno y verdadero significado. Decía S. Irenero: “No podemos permitir dar al mundo la imagen de una tierra árida, después de recibir la Palabra de Dios como lluvia bajada del cielo; ni jamás podremos llegar a ser un único pan, si impedimos que la harina sea amalgamada por obra del agua que ha sido derramada sobre nosotros” (Cf. Incarnationis mysterium. 4. Juan Pablo II)

Para vivir esa misión de fecundar el mundo y la historia con el agua de la gracia divina, hemos de vivir nuestro ministerio sacerdotal con el corazón de Cristo. Hemos de introducirnos en el Misterio inefable del Corazón de Cristo y tener sus mismos sentimientos. El Corazón santísimo y misericordioso de Jesús, atravesado por la lanza en la cruz, como signo de entrega total, será para nosotros, en nuestro ministerio sacerdotal, fuente inagotable de paz verdadera y manifestación plena de ese amor oblativo y salvífico con el que el Señor nos amó hasta el extremo. (Cf. Jn.13,1).

La solemnidad del Corazón de Jesús nos invita a vivir la inmensa alegría, esa alegría que supera a cualquier otra: la alegría de la caridad, la alegría de la entrega incondicional a los demás. Cada mañana podemos decir, al comenzar el día: “Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas”. El Señor nos hace contemplar, en cada jornada, cómo en nuestro ministerio sacerdotal, a pesar de nuestra debilidad, de nuestra pobreza e incluso de nuestro pecado, el Señor sigue manifestando a los hombres las maravillas de su amor.

Nuestra vida es, queridos hermanos sacerdotes, un misterio de predilección divina y un don de su misericordia. En nosotros se cumple la Palabra de Dios que escuchó el profeta Jeremías: “Antes de haberte formado en el seno materno te conocía y antes que nacieses te tenía consagrado; yo te constituí profeta de las naciones .” (Jer.1,5). No sólo el sacerdocio. También el camino hacia él es un don porque, como dice la carta a los hebreos: “nadie se arroga esta dignidad, sino el llamado por Dios” (Hebr. 5,4)

Y, esta especial predilección, esta inmensa gracia del sacerdocio nos está pidiendo a los sacerdotes una generosa correspondencia. No podemos ni debemos escatimar esfuerzos. Los hombres necesitan y desean contemplar en el sacerdote el rostro de Cristo. Los hombres necesitan y desean encontrar en el sacerdote a la persona que, como también nos dice la carta a los hebreos esté puesta “a favor de los hombres en lo que se refiere a Dios”. ¡Ojalá pudiéramos siempre decir los sacerdotes las palabras de S.Agustín: “Nuestra ciencia es Cristo y nuestra esperanza también es Cristo. Es Él quien infunde en nosotros la fe con respecto a las realidades temporales y es Él quien nos revela esas verdades que se refieren a las realidades eternas” (De Trinitate 13. 19. 24)

Todo esto lo encontramos diariamente en el Misterio Eucarístico. La Eucaristía es nuestra fuerza y nuestra esperanza. En la Eucaristía el Señor nos dice cada día: “Ánimo soy yo, no temáis... no os acobardéis por las dificultades”. En la Eucaristía sentimos diariamente cómo el Señor, igual que a Pedro, a punto de hundirse, nos agarra de la mano y nos dice: “Hombre de poca fe por qué dudas”. La mano de Dios, experimentada y sentida en la Eucaristía, nos sostiene de tal manera que las aguas oscuras de nuestra soberbia y de nuestros temores pierden todo su poder. De la Eucaristía sacaremos permanentemente la fuerza de la caridad de Cristo. “ Todo compromiso de santidad - nos dice el Papa en “Ecclesia de Eucaristía” - , toda acción orientada a realizar la misión de la Iglesia, toda puesta en práctica de planes pastorales, ha de sacar del misterio eucarístico la fuerza necesaria y se ha de ordenar a él como a su culmen” (E. de E. 60).

En la Eucaristía descubriremos los sacerdotes cada día la belleza de nuestra vocación y sentiremos también el deseo de proponer a los jóvenes la grandeza de esta vocación y nos convertiremos en promotores y educadores de vocaciones y perderemos el miedo de proponer a todos opciones radicales en el camino de la santidad.

Que la Eucaristía sea siempre el centro de nuestra vida y la fuente inagotable de nuestra alegría y de nuestra esperanza y que constantemente repitamos las palabras que el Papa nos dice en su encíclica sobre la Eucaristía: “En el humilde signo del pan y del vino, transformados en su Cuerpo y en su Sangre , Cristo camina con nosotros como nuestra fuerza y nuestro viático y nos convierte en testigos de esperanza para todos “ (E.de E. 62).

En este año en que celebramos el 150 aniversario de la definición dogmática de la Inmaculada Concepción de María invoquemos con especial confianza su protección. Pidámosle a María, la mujer eucarística, que aliente en todos nosotros el deseo de identificarnos plenamente con su Hijo. Que cada sacerdote sea realmente “otro Cristo”. Que todos los sacerdotes seamos verdaderamente heraldos del evangelio, expertos en humanidad, conocedores del corazón de los hombres de hoy, partícipes de sus alegrías y esperanzas, de sus angustias y de sus tristezas, siendo, al mismo tiempo, contemplativos, enamorados de Dios.

Santa María, Reina de los Apóstoles, Madre de los sacerdotes, estrella de la Nueva Evangelización, ruega por nosotros. AMEN.