HOMILÍA EN LA ORDENACIÓN DE PRESBÍTEROS
 Getafe, 12 de octubre de 2022

Querido D, Joaquín, Obispo Emérito de Getafe.
  Querido Sr. Obispo auxiliar electo de Getafe. Te saludamos fraternalmente en este día con el deseo de que tu nuevo ministerio entre nosotros esté cargado de frutos abundantes para bien del Pueblo santo de Dios.
  Queridos hermanos sacerdotes; Sr. Vicario general y Vicarios episcopales.
  Querido Sr. Rector del Seminario y equipo de formadores.
  Queridos hijos Daniel, Regis y Álvaro que hoy recibís el don del sacerdocio ministerial.
  Queridos diáconos y seminaristas.
  Queridos consagrados y consagradas.
  Queridos padres, familiares y amigos de los ordenandos.
  Hermanos y hermanas en el Señor.

1. “¿Me amas?” (Jn 21,15). Es la pregunta de Jesús a Pedro en Galilea, a orillas del lago, en la intimidad de la amistad. El lugar evoca en el corazón de Pedro tantos momentos de encuentro con el Señor, la escucha de su palabra, su testimonio, los consejos recibidos. Junto al lago, el apóstol ha ido descubriendo el Corazón del Señor, su intimidad, que poco a poco lo han ido configurando como discípulo. El lago es el lugar del primer amor. Pero Pedro sabe también que la pregunta de Jesús tiene mucho de provocación, que quiere llegar a lo profundo de su corazón herido, de un corazón que ha negado al Amigo, de un corazón que necesita redención.

  Jesús le pregunta si lo ama más que estos, más que los otros apóstoles. No es momento para la comparación, Pedro no se cree un modelo para sus compañeros, por eso responde con una desgarradora humildad: “Sí, Señor, tú sabes que te quiero” (21,19). Pedro no compite en el amor, solo ama; ama desde la fragilidad, desde el pecado. Pedro ama a Jesús.

  La pregunta de Señor se repite hasta tres veces. Y Pedro se entristece, pues ¿acaso el Maestro que tantas veces ha mostrado cómo conoce el corazón humano, no sabe que su amor es verdadero? “Señor, tú lo sabes todo”, le dice con amargura. ¿Cómo puede demostrar a Jesús que lo ama?

  La respuesta la da el mismo Jesús, y lo hace también por tres veces: “apacienta mis ovejas”. La respuesta es: ama, ámame, y hazlo en el cuidado y la entrega a mis ovejas, a mi pueblo, a mi Cuerpo. La última palabra de este relato siempre impresionante del evangelio de san Juan es: “Sígueme”.  Que el pastor no olvide nunca que es un discípulo, que el pastoreo es un modo de realizar el seguimiento de Cristo.

  Queridos hermanos, este texto evangélico nos ha hecho entrar en el corazón del Misterio que celebramos esta tarde, entramos en el corazón mismo del ministerio sacerdotal. Tomando la conocida expresión agustiniana, podemos repetir: El ministerio sacerdotal al que son llamados estos tres hermanos nuestros, como hemos sido llamados muchos de nosotros, es un amoris officium, un ministerio de amor, que nace del amor y crece en el amor-entrega, hasta el final, hasta dar la vida. Este ministerio no es un voluntariado que ocupa parte de mi vida: es la entrega de toda la vida, y hasta el final. Como oraba el Santo Cura de Ars: “Te amo, Oh mi Dios, mi único deseo es amarte hasta el último suspiro de mi vida”.

  Este servicio de amor se concreta en el pastoreo que Jesús encarga a Pedro, como ahora os encarga a vosotros, queridos hijos. El pastoreo es cuidado de la grey que se nos ha encomendado, una grey que no nos pertenece, sino que es del Señor. No somos dueños, ni señores del pueblo, somos sus servidores. Nuestra misión es reunir al pueblo, protegerlo, cuidarlo dándole buenos pastos hasta llevarlo al único Buen Pastor. Este pastoreo es un ministerio de amor vigilante que exige de nosotros la entrega, si es necesario hasta el sacrificio de la vida. Hemos de mirar siempre hacia arriba, mirad como Dios mira, no ejerzáis el ministerio que hoy se os concede con espíritu de “rebajas”, quitando, reduciendo, anteponiendo vuestras personas y necesidades antes que el bien del Pueblo que ha sido adquirido por la sangre de Cristo, y que el mismo Cristo os ha querido encomendar. No sucumbáis a la tentación de la queja que siempre espera una comunidad ideal que no existe, ignorando, y muchas veces rechazando en el corazón, la comunidad real que Cristo os entrega. Cristo vino a salvar a los pecadores, a los imperfectos, entre los que estamos nosotros mismos, pues el tesoro, como nos ha dicho san Pablo (II Cor 4,7), lo llevamos en vasijas de barro para que se vea que lo que trasmitimos no es nuestro, es de Dios. San Juan Crisóstomo refiriéndose a la paciencia de Dios con nuestros pecados y el tiempo que otorga a nuestra conversión, dice: “Que el ejemplo de la benevolencia de Dios nos preserve de toda desesperación, pues el diablo considera esta debilidad como su arma más eficaz; incluso pecando, no podríamos darle mayor gusto que perdiendo la esperanza” (Homilías sobre la conversión, 1). Vuestro sacerdocio ha de ser un testimonio de esperanza en medio de la Iglesia y del mundo, porque Dios no se rinde, Dios siempre busca, Dios no se va, siempre permanece a nuestro lado.  

  La vida del pastor se alimenta de la intimidad con el Buen Pastor. La configuración sacramental con Cristo, mediante el sacramento que vais a recibir, os capacita para actuar en su Persona y hace que lo representéis en medio de su pueblo; es una gracia, una gracia grande que hay que renovar cada día. La fuente de esta gracia no se interrumpe nunca, Dios es fiel porque no puede negarse a sí mismo, pero nosotros sí podemos dejar que se vaya apagando por la rutina o el cansancio de la vida, incluso podemos rechazarla. El sacerdote vive de la intimidad con Cristo que ha de renovar cada día en la escucha y la meditación de la Palabra, y en la celebración de los sacramentos, especialmente en la celebración de la Eucaristía. La Eucaristía no es una más de las acciones que realizamos cotidianamente, es la expresión de nuestra identificación con Cristo. Estamos llamados a una verdadera existencia eucarística. Además, “de la Eucaristía el pastor saca fuerza para practicar la particular caridad pastoral que consiste en proporcionar al pueblo cristiano el alimento de la verdad” (Benedicto XVI. Discurso a la Secretaría del Sínodo de los Obispos).

  El corazón eucarístico del sacerdote, como el Corazón eucarístico de Cristo, es un corazón que abraza a todos. No sois sacerdotes para algunos, lo sois para todos; no os dediquéis a los amigos o a los que os quieren y tratan bien, id a todos y abrazarlos en el Corazón de Jesús; buscad a los que están lejos, habladles de Dios porque muchos, muchísimos, no han oído hablar nunca de Cristo ni conocen el amor de Dios. Sed cercanos a los pobres, no os conforméis con conocer la sociología de la pobreza, tocad la pobreza en los más necesitados, ellos son la carne de Cristo, y la riqueza de la Iglesia. No seáis indiferentes ante el sufrimiento de nuestros hermanos, sed padres y hermanos; el corazón del pastor es un corazón de carne capaz de sentir el dolor de su pueblo. El sacerdote configurado con Cristo también se hace en el contacto con el pueblo, compartiendo la vida de hombres y mujeres con sus preocupaciones y aspiraciones, en el gozo y en el sufrimiento, en la vida y en la muerte.

  Queridos hijos, huid siempre de la cizaña de la división, del partidismo, de la polarización. Estas actitudes nos hacen mal porque descentran la misión a la que estamos llamados, nos confunden y apagan la ilusión necesaria para ser mensajeros de una Buena Noticia. El Enemigo siempre busca romper la unidad querida por Cristo, destruyendo la túnica inconsútil que es el testimonio de nuestra salvación en la entrega del Hijo. Sed siempre hombres de unidad y comunión, aunque sea a costa del sufrimiento y la renuncia.

2.  San Pablo, en la segunda lectura, nos ha recordado que se nos ha encargado este ministerio por misericordia, por la misericordia de Dios. La fuerza no está en nosotros sino en el mismo encargo que hemos recibido, por eso nos exhorta el apóstol de las gentes a no acobardarnos, es más, “hemos renunciado a la clandestinidad vergonzante, no actuando con intrigas ni falseando la palabra de Dios” (II Cor 4,1-2).

  La predicación de la Palabra de Dios que ha de ser fundamento de nuestro servicio sacerdotal es un don, ¿acaso podemos tener mayor dicha que anunciar a Jesucristo, que es con mucho lo mejor, o predicar el amor de Dios a los hombres? Somos portadores de la salvación de Dios, por eso el don se convierte también en exigencia en la predicación: no predicándonos a nosotros mismos, sino a Jesucristo como Señor. Hemos de dar el agua cristalina de la Palabra sin contaminarla con otras palabras que confunden al oyente y le impiden el verdadero encuentro con Dios. Muchas veces nuestras homilías y catequesis hablan de todo y de todos, pero no hablan de Dios; Dios se convierte muchas veces en la “guinda del pastel” de largos discursos mundanos. La predicación ha de hacer resplandecer en el corazón de los hombres “el conocimiento de la gloria de Dios reflejada en el rostro de Cristo”.

  Sin embargo, queridos hijos, nosotros los sacerdotes –también los laicos en su condición- predicamos siempre, predicamos con toda nuestra vida, y no solo cuando explícitamente ejercemos el ministerio. Quiero decir que nuestra vida entera es testimonio y predicación, y, por tanto, debemos vivir según nuestra condición, y lo hemos de hacer en el porte exterior y en la vida interior. Este verano un joven me decía: “Me he fijado cómo rezabas”, os confieso que me sorprendió y me interpeló. La gente se fija, busca un modelo en nosotros, mira cómo rezamos y cómo vivimos, observa nuestro modo de hablar y nuestro modo de actuar, si somos alegres, o gente que trasmite amargura; renunciemos como nos ha dicho S. Pablo a la “clandestinidad vergonzante”. La Iglesia y el mundo nos necesita, necesita sacerdotes que sean un testimonio vivo en medio de este mundo, que no se escondan, que no opten por la clandestinidad, sino que sean luz que alumbra las oscuridades de este mundo, al tiempo que revelan la belleza y la bondad de Dios.

3. Para esto somos ungidos y enviados por el Espíritu de Dios, como hemos escuchado en la profecía de Isaías (. La unción y el envío son signos de la presencia de Dios en nuestras vidas. Nadie es el resultado de la casualidad, todos somos fruto de un proyecto amoroso del Creador que nos ha llamado a la vida y a la misión. Esta es la causa de nuestro gozo. Si cada hombre descubriera esta verdad primera: eres fruto del amor de Dios, eres una misión en el mundo y al cumplirla estás realizando el proyecto del amor de Dios, entonces todo sería diferente.

  Queridos diáconos que vais a recibir el orden sacerdotal, con vuestra vida y vuestra entrega vais a realizar el plan de salvación de Dios sobre los hombres. La belleza de vuestra pureza, los frutos de vuestra obediencia, y el testimonio de vuestra pobreza alegran la vida de la Iglesia, al tiempo que son un signo profético ante el mundo.

  Permitidme que repita las preciosas palabras que hemos escuchado de Isaías: “para dar a los afligidos de Sion una diadema en lugar de cenizas, perfume de fiesta en lugar de duelo, un vestido de alabanza en lugar de un espíritu abatido” (Is 61,3).

  Sí, esta es nuestra misión: ser testimonio de alegría, para cambiar las cenizas por la diadema de la dignidad de cada hombre, y de cada vida; para llenar del buen olor de Cristo los reinos de la muerte en los que viven tantos de nuestros hermanos, para vestir con traje de fiesta a los abatidos por la desconfianza y la desesperanza. Que vuestra alegría sea contagiosa, y vuestro gozo sea evangelizador.

4. Queridos todos, ayer celebramos los 60 años de la inauguración del Concilio Vaticano II, al que el santo papa Juan Pablo II definió como “una gran gracia” y “una brújula segura” para la Iglesia. Esta brújula sigue orientando el camino de la Iglesia, y lo tendrá que seguir haciendo para ser dócil a la llamada del Espíritu Santo que guía a la Iglesia.

 «El Concilio –decía Benedicto XVI a los cincuenta años del inicio de los trabajos conciliares–, por decirlo así, se nos presenta como un gran mosaico, pintado en la gran multiplicidad y variedad de elementos, bajo la guía del Espíritu Santo. Y como ante un gran cuadro, de ese momento de gracia incluso hoy seguimos captando su extraordinaria riqueza, redescubriendo en él pasajes, fragmentos y teselas especiales».

  Acojamos esta gracia y dejémonos guiar por el Espíritu con docilidad obediente, con acogida sincera, y disponibilidad para hacer siempre, en todo, la voluntad de Dios.

  Queridos Álvaro, Daniel y Regis, en el ejercicio de ministerio sacerdotal con frecuencia encontraréis la necesidad de volver a la Galilea del primer amor, hacedlo. Allí encontrareis al Señor que os sigue llamando y renovando su fidelidad cada día, allí encontrareis fuerza e ilusión para volver a decirle: “Aquí estoy, mándame”. En vuestra Galilea, la del primer amor encontrareis la verdadera libertad que os hizo dejarlo todo para abrazaros al designio de Dios sobre vosotros, allí aprenderéis a mirar a vuestro pueblo como lo mira Él, aunque muchas veces las circunstancias de la vida y vuestro pecado los mire con otros ojos. No olvidéis que el que comienza en vosotros la obra buena, él mismo la llevará a término.

  María, Madre de la Iglesia, madre con corazón sacerdotal, como el de su Hijo, os acompañe y acompañe el ministerio que hoy recibís. A su protección nos acogemos.

+ Ginés, Obispo de Getafe