2011

Ordenaciones

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ORDENACIONES - 2011

En el evangelio que acaba de ser proclamado Jesús se define a sí mismo como el buen Pastor que da la vida por las ovejas. El mercenario, que no siente como suyas las ovejas, ante las dificultades y los peligros, huye. El buen pastor, en cambio, que conoce a cada una de sus ovejas, establece con ellas una relación de familiaridad tan grande y tan profunda, que está dispuesto a dar su vida por ellas.

Jesús, ejemplo sublime de entrega amorosa, invita a sus discípulos, y en particular a sus sacerdotes, a seguir sus mismas huellas. Llama a cada presbítero a ser buen pastor de la grey que la Providencia le confía.

Muy queridos ordenandos, diáconos y presbíteros, hoy también vosotros vais a ser configurados, por el don del Espíritu Santo, con Jesucristo, Buen Pastor, convirtiéndoos en colaboradores de los sucesores de los apóstoles. 

Os saludo con mucho afecto a todos, queridos amigos y hermanos. Saludo a D. Rafael, Obispo electo de Cádiz y Ceuta. Saludo al rector y formadores del Seminario, que han velado por vuestra formación, a los vicarios generales, a los sacerdotes concelebrantes, a los seminaristas, a los consagrados, al coro diocesano y a todos los que habéis venido a participar con gozo en esta solemne celebración.

Quiero también saludar y expresar mi agradecimiento a las comunidades parroquiales de las que procedéis y a todos cuantos os han ayudado a reconocer y acoger la llamada del Señor y, especialmente a vuestras familias, que os han educado en la fe y hoy se sienten muy felices junto a vosotros.

Queridísimos ordenandos, este día será inolvidable para cada uno de vosotros. Hoy vais a ser “promovidos para servir a Cristo maestro, sacerdote y rey, participando en su ministerio, que construye sin cesar la Iglesia aquí en la tierra como pueblo de Dios, cuerpo de Cristo y templo del Espíritu Santo” (P.O. 1).

Jesús nos acaba de decir en el evangelio: “El Buen Pastor da su vida por las ovejas” (Jn.10,11).. Estas palabras, sin duda, se están refiriendo al Sacrificio de la Cruz, que fue el acto definitivo y culminante del sacerdocio de Cristo: el acto en el cual Jesús lleva hasta las últimas consecuencias, “hasta el extremo”, la entrega de su vida por la salvación de los hombres. Y, también, nos están indicando a todos nosotros, a quienes Cristo, mediante el sacramento del orden, ha hecho partícipes de su sacerdocio, el camino que hemos de recorrer. Estas palabras nos están diciendo que la razón de ser de nuestra vida sacerdotal es la solicitud pastoral, la caridad pastoral, hasta dar la vida, con una entrega como la de Cristo, en la cruz. Nos esta diciendo que viviendo esa caridad pastoral, en comunión con Cristo crucificado, encontraremos el pleno sentido de nuestra vida, de nuestra perfección y de nuestra santidad. Este deseo del Señor se expresa, en el rito de la ordenación sacerdotal, cuando el obispo, al entregar al nuevo presbítero las ofrendas del pan y del vino, le dice: “Recibe la ofrenda del pueblo santo para presentarla a Dios. Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor”

Realmente cuando pensamos en la cruz no podemos evitar una primera reacción de repulsa. La cruz significa dolor, desprendimiento, desasimiento, abnegación y purificación interior. Y eso instintivamente nos cuesta y procuramos evitarlo. Además vivimos en un clima cultural que nos invita a huir del esfuerzo y a evitar todo tipo de sufrimiento. Sin embargo la cruz es también fuente de vida. La cruz de Cristo es amor. Y el amor, aunque exige sufrimiento y esfuerzo, siempre va unido a la alegría. No hay mayor fuente de alegría que el amor. Abrazar la cruz de Cristo, hasta dar la vida, nos introduce en el camino del amor de Cristo, que es camino de luz y de inmensa alegría. Una alegría que supera cualquier otra alegría humana. Una alegría que llena la vida. Una alegría que ha de ser el distintivo propio de un sacerdote que ama apisonadamente a Cristo y se entrega de corazón a sus hermanos.

Parece una contradicción unir sufrimiento y alegría, unir la cruz con el gozo. Y, sin embargo la experiencia nos dice que , cuando estamos unidos al Señor en el Misterio de su cruz, nuestra vida se llena de gozo y se convierte en fuente de gozo y redención para los demás. Se convierte en don y regalo para todos.

S. Juan de Ávila, en su obra Audi Filia, dirigiéndose a Jesús crucificado le dice: “Señor,¿de que se alegra tu corazón en el día de tus trabajos? ¿De que te alegras entre los azotes y clavos y deshonras y muerte?. Te lastiman, ciertamente (...) pero porque te lastiman más nuestras lástimas, quieres sufrir de muy buena gana las tuyas, porque con aquellos dolores nos quitas los nuestros (...) Y como el esposo desea el día de su desposorio para gozarse, tu deseas el día de tu pasión para sacarnos con tus penas de nuestros trabajos (...) Pudo más tu amor que la aversión de los sayones que te atormentaban (...) Por eso, aunque los tormentos te daban tristeza y dolor muy de verdad, tu amor se alegraba del bien que de allí nos venía” (Audi Filia. Cap. 69).

San Juan de Ávila nos dice que en la cruz, se produce un desposorio gozoso: el desposorio entre Cristo y su Iglesia.

¡ Ojalá todos los sacerdotes, especialmente cuando celebramos la Eucaristía, vivamos con Cristo este desposorio santo!¡Ójala todos los sacerdotes conformemos nuestras vidas con el Misterio de la Cruz del Señor, y encontremos siempre en ella la fuente de nuestras mayores alegrías.!

Queridos ordenandos, no tengáis miedo a la cruz. Cristo os llama a ser pastores que dan la vida. Y dando la vida, por la salvación del mundo, conformando vuestra vida con la cruz del Señor, encontraréis vuestra mayor felicidad.

Esta solicitud particular por la salvación de los demás, por el servicio de la verdad, por el amor y la santidad de todo el Pueblo de Dios y por la unidad espiritual de toda la Iglesia la realiza el sacerdote de muy diversas formas y con muy diversas actividades; pero en cualquier actividad que realice, por humilde e insignificante que parezca, aunque sea barrer la Iglesia, el sacerdote siempre es portador de la gracia de Jesucristo!, Sumo y Eterno Sacerdote y del carisma del Buen Pastor; el sacerdote hace presente a Dios entre los hombres, hace presente su misericordia. La vida del sacerdote debe hablar de Dios y conducir a Dios.

El Señor ha querido elegirnos, de entre muchos y ha querido enriquecernos a los sacerdotes con la fuerza del Espíritu Santo para que, con la entrega de la vida, por nuestra predicación, la Palabra del Evangelio dé fruto en el corazón de los hombres. El Señor se ha fijado en nosotros y nos envía (como diremos en la plegaria de consagración) para que el Pueblo de Dios se renueve en el bautismo con el baño del nuevo nacimiento y se alimente con el Pan de la vida, para que los pecadores sean reconciliados, los enfermos confortados, los pobres acogidos con caridad y todas las gentes, dispersas por el pecado, sean congregadas en Cristo formando un único Pueblo, que alcance su plenitud en el Reino de Dios.

Queridos hermanos: la vida sacerdotal está construida sobre la base del sacramento del Orden, que imprime en nuestra alma el signo de un carácter indeleble. Este signo marcado en lo más profundo de nuestro ser humano, tiene una “dinámica personal” y exige una determinada forma de vida. La personalidad sacerdotal debe ser para los demás una clara señal, a la vez que una indicación, de cual es nuestra misión. Y cuando esa personalidad sacerdotal, que es fruto del Espíritu Santo, se vive con integridad, nos quedamos sorprendidos al ver cómo es acogida por multitud de personas, no sólo cercanas, sino también lejanas a la Iglesia, que , en el fondo de su corazón buscan una luz que oriente sus pasos y necesitan ver en el sacerdote a un hombre que cree en Dios profundamente, que manifiesta con valentía su fe, que reza con fervor, que enseña con íntima convicción, que sirve con generosidad, que pone en practica en su vida el programa de las bienaventuranzas, que sabe amar desinteresadamente y que está cerca de todos y especialmente de los más necesitados.

Dentro de esta dinámica personal propia del sacerdote y de esta determinada forma de vida, el carisma del celibato sacerdotal tiene un profundo significado.

Jesucristo, después de haber presentado a los discípulos la cuestión de la renuncia al matrimonio por el Reino de los Cielos, añade: “el que pueda entender que entienda”(Mt. 19,12). Se trata de un carisma, de un don, al que son llamados pocos y que el mismo Señor reconoce que no todos son capaces de entender. Y ¿ por qué la Iglesia ha querido unir este don al ministerio de los sacerdotes? y ¿ por que lo defiende con tanto ahínco?. La Iglesia lo mantiene y lo defiende porque sabe que el celibato por el Reino de los cielos además de ser un signo escatológico, es decir, un signo que anuncia y anticipa la plenitud de los tiempos, cuando Dios lo sea todo en todos, es también un medio para que el sacerdote pueda vivir plenamente dedicado al servicio de la Iglesia y una expresión de su amor incondicional apasionado e indiviso a Jesucristo y a la Iglesia.

El sacerdote con su celibato, llega a ser “el hombre para los demás”. Y lo es de una forma distinta a como lo es uno que uniéndose conyugalmente a su mujer, llega a ser también , como esposo y como padre “hombre para los demás” especialmente en su vida familiar. También el casado viviendo santamente su vocación matrimonial puede ser y debe ser un “hombre para los demás”, pero lo es, siéndolo, en primer lugar, para su esposa, y junto con ella, para los hijos a los que da la vida.

El sacerdote, en cambio, renunciando a esta paternidad que es propia de los esposos, busca otra paternidad, y casi, podríamos decir, apoyándonos en las palabras de S. Pablo, otra maternidad. S. Pablo llega a decir a los cristianos de Corinto; “Ahora que estáis en Cristo tendréis mil tutores, pero padres no tenéis muchos; por medio del evangelio soy yo quien os ha engendrado en Cristo Jesús” (I Cor. 4,15). Y a los Gálatas les dice: “Hijos míos por quienes sufro dolores de parto hasta que Cristo se forme en  vosotros” (Gal. 4,19). Hoy, nuestro mundo vive una gran orfandad espiritual, especialmente los jóvenes. El sacerdote, haciendo presente a Cristo en la vida de los hombres esta llamado a llenar este vacío. Esta llamado a ser, como Abraham, padre en la fe de una multitud.

Aquellos cristianos a los que el apóstol ha evangelizado son hijos de su espíritu, hombres encomendados por el Buen Pastor a su solicitud. Y él se siente padre y madre de ellos. Estos hombres son mucho mas numerosos que los que pueda abarcar un simple familia humana. La vocación pastoral del sacerdote es grande, llega a muchas personas, por eso su corazón debe estar siempre disponible y libre para poderles servir, dándoles su vida.

Queridos hermanos este es un día en el que vamos a sentir sobre nosotros de una manera muy intensa y viva, la misericordia de Dios. Correspondamos a esta gracia divina, tanto los que vais a ser ordenados como todos los sacerdotes que os acompañamos, con un verdadero deseo de conversión y de santidad.

Los sacerdotes debemos convertirnos cada día. Si tenemos el deber de ayudar a los demás a convertirse, lo mismo debemos hacer continuamente en nuestra vida. Convertirse significa retornar, constantemente, a la gracia misma de nuestra vocación, meditar la inmensa bondad y el amor infinito de Cristo, que se ha dirigido a cada uno de nosotros, llamándonos por nuestro nombre, y diciéndonos personalmente a cada uno : “Sígueme”. Convertirse quiere decir dar cuenta en todo momento de nuestro servicio, de nuestro celo, de nuestra fidelidad, ante el Señor que nos ha amado hasta el extremo, para que seamos ministros de Cristo y administradores fieles de los misterios de Dios. (Cf. I Cor. 4,1). Convertirse significa también dar cuenta de nuestras negligencias y pecados, de la cobardía, de la falta de fe y esperanza, de pensar únicamente de modo “humano” y no “divino”. Convertirse quiere decir para nosotros buscar de nuevo el perdón y la fuerza de Dios en el sacramento de la Reconciliación y así volver a empezar siempre, avanzar cada día, crecer en ímpetu apostólico y dar alegremente nuestra vida al Señor. Convertirse quiere decir “orar en todo tiempo y no desfallecer” (Lc. 18,1; Jn.4,35)

Jesús, sacerdote eterno, guarda a tus sacerdotes bajo la protección de tu Sagrado Corazón, donde nada pueda mancillarlos; guarda inmaculadas sus manos ungidas que tocan cada día tu Sagrado Cuerpo; guarda inmaculados sus labios, diariamente teñidos con tu preciosa Sangre; guarda puros y despojados de todo afecto terrenal sus corazones, que Tu has sellado con las sublimes marcas del sacerdocio. Que tu santo amor los rodee y los preserve siempre del contagio del mundo. Bendice sus tareas apostólicas con abundante fruto, y haz que las almas confiadas a su celo y dirección sean su alegría aquí en la tierra y formen en el cielo su hermosa e inmarcesible corona.

¡ Santa María, Madre del Sumo y Eterno Sacerdote, Virgen del Pilar, en este veinte aniversario de la Diócesis que hoy celebramos, ruega por estos nuevos diáconos y presbíteros, ruega por todos los sacerdotes, ruega por los seminaristas, ruega por las futuras vocaciones, ruego por nosotros. Amen

Corpus Christi

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Homilia de D. Joaquín María Lòpez de Andújar, Obispo de Getafe en la Solemnidad del Corpus Christi,
 26 de junio de 2011.

Hoy la Iglesia quiere que nuestra mirada se centre en la Eucaristía, donde Jesucristo renueva permanentemente su entrega de amor a los hombres. La Eucaristía es el memorial de la Pasión del Señor y por eso le pedimos especialmente en este día que “nos conceda venerar de tal modo los sagrados misterios de su Cuerpo y de su Sangre que experimentemos constantemente en nosotros los frutos de su Redención”.

La primera lectura de hoy, tomada del libro del Deuteronomio, narra cómo Dios alimentó al Pueblo de Israel con un manjar sorprendente e inesperado. Pero la finalidad de aquel alimento no era sólo satisfacer el hambre de los israelitas, sino que reconocieran que “no sólo de pan vive el hombre, sino de todo cuanto sale de la boca de Dios”. Los hombres no sólo necesitamos alimentar nuestro cuerpo; también necesitamos alimentar el espíritu. Porque si no alimentamos el espíritu, la vida deja de tener sentido y caemos en el vacío y en la desesperanza. Según los entendidos, la palabra “maná es un termino que viene de la palabra hebrea “man hu” que significa “¿qué es esto?”. Es como un grito de admiración y de sorpresa, es como decir: “¿pero qué alimento es éste tan inesperado y tan fuera de nuestras previsiones que nos hemos encontrado?”. Es una exclamación que muestra el estupor del pueblo de Israel ante un manjar desconocido.

Esta misma exclamación podemos también hacerla refiriéndonos a la Eucaristía. ¿Qué es la Eucaristía?, ¿ por qué decimos que la Eucaristía es el pan de la Vida? ¿qué significa que la Eucaristía es el Cuerpo y la Sangre de Cristo?

En la actualidad encontramos muchas personas que cada día acuden a la celebración de la santa Misa, porque no pueden vivir sin la comunión. La comunión es esencial para ellos. Pero también vemos a otras muchas que reconociéndose cristianas no consideran imprescindible participar en el sacrificio eucarístico. Y nos podemos preguntar ¿por qué no todos respondemos de la misma manera a la sorpresa que supone que el Señor nos diga que nos da a comer su carne y nos da a beber su sangre? Quizá, no todos respondemos de la misma manera porque las palabras del Señor nos parecen excesivas, como también parecieron excesivas a aquellos judíos de Cafarnaún que se escandalizaron de las palabras de Jesús sobre el Pan de Vida y decidieron abandonarle.

Esta solemnidad del Corpus Christi, nos invita a afianzar nuestra fe en la Eucaristía, como fuente y culmen de la vida cristiana y a considerar las consecuencias y los frutos que brotan de este misterio admirable. Me voy a fijar en tres frutos de la redención que surgen de la Eucaristía: 1) La Eucaristía hace posible la unidad entre nosotros; 2) la Eucaristía es celebración y es fiesta; 3) La Eucaristía es manantial inagotable de caridad.

1.- La Eucaristía hace posible la unidad entre nosotros. En la segunda lectura, tomada de la primera Carta de S. Pablo a los Corintios, nos dice el apóstol: “El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no es comunión con la Sangre de Cristo? Y el pan que partimos ¿no es comunión con el Cuerpo de Cristo? El Pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo Cuerpo, porque comemos todos del mismo pan“. (2. Cor. 10, 16-17)

Esta unión entre nosotros es posible porque Jesús, que es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, con su Sangre redentora, derramada sobre cada uno de nosotros, destruye nuestro pecado y nos une en el amor. La unidad sólo es posible si nos encontramos en Cristo.

Somos todos muy diferentes, con historias distintas, con edades diversas, con forma de ser muy singulares y, todos, llevamos en nosotros la herida del pecado, que nos disgrega. Si nos proponemos la unidad, contando sólo con nuestros pobres recursos humanos, la unidad es imposible: a lo más que podemos llegar es a una convivencia razonablemente pacífica y civilizada, siempre condicionada por los intereses particulares de cada uno o del grupo al que pertenecemos. Pero la unidad en el amor, la unidad que da vida, la unidad verdadera, sólo podemos alcanzarla en Cristo: comulgando el Cuerpo de Cristo y siendo todos uno en el Señor.

Ser cristiano es ser del Señor, es vivir en el Señor; y es amar a los hermanos en el Señor, en el amor del Señor, con el mismo amor con que el Señor nos ama a nosotros. “Amaos los unos a los otros como Yo os he amado”. Este amor en el Señor, se realiza en la Eucaristía. Jesús, entregándose a nosotros en la Eucaristía, nos pide que nos amemos unos a otros con su mismo amor, con el mismo amor que Él nos tiene.

Por eso podemos decir que el Cuerpo y la Sangre de Cristo que hoy adoramos, nos unen en el único Pueblo de Dios. Por medio de la Eucaristía somos uno en el Señor, y se hace realidad en nosotros, como dice S. Pablo, la comunión de un solo pan, de un solo Cuerpo y de un solo amor. “El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo Cuerpo, porque comemos todos del mismo Pan.”

2.- En segundo lugar, como fruto de la Redención, podemos considerar que la Eucaristía es celebración y fiesta. La Eucaristía es la fiesta de los cristianos, especialmente la Eucaristía del domingo. Cada domingo, para nosotros cristianos es el día del Señor, y está iluminado por el sol que es Cristo, y por su presencia salvadora.

El domingo es el día de la fe, en el que Jesús nos dice como al apóstol Tomás: “ ... mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino creyente”. (Jn. 20, 27). Tenemos que recuperar el domingo como día del Señor, como día de la Iglesia, como día de la familia cristiana. Juan Pablo II, decía que la Eucaristía es un antídoto contra la dispersión. Cada domingo, escuchando la Palabra de Cristo y recibiendo su Cuerpo, hemos de renovar nuestra fe en Él, presente entre nosotros, como esta tarde, a quien podemos decirle , como le dijo el apóstol Tomás: “Señor mío y Dios mío”. (Jn. 20, 28)

Como los primeros mártires, que eran arrestados y llevados al martirio por reunirse en sus casas para celebrar el día del Señor, también nosotros deberíamos decir, plenamente convencidos: “sin el domingo no podemos vivir, sin la Eucaristía nuestra vida no tiene sentido”; ya que cada domingo renovamos y proclamamos la entrega de Cristo a nosotros por amor.

Por eso no basta con la oración privada, nos basta con decir: “yo creo a mi manera”, no es suficiente decir: “yo creo en Dios, pero no practico”. Es necesario que vivamos y anunciemos públicamente, como lo estamos haciendo ahora y los haremos después en la procesión por la calles de nuestra ciudad, que Jesús venció la muerte y nos hizo partícipes de su vida inmortal, expresando así la identidad de nuestra fe y la identidad de nuestra Iglesia creyente, en torno a la Eucaristía.

Y es que, ciertamente, Jesús está presente en la Iglesia de muchas maneras. Pero en la Eucaristía está presente de una manera viva, real y verdadera; está con nosotros entero e íntegro, verdadero Dios y verdadero hombre.

Por eso la celebración de la Eucaristía, cada domingo y cada día, ha de ser siempre gozosa y animada; enriquecida por la Palabra de Dios y por nuestra participación activa y fructuosa; y ha de invitarnos a cantar, alabando a Dios con todo nuestro corazón y a contemplar la santidad de Dios, adorándole, con alegría y sencillez de corazón, en su infinita grandeza.

3.- Y el tercer fruto de la redención que brota da la Eucaristía es la solidaridad fraterna con todos los que sufren. La Eucaristía es manantial de caridad que nos acerca, con el amor de Cristo, a todos los que están necesitados de ayuda material y espiritual. Por eso este día está especialmente vinculado a “Cáritas” y es llamado “día nacional de caridad”.

S. Juan Crisóstomo, ya hace siglos, nos decía: “Si deseas honrar el Cuerpo de Cristo, no lo desprecies cuando lo veas desnudo en los pobres, ni lo honres sólo aquí en el templo, si al salir, lo abandonas en el frío y la desnudez. Porque el mismo Señor que dijo: “Esto es mi Cuerpo”, afirmó también: “Tuve hambre y no me distes de comer” y “siempre que dejasteis de hacerlo a uno de estos pequeños, a mí, en persona, me lo dejasteis de hacer” (cfr. S. Juan Crisóstomo. Homilías sobre el evangelio de S. Mateo 50, 3-4;PG 58, 508, 509).

Las palabras de este Santo Padre nos hace comprender algo que nunca hemos de perder de vista: que la Eucaristía es la fuente de donde brota un amor universal y que en ella debemos comprender que los últimos son los primeros y que compartiendo nuestros bienes con los necesitados podremos experimentar, con la mirada de la fe, el milagro permanente de la multiplicación de los panes. Si tenemos poco o pasamos necesidad, aceptemos con humildad la ayuda de los hermanos. Pero si tenemos mucho ayudemos y compartamos con los demás, eso que Dios nos ha regalado. Si Dios nos ha dado más talentos y más dones, compartámoslos con nuestros hermanos, poniendo en juego nuestra creatividad y nuestros valores.

Que María Santísima, Virgen Inmaculada, arca de la nueva y eterna alianza, nos acompañe en este camino de encuentro con el Señor en la Eucaristía. La Iglesia ve en María, como la ha llamado el Beato Juan Pablo II, la “Mujer eucarística” y la contempla como modelo insustituible de vida eucarística. De ella hemos de aprender a convertirnos en personas eucarísticas y eclesiales para poder presentarnos, según la expresión de S. Pablo, “santos e inmaculados” ante el Señor, tal como Él nos ha querido desde el principio.

Y que el Espíritu Santo, por intercesión de la Virgen María, encienda en nosotros el mismo ardor que sintieron los discípulos de Emaus y nos haga descubrir en la Eucaristía a Cristo muerto y resucitado que se hace contemporáneo nuestro en el Misterio de la Iglesia, que es su Cuerpo. Amen

 

Misa Crismal

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Homilía de D. Joaquín María López de Andújar, Obispo de Getafe con motivo de la MISA CRISMAL el 19 de abril de 2011, en la Catedral de Santa María Magdalena, en Getafe

Querido hermano en el episcopado, D. Rafael, queridos hermanos sacerdotes, queridos seminaristas, queridos hermanos y hermanas todos en el Señor:

Esta mañana, en comunión con toda la Iglesia, celebramos la solemne Misa Crismal, que nos prepara para participar en los Sagrados Misterios de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor, de cuyo costado traspasado brotaron los sacramentos de la Iglesia. Los sacramentos brotan de la Pascua y la Pascua es novedad, es vida nueva, es un continuo renacer en Cristo por el don del Espíritu Santo. Por eso se consagran o se bendicen el crisma y los diversos óleos para las celebraciones sacramentales de toda la diócesis: para que el Espíritu del Señor nos renueve constantemente y nos haga criaturas nuevas en Cristo muerto y resucitado.

Pero esta Misa tiene, sobre todo, un profundo sentido sacerdotal ya que en ella conmemoramos - anticipadamente por razones pastorales - el día en el que el Señor Jesús confirió el sacerdocio a los apóstoles y a nosotros. Y, por esta razón, los sacerdotes renovaremos, ante el pueblo de Dios, presidido por su obispo, nuestras promesas sacerdotales. Quisiera por ello dirigirme de manera muy especial a los sacerdotes aquí reunidos y a todos los sacerdotes de nuestra diócesis de Getafe.

Hoy vuelven, sin duda, a nuestra memoria aquellas palabras pronunciadas el día de nuestra ordenación, cuando el obispo ponía en nuestras manos el pan y el vino del sacrificio eucarístico, diciéndonos: Recibe la ofrenda del pueblo santo para presentarla a Dios: considera lo que realizas e imita lo que conmemoras y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor”. El sacerdocio está íntimamente ligado al sacrificio eucarístico. Su razón de ser es, sobre todo, prolongar en el tiempo este misterio de salvación, ofrecer la única “victima pura, santa e inmaculada” y alimentar con ella al pueblo santo de Dios. Y la grandeza de esta tarea supone en cada uno de nosotros, sacerdotes de Cristo, precisamente la imitación de lo que conmemoramos y la configuración de nuestra vida con el misterio de la cruz del Señor. Nuestra vida sólo tiene sentido si está siempre orientada a reproducir con nuestras palabras, nuestras obras y nuestros sentimientos al modelo supremo de nuestro sacerdocio que es Jesucristo.

En la Misa Crismal de este año, que está ya muy cerca de la Jornada Mundial de la Juventud, me gustaría acrecentar en vosotros, queridos hermanos sacerdotes, y en mí mismo, el deseo y la responsabilidad de hacer presente en medio de los jóvenes a nuestro Señor Jesucristo, como Aquél en el que siempre encontrarán los jóvenes respuesta a sus preguntas, consuelo en su soledad, fortaleza y animo para superar todos los obstáculos y luz que ponga claridad en medio de la confusión. Juan Pablo II, que será beatificado dentro de pocos días, en su carta a los sacerdotes del Jueves Santo del año 1985, -año de la primera Jornada de la Juventud- inspirándose en el relato evangélico del encuentro de Jesús con el joven rico, exhortaba a los sacerdotes a trabajar en la pastoral de juventud

Sorprende, en el encuentro de Jesús con el joven rico, decía Juan Pablo II, la facilidad con la que este joven puede llegar hasta Jesús y la confianza con la que le manifiesta sus inquietudes y su deseo de vida eterna. Para él, el Maestro de Nazaret era alguien a quien podía dirigirse con franqueza; alguien a quien podía confiar sus interrogantes esenciales; alguien de quien podía esperar una respuesta verdadera. Todo esto es para nosotros, sacerdotes, una indicación fundamental en nuestro trabajo con los jóvenes. Cada uno de nosotros ha de esforzarse por tener una capacidad de acogida parecida a la de Cristo para que los jóvenes puedan acceder a nosotros con facilidad y sin temor. Es necesario que los jóvenes no encuentren dificultad en acercarse al sacerdote y que noten siempre en él: apertura, benevolencia y disponibilidad frente a los problemas que les agobian. Y si son de temperamento reservado, o se cierran a sí mismos, el comportamiento acogedor del sacerdote ha de ayudarles a superar todas las resistencias que puedan venir de esa forma de ser. Hemos de pedir constantemente al Señor que nos dé luz para poder iniciar con cualquier joven que se nos acerque un verdadero diálogo de salvación.

El joven que se acerca a Jesucristo pregunta directamente: “Maestro bueno, ¿qué he de hacer para alcanzar la vida eterna? (Mc.107). Es la misma pregunta, aunque quizás no de una forma tan explícita, que los jóvenes nos hacen a nosotros. Muchas veces la pregunta viene envuelta entre otras cuestiones y rodeada de una especie de indiferencia, de desconfianza, de dudas e incluso de fuerte crítica a la Iglesia. Pero el sacerdote debe saber intuir lo que hay detrás de esa apariencia. Y lo que hay es un anhelo muy profundo de verdad, de libertad, de amor y de belleza.

Hace falta que el sacerdote, que está en contacto con los jóvenes, sepa escuchar y sepa responder. Sepa escuchar lo que hay en el interior de cada joven. Y sepa responder con palabras verdaderas que pongan luz en la oscuridad de su corazón. Y para que ambas cosas se den: capacidad de escucha y capacidad de respuesta, hace falta una gran madurez sacerdotal, hace falta una clara coherencia entre la vida y la enseñanza. Y esto sólo puede ser fruto de la oración, de la unión íntima con Jesucristo y de la docilidad al Espíritu Santo.

El joven del evangelio espera de Jesús la verdad y acepta su respuesta como expresión de una verdad que le compromete. Y la verdad siempre es exigente. No hemos de tener miedo de exigir mucho a los jóvenes. Puede ser que alguno se marche “entristecido” cuando le parezca que no es capaz de hacer frente a algunas de estas exigencias. Sin embargo, a pesar de todo, hay “tristezas” que pueden ser salvíficas. A veces los jóvenes tienen que abrirse camino a través de esas “tristezas salvíficas” para llegar gradualmente a la verdad y a la alegría que la verdad lleva consigo. Además los jóvenes saben perfectamente que el verdadero bien no puede ser “fácil”, sino que debe costar esfuerzo. Ellos tienen un sano instinto en todo lo que se refiere a los valores auténticos. Y, si no han sido corrompidos por el mundo, saben reaccionar, aunque les cueste, ante el bien que se les presenta. Si, por el contrario la depravación ha entrado en ellos, habrá que reconstruir, con la ayuda de la gracia divina, esas vidas rotas, dando gradualmente respuestas verdaderas, proponiendo verdaderos valores y esperando siempre en la capacidad del hombre para acoger el bien y la verdad.

En el modo de actuar de Jesús hay algo que es esencial en el diálogo pastoral. Cuando el joven se dirige a él, llamándole “maestro bueno”, Jesús, en cierta manera, “se echa a un lado” y le responde: “nadie es bueno, sino sólo Dios”. En nuestra relación pastoral con los jóvenes esto es fundamental. Nosotros hemos de estar personalmente comprometidos con ellos, hemos de comportarnos con naturalidad, hemos de ser compañeros de camino, guías y padres. Pero nunca podemos oscurecer a Dios, o a la Iglesia, poniéndonos nosotros en primer plano. Nunca podemos empañar, con personalismos estériles, a quien es el “solo bueno”, a quien es Invisible y, a la vez está muy presente, a quien es el único Señor y Maestro interior. Todo diálogo pastoral con los jóvenes tiene un único objetivo: servir y ampliar el espacio para que Dios entre en la vida de ese joven.

Cuando el joven le dice a Jesús que cumple los mandamientos, dice el evangelio que “Jesús le miró con amor”. En nuestro trato pastoral con los jóvenes hemos de tener siempre presente que la fuente primera y más profunda de nuestra eficacia pastoral es mirar a los jóvenes con el mismo amor con que Jesús los mira. Y la mirada de Jesús es una mirada de amor desde la cruz, es una mirada de amor que da la vida. Puede decirse que todo nuestro esfuerzo de ascesis sacerdotal y de espíritu de oración y de preparación intelectual y de fraternidad sacerdotal y de unión con Cristo se muestran como auténticos y verdaderos si nos ayudan a ser capaces de mirar a los jóvenes con el mismo amor con que los mira Jesús. Sólo un amor desinteresado, gratuito y crucificado como el de Jesús puede llegar al corazón de los jóvenes. Ellos tienen una gran necesidad de este amor. Pero son también enormemente críticos y descubrirán inmediatamente si la mirada del sacerdote viene de Dios o viene de un afán de personalismo más o menos encubierto.

Queridos hermanos sacerdotes: debemos pedir insistentemente al Señor que nuestro trato con los jóvenes sirva siempre para hacer presente, entre ellos, aquella mirada con la que Jesús miró a aquel joven del evangelio y sea siempre una participación en aquel amor con el que Él lo amo.

Y amando a los jóvenes como los amó Cristo hemos de ser valientes y claros, como el Señor, a la hora de proponerles el bien. Jesús miró al joven con amor y le dijo: sígueme. Nuestra propuesta a los jóvenes no puede ser otra que seguir a Cristo. No tenemos otro bien que proponer; nadie puede proponer un bien mayor. Seguir a Cristo quiere decir: “trata de encontrarte a ti mismo, trata de encontrar el sentido de tu vida de la manera más profunda y auténtica posible, trata de encontrarte a ti mismo como hombre, siguiendo a Cristo; porque solo Cristo, como nos enseña el Concilio, “manifiesta plenamente al hombre el misterio del hombre”; sigue a Cristo porque sólo a la luz de Cristo podrás entender que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios mismo y sólo estando con Cristo darás forma concreta a tu proyecto de vida entre las muchas vocaciones y ocupaciones de la vida que aparecen ante ti y podrás ser hombre, como dice san Pablo “en la medida del don de Cristo” (Ef.4,7).

Si queremos de verdad a los jóvenes, hemos de ayudarlos en la búsqueda de la vocación a la que Dios les llama, dejándoles plena libertad en esa búsqueda y plena libertad en su elección, pero sin dejar de mostrarles el valor esencial de cada una de esas posibles opciones.

Y como el amor siempre busca proponer el bien mayor, no excluyamos la posibilidad de proponer, como hace Cristo al joven rico, la posibilidad de “dejarlo todo por Él”. Jesús le propone ser apóstol. Le hace la misma propuesta que hizo a Pedro y a Juan y a Felipe y a los demás apóstoles. Nosotros queridos hermanos sacerdotes, debemos pedir luz al Señor para saber identificar bien esas vocaciones. “La mies es mucha y los obreros son pocos”. Nuestra diócesis tiene una gran necesidad de sacerdotes. Lo sabéis muy bien. En todos los lugares que visito me piden más sacerdotes. Y no digamos en otras diócesis de España y de fuera de España. Oremos nosotros mismos y pidamos a los demás que recen por esta intención. Y, ante todo, intentemos que nuestra vida sea un ejemplo de entrega gozosa al Señor que arrastre con su ejemplo a muchos jóvenes. Hay muchos jóvenes generosos, que han experimentado en su vida el amor de Cristo y que necesitan de nosotros, sacerdotes, que les mostremos y les propongamos este modo concreto de servir al Señor para poder descubrir en sí mismos la posibilidad de seguir un camino parecido. La próxima beatificación de Juan Pablo II, la Jornada Mundial de la Juventud y la presencia cercana, entre nosotros del sucesor de Pedro, va a remover el corazón de muchos jóvenes. Nosotros, sacerdotes, tenemos una gran oportunidad y una gran responsabilidad para acoger, escuchar y acompañar a esos jóvenes y para poner en nuestra diócesis unos criterios y unas bases sólidas para la pastoral vocacional. El Señor sigue llamando a su seguimiento como llamó al joven del evangelio. Estemos muy atentos a esas llamadas del Señor.

En esta Misa Crismal, renovando nuestras promesas sacerdotales, volvamos a la fuente de nuestro sacerdocio. Pongamos nuestra mirada en el Cenáculo y contemplemos al Señor que, después de lavar los pies a sus discípulos y de entregarles su Cuerpo y su Sangre, en el pan y en el vino, les dijo, y sigue diciéndonos a nosotros: “Haced esto en memoria mía”.

No sabemos si María estuvo en el Cenáculo, en la última Cena. Pero la última Cena fue una anticipación del Calvario. Y María sí estuvo en el Calvario. María sí estuvo junto a la Cruz de su Hijo participando en su sacrificio redentor. Ese sacrificio redentor que se renueva permanentemente en el altar por el ministerio de los sacerdotes. Que Ella la Madre del Redentor, la Madre de los sacerdotes y la Madre de todos los redimidos nos bendiga y nos haga participar en ese amor inefable que llevó a su Hijo Jesús a entregar su vida por nosotros. Amen